Óleo sobre lienzo
En el mismo instante en que Madding y yo aparecíamos en Raíz Sur, una descarga de poder nos hizo tambalearnos. La percibí como un torrente de luminosidad tan intenso que grité al sentir que pasaba a mi lado y tuve que soltar el bastón para taparme los ojos con las dos manos. Mad también exhaló un jadeo, como si algo acabara de golpearlo. Se recuperó más deprisa que yo y me tomó las manos, tratando de apartármelas de la cara.
—¿Oree? Déjame ver.
Le dejé que lo hiciera.
—Estoy bien —dije—. En serio. Sólo… Demasiada luz. Dioses… No sabía que estas cosas pudieran doler tanto.
Seguí parpadeando y dejando que me cayeran lágrimas de los ojos, mientras él los examinaba.
—No son «cosas». Son ojos. ¿Se te pasa el dolor?
—Sí, sí. Estoy bien, ya te lo he dicho. Por todos los infiernos infinitos, ¿qué ha sido eso? —La luz se había desvanecido, disuelta en la oscuridad, que era lo que yo solía ver. El dolor estaba desapareciendo más despacio, pero al menos desaparecía.
—No lo sé. —Madding me tomó la cara entre las manos y me pasó los pulgares por debajo de los párpados inferiores para limpiarme las lágrimas. Al principio se lo permití, pero de repente su contacto se hizo demasiado íntimo y despertó recuerdos más dolorosos aún que la propia luz. Me aparté, puede que con excesiva rapidez. Él exhaló un pequeño suspiro, pero me dejó ir.
Hubo una leve trepidación a cada lado de mí y oí un sonido suave, como si unos pies tocaran el suelo. El tono de Madding se volvió más autoritario, como le sucedía siempre que hablaba con uno de sus subordinados.
—Dime que no era quien yo creo que era.
—Lo era —dijo una voz que se me antojó pálida y andrógina, a pesar de que había visto a su propietaria una vez y sabía que era todo lo contrario, voluptuosa y cálida. También era una de las hijas de los dioses a las que no les gustaba que las viera, de modo que desde aquella primera vez no había vuelto a verla.
—Por los demonios y la oscuridad —dijo Mad con tono de fastidio—. Yo pensaba que estaba en poder de los Arameri.
—Pues parece que ya no —dijo otra vez. Ésta era, sin ninguna duda, masculina. También había visto a su propietario, una criatura extraña de largo y desordenado cabello que olía a cobre. Su piel tenía la blancura de los amn, pero salpicada de manchas oscuras e irregulares. Yo había deducido que aquello eran sus ornamentos. Y lo cierto es que yo las encontraba bonitas, al menos cuando se dejaba ver sin disfraz. Pero estábamos tratando un asunto serio, así que en aquel momento formaba parte de la oscuridad.
—Ha venido Lil —dijo la mujer, a lo que Madding respondió con un gemido—. Hay cuerpos… Guardianes de la Orden…
—Los… —De repente, Madding se apartó un paso y me lanzó una mirada dura—. Oree, por favor, dime que ése no es tu nuevo novio.
—No tengo novio, Mad, y en cualquier caso, eso no es asunto tuyo. —Pero fruncí el ceño al comprender a quién se refería—. Espera. ¿Estás hablando de Lúmino?
—¿Lúmino? ¿Quién diablos…? —Maldijo entre dientes, se agachó para recoger mi bastón y me lo puso en las manos—. Basta. Vámonos.
Sus subordinados desaparecieron y Madding comenzó a llevarme en dirección al lugar del que había venido aquel estallido de poder.
