DIOSA MUERTA

Imagen

Acuarela

Al parecer, soy bonita. La magia es lo único que puedo ver y la magia suele ser preciosa, así que no hay forma de que yo juzgue lo mundano. Tengo que fiarme de los demás. Los hombres alaban muchas partes de mi cuerpo constantemente. Siempre por separado, cuidado, nunca la totalidad de mi persona. Les encantan mis largas piernas, mi elegante cuello, mi gran mata de pelo y mis pechos (sobre todo, mis pechos). La mayoría de los hombres de Sombra son amn, así que también alaban mi piel suave y casi negra de maro, por mucho que yo les diga que existen en el mundo casi medio millón de mujeres que comparten ese mismo rasgo. Medio millón no es demasiado, comparado con todo el mundo, así que ese elemento siempre se incluye en su fragmentaria admiración.

—Eres preciosa —me decían, y a veces querían llevarme a su casa y admirarme en privado. Antes de que empezara a tener relaciones con los hijos de los dioses, les dejaba, si me sentía lo bastante sola—. Eres muy bella, Oree —susurraban mientras me admiraban—. Ay, si no…

Nunca les pedía que completaran la frase. Sabía lo que estaban a punto de decir: «Ay, si no fuese por esos ojos». No es sólo que mis ojos no puedan ver, es que son deformes. Perturbadores. Probablemente atraería a más hombres si los ocultara, pero ¿para qué iba a querer más hombres? Los seres a los que atraigo nunca me han querido en realidad. Salvo Madding, e incluso él querría que fuese otra cosa.

Mi invitado no me quería en absoluto. Al principio, yo lo lamentaba. No era estúpida: sabía lo peligroso que era dejar entrar a un extraño en mi casa. Pero él no tenía interés en algo tan mundano como la carne mortal, ni tan siquiera la suya. Su mirada transmitía muchas cosas cuando me tocaba, pero la codicia no era una de ellas. Ni la piedad.

Probablemente lo dejara estar en mi casa por esa razón.

—Estoy pintando un cuadro —susurré antes de comenzar.

Cada mañana, antes de marcharme a la Avenida de las Artes, practicaba mi auténtico arte. Las cosas que hacía para la avenida eran basura: estatuas de hijos de los dioses, imprecisas y mal proporcionadas; acuarelas que recreaban imágenes banales e inofensivas de la ciudad; flores del Árbol prensadas y secas; joyas. La clase de baratijas que los compradores potenciales esperaban de una ciega sin instrucción que vende objetos que nunca pasan de los veinte meri.

Mis cuadros eran otra cosa. Gastaba buena parte de mis ingresos en lienzos, pigmentos y cera de abeja para la base. Me pasaba horas —cuando me enfrascaba— imaginando los colores del aire y tratando de captar las escenas mediante líneas.

Y, a diferencia de mis baratijas, mis cuadros sí podía verlos. Ignoro el porqué. Simplemente podía.

Cuando, al terminar, me volví y me sequé las manos en un trapo, descubrí sin sorpresa que Lúmino había entrado. Cuando pintaba, no solía fijarme en nada de lo que me rodeaba. Como para reprenderme por esta actitud, el olor de la comida invadió mis fosas nasales e, instantáneamente, mi estómago dejó escapar un gruñido tan fuerte que resonó por el sótano. Esbocé una sonrisa cohibida.

—Gracias por preparar el desayuno.

Hubo un crujido en la escalera y el tenue rumor del aire desplazado que indicó que se estaba aproximando. Una mano tomó la mía y la guió hasta el borde suave y redondeado de un plato, pesado y ligeramente caliente por debajo. Queso templado y fruta, como siempre, y… Olí el aire y sonreí con deleite.

—¿Pescado ahumado? ¿Dónde diablos lo has conseguido?

No esperaba una respuesta y no la recibí. Me guió hasta un punto de mi pequeña mesa de trabajo, donde había preparado un sitio para mí. (Siempre era muy correcto). Cogí el tenedor, comencé a comer y mi dicha creció al darme cuenta de que el pescado era velio del océano Trenzado, cerca de Nimaron. No sólo era caro, sino que era muy difícil de encontrar en Sombra, pues su excesiva untuosidad no era del agrado del paladar amn. Únicamente, algunos pescaderos del Mercado del Sol lo vendían, que yo supiera. ¿Había ido hasta Oesha por mí? Cuando quería pedir disculpas, sabía cómo hacerlo.

—Gracias, Lúmino —dije mientras él me servía una taza de té. Hizo una breve pausa y luego continuó sirviendo, sin más respuesta para su nuevo nombre que un leve suspiro. Reprimí el deseo de reírme por lo bajito de su fastidio, porque habría sido una maldad.

Se sentó frente a mí, a pesar de que para ello tuvo que apartar un montón de barras de cera de abeja, y me observó mientras comía. Esto me estropeó la diversión, porque significaba que había estado tanto tiempo pintando que él se había adelantado y ya había comido. Y significaba también que yo llegaba tarde al trabajo.

No se podía hacer nada. Suspiré y tomé un sorbo de té, que, descubrí con satisfacción, era de una nueva mezcla, ligeramente amarga y perfecta para el pescado en salazón.

—Estoy pensando si debería ir hoy a la avenida —dije. Nunca parecía molestarle que le diese conversación y a mí no me molestaba que nuestras conversaciones fuesen siempre soliloquios—. Seguro que será un manicomio. Oh, sí… ¿te has enterado? Ayer, cerca del Salón Blanco de Esha, encontraron muerta a una hija de los dioses. Fui yo quien la encontró. Y estaba realmente muerta, sí. —Me estremecí al recordarlo—. Por desgracia, eso significa que sus adoradores acudirán para presentar sus respetos y los Guardianes estarán por todas partes y habrá más curiosos que hormigas en una merienda campestre. —Suspiré—. Confío en que no decidan cerrar el Paseo. Mis ahorros ya están lo bastante maltrechos tal cual.

Seguí comiendo y, al principio no me di cuenta de que el silencio de Lúmino había cambiado. Entonces, percibí consternación en él. ¿Qué le habría preocupado, mis temores por el dinero? Había vivido en la calle antes. Puede que temiera que fuese a echarlo a la calle. Pero, por alguna razón, no me parecía que pudiera ser eso.

Alargué los brazos y, al encontrar su mano, ascendí tanteando hasta el rostro. En los mejores momentos era un hombre difícil de descifrar, pero en aquel momento, su rostro era una roca, con la mandíbula tensa, las cejas fruncidas y la piel estirada cerca de las orejas. ¿Preocupación, rabia o miedo? No podía saberlo.

Abrí la boca para decir que no tenía la menor intención de echarlo, pero antes de que pudiera hacerlo, apartó la silla de la mesa y se alejó, dejando mi mano en el aire, donde había estado su rostro.

No sabía qué pensar de aquello, así que terminé de comer, llevé el plato arriba, para lavarlo, y me preparé para ir a la avenida. Lúmino me estaba esperando en la puerta y me puso el bastón en las manos. Iba a acompañarme.

Tal como esperaba, una pequeña multitud llenaba la cercana calle: fieles llorosos, curiosos intrigados e irascibles Guardianes de la Orden. También se oía a un pequeño grupo al otro lado del Paseo, cantando. Era una canción sin palabras, la misma melodía repetida una y otra vez, tranquilizadora aunque a la par un poco inquietante. Eran los Luces Nuevas, una de las religiones que habían aparecido recientemente en la ciudad. Tal