Acuarela
A estas alturas supongo que tienes cierta confusión. No pasa nada: a mí me sucedió lo mismo. El problema no era sólo que yo hubiera malinterpretado algunas cosas —aunque esto también formaba parte del asunto—, sino la Historia. La política. Probablemente, los Arameri y puede que los nobles y los sacerdotes más poderosos conocieran todo aquello. Pero yo no soy más que una mujer corriente, sin conexiones ni estatus, y sin más poder que un bastón que se convierte en un estupendo garrote en caso de necesidad. Tenía que averiguarlo todo a la antigua usanza.
Mi educación no ayudaba mucho. Como a la mayoría de la gente, me habían enseñado que una vez hubo tres dioses y que luego estalló una guerra entre ellos, lo que dejó solamente a dos. Otro de ellos ya no era un dios, en verdad —aunque seguía siendo muy poderoso—, así que en realidad había uno (y muchísimos hijos de los dioses, a los que nunca veíamos). Durante la mayor parte de mi vida, se me crió para creer que este estado de cosas era ideal, porque ¿quién quiere adorar a un puñado de dioses cuando puede adorar a uno sólo? Entonces, regresaron los hijos de los dioses.
Y no únicamente ellos. De repente, los sacerdotes empezaron a elevar extrañas plegarias y a inscribir nuevos poemas educativos en los pergaminos públicos. Los niños aprendían nuevas canciones en las escuelas de los Salones Blancos. Si hasta entonces las gentes del mundo sólo habían tenido que ofrecer sus alabanzas a Itempas el Brillante, ahora tenían que honrar a otras dos deidades: un Señor de las Sombras Profundas y una tal Dama Gris. Y cuando alguien les preguntaba por esto, los sacerdotes se limitaban a responder: «El mundo ha cambiado. Nosotros debemos cambiar con él».
Ya puedes imaginarte lo bien que fueron las cosas.
Pero no resultó tan caótico como habría podido ser. A fin de cuentas, Itempas el Brillante aborrece el desorden y los más afectados por este nuevo estado de cosas eran los que llevaban sus preceptos en el corazón. Así que discreta, pacífica y ordenadamente, la gente dejó de asistir a los servicios en los Salones Blancos. Dejaron de enviar a sus hijos para que les dieran las lecciones y comenzaron a educarlos como mejor podían. Dejaron de pagar los diezmos, a pesar de que antes eso se castigaba con la prisión o la muerte. Se consagraron a la preservación del Brillo, a pesar de que el mundo entero parecía decidido a ensombrecerse.
Todo el mundo contuvo el aliento a la espera de que comenzase la carnicería. La Orden responde ante la familia Arameri y los Arameri no toleran la desobediencia. Pero nadie fue encarcelado. No hubo desapariciones, ni de individuos ni de pueblos. Los sacerdotes visitaron a los padres y los instaron a llevar de nuevo a sus hijos a las escuelas, por el bien de éstos, pero cuando los padres se negaron, nadie se llevó a los niños. Los Guardianes de la Orden promulgaron un edicto por el que todo el mundo debía pagar un impuesto básico para costear los servicios públicos. Quienes no lo pagaron fueron castigados. Pero para aquellos que optaron por no pagar el diezmo de la Orden… nada.
Nadie sabía qué pensar de todo aquello. Así que hubo otras rebeliones menos visibles, pero más amenazadoras para el Brillante. Por todas partes, los herejes comenzaron a venerar a sus dioses abiertamente. Un país del Alto Norte —no recuerdo cuál— declaró que primero enseñaría a los niños la lengua nativa y luego el senmita, en lugar de al revés. Incluso hubo gente que decidió no adorar a ninguna deidad, a pesar de que todos los días aparecían nuevos dioses en Sombra.
Y los Arameri no han hecho nada.
Durante siglos, durante milenios, el mundo ha bailado a un único son. En cierto modo, ésta ha sido nuestra más sagrada e inviolable ley: «Harás todo cuanto se les antoje a los Arameri».
Que esto haya cambiado… Bueno, es más aterrador para la mayoría de nosotros que ningún espectáculo de pirotecnia que pudieran sacarse los dioses de la manga. Significa el final del Brillo. Y ninguno de nosotros sabe lo que vendrá después.
Así que supongo que mi confusión sobre ciertas cosas de la cosmología resulta comprensible.
Después de eso deduje las cosas bastante deprisa, gracias a los dioses. Al volver al callejón…
… la diosa rubia estaba lamiendo algo en el suelo.
Al principio creí que era Lúmino, pero al acercarme más me di cuenta de que no podía ser él por la posición. Lúmino se encontraba en otro lado del callejón. Las únicas cosas que había en el lado donde se había arrodillado eran…
Sentí la bilis en la garganta. Los Guardianes muertos.
La diosa levantó la mirada hacia mí. Sus ojos eran del mismo color que su cabello: un dorado moteado con manchas irregulares de una tonalidad más oscura. Me la quedé mirando y experimenté una momentánea epifanía. Cuando la gente miraba mis ojos, ¿eso era lo que veía? ¿Una fealdad que tendría que haber sido belleza?
—Carne entregada libremente… —dijo la hija de los dioses mientras esbozaba una sonrisa voraz.
Volví junto a Lúmino dando un rodeo para evitarla.
—Pones a prueba mi paciencia, Oree —dijo Madding, meneando la cabeza mientras pasaba a su lado—. Lo digo en serio.
—Lo único que he hecho ha sido formular una pregunta —le espeté mientras me agachaba para examinar a Lúmino. Sólo los dioses sabían lo que le habían hecho los Guardianes de la Orden antes del ataque de Sieh. No quise pensar en los cuerpos que había detrás de mí y en quién les había hecho aquello.
—Estaba tratando de mantenerte con vida —replicó la lugarteniente de Madding.
La ignoré, aunque probablemente tuviera razón. Lo que pasa es que no me sentía con fuerzas para admitirlo. Al explorar la cara de Lúmino con los dedos, descubrí que tenía un corte en la boca y que alguien le había dejado un ojo morado, estaba tan hinchado que casi no podía abrirlo. Pero aquellas heridas no me preocupaban. Palpé su cuerpo en busca de las rodillas, tratando de encontrar la fractura…
Algo se plantó sobre mi pecho y empujó. Con fuerza. Sobresaltada, lancé un grito mientras salía volando hacia atrás con tal fuerza que mi espalda se estrelló contra el muro del otro lado, donde perdí el sentido.
—¡Oree! ¡Oree!
Unas manos tiraron de mí. Parpadeé para dejar de ver las estrellas que estaba viendo, y me encontré a Madding agachado delante de mí. Al principio no me di cuenta de lo que había sucedido. Entonces, vi que Madding se revolvía, con el rostro retorcido de furia, y miraba a Lúmino.
—Estoy bien —dije, aunque no estaba del todo segura. Lúmino no había sido nada delicado. Sentía un repiqueteo apagado en la nuca, donde mi cráneo había chocado contra la piedra. Dejé que Madding me ayudara a incorporarme, agradecida, pero entonces las formas brillantes de la mujer rubia y de él se tundieron de manera desagradable—. ¡Estoy bien!
Madding emitió un gruñido ininteligible en la cantarina y gutural lengua de los dioses. Vi que las palabras se derramaban desde su boca como parpadeantes flechas que volaban en dirección a Lúmino. La mayoría de ellas eran inofensivas, deduje al ver que se disolvían en mil pedazos sin hacer daño, pero algunas de ellas parecieron alcanzar su objetivo y penetrar en él.
La ronca risa de la hija de los dioses de cabello dorado interrumpió su discurso.
—Qué falta de respeto, hermanito —dijo, y se limpió los labios de grasa y carbón. No de sangre. No había mordido. Aún.
—El respeto hay que ganárselo, Lil. —Madding escupió a un lado—. ¿Alguna vez trató de ganarse el nuestro, en lugar de exigirlo?
Lil se encogió de hombros e inclinó la cabeza hasta dejar su rostro oculto por la maraña de su cabello.
—¿Y eso qué importa? Hicimos lo que teníamos que hacer. El mundo cambia. Mientras quede vida que vivir y carne que saborear, por mí está bien.
Con estas palabras, abandonó su disfraz de humana. Su boca se abrió y se abrió hasta alcanzar dimensiones imposibles, mientras se inclinaba sobre las formas caídas de los Guardianes de la Orden.
Me tapé la boca mientras Madding arrugaba el rostro con repugnancia.
—Carne entregada libremente, Lil. Creía que ése era tu credo.
Ella calló por unos instantes.
—Ésta lo ha sido. —Su boca no se movió al hablar. En su estado, no podría haber formado palabras a la manera humana.
—¿Por quién? Dudo que esos hombres se hayan presentado voluntarios para ser carbonizados como pasto para tus apetitos.
Ella levantó un brazo y apuntó con un dedo esquelético el lugar en el que Lúmino estaba.
—Él los mató. Suya era la carne para darla.