Raíz Sur —donde arraiga el pus, según el chiste local— era el peor barrio de Sombra. Una de las raíces principales del Árbol se había bifurcado alrededor de una rama lateral a poca altura, así que la zona estaba protegida por tres lados, en lugar de los dos de costumbre. En algunas ocasiones, Raíz Sur podía ser un sitio muy hermoso. Había sido un respetable barrio de artesanos antes del Árbol, así que las paredes, pintadas de blanco, tenían aquí y allá incrustaciones de mica y suaves ágatas, y los adoquines de las calles adoptaban la forma de ladrillos grandes y pequeños, mientras que las puertas de hierro forjado eran verdaderamente espléndidas. De no haber sido por las tres raíces, habría recibido más luz solar que las zonas de Sombra más próximas al tronco del Árbol. Según me habían contado, aún era así en los días ventosos de finales de otoño, durante una o dos horas al día. El resto del tiempo, Raíz Sur estaba sumida en una sombra perpetua.
Allí sólo vivía gente pobre, desesperada y violenta. Esto lo convertía en uno de los pocos sitios de la ciudad donde los Guardianes de la Orden podían sentirse cómodos mientras daban una paliza de muerte a un hombre en plena calle.
Sin embargo, debían de haber tenido más problemas de conciencia de lo habitual, puesto que el espacio al que finalmente me arrastró Madding olía a basura y a moho, y se percibía la rancia acritud de la orina. ¿Otro callejón? Uno que carecía de magia para mantenerse limpio.
Y había otros olores también, más fuertes e incluso menos agradables. Humo. Carbón. Carne y pelo carbonizados. Y podía oír un suave zumbido.
Cerca del sonido se encontraba una figura femenina, alta y lánguida, la única criatura que percibía aparte de Madding. Estaba de espaldas a mí, así que al principio no capté más que su cabello largo y liso como el del los nativos del Alto Norte, pero de una tonalidad dorada extrañamente moteada. No era el dorado típico del cabello amn. Por alguna razón, no resultaba nada hermoso. Además, la mujer era muy delgada… Tanto, que resultaba perturbador, e insano. Llevaba un vestido incongruentemente elegante, de espalda baja, y sus dos omóplatos, visibles a cada lado de la cabellera, tenían los ángulos tan marcados como la hoja de un cuchillo.
En ese momento, la mujer se volvió y, al verla, tuve que taparme la boca con las dos manos para no gritar. Por encima de la nariz, el rostro era normal. Por debajo, la boca se convertía en una monstruosidad de imposible deformidad. La mandíbula inferior le llegaba hasta las rodillas y el casi medio metro de sus encías estaba jalonado por varias hileras de colmillos minúsculos, afilados como navajas. Colmillos que se movían y desplazaban a lo largo de su mandíbula como un reguero de inagotables hormigas. Emitían un tenue runrún. La mandíbula babeaba.
Y al ver mi reacción, sonrió. Era la imagen más horrible que jamás hubiera visto.
Entonces, emitió un fulgor trémulo y de repente se transformó en una mujer amn de aspecto normal, con una boca humana de aspecto corriente. Sin embargo, seguía sonriendo y había algo de perturbadora voracidad en su expresión.
—Dioses —murmuró Madding (los hijos de los dioses estaban siempre diciendo cosas así)—. Eres tú.
Sus palabras me confundieron a causa de su dirección: no estaba hablándole a la mujer rubia. La respuesta me hizo dar un respingo, porque llegó desde una dirección inesperada: desde arriba.
—Oh, sí —dijo una nueva y suave voz—. Es él.
De repente, Madding quedó inmóvil, en una postura que yo sabía que anunciaba problemas. Las figuras de sus dos lugartenientes, igualmente tensos, parpadearon y aparecieron de pronto.
—Ya veo —dijo Madding, hablando en voz baja y cautelosa—. Cuánto tiempo, Sieh. ¿Has venido a regodearte?
—Un poco. —Era la voz de un niño. Levanté la mirada para tratar de determinar dónde se encontraba: en un tejado, quizá, o en una ventana del segundo o del tercer piso. No podía verlo. ¿Un mortal? ¿U otro hijo de los dioses aquejado de timidez?