Me estremecí al comprender que aquello confirmaba mis temores. Madding se dio cuenta, se inclinó para examinarme y me tocó los hombros y la cabeza con delicadeza. El entumecimiento en los puntos que rozaban sus dedos indicaba que tendría moratones al llegar la mañana.
—Estoy bien —volví a decir. Se me estaba aclarando la cabeza, así que dejé que Madding me ayudara a levantarme—. No pasa nada. Deja que lo vea.
Madding frunció el ceño.
—Ha tratado de hacerte daño de verdad, Oree.
—Lo sé. —Pasé a su lado. Tras él, oí los inconfundibles y espantosos sonidos del desgarro de la carne y el crujido de los huesos. Procuré no alejarme en exceso de Madding, cuyo robusto cuerpo me bloqueaba la visión.
Preferí centrar mi mirada en Lúmino, o en la posición donde suponía que estaba. La magia que hubiera utilizado para acabar con los Guardianes de la Orden, fuera la que fuese, había desaparecido hacía tiempo. Ahora estaba débil y herido, y en su dolor se revolvía como un animal…
No. Me había pasado la vida aprendiendo a conocer los corazones de los demás a través del contacto de la piel. Había sentido la arrogante rabia de su empujón. Puede que fuese de esperar: la diosa tranquila le había dicho que debía dar gracias por tenerme como amiga. Puede que yo no conociera a Lúmino muy bien, pero sabía que era demasiado orgulloso para no tomarse aquello como un insulto.
Volvía a respirar entrecortadamente. Al empujarme había perdido las pocas fuerzas que había recuperado. Pero cuando logró levantar la cabeza y me fulminó con la mirada, lo sentí.
—Mi casa sigue abierta para ti, Lúmino —dije en voz muy baja—. Siempre he ayudado a la gente que me necesitaba y no es mi intención dejar de hacerlo ahora. Tú me necesitas, te guste o no.
Entonces, me di la vuelta, con la mano extendida. Madding me puso el bastón en ella. Aspiré hondo y di dos golpecitos en el suelo para oír el reconfortante clap de la madera sobre la piedra.
—Busca tú mismo el camino —dije a Lúmino, y lo dejé allí.
Madding no delegó en nadie la tarea de cuidar de mí. Eso era lo que yo había esperado, puesto que las cosas habían sido un poco difíciles entre nosotros desde que rompimos. Pero se quedó y me bañó mientras yo estaba allí, temblando y arrodillada en el agua fría. (Podría haberla calentado, los dioses eran útiles para ese tipo de cosas, pero el frío le convenía más a mi espalda). Al terminar, me envolvió en una túnica suave y mullida que había conjurado, me hizo sentar en la cama y se tumbó a mi lado.
No protesté, aunque le dirigí una mirada divertida.
—Supongo que esto es sólo para darme calor, ¿no?
—Bueno, no sólo por eso —dijo mientras se acurrucaba más cerca y me ponía una mano en la parte inferior de la espalda. Aquella zona no estaba magullada—. ¿Cómo tienes la cabeza?
—Mejor. Creo que el frío me ha sentado bien. —Era agradable volver a sentirlo allí. Como en los viejos tiempos. Me dije que era mejor que no me acostumbrase, pero era como decirle a un niño que no podía comer caramelos—. No tengo ni un chichón.
—Mmm. —Retiró unos mechones de pelo y se incorporó para besarme en la nuca—. Puede que te salga uno mañana. Deberías descansar.
Suspiré.
—Es difícil descansar si sigues haciendo eso.
Hizo una pausa y luego suspiró. Su aliento me hizo cosquillas en la piel.
—Perdona. —Se quedó allí un momento, con el rostro pegado a mi cuello, inhalando mi olor, y entonces, finalmente, se movió para dejar unos centímetros entre los dos. Lo eché en falta al instante y volví la cabeza para que no pudiera verlo.
—Haré que alguien traiga a… Lúmino… si no ha regresado por la mañana —dijo finalmente, tras un largo e incómodo silencio—. Eso es lo que me pediste que hiciera.
—Humm. —No tenía sentido darle las gracias. Era el dios de las obligaciones. Mantenía sus promesas.
—Ten cuidado con él, Oree —dijo en voz baja—. Yeine tenía razón. No tiene una gran opinión de los mortales y ya has comprobado su genio en tus propias carnes. Ignoro por qué lo has acogido. No entiendo la mitad de las cosas que haces. Pero ten cuidado. Es lo único que te pido.
—No sé si debería dejar que me pidas nada, Mad.
Supe que lo había molestado al ver que una luz brillante y ondulada, de una tonalidad entre verde y azul, inundaba la habitación.
—Las cosas no van sólo en un sentido, Oree —replicó. Su voz era más suave ahora, calma y llena de ecos—. Ya lo sabes.
Suspiré, amagué con darme la vuelta y me lo pensé mejor al sentir cómo palpitaban mis magulladuras. Así que lo que hice al final fue volver la cabeza. Madding se había transformado en una resplandeciente figura humanoide, vagamente masculina, pero la expresión que ardía en su rostro era, sin el menor género de duda, la de un amante ofendido. Pensaba que yo estaba siendo injusta. Y puede que tuviese razón.
—Dices que aún me quieres —dije—. Pero que ya no quieres estar conmigo. No me cuentas nada. Me sueltas vagas advertencias sobre Lúmino en lugar de explicarme algo útil. ¿Cómo quieres que me sienta?
—No puedo contarte nada más sobre él. —Su forma líquida se transformó de pronto en duro cristal, aguamarina y peridotita, con delicadas facetas. Me encantaba cuando se volvía sólido aunque, por lo general, eso significaba que iba a hacer gala de su tozudez—. Ya oíste a Sieh. Debe vagar por este mundo, sin nombre y sin que nadie lo conozca.
—Háblame de Sieh, pues, y de esa mujer. ¿Yeine, la has llamado? Les tenías miedo.
Madding exhaló un gemido que hizo temblar todas sus delicadas facetas.
—Eres como una urraca. Sueltas un tema para saltar detrás de otro más bonito.
Me encogí de hombros.
—Soy mortal. No tengo todo el tiempo del mundo. Respóndeme a lo que te pregunto. —Ya no estaba enfadada. Ni él, en realidad. Sabía que aún me quería y él sabía que yo lo sabía. Simplemente, estábamos ayudándonos a superar un día complicado. Era fácil recaer en los viejos hábitos.
Madding suspiró y recobró su forma humana mientras se apoyaba en el cabecero de la cama.
—No era miedo.
—A mí me lo pareció. Todos vosotros lo teníais, salvo la de la boca. Lil.
Hizo una mueca.
—Lil no es capaz de sentir miedo. Pero no era miedo. Sólo era… —Se encogió de hombros con el ceño fruncido—. Es difícil de explicar.
—Contigo todo lo es.
Puso los ojos en blanco.
—Yeine es… Bueno, es muy joven, para ser una de nosotros. Aún no sé qué pensar sobre ella. Y Sieh, a pesar de su apariencia, es el más antiguo de los nuestros.
—Ah —dije, a pesar de que en realidad no lo entendía. ¿Aquel niño era mayor que Madding? ¿Y por qué había llamado mamá a la mujer si era más joven que él?—. El respeto de un hermano menor…
—No, eso carece de importancia para nosotros.
Fruncí el ceño, confusa.
—Entonces, ¿qué es? ¿Que el niño es más fuerte que tú?
—Sí. —Arrugó el rostro, consternado. Por un instante tuve la impresión de que el color aguamarina se convertía en zafiro, pero él no había cambiado. Fue sólo mi imaginación.
—¿Porque es más viejo?
—En parte sí, pero también… —Su voz se apagó.
Gemí de frustración.
—Quisiera dormir esta noche, Mad.
—Estoy tratando de explicártelo. —Suspiró—. Los idiomas mortales no tienen palabras para esto. Él… vive en plenitud. Es lo que es. Ya conoces ese dicho, ¿verdad? En nuestro caso no son meras palabras.
No tenía ni la menor idea de lo que quería decir. Lo vio en mi expresión y volvió a intentarlo.
—Imagina que eres más antigua que este planeta, pero tienes que portarte como una niña. ¿Podrías hacerlo?
Era imposible hasta de imaginar.
—No… no lo sé. Creo que no.
Madding asintió.
—Sieh lo hace. Lo hace todos los días, a todas horas. Nunca deja de hacerlo. Ésa es su fuerza.
Estaba empezando a entenderlo, al menos un poco.
—¿Por eso tú eres usurero?
Madding se rió entre dientes.
—Yo prefiero el término «inversor». Y cobro unos intereses perfectamente justos, muchas gracias.
—Y traficante de drogas…
—Prefiero el término «boticario independiente»…
—Calla. —Alargué una mano y le toqué el dorso de la mano, sobre las sábanas—. Debiste de pasarlo mal durante el Interdicto. —Así es como los hijos de los dioses y él llamaban al periodo anterior a su llegada, el tiempo en el que no se les permitía visitar nuestro mundo ni relacionarse con los mortales. El porqué de aquella prohibición o el responsable de ella, eran secretos para nosotros—. No me da la impresión de que los dioses tengan muchas obligaciones.
—No es cierto —dijo. Me observó un momento y luego cogió mi mano—. Las obligaciones más grandes no son materiales, Oree.
Miré su mano, aferrada a la nada que era la mía y, aunque entendí lo que me había dicho, lamenté que lo hubiera hecho. Ojalá hubiera dejado de estar enamorado de mí. Así, las cosas habrían sido más fáciles.
Su mano se relajó. Le había dejado ver más cosas en mi expresión de las que yo pretendía. Suspiró, levantó mi mano y me la besó en el dorso.
—Tengo que irme —dijo—. Si necesitas algo…
Obedeciendo un impulso me incorporé, a pesar de que eso me provocó un dolor horrible en la espalda. —Quédate —le dije.
Apartó la mirada, intranquilo.
—No debería.
—No por obligación, Mad. Por amistad. Quédate.
Alargó la mano y me quitó el pelo de la mejilla. Su expresión, en aquel momento en el que se mostraba sin cautela alguna, era la más delicada que había visto en su rostro cuando no adoptaba su forma líquida.
—Ojalá fueras una diosa —dijo—. A veces tengo la impresión de que lo eres. Pero entonces sucede algo como esto… —Retiró la túnica y me acarició un moratón con la yema del dedo—. Y recuerdo lo frágil que eres. Recuerdo que te perderé un día. —Apretó la mandíbula—. No podría soportarlo, Oree.
—Las diosas también pueden morir. —Comprendí mi error demasiado tarde. Había estado pensando en la Guerra de los Dioses, hacía milenios. Me había olvidado de la hermana de Madding.
Pero él esbozó una sonrisa triste.
—Eso es distinto. Nosotros podemos morir. Pero vosotros los mortales… Nada puede impedir que lo hagáis. Y lo único que podemos hacer nosotros es permanecer observando.
«Y morir un poco con vosotros».
Esto fue lo que dijo la noche que me abandonó. Yo comprendía su razonamiento, e incluso estaba de acuerdo con él. Lo que no quería decir que me gustara.
Le puse una mano en la cara y me incliné para besarlo. Respondió al instante, pero sentí que se contenía. No encontré nada de su sabor en el beso, a pesar de que insistí, prácticamente suplicando más. Al separarnos, yo suspiré y él apartó la mirada.
—Debería irme —volvió a decir.
Esta vez lo dejé. Se levantó de la cama y fue a la puerta, donde se detuvo un momento.
—No puedes volver a la Avenida de las Artes —dijo—. Lo sabes, ¿no? Ni siquiera deberías quedarte en la ciudad. Márchate, al menos unas semanas.
—¿Y adónde quieres que vaya? —Volví a tumbarme y aparté la mirada de él.
—Podrías visitar tu hogar.
Sacudí la cabeza. Odiaba Nimaro.
—Pues viaja, entonces. Algún sitio habrá que quieras conocer.
—Tengo que comer —dije—. Y pagar el alquiler tampoco estaría mal, a menos que pretendas que me lleve todas mis posesiones.
Dio un leve suspiro de exasperación.
—Pues al menos pon tu mesa en otro de los paseos. Los Guardianes de la Orden de Esha no miran mucho por allí. Y tienes algunos clientes entre ellos.
No los suficientes. Pero tenía razón. Sería mejor que nada. Suspiré y asentí.
Puedo hacer que uno de los míos…
—No quiero estar en deuda contigo.
—Como regalo —dijo en voz baja. Hubo un tenue y desagradable temblor en el aire, como una campanada desafinada. La generosidad no le resultaba fácil. En otro día, en otras circunstancias, me habría sentido honrada por su esfuerzo, pero en aquel momento no estaba de un humor especialmente generoso.
—No quiero nada de ti, Mad.
Otro silencio, éste preñado de reverberaciones de dolor. También aquello me recordaba a los viejos tiempos.
—Buenas noches, Oree —dijo antes de marcharse.
Al fin, después de llorar un buen rato, acabé por dormirme.
Deja que te cuente cómo nos conocimos Madding y yo.
Llegué a Sombra —aunque por entonces yo aún pensaba en ella como el Cielo— cuando tenía diecisiete años. Enseguida entablé amistad con otros como yo: recién llegados, soñadores, jóvenes atraídos a la ciudad a pesar de sus peligros porque a veces, para algunos de nosotros, el tedio y la familiaridad son peores que arriesgar la vida. Con su ayuda aprendí a utilizar mis dotes como artesana para ganarme la vida y a protegerme de quienes pretendían aprovecharse de mí. Al principio dormía en una casa con otros seis inquilinos, pero luego conseguí una casa para mí sola. Al cabo de un año, envié una carta a mi madre para contarle que seguía viva, y a cambio recibí una misiva de diez páginas en la que me exigía que volviera a casa. Pero a mí me iba bien en la ciudad.
Recuerdo que ocurrió en un atardecer de invierno. La nieve es rara y poco copiosa en la ciudad —el Árbol nos protege de lo peor de ella—, pero había caído un poco y hacía tanto frío que los caminos empedrados eran trampas mortales. Dos días antes, Vuroy se había roto un brazo al caerse al suelo, para consternación de Ru y Ohn, que tendrían que soportar sus incesantes quejas en su casa. Yo no tenía a nadie en casa que se ocupara de mí si me caía y no podía pagarme un doblahuesos, así que caminaba por las aceras más despacio que de costumbre. (El hielo suena muy similar a la piedra cuando lo golpeas con el bastón, pero hay una diferencia sutil en el aire encima de una zona helada. No sólo es más frío, sino más denso).
Estaba a salvo. Solamente tenía que andar más despacio. Pero como estaba tan concentrada en no romperme nada, presté menos atención al camino de la que habría debido y, como era relativamente nueva en la ciudad, me perdí.
Sombra no es una buena ciudad para perderse. La ciudad había crecido de forma caótica con el paso de los siglos, a los pies del Palacio del Cielo, y su trazado tenía muy poco sentido, a pesar de los constantes esfuerzos de los nobles por imponer el orden en aquella confusión. Sus habitantes más antiguos me han contado que es aún peor desde el nacimiento del Árbol, que dividió la ciudad en Esha y Oesha y provocó otros cambios de naturaleza mágica. La piedad de la Dama había permitido que el Árbol no lo destruyera todo al brotar, pero barrios enteros habían sido desplazados, calles antiguas habían desaparecido y otras nuevas habían aparecido mientras algunos hitos del paisaje cambiaban de sitio. Si te perdías, podías pasarte horas caminando en círculos.
Pero aquél no era el verdadero peligro. No tardé en notarlo aquella gélida tarde: alguien estaba siguiéndome.
Los pasos se oían a unos seis o siete metros por detrás de mí, al mismo ritmo que los míos. Doblé una esquina y esperé que se alejaran, pero en vano. Esos pies se movieron conmigo. Doblé otra. Lo mismo.
Ladrones, lo más probable. A los violadores y los asesinos no les gusta el frío. Yo llevaba poco dinero encima y desde luego no tenía aspecto de persona adinerada, pero supongo que, más que nada, se me veía sola, perdida y ciega. Y eso me convertía en presa fácil en un día en que las presas serían escasas.
No aceleré el paso, aunque, como es lógico, estaba asustada. A algunos ladrones no les gusta dejar testigos. Pero si me apresuraba, el ladrón sabría que lo había visto y, lo que es peor, puede que resbalara y me rompiera el cuello. Más valía dejar que me cogiera, que se llevara lo que quisiera y rezar para que le bastara con ello.
Sólo que… no se acercaba. Avancé una manzana, dos manzanas, tres. Oí a algunas personas más en la calle, y todas se movían deprisa, algunas de ellas murmurando sobre el frío, sin prestar atención a nada que no fuese su incomodidad. Durante largos tramos no hubo nadie más que mi perseguidor y yo. «Ahora», pensé varias veces. Pero nadie me atacó.
Al volver la cabeza para oír mejor, algo parpadeó en el límite de mi campo de visión. Sobresaltada —en aquellos días aún no estaba acostumbrada a la magia— olvidé toda prudencia, me detuve y me volví para mirar.
Quien me perseguía era una joven, regordeta y menuda. Tenía un pelo verde pálido y rizado, y una tez de tonalidad similar.
Con esto habría bastado para alertarme sobre su naturaleza, aunque el hecho de que pudiera verla la hacía más manifiesta.
Se detuvo al tiempo que yo. Su expresión era muy triste y no dijo nada, así que fui yo quien rompió el silencio.
—Hola.
Alzó las cejas.
—¿Puedes verme?
Fruncí ligeramente el ceño.
—Sí. Estás ahí mismo, de pie.
—Qué interesante. —Volvió a caminar, aunque se detuvo al ver que yo daba un paso atrás.