Sentí que algo se movía delante de mí y, de repente, el niño volvió a hablar desde el suelo, a escasos pasos de distancia. Un hijo de los dioses.
—Pareces agotado, viejo —dijo y entonces, con cierto retraso, me di cuenta de que también él estaba hablando con alguien que no era ni Madding, ni la mujer rubia ni yo. Finalmente, me di cuenta de que a un lado del callejón, junto a la pared, había alguien cerca del suelo. Sentado o arrodillado, quizá. Jadeante, por alguna razón. Algo en aquellas inhalaciones agotadas me resultaba familiar.
—La carne mortal está limitada por las leyes físicas —continuó el muchacho, dirigiéndose a la persona que jadeaba—. Si no usas los sellos para canalizar el poder, consigues más, es cierto… pero la magia te deja sin fuerzas. Si utilizas la suficiente, puede incluso matarte… al menos por un tiempo. Es una de las mil cosas nuevas que vas a tener que aprender, me temo. Lo siento, viejo.
La mujer del pelo dorado soltó una carcajada que sonó como el entrechocar de unos guijarros bajo los pies.
—No lo sientes.
Tenía razón. La voz del niño —Sieh, lo había llamado Madding— carecía por completo de compasión. Parecía complacido, de hecho, como lo estaría la mayoría de la gente ante un enemigo humillado. Ladeé la cabeza, escuché con atención y traté de comprender.
Sieh se rió entre dientes.
—Pues claro que lo siento, Lil. ¿Te parezco la clase de persona que guardaría rencor? Eso sería mezquino de mi parte.
—Mezquino —convino la mujer—, infantil y cruel. ¿Te complace su padecimiento?
—Oh, sí, Lil. Me complace mucho.
Esta vez ni siquiera se había molestado en fingir comprensión. No había nada en aquella voz infantil salvo un sádico deleite. Me estremecí, más asustada aún por Lúmino. Nunca había visto a un niño de la raza de los hijos de los dioses, pero tenía la sensación de que no eran muy distintos a los de los seres humanos. Los niños humanos pueden ser implacables, sobre todo cuando tienen poder.
Me aparté de Madding con la intención de acercarme al hombre jadeante. Madding me retuvo bruscamente, con una mano que era como un cepo en mi brazo. Trastabillé y protesté:
—Pero…
—Ahora no, Oree —dijo Madding. No solía utilizar aquel tono conmigo, pero yo había aprendido tiempo atrás que significaba peligro.
Si la situación hubiera sido otra, no habría dudado en ocultarme detrás de él y tratar de pasar tan inadvertida como fuese posible. Me encontraba en un callejón oscuro, en medio de la nada, rodeada por cadáveres y dioses de temperamento volátil. Hasta donde yo sabía, no había ningún otro mortal lo bastante cerca como para oír siquiera un grito. Y aunque lo hubiera habido, ¿qué diablos podían haber hecho para ayudarme?
—¿Qué les ha pasado a los Guardianes? —Era una pregunta innecesaria. Ya no veía el crepitar de sus cuerpos—. ¿Cómo los ha matado Lúmino?
—¿Lúmino?
Para mi enorme consternación, era la voz de Sieh. No pretendía atraer su atención ni la de la mujer del cabello dorado. Pero Sieh parecía realmente encantado.
—¿Lúmino? ¿Así es como lo llamas? ¿En serio?
Tragué saliva, traté de hablar y volví a intentarlo después de un primer fracaso.
—No me ha dicho su nombre, así que… de algún modo tenía que llamarlo.
—Conque sí, ¿eh? —El muchacho parecía complacido. Se acercó. Era bastante más alta que él, deduje por el punto desde donde me llegaba su voz, pero este hecho no resultaba tan reconfortante como habría podido parecer. Seguía sin ver nada de él, ni un perfil ni una mera sombra, lo que significaba que se le daba mejor ocultarse que a la mayoría de los hijos de los dioses. Ni siquiera podía olerlo. Pero sí que lo sentía. Su presencia llenaba el callejón entero como ninguna de las que irradiaban los otros hijos de los dioses.
—¿Lúmino? —volvió a preguntar el niño—. ¿Y responde a ese nombre?
—No exactamente. —Me pasé la lengua por los labios y decidí arriesgarme—. ¿Se encuentra bien?
El muchacho se volvió bruscamente.
—Oh, se pondrá bien. No tiene otra alternativa, ¿sabes? —Estaba más enfadado, comprendí mientras se me hacía un nudo en el estómago. Mi intervención había empeorado las cosas—. Le pase lo que le pase a su cuerpo mortal, por muchas veces que abuse de él… Y sí, oh, sí, sé lo que haces. ¿Pensabas que no? —De nuevo estaba hablando con Lúmino, y su voz temblaba prácticamente de furia—. ¿Creías que no iba a reírme de ti, tan orgulloso, tan arrogante, siempre a punto de morir porque no eres capaz ni de tomar las precauciones más elementales?
De repente, hubo un ruido similar a un empujón y Lúmino soltó un gruñido. Y otro ruido, éste inconfundible: un golpe. El niño le había dado un puñetazo o una patada. La mano de Madding se tensó sobre mi brazo, inadvertidamente, creo. Una reacción a lo que estaba presenciando. Sieh profería sus palabras como si fueran gruñidos:
—¿Creías —otra patada, ésta más violenta. Los hijos de los dioses eran más fuertes de lo que aparentaban— que no —patada— estaría encantado de ayudarte?
Patada.
Y un eco: el chasquido de un hueso. Lúmino gritó y al oírlo fui incapaz de contenerme. Abrí la boca para protestar.
Pero antes de que pudiera hacerlo, habló otra voz, tan baja que estuve a punto de no oírla.
—Sieh.
Silencio.
Al instante, Sieh se hizo visible. Era un niño, menudo y desgarbado, de una tonalidad casi maroneh, aunque con una maraña descuidada de cabello lacio sobre la cabeza. En absoluto amenazante. En el momento de aparecer estaba como paralizado, con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa, pero al instante se volvió.
Y en el lugar al que miraba apareció otra hija de los dioses. Era muy menuda, una cabeza más baja que yo y apenas más alta que Sieh, aunque había algo en ella que transmitía una sensación de fuerza. Posiblemente, su atuendo, que era extraño: un chaleco largo, gris y sin mangas que dejaba al aire sus finos brazos color marrón oscuro y unas calzas que se interrumpían en mitad de las pantorrillas. Iba descalza. El mismo aspecto, pensé al instante, que, según me habían dicho, tenía la gente del Alto Norte, con la excepción del pelo, que era rizado en lugar de liso, y que llevaba tan corto como si fuera un muchacho. Y salvo los ojos también, aunque no era capaz de saber por qué. ¿Cuál era su color? ¿Verde? ¿Gris? ¿Algo totalmente distinto?
Por el rabillo del ojo, vi que Madding se ponía tenso y que los ojos se le abrían como platos. Uno de sus lugartenientes profirió una rápida imprecación en voz baja.
—Sieh —volvió a decir la mujer tranquila, con tono de desaprobación.
Sieh frunció el ceño. Su aspecto en aquel momento era únicamente el de un niño mohíno al que han sorprendido haciendo una travesura.
—¿Qué pasa? Ni que fuese un mortal…
A un lado, la diosa del pelo dorado, Lil, miraba a Lúmino con interés.
—Pues huele como ellos. A sudor, dolor, sangre y miedo. Qué bonito.
La nueva diosa la miró de soslayo, cosa que no pareció molestar en absoluto a Lil, y luego volvió a centrarse en Sieh.
—Esto no es lo que habíamos decidido.
—¿Por qué no puedo matarlo a patadas de vez en cuando? Él no respeta los términos que estableciste. Al menos puedo usarle para divertirme.