—Si no te importa que te lo diga —dije con cautela—, nunca me había seguido un hijo de los dioses.
Si tal cosa es posible, su expresión se volvió aún más triste.
—No pretendía molestar.
—Has estado siguiéndome desde aquella calle de allí. La de la alcantarilla cegada.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque puede que mueras —dijo.
Retrocedí, pero sólo un paso, porque mi tacón resbaló peligrosamente sobre un trozo de hielo.
—¿Cómo?
—Lo más probable es que mueras en los próximos instantes. Puede que sea difícil… Doloroso. He venido para estar contigo. Suspiró con delicadeza—. Mi naturaleza es la misericordia. ¿Lo entiendes?
Por esos días apenas conocía a los hijos de los dioses, pero todo el que pasa el tiempo suficiente en Sombra acaba por saber esto: extraen su fuerza de una cosa en concreto, un concepto, un estado del ser o una emoción. Los sacerdotes y los escribas lo llaman «afinidad» aunque nunca he oído que ninguno de los hijos de los dioses utilice el término. Cuando uno de ellos encuentra su afinidad, ésta los atrae como una llama a una polilla y algunos de ellos, incapaces de evitarlo, tienen que reaccionar ante ella.
Asentí y tragué saliva.
—Has… Has venido para verme morir. O… —Me estremecí al comprenderlo— o para matarme, si quien sea no termina el trabajo. ¿No es así?
Asintió.
—Lo siento.
Y realmente parecía que lo sentía, porque tenía los párpados pesados y la frente arrugada con una sombra de tristeza. Sólo llevaba un fino vestido suelto, una prueba más de su naturaleza, puesto que un mortal hubiera muerto de frío con esa ropa. Le hacía parecer más joven que yo, más vulnerable. Alguien a quien querrías pararte para ayudar.
Me estremecí y dije:
—Bueno… Eh… pues quizá podrías decirme qué va a matarme para que pueda… eh… escaparme y así no tendrás que perder el tiempo conmigo. ¿Podría ser?
—Hay muchos caminos que conducen a muchos futuros. Pero cuando me veo atraída por un mortal, suele ser porque su vida se está agotando.
Mi corazón, que ya estaba latiendo con fuerza, sufrió entonces una incómoda sacudida.
—¿Estás diciéndome que es inevitable?
—Inevitable no. Pero casi.
Sentí la necesidad de tomar asiento. Ninguno de los edificios que había a ambos lados estaba habitado. Puede que fuesen almacenes. No tenía dónde sentarme, aparte del suelo duro y frío. Y, hasta donde sabía, eso podía matarme.
En ese momento, me di cuenta del profundo silencio que reinaba.
Dos manzanas atrás había otras tres personas en la calle. Por razones evidentes, sólo me había fijado en los pasos de la mujer de color verde, pero en aquel momento no se oían más pasos. La calle estaba vacía.
Y sin embargo, podía percibir… algo. Más que un sonido, era una sensación. Una presión en el aire. Una leve pero persistente fragancia, tentadoramente esquiva. Y estaba…
Detrás de mí. Me volví con un nuevo traspié y sentí que se me ponía el corazón en un puño al ver a otra hija de los dioses al otro lado de la calle.
Sin embargo, ésta no me prestaba atención. Parecía una oriunda de Amn de mediana edad, con el pelo negro y completamente normal, salvo por el hecho de que yo podía verla. Estaba allí, con las piernas separadas y los puños cerrados a ambos lados, el cuerpo tenso y una expresión de furia en el rostro. Al seguir su mirada para ver contra quién estaba dirigida aquella furia, vi una tercera persona, igualmente tensa e inmóvil pero a mi lado de la calle, más cerca. Un hombre. Madding, aunque por aquel entonces yo no conocía su nombre.
El aire que separaba a aquellos dos hijos de los dioses era una nube del color de la sangre y la furia. Se ensortijaba y estremecía, se hinchaba y compactaba por las fuerzas que estaban utilizando el uno contra la otra. Porque con eso me había encontrado, a pesar de su silencio y de su quietud: con un combate. No había que tener ojos sensibles a la magia para darse cuenta de ello.
Me pasé la lengua por los labios y volví a mirar a la mujer de tez verde. Asintió. Así era como iba a morir: atrapada en medio de un duelo entre dos dioses.
Con mucha rapidez y tanta discreción como pude, comencé a retroceder hacia la mujer verde. No es que pensara que iba a protegerme —había dejado claras sus intenciones—, sino que no había otra dirección segura.
Me había olvidado del hielo que tenía detrás. Y claro, resbalé, caí y, con un gruñido de dolor, se me escapó el bastón de la mano. Cayó sobre los adoquines con un resonante traqueteo.
La mujer del otro lado de la calle se agitó y me miró. Durante un instante, pude ver que su rostro no era tan normal como había creído. Su piel era demasiado brillante, dura y suave, como la porcelana. Entonces, las piedras bajo mis pies comenzaron a temblar, el muro que tenía detrás se combó y sentí un hormigueo por toda la piel.
De repente, el hombre apareció a mi lado, abrió la boca y profirió un rugido como el del oleaje al romper en el interior de una cueva. La mujer de piel de porcelana chilló y levantó los brazos como si algo (no pude ver exactamente el qué) se hiciera mil pedazos a su alrededor. La misma fuerza la arrojó volando hacia atrás. Oí que un trozo de mortero se agrietaba y desmoronaba por el impacto de su cuerpo contra una pared, luego ella se desplomó.
—¿Qué diablos estás haciendo? —le gritó el hombre. Aturdida, levanté la mirada hacia él. Se veía una vena en su sien, palpitando de furia. Aquello me fascinó, porque nunca me había fijado en que los dioses tuvieran venas. Pero claro que las tenían. No llevaba demasiado tiempo en la ciudad, pero ya había oído hablar de la sangre divina.
La mujer se levantó lentamente, a pesar de que el golpe que había recibido le habría roto la mitad de los huesos si hubiera sido mortal. Pero sí que parecía haberla debilitado, puesto que se mantuvo apoyada sobre una rodilla mientras lanzaba al hombre una mirada cargada de rabia.
—No puedes quedarte aquí —dijo él, con más calma ahora, aunque aún furioso—. No eres lo bastante cuidadosa. Al amenazar la vida de esta mortal, has quebrantado la más importante de las leyes.
Los labios de la mujer se curvaron en una sonrisa desdeñosa.
—Vuestra ley…
—¡La ley que acordamos todos los que decidimos vivir aquí! Ninguno de nosotros quiere otro Interdicto. Estabas avisada. Levantó una mano.
Y, de repente, la calle se llenó de hijos de los dioses. Allá donde miraba, podía verlos. La mayoría de ellos parecían humanos, pero algunos se habían despojado de su vestimenta mortal o, simplemente, nunca se habían molestado en procurarse una. Atisbé pieles como de metal, cabelleras como la madera, piernas con articulaciones de animales, tentáculos en lugar de dedos… Debía de haber dos, o puede que tres docenas de ellos de pie en la calle o sentados en las aceras. Uno de ellos incluso revoloteaba sobre unas alas de insecto, finas como una gasa.
La mujer de rostro de porcelana se puso en pie, aunque seguía temblorosa. Miró la congregación de hijos de los dioses que la rodeaba con una intranquilidad imposible de disimular. Pero enderezó la espalda, frunció el ceño y echó los hombros hacia atrás.
—¿Conque así es como libras tus duelos? —Estas palabras estaban dirigidas al hombre.
—El duelo ha terminado —respondió él. Retrocedió un paso en dirección a mí y entonces, para mi sorpresa, se inclinó para ayudarme. Lo miré parpadeando, confundida, y fruncí el ceño al ver que se colocaba delante de mí y me impedía seguir viendo a la mujer. Traté de mirar tras él esquivando su cuerpo, para no perderla de vista, puesto que tenía la sensación de que había estado a punto de matarme un instante antes, pero el hombre se movió al mismo tiempo que yo.
—No —dijo—. No hace falta que veas esto.
—¿Qué? —pregunté—. Pero yo…
Hubo un sonido similar al tañido de una gran campana a su espalda, seguido por una brusca y rápida embestida del aire. Entonces, todos los hijos de los dioses que nos rodeaban se desvanecieron. Esta vez, cuando estiré la cabeza para mirar detrás de él, sólo vi una calle vacía.
—La habéis matado —susurré, anonadada.
—Pues claro que no. Hemos abierto una puerta, eso es todo… La hemos mandado de vuelta a nuestro reino. Eso es lo que no quería que vieras. —Para mi sorpresa, sonrió y, al ver lo humano que le hacía parecer aquel gesto, quedé sorprendida un instante—. Intentamos no matarnos unos a otros. Eso no suele gustar a nuestros padres.
Sin poder evitarlo, me eché a reír, pero entonces me di cuenta de que me estaba riendo con un dios y guardé silencio. Cosa que contribuyó aún más a confundirme, así que al final me limité a levantar la mirada hacia aquella sonrisa suya tan extrañamente reconfortante.