La diosa meneó la cabeza con un suspiro y se acercó a él. Para mi sorpresa, Sieh no se resistió mientras le daba un abrazo y le envolvía la nuca con una mano. Sieh se mantuvo tieso, sin devolverle el gesto, pero hasta yo me di cuenta de que no le molestaba el abrazo.
—Esto no sirve de nada —le dijo ella al oído, con un tono de tal delicadeza que no pude por menos que acordarme de mi propia madre, a kilómetros de distancia en Nimaro—. No ayuda. Ni siquiera lo lastima de un modo que importe. ¿Por qué te molestas?
Sieh apartó la cara, con los puños apretados a ambos lados.
—¡Ya lo sabes!
—Sí, lo sé. ¿Y tú?
Cuando Sieh retomó la palabra, pude oír la tensión que había en su voz:
—¡No! ¡Lo odio! ¡Quiero matarle para siempre!
Pero entonces, la presa de sus sentimientos cedió y se dejó caer sobre ella mientras se disolvía en lágrimas. La diosa tranquila suspiró y lo abrazó con mayor fuerza, aparentemente contenta con consolarlo todo el tiempo que fuese necesario.
Quedé maravillada por aquello, desgarrada entre el sobrecogimiento y la piedad, pero entonces me acordé de Lúmino, que seguía en suelo, a poca distancia de mí, respirando con dificultad.
Me aparté subrepticiamente de Madding, que observaba la escena con una expresión tan extraña que fui incapaz de interpretarla. Pesar, quizá. Desencanto… No importaba. Mientras los demás y él estaban ocupados, me acerqué a Lúmino. Era él, sin duda. Reconocí su característico aroma a especias y metal. Al arrodillarme para examinarlo, descubrí que tenía la espalda tan caliente como si lo hubieran aquejado unas fiebres, y estaba completamente empapada de algo que yo esperaba que sólo fuese sudor. Se había hecho un ovillo y, con los puños apretados, sufría indeciblemente.
Su estado me enfureció. Levanté una mirada de hostilidad hacia Sieh y la diosa tranquila… y se me heló la sangre al ver que ella me observaba por encima del hombro huesudo de Sieh.
¿No eran sus ojos de un tono entre verde y gris? Pues ahora parecían de un verde amarillento y no transmitían ninguna cordialidad.
—Qué interesante —dijo. A su lado, Sieh también volvió la mirada hacia mí, mientas se frotaba un ojo con el dorso de la mano. La diosa mantuvo una mano sobre su hombro en un gesto de despreocupado afecto y me dijo—: ¿Eres su amante?
—No —dijo Madding.
La mujer le lanzó la más templada de las miradas y la mandíbula de Madding se flexionó. Era lo más parecido al miedo que nunca había visto en él.
—No lo soy —balbuceé. No sabía lo que estaba pasando ni por qué Madding parecía sentir tanta cautela ante aquella mujer y el dios niño, pero lo que sí sabía era que no quería que Madding se metiera en líos por mi estupidez—. Lúmino vive conmigo. Hemos. Él… —¿Qué debía decirle? «Nunca le mientas a un hijo de los dioses», me había advertido Mad hacía tiempo. Algunos de ellos se habían pasado milenios estudiando a la humanidad. No podían leer las mentes, pero el lenguaje de nuestros cuerpos era como un libro abierto—. Soy su amiga —dije al fin.
El muchacho intercambió una mirada con la diosa y luego ambos me miraron con ojos inquietantes y enigmáticos. Solo en ese momento reparé en que las pupilas de Sieh eran verticales, como las de una serpiente o un felino.
—Su amiga —dijo Sieh. Su rostro carecía de toda expresión, sus ojos estaban secos y su voz no tenía inflexión. No sabía si eso era una buena o una mala señal.
—Sí —dije con una voz que se me antojó muy débil—. Eso… eso… es lo que yo creo, al menos —Se hizo otro silencio, y sentí que me avergonzaba. Ni siquiera conocía el verdadero nombre de Lúmino—. Por favor, no le hagáis más daño. —Esto lo dije en un susurro.