—¿Va todo bien, Eo? —preguntó el hombre, alzando la voz y sin volverse. De repente, me acordé de la mujer de color verde.
Al mirarla, volví a sobresaltarme. La mujer verde —Eo, según parecía— me sonreía con el mismo cariño que una segunda madre. Y su color había cambiado del verde a un rosa suave. Hasta su pelo era de ese mismo color. Mientras yo la miraba, inclinó la cabeza ante mí, volvió a hacerlo ante el hombre y luego dio media vuelta y se marchó.
Boquiabierta, la seguí con la mirada un instante y después sacudí la cabeza —Supongo que te debo la vida —dije mientras me volvía hacia el hombre.
—Dado que en parte estabas en peligro por mi causa, digamos que estamos en paz —dijo, y hubo un leve tintineo en el aire, como emitido por unas campanillas, a pesar de que no soplaba brisa. Miré a mi alrededor, confundida—. Pero no me importaría invitarte a un trago si sientes la necesidad de celebrar la vida.
Volví a reírme sin poder evitarlo al comprender lo que pretendía.
—¿Tratas de seducir a todas las mortales a las que estás a punto de matar?
—Sólo a las que no chillan y echan a correr —dijo. Y entonces me sorprendió de nuevo tocándome la cara, justo debajo de un ojo. Me puse un poco tensa, como siempre que alguien me miraba a los ojos. Y me preparé para el «Ojalá…».
Pero no había repulsión en su mirada ni nada más que fascinación en su contacto.
—Sobre todo, si tienen unos ojos tan bonitos —añadió.
Puedes imaginarte el resto, ¿verdad? La sonrisa, la fuerza de su presencia, su tranquila aceptación de mi rareza, el hecho de que él fuese más raro aún… No tenía la menor oportunidad. Dos días después de que nos conociéramos, lo besé. El muy zorro aprovechó la oportunidad para derramar su saliva dentro de mi boca, para llevarme a la cama. No funcionó en aquel momento —yo tenía mis principios—, pero pocos días después lo llevé a casa. Desnuda frente a Madding, sentí por primera vez que alguien me veía en mi totalidad, no sólo en parte. Encontró mis ojos fascinantes, pero también alabó mis codos. Le gustaba todo de mí.
Lo echo de menos. Dios, cómo lo echo de menos.
Al día siguiente dormí hasta tarde y desperté sumamente dolorida. Me dolía toda la espalda y, como no estaba acostumbrada a dormir incorporada, tenía el cuello rígido. Entre eso, los ojos hinchados y doloridos, y la jaqueca que había reaparecido con fuerzas innovadas, creo que se me puede perdonar que no me diera cuenta desde un primer momento de que no estaba sola en casa.
Me arrastré medio adormecida hasta la cocina, atraída por los olores y los sonidos que hacía alguien que estaba preparando el desayuno.
—Buenos días —murmuré.
—Buenos días —respondió una alegre voz de mujer, y estuve a punto de caerme de espaldas. Me apoyé en la encimera, me volví y busqué un cuchillo.
Unas manos cogieron las mías y lancé un grito mientras trataba de resistirme. Pero las manos eran cálidas, grandes, familiares…
Lúmino, gracias a los dioses. Dejé de buscar un arma, aunque mi corazón seguía desbocado. Lúmino y una mujer. ¿Quién?
Entonces recordé su saludo. Aquella voz susurrante y excesivamente dulce. Lil estaba en mi casa, preparándome el desayuno después de haberse comido a unos Guardianes de la Orden a los que Lúmino había asesinado.
—¿Qué estáis haciendo aquí, por el Maelstrom? —inquirí—. Y muéstrate, maldita seas. No te ocultes de mí en mi propia casa.
—Creí que no te gustaba mi aspecto —respondió con voz divertida.
—Y no me gusta, pero prefiero saber que estás ahí, y no babeas a escondidas delante de mí.
—Eso no podrás saberlo aunque me veas. —Pero apareció delante de mí, en su forma engañosamente normal. O puede que la otra forma, la de la boca, fuese la normal para ella y ésta la adoptase como gesto de cortesía hacia mí. En cualquier caso, le estaba agradecida—. Y estoy ahí porque te lo he traído a casa. —Señaló con la cabeza hacia un punto situado detrás de mí, donde se oía la respiración de Lúmino.
—Oh. —Yo empecé a calmarme—. Eh… Pues gracias. Pero… mmm… dama Lil…
—Lil a secas. —Esbozó una gran sonrisa y observó el horno—. Jamón.
—¿Cómo?
—Jamón. —Se volvió y miró a Lúmino, detrás de mí—. Me apetece un poco de jamón.
—No hay jamón en la casa —dijo él.
—Oh —respondió ella con voz desolada. Y su rostro adoptó una expresión casi cómicamente trágica. Apenas me di cuenta, aturdida por la posterior respuesta de Lúmino.
Se acercó al armario, sacó algo de allí y lo dejó sobre el mostrador.
—Velio ahumado.
Lil se puso radiante.
—¡Ah! Mejor que el jamón. Ahora podemos desayunar como es debido. —Mientras reanudaba sus preparativos, comenzó a canturrear una tonada.
Yo empezaba a sentirme un poco mareada. Me acerqué a la mesa y me senté, sin saber qué pensar. Lúmino se sentó frente a mí y me observó apesadumbrado.
—Debo disculparme —dijo en voz baja.
Di un respingo.
—¿Sigues hablando?
No se molestó en contestar a esta pregunta, puesto que la respuesta era obvia.
—No esperaba que Lil te impusiera su presencia. No era ésa mi intención.
Durante un momento no respondí, estaba distraída. Había hablado en el escenario de la muerte de Role, pero era la primera vez que le oía pronunciar varias frases seguidas.
Y por los dioses, su voz era preciosa. De tenor. Yo había esperado una de barítono. Estaba repleta de tonalidades y cada palabra, pronunciada con toda precisión, reverberaba desde mis oídos hasta los dedos de mis pies. Podría pasarme el día entero escuchando una voz como aquélla.
«O toda la noche…».
Haciendo un esfuerzo, aparté mis pensamientos de aquel camino. Ya había tenido dioses suficientes en mi vida amorosa.
Entonces, me di cuenta de que estaba mirándolo fijamente.
—Oh. Ah, no te preocupes por eso —dije al fin—. Aunque preferiría que me lo hubieras preguntado.
—Ella insistió.
Eso me desconcertó.
—¿Por qué?
—Tengo que transmitirte una advertencia —soltó Lil mientras se acercaba a la mesa. Me puso un plato delante y luego otro a Lúmino. Mi cocina sólo tenía dos sillas, así que se sentó en la encimera y luego cogió un plato que, al parecer, había dejado aparte para ella. Sus ojos brillaron al contemplar la comida y aparté la mirada, temiendo que volviera a abrir de nuevo aquella boca.
—¿Una advertencia? —A pesar de todo, la comida olía bien. La removí un poco y vi que había hecho un revoltillo con el velio, al que había echado diversos tipos de pimienta y hierbas que yo ya había olvidado que tenía. Lo probé: delicioso.
—Alguien te está buscando —dijo Lil.
Tardé un momento en comprender que se refería a mí, no a Lúmino. Entonces, me puse seria.
—Todo el mundo vio al previt Rimarn hablando conmigo ayer. Ahora que ha… eh… desaparecido, supongo que sus compañeros me estarán buscando.
—Oh, no está muerto —dijo Lil, sorprendida—. Los tres a los que me comí anoche eran meros Guardianes de la Orden. Jóvenes, sanos y muy jugosos por dentro. —Exhaló un suspiro de placer. Yo dejé el tenedor. Me había quedado sin apetito de repente. —No había magia en ellos que estropease el sabor, salvo la utilizada para matarlos. Imagino que sólo estaban allí para encargarse de la paliza.
A mi pesar, solté un gemido por dentro. Aquélla era la única ventaja que le veía a la muerte de los sacerdotes: Rimara era el único que conocía mi magia y sospechaba que podía ser la asesina de Role. Ahora, con la muerte de sus hombres, sin duda me estaría buscando.
Las palabras de Madding regresaron a mí: «Vete de la ciudad». Sin embargo, aún estaba el problema del dinero. Y no quería marcharme. Sombra era mi ciudad.
—En cualquier caso, no me refería a él —dijo Lil, interrumpiendo mis pensamientos. Sorprendida, me concentré en ella. Su plato, apenas visible para mí por el resplandor de su cuerpo, estaba vacío, tan limpio como si lo hubiera fregado. En aquel momento estaba chupando el tenedor con largos, lentos y obscenos lametones.
—¿Qué?
Se volvió, me miró y, de repente, me sentí paralizada por sus ojos moteados. Las manchas oscuras de sus ojos se movían, girando en sus pupilas en un baile lento e incesante. Sin pretenderlo, empecé a preguntarme si las manchas de su pelo se moverían también.