Sieh suspiró y la mujer también. La sensación de que estaba cruzando un abismo muy profundo por un puente sumamente estrecho comenzó a desvanecerse.
—Tú te dices su amiga —dijo la mujer. Para mi sorpresa, había compasión en su voz. Y la tonalidad de sus ojos, ahora de un verde más profundo—. ¿Él te llama a ti lo mismo?
Así que se habían dado cuenta.
—No lo sé —dije. La detestaba por haber hecho aquella pregunta. No miré a Lúmino, que seguía a mi lado—. No habla conmigo.
—Pregúntale por qué —dijo el niño, arrastrando la voz.
Me pasé la lengua por los labios.
—Hay muchas razones por las que un hombre podría no querer hablar de su pasado.
—Y pocas de ellas son buenas. Las suyas, desde luego, no lo son.
Con una última mirada desdeñosa, Sieh se volvió y se alejó.
Se detuvo, sin embargo, con una expresión de sorpresa en el rostro, al ver que, de repente, la mujer tranquila se acercaba a Lúmino y a mí. Cuando se agachó, apoyándose con desenvoltura sobre sus pies descalzos, capté un momentáneo atisbo de su auténtico yo, de la diosa que se ocultaba detrás de su modesta apariencia, y lo que percibí me dejó aturdida. Si Sieh había llenado el callejón con su presencia, ella llenaba… ¿qué?, era demasiado vasto para aprehenderlo, demasiado detallado. La tierra bajo mis pies. Cada ladrillo, cada mota de mortero, cada semilla que luchaba por sobrevivir y cada mancha de moho. El aire. Los cubos de basura del fondo del callejón. Todo.
Y entonces, la sensación desapareció, tan deprisa como había aparecido, y ella volvió a ser sólo una menuda mujer del Alto Norte, con unos ojos que me hacían pensar en bosques sombríos y húmedos.
—Tienes mucha suerte —dijo. Al principio me confundieron sus palabras. Luego me di cuenta de que le estaba hablando a Lúmino—. Los amigos son cosas preciosas y llenas de poder… Difíciles de conseguir, más difíciles aún de conservar. Deberías darle las gracias a ella por darte una oportunidad.
Lúmino se estremeció a mi lado. No pude ver lo que hacía, pero la expresión de la mujer se tornó de fastidio. Sacudió la cabeza y se puso en pie.
—Cuídalo —dijo. Esta vez se dirigía a mí—. Sé su amiga, si quieres… si te deja. Te necesita más de lo que cree. Pero, por tu propio bien, no lo ames. No está listo para eso.
No pude más que contemplarla, muda de sobrecogimiento. Se volvió y se detuvo al pasar junto a Madding.
—Role —dijo.
Él asintió, como si hubiera estado esperando que ella le prestara atención.
—Estamos haciendo lo que podemos. —Me dirigió una mirada rápida e intranquila—. Hasta los mortales están investigándolo. Todo el mundo quiere saber cómo ha sucedido.
La mujer asintió lenta y solemnemente. Durante un instante demasiado largo guardó silencio. Era algo que los dioses hacían a veces, contemplar lo inescrutable, aunque no solían hacerlo cuando había mortales presentes. Puede que aquélla aún no estuviera acostumbrada a los mortales.
—Tenéis treinta días —dijo de pronto.
Madding se puso tenso.
—¿Para dar con el asesino de Role? Pero prometiste…
—Dije que no interferiríamos en los asuntos de los mortales —replicó ella con brusquedad. Madding guardó silencio al instante—. Pero esto es un asunto familiar.
Al cabo de un momento, Madding asintió, aunque todavía parecía incómodo.