—Hay mucha hambre en este mundo —dijo con un ronroneo—. Te envuelve como una capa de varios pliegues… La furia de un previt… El deseo de Madding… —Mis pómulos comenzaron a arder—. Y hay otro, más voraz que los demás. Poderoso. Peligroso. —Se estremeció, y yo con ella—. Podría rehacer el mundo con semejante hambre, sobre todo si consigue lo que quiere. Y lo que quiere eres tú.
Me la quedé mirando, confundida y alarmada.
—¿Quién es? ¿Para qué me quiere?
—No lo sé. —Se pasó la lengua por los labios y luego me observó con aire pensativo—. Puede que, si me quedo cerca de ti, llegue a conocerlo.
Fruncí el ceño, demasiado inquieta para responder. ¿Para qué iba a quererme alguien poderoso? Yo no era nada, nadie. Hasta Rimarn quedaría decepcionado de haber conocido la verdad de la magia que tenía dentro de mí. Lo único que podía hacer era ver.
Y… Entorné los ojos. También estaban mis cuadros. Los mantenía ocultos. Sólo Madding y Lúmino sabían de su existencia. Había magia en ellos. No sabía por qué, pero mi padre me había enseñado tiempo atrás que era importante mantener cosas como aquéllas escondidas, así que yo lo hacía.
¿Era eso, entonces, lo que quería aquella misteriosa persona?
No, estaba sacando conclusiones precipitadamente. Ni siquiera sabía si esa persona existía. Únicamente contaba con la palabra de una diosa que no veía nada malo en devorar seres humanos. Puede que también le pareciera bien mentirles.
Lúmino seguía allí, aunque no lo había oído comer. Me pasé la lengua por los labios mientras me preguntaba si respondería a mi pregunta.
—¿Sabes de quién habla? —le pregunté.
—No.
Pues qué bien.
—Tus heridas… —empecé a decir.
—Está bien —dijo Lil, mirando el plato que yo había dejado inacabado—. Lo maté y volvió entero.
Parpadeé por la sorpresa.
—¿Lo has curado… matándolo?
Se encogió de hombros.
—¿Preferirías que lo hubiera dejado como estaba y que lardase semanas en curarse? Él no es como el resto de nosotros. Es mortal.
—Salvo al amanecer.
—Incluso entonces. —Se bajó de un salto de la encimera, dejando allí su plato vacío—. Ha quedado reducido a una fracción de su auténtico ser… Lo suficiente para montar un bonito espectáculo de luces de vez en cuando, pero nada más. Y para protegerte. —Se acercó con los ojos clavados en mi plato.
Estaba tan ocupada pensando en sus palabras que no me fijé en que se acercaba hasta que su expresión se volvió… Dioses, no tengo palabras para describir aquel horror. Fue como si la otra cara, la de la depredadora de boca inmensa, hubiera aparecido de repente por debajo de la benigna. No podía verla, tal como ella me había advertido, pero sí sentir su presencia y su desnuda voracidad sin fondo. Sólo me di cuenta al ver que se abalanzaba, no sobre mi plato, sino sobre mí.
No tuve tiempo ni de gritar. Su mano huesuda y de uñas afiladas voló en dirección a mi garganta y podría habérmela rebanado antes incluso de que me percatara del peligro. Pero un instante después, su brazo se detuvo temblando, a dos centímetros de distancia. Me la quede mirando, y entonces reparé en una mancha oscura que rodeaba su muñeca. Como el día anterior, en mi mesa. Y al igual que entonces, Lúmino se hizo de pronto visible a mis ojos y, poco a poco, fue ganando mayor brillo desde dentro mientras, con mirada dura y ojos irritados, fulminaba a Lil con la mirada.
Lil lo miró con una sonrisa y luego se volvió hacia mí.
—¿Lo ves?
Acallé los histéricos chillidos del interior de mi mente y aspiré hondo para tranquilizarme. Lo veía. Pero no tenía sentido.
—¿Recuperas el poder —pregunté a Lúmino— cuando… cuando me proteges?
Como aún podía verlo, también pude ver la mirada de desdén que me dirigía. Mi sorpresa fue tan intensa que casi me encogí. ¿Qué había hecho para merecer aquella mirada? Entonces, recordé lo que había dicho Madding: «No tiene gran opinión sobre los mortales».
Lil sonrió al ver mi expresión.
—Cuando protege a cualquier mortal —dijo mientras miraba a Lúmino—. «Vagarás entre los mortales como uno de ellos. —Parpadeé por la impresión y vi que Lúmino se ponía tenso. Las palabras no eran de ella, se notaba. No sonaban a ella. Arrastraban ecos más sombríos—. Desconocido para ellos, dueño sólo de la riqueza y el respeto que consigas reunir con tus obras y tus palabras. Solamente podrás recurrir a tu poder en momentos de gran necesidad y solamente para ayudar a los mortales a los que tanto desprecias. Enderezarás los males cometidos en tu nombre». Lúmino le soltó la muñeca, apartó la mirada de ella y permaneció sentado con expresión vacía… hasta donde podía verlo yo, porque el brillo de su cuerpo ya estaba desvaneciéndose. Había conjurado la amenaza, así que ya no necesitaba su poder.
Inspiré hondo y miré a Lil.
—Te agradezco la información. Pero si no te importa, en el futuro, limítate a explicarme las cosas. Sin más demostraciones.
Su carcajada hizo que se me pusieran los pelos de punta. No parecía del todo cuerda.
—Me alegro de que puedas verme, muchacha mortal. Eso hace las cosas mucho más interesantes. —Sus ojos se desplazaron hacia la mesa—. ¿Te vas a comer eso?
¿Se refería a mi plato… o a mi mano, que estaba junto a él? Con mucho cuidado, coloqué la mano sobre el regazo.
—Sírvete.
Lil volvió a reírse, encantada, y se inclinó sobre el plato. Fue un movimiento demasiado rápido para la vista. Tuve la impresión de que oía el zumbido de unas agujas y que percibía que una bocanada de aire fétido pasaba junto a mi oreja. Cuando, un instante después, Lil levantó la mirada, el plato estaba limpio. Cogió también mi servilleta para limpiarse las comisuras de los labios.
Tragué saliva, me puse en pie y la rodeé. Lúmino era una sombra casi invisible frente a mí, ocupada en comer en aquel momento. Lil había comenzado a lanzar miradas en dirección a su plato. Había cosas que quería decirle, pero no delante de ella. Ya lo habían humillado suficiente la noche anterior. Pero él y yo teníamos que llegar a un acuerdo, y pronto.
Lavé los platos lentamente mientras Lúmino comía despacio. Lil permaneció sentada en mi silla, mirándonos alternativamente y riéndose para sí de tanto en cuanto.
El sol estaba muy alto cuando salí de casa, más tarde de lo que había previsto. Esta vez tenía que ir más lejos y encima llevando mis cosas. Había esperado que quizá Lúmino me acompañara de nuevo y me ayudara, pero permaneció donde estaba después de desayunar. Estaba muy pensativo y de un humor peor de lo habitual. Casi echaba de menos su vieja apatía.
Lil se marchó al tiempo que yo, lo que fue un alivio. Ya tenía suficiente con un problemático hijo de los dioses. Sin embargo, se despidió con mucha amabilidad y me dio las gracias con tanto entusiasmo por el desayuno que mi opinión sobre ella varió ligeramente. Madding siempre me había insinuado que había hijos de los dioses a los que se les daba mejor que a otros relacionarse con los mortales. Algunos tenían procesos mentales demasiado extraños o demasiado monstruosos para nosotros. Me daba la impresión de que Lil era uno de ellos.
Me llevé la mesa y mis mejores mercancías al paseo sur del Parque de la Puerta. La Avenida de las Artes se encontraba en el paseo noroeste, donde multitud de gente acudía para contemplar el Árbol y disfrutar de otras vistas notables de la ciudad. En el paseo sur las vistas eran pasables y las atracciones menos impresionantes. Y desde el punto de vista del negocio era una ubicación mediocre. Sin embargo, no tenía alternativa. La entrada noreste del parque había quedado obstruida años alias por la raíz del Árbol y desde la puerta del este se disfrutaba de una vista maravillosa de las puertas del Cielo.
Al entrar en el paseo sur, oí que otros vendedores estaban ya manos a la obra, tratando de atraer a los transeúntes a sus mesas. No era un buen indicio. Quería decir que los clientes potenciales eran tan poco numerosos que los vendedores se los tenían que disputar. Allí, a diferencia de lo que ocurría en la avenida, no habría solidaridad entre los compañeros. Cada vendedor estaba solo. Podía oír a tres —no, cuatro— de ellos en las cercanías: uno vendía pañuelos decorativos; otro «pasteles del Árbol» (fueran lo que fuesen, olían de maravilla); y otros dos libros y recuerdos. Sentí las miradas hostiles que me dirigían estos dos últimos al montar mi tenderete y temí que se produjera alguna situación desagradable. Sin embargo, como suele pasar cuando la gente me ve bien, nadie me molestó. Hay ocasiones —raras, debo admitirlo— en las que la ceguera resulta útil.
Así que preparé mis cosas y esperé. Y esperé. No conocía la zona y no había tenido la ocasión de explorarla en su totalidad. Aunque podía oír que la gente pasaba relativamente cerca (peregrinos que comentaban lo oscura que se había vuelto la ciudad y lo hermoso que seguía siendo el Palacio del Cielo, pese a estar cubierto por la maraña del Árbol), era posible que hubiera colocado la mesa en un mal sitio. Estaba convencida de que los demás vendedores ya habían ocupado los mejores lugares, así que decidí sacarle todo el partido posible al que tenía.
Sin embargo, a media tarde ya me había dado cuenta de que tenía problemas. Mis mercancías sólo habían atraído a unos pocos peregrinos, gente trabajadora en su mayor parte, amn procedentes de los pueblos y tierras menos prósperos que rodeaban Sombra. Aquello formaba parte del problema, comprendí. Los oriundos del Alto Norte y los isleños siempre habían sido mis mejores clientes. La fe de Itempas siempre había vivido en precario en aquellas tierras, de modo que compraban mis estatuas del Árbol y mis estatuillas de hijos de los dioses con muchas ganas. Pero los senmitas eran amn y los amn eran mayoritariamente itempanos. Se dejaban impresionar menos por el Árbol y las otras maravillas heréticas de Sombra.
No podía hacer nada contra eso. Siempre he respetado las creencias de los demás, pero también tenía que comer. Mi estómago había empezado a rugir para recordarme ese hecho, aunque la culpa era mía por haber permitido que la presencia de Lil me impidiera desayunar.
Entonces, se me ocurrió una idea. Revolví entre mis bolsas hasta encontrar, con no poco alivio, que me había traído la tiza que usaba para dibujar sobre las aceras. Rodeé mi mesa, me agaché y pensé en lo que iba a dibujar.
La idea que acudió a mi mente tenía tal fuerza que casi pierdo el equilibrio, aturdida. Por lo general, los impulsos creativos me asaltaban por la mañana, cuando pintaba en el sótano. Sólo quería dibujar algunos garabatos tontos para llamar la atención hacia mis baratijas y mercancías. Pero la imagen de mi cabeza… Me pasé la lengua por los labios mientras pensaba si era prudente.
Sería peligroso, decidí. Sin duda. Era ciega, por el amor de los dioses. No tendría que haber podido ver nada y mucho menos recrearlo de manera reconocible. La mayoría de los habitantes de la ciudad no repararía en la paradoja ni le daría la menor importancia, pero para los Guardianes de la Orden y para otros cuyo trabajo consistía en vigilar el uso de magia no autorizada, sería un acto sospechoso. Y había sobrevivido todos aquellos años siendo cuidadosa.
Pero… Saqué un trozo de tiza y acaricié su superficie suave entre mis dedos. Los colores no significaban mucho para mí, salvo como elemento de textura, pero aun así había adquirido el hábito de pintar mis cuadros y dibujos con tiza. Con todo, los colores contienen más de lo que ve el ojo. La tiza emitía un olor ligeramente amargo… no el amargor de la comida, sino el del aire demasiado enrarecido para respirarse, como cuando subes a una montaña muy alta. Deduje que era blanca, el color perfecto para la imagen que tenía en la cabeza.
—Voy a pintar un cuadro —susurré, y comencé.
Esbocé la bóveda de un cielo. No el Cielo, ni ninguna parte de él, ni tampoco el cielo que existía en algún lugar por encima del Árbol, que nunca había visto. Sería un firmamento casi vacío, que se ensancharía en lo alto, en capas cada vez más coloridas. Preparé una gruesa base de tiza blanca usando las dos barras que tenía hasta casi acabarlas. Qué suerte. Luego le di una rapa de azul, muy leve. No me parecía apropiado darle mucho grosor al cielo que tenía en mi cabeza: era demasiado vibrante, demasiado denso, casi espeso. Usé las manos para aclarar el azul y luego añadí un bonito amarillo. Sí, eso era. Incorporé más amarillo y seguí haciéndolo, sintiendo su intensidad y su calidez crecientes hasta que finalmente se amalgamaron formando una masa de luz en el centro de mi composición. Dos soles, uno grande y otro más pequeño, que giraban el uno alrededor del otro en un baile eterno. Quizá podría…
—Oye.
—Un momento —murmuré. Las nubes del cielo serían poderosas, densas y oscuras por la inminencia de la lluvia. Alargué la mano hacia algo que olía a plata y dibujé una. Sólo lamentaba no tener más azul o negro.
Ahora pájaros. Por supuesto, habría pájaros volando en aquel cielo brillante y vacío. Pero no tendrían plumas…
—¡Oye! —Alguien me tocó y di un respingo, solté la tiza y, parpadeando, salí de mi trance.
—¿Q-qué? —Casi al instante, mi espalda protestó y comencé a sentir las punzadas de los cardenales y los músculos. ¿Cuánto tiempo llevaba dibujando? Con un gemido, me llevé las manos atrás y me froté las posaderas.
—Gracias —dijo la voz. Masculina, mayor. Nadie que yo conociera, aunque me recordaba vagamente a Vuroy. Entonces, recordé haberla oído antes: era uno de los otros vendedores de recuerdos, el más ruidoso de los tres que habían estado anunciando sus mercancías—. Es un buen truco —continuó—. Has atraído una multitud. Pero el paseo sur cierra al atardecer, así que igual deberías aprovechar para vender un poco mientras tengas tiempo, ¿no?
«¿Multitud?».
De repente, me di cuenta de que me rodeaban muchas voces, docenas y docenas de ellas, agolpadas alrededor de mi dibujo. Estaban murmurando, excitadas por algo. Me puse en pie con un crujido de mis rodillas.
Y al hacerlo, la masa de gente que me rodeaba prorrumpió en aplausos.
—¿Qué…? —Pero lo sabía. Estaban aplaudiéndome.
Antes de que pudiera ordenar mis pensamientos, los curiosos avanzaron —oí que se empujaban unos a otros para no pisar el dibujo— y comenzaron a preguntarme el precio de mis mercancías, si me dedicaba a pintar profesionalmente, cómo podía hacer cosas tan hermosas sin el sentido de la vista, si realmente era ciega, si, si, si… Conservé la suficiente presencia de ánimo para refugiarme detrás de la mesa y responder a las preguntas más incómodas con agradables banalidades («¡No, realmente no puedo ver! ¡Me alegro de que os guste!») antes de que me llovieran docenas de clientes ávidos de llevarse todo lo que vendía. La mayoría de ellos ni siquiera regateó. Nunca había tenido un día tan fructífero y todo había sucedido en el plazo de unos pocos minutos.
Una vez que terminaron conmigo, la mayoría de los compradores se trasladaron a las otras mesas, tal como habían estado haciendo cuando empecé a dibujar. No era de extrañar que el vendedor hubiese venido a darme las gracias. En ese momento oí el distante repique de las campanas del Salón Blanco, que anunciaba el crepúsculo. El parque cerraría pronto.
—Pensé que podías ser tú —dijo una voz cercana y de inmediato me volví sonriendo hacia ella, pensando que se trataba de otro cliente. Pero el hombre que había hablado no se acercó a la mesa. Al dirigir el rostro en su dirección me di cuenta de que se encontraba frente al dibujo.
—¿Perdón? —pregunté.
—Estabas en el otro paseo —dijo, y sentí que mi cuerpo, alarmado, se ponía tenso, aunque su voz no era en absoluto amenazante—. El día después de que encontraras el cuerpo de esa hija de los dioses. Te vi entonces, aunque había algo… interesante en ti.
Comencé a recoger mis cosas, menos alarmada ya. Puede que solamente fuese un torpe intento por su parte de entablar conversación.
—¿Estabas entre la gente? —pregunté—. ¿Eras uno de los herejes?
—¿Herejes? —El hombre se echó a reír—. Humm, supongo que la Orden lo vería así, aunque yo también honro a Itempas el Brillante.
Era un miembro de los Luces Nuevas. Eran otra rama de la religión itempana. O una nueva secta. Nunca conseguía diferenciarlas.
—Bueno, yo soy itempana tradicional —dije para atajar cualquier intento de conversación—. Pero si Role era tu diosa, lamento mucho tu pérdida.
Casi oí como alzaba las cejas.
—¿Una itempana que no condena a los adoradores de otro dios ni celebra la muerte de ese dios? ¿No crees que también tú eres un poco hereje?
Me encogí de hombros mientras guardaba las últimas cajitas en el saco que usaba para trasladarlas.
—Puede. —Sonreí—. No se lo digas a los Guardianes de la Orden.
El hombre se echó a reír y, para mi alivio, se alejó.
—Claro. Hasta otra, pues. —Se alejó tarareando, lo que confirmó mis sospechas: la tonada que cantaba era la de los Luces Nuevas.
Me senté un momento para recuperarme antes de volver a casa. Tenía los bolsillos llenos de monedas, y también la bolsa. Madding estaría contento. Tenía unos días para preparar nueva mercancía para la venta y hasta puede que pudiese tomarme unos cuantos más, como vacaciones. Nunca había tenido vacaciones hasta entonces, pero ahora podía permitírmelas.
Unas botas se acercaron desde el otro extremo del paseo. Estaba tan cansada y aturdida que no me fijé en ellas. Todavía había mucha gente paseando por allí, a pesar de que los demás vendedores también estaban recogiendo sus mercancías. Sin embargo, si hubiera prestado más atención, habría reconocido esas botas. Lo hice, demasiado tarde, al oír la voz de su propietario.
—Muy bien, Oree Shoth —dijo una voz que llevaba todo el día temiendo oír. Rimarn Dih. Oh, no—. Ha sido muy inteligente dibujar algo tan precioso para atraer a los clientes —dijo mientras se detenía justo al lado del dibujo. Otros tres pares de pasos se acercaban, los tres con aquellas botas pesadas que ya me resultaban horriblemente familiares. Me incorporé temblando.
»Creía que a estas alturas ya estarías a medio camino de Nimaro —continuó—. Imagina mi sorpresa cuando he captado la fragancia de una magia familiar, no demasiado lejos.
—No sé nada —balbuceé. Agarré mi bastón, como si eso pudiera servirme de algo—. No tengo la menor idea de quién mató a la dama Role y no soy una hija de los dioses.
—Querida, lo cierto es que eso ya no me importa —dijo, y al oír la furia de su tono me di cuenta de que había encontrado lo que Lil había dejado de sus hombres. Lo que quería decir que estaba perdida, totalmente perdida—. Quiero a tu amigo. Ese maldito maro de pelo blanco. ¿Dónde está?
Por un momento me invadió la confusión. ¿Lúmino tenía el pelo blanco?
—No ha hecho nada. —Dioses, había dicho una mentira, y él era escriba. Lo sabría—. O sea, había una hija de los dioses, una mujer llamada Lil. Ella…
—Ya es suficiente —me espetó mientras se volvía—. Cogedla.
Las botas se acercaron a mí desde todas direcciones. Retrocedí tambaleándome, pero no había ningún sitio adonde ir. ¿Me matarían a palos allí mismo para vengar a sus camaradas o me llevarían antes al Salón Blanco para interrogarme? Presa del pánico, comencé a respirar atropelladamente. Tenía el corazón desbocado. ¿Qué podía hacer?
Y entonces, muchas cosas sucedieron a la vez.
«¿Por qué?», había preguntado a mi padre tiempo atrás. ¿Por qué no podía mostrarles mis cuadros a los demás? No eran más que pintura y pigmentos. No es que le gustaran a todo el mundo —algunas de las imágenes eran demasiado perturbadoras—, pero no le hacían daño a nadie.
«Tienen magia —respondió él. Me lo dijo una y otra vez, pero no lo escuche. No lo creía—. No hay magia que no le haga daño a nadie».
Las botas de los Guardianes de la Orden pisaron el dibujo.
—No… —susurré mientras se acercaban—. Por favor…
—Pobre chica —oí que murmuraba una mujer entre la multitud, a cierta distancia, una de las que me había preguntado si me dedicaba profesionalmente a la pintura. Un momento antes me querían. Ahora iban a quedarse allí de brazos cruzados, sin hacer nada, mientras los Guardianes se cobraban su venganza.
—Baja ese bastón, mujer —dijo uno de ellos con voz de fastidio. Lo agarré con más fuerza. Me faltaba el aire. ¿Por qué estaban haciendo aquello? Sabían que no había matado a Role y que no era una hija de los dioses. Poseía magia, pero se habrían reído de haber conocido los fenomenales poderes que ocultaba. No representaba ninguna amenaza.
—Por favor, por favor —dije, casi entre sollozos. Lo repetía como si fuera el canto el ave del sur que me dio mi nombre: «Por favor —jadeo—, por favor». No se detuvieron.
Una mano asió el bastón y de pronto sentí que me ardían los ojos. Un calor ardía tras ellos, un anhelo por escapar. Apreté los párpados en un gesto reflejo, dominada por un miedo que alimentaba el dolor.
—¡Apartaos de mí! —chillé. Traté de pelear, golpeé con las manos y con el bastón. Mi mano se encontró con un pecho…
«La mano de Lúmino sobre mi pecho, luchando contra la testigo de su vergüenza».
Y empujé.
Esto es difícil de describir, incluso ahora. Ten paciencia conmigo.
En algún lugar, lejos de aquí, hay un cielo. Es un cielo caliente y vacío, que está en lo alto, como deben estar los cielos, inundado por la ardiente luz de dos soles gemelos. El cielo que dibujé… ¿comprendes? En algún lugar, es real. Ahora lo sé.
Cuando grité y empujé a los Guardianes de la Orden, el calor que había detrás de mis ojos se inflamó, transformado en luz. Con el ojo de mi mente, vi que unas piernas se precipitaban hacia ese cielo. Piernas y caderas, que salían de la nada, agitándose, retorciéndose. Que caían en mi cielo.
No estaban unidas a nada.
Algo cambió.
Al darme cuenta de ello, parpadeé. Gritos a mi alrededor. Pies que corrían. Algo golpeó una de mis mesas y la derribó. Retrocedí dando traspiés. Notaba el olor de la sangre y algo más repulsivo: excrementos, bilis y un miedo salvaje y apestoso.
De repente, me di cuenta de que ya no podía ver mi dibujo por entero. Pero estaba allí, aún podía ver sus bordes. Su brillo estaba extrañamente apagado y perdía fuerza a cada segundo que pasaba, como si su magia se estuviera agotando. Sin embargo, lo que quedaba de él estaba oculto por tres grandes manchas oscuras, que se propagaban y solapaban unas sobre otras. Eran líquidas, no mágicas.
La voz de Rimarn Dih sonó horrorizada, tan preñada de espanto que era casi ininteligible.
—¿Qué has hecho, zorra? En el nombre del Padre, ¿qué has hecho?
—¿Q-qué? —Me dolían los ojos. Y la cabeza. El olor estaba poniéndome enferma. Me sentía mal, mareada, con un hormigueo intenso por toda la piel. La boca me sabía a culpa, e ignoraba por qué.
Rimarn estaba pidiendo ayuda a gritos. Parecía que estuviera haciendo un gran esfuerzo, tirando de algo pesado. Hubo un sonido, húmedo… Me estremecí. No quería saber lo que era.
De repente, dos presencias me flanquearon. Me tomaron con delicadeza por los brazos.
—Es hora de irse, pequeña —dijo una voz brillante y masculina. El lugarteniente de Madding. ¿De dónde diablos había salido? Entonces, una llamarada invadió el mundo, y aparecimos en otro sitio. Sentí que se hacía el silencio a nuestro alrededor, junto con una humedad cálida y aromática, y una sensación entre verde y azul, de calma y equilibrio. La casa de Madding.
Debería haber sido un refugio para mí, pero no me sentía segura.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté al hijo de los dioses que tenía junto a mí—. Dímelo, por favor. Algo… He hecho algo, ¿verdad?
—¿No lo sabes? —respondió la lugarteniente de Madding, al otro lado. Parecía incrédula.
—No. —Y no quería saberlo. Me pasé la lengua por los labios—. Decídmelo, por favor.
—No sé cómo lo hiciste —dijo ella, hablando con lentitud. Había en su tono algo que parecía… sobrecogimiento. Lo cual no tenía sentido. Era una diosa—. Nunca había visto a un mortal hacer algo así. Pero tu dibujo… —No acabó la frase.
—Se volvió enarmuhukdatalwasl, aunque no del todo shuwao —dijo el hijo de los dioses, usando palabras divinas que me provocaron un fugaz dolor en los ojos. Parpadeé en un gesto reflejo. ¿Por qué me dolían los ojos? Era como si me hubieran propinado un puñetazo detrás de cada uno de ellos—. Has abierto un camino a través de quinientos millones de estrellas y conectado los dos mundos durante un instante. Algo absolutamente increíble.
Me froté los ojos pero fue en vano. El dolor estaba dentro de mí.
—¡No te entiendo, maldita sea! ¡Habla en la lengua de los mortales!
Yo no quería saber lo que me quería decir.
—Has creado una puerta —respondió—. Y has enviado a los Guardianes de la Orden por ella. Pero no del todo. La magia no era estable. Se consumió antes de que la hubieran atravesado por completo. ¿Lo entiendes?
—Sólo… —No—. Sólo era un dibujo a tiza —susurré.
—Dejaste que parte de ellos quedara en otro mundo —dijo la hija de los dioses fríamente—. Y luego cerraste la puerta. Los has cortado por la mitad. ¿Lo entiendes ahora?
Lo entendía.
Comencé a gritar y seguí haciéndolo hasta que uno de los hijos de los dioses hizo algo, y entonces perdí el conocimiento.