—Sí. Sí, claro. Y, eh…
—Está furioso —dijo la mujer. Y, por primera vez, también ella pareció preocupada—. Role no tomó partido durante la guerra. Pero aunque lo hubiera hecho… Aún sois sus hijos. Aún os quiere.
Hizo una pausa y miró a Madding de soslayo, pero éste apartó la mirada. Supuse que se refería a Itempas el Brillante, quien, según se decía, era el padre de todos ellos. Como es natural, Él no iba a dejar sin castigo la muerte de su hija.
La mujer continuó:
—Treinta días, pues. Lo he convencido para que permanezca al margen durante este tiempo. Después de eso… —Hizo una pausa y se encogió de hombros—. Conoces su temperamento mejor que yo.
Madding se puso muy pálido.
Con esto, la mujer se volvió y se reunió con el niño. Evidentemente, tenían la intención de marcharse. Por el rabillo del ojo vi que uno de los lugartenientes de Madding suspiraba de alivio. Yo tendría que haber sentido lo mismo. Y tendría que haber guardado silencio. Pero mientras observaba cómo se alejaban la mujer y el niño, no podía pensar más que en una cosa: ellos conocían a Lúmino. Puede que lo odiaran, pero al menos lo conocían.
Busqué a tientas mi bastón.
—¡Esperad!
Madding me miró como si hubiera perdido la cabeza, pero lo ignoré. La mujer se detuvo sin volverse, pero el muchacho sí lo hizo, con auténtica sorpresa.
—¿Quién es? —pregunté, señalando a Lúmino—. ¿Podéis decirme su nombre?
—Oree, por los dioses. —Madding dio un paso hacia mí, pero la mujer levantó una mano grácil y él se detuvo.
Sieh se limitó a sacudir la cabeza.
—Las reglas son que debe vivir entre los mortales como un mortal —dijo mientras se volvía para mirar a Lúmino, tras de mí—. Ninguno de vosotros llega a este mundo con un nombre, así que él tampoco. No tendrá nada que no se haya ganado por sí mismo. Y como no está esforzándose mucho, no tiene gran cosa. Aparte de una amiga, al parecer. —Me miró fugazmente y afloró una expresión agria a sus facciones—. En fin… Como decía mamá, hasta él tiene suerte a veces.
«Mamá», observó la parte de mi mente a la que aún fascinaban estas cosas, incluso después de años de vivir en Sombra. Los hijos de los dioses a veces se emparejaban entre sí. ¿Era Lúmino el padre de Sieh, pues?
—Los mortales no llegan al mundo sin nada —dije con cautela—. Tenemos una historia. Una casa. Una familia.
Sieh arrugó los labios.
—Sólo aquellos de vosotros que tenéis suerte. Una suerte que él no se merece.
Me estremecí y, sin pretenderlo, recordé cómo había encontrado a Lúmino, luz y belleza abandonados como la basura. Durante todo aquel tiempo, siempre había supuesto que era víctima de su desgracia. Había pensado que quizá sufría de una enfermedad de los dioses, o que había tenido un accidente que lo había despojado de todo su poder, salvo un mero vestigio. Ahora sabía que aquella condición le había sido impuesta deliberadamente. Alguien —los mismos dioses, quizá— le había hecho aquello como castigo.
—Por los infiernos infinitos, ¿qué hizo? —murmuré sin pensar Al principio no entendí la reacción del muchacho. Nunca se me ha dado tan bien percibir cosas con la mirada como con mis otros sentidos y la expresión del rostro de Sieh no revelaba lo suficiente para que yo pudiera entenderlo. Pero al oír lo que dijo, lo entendí: lo que había hecho Lúmino, fuera lo que fuese, debía de haber sido algo realmente terrible, porque el odio de Sieh había sido amor un día. El amor traicionado tiene un sonido completamente distinto al del simple odio.
—Puede que él mismo te lo cuente un día —dijo—. Eso espero. Tampoco se merece un amigo.
Entonces, la mujer y él se desvanecieron y me dejaron allí, entre dioses y cadáveres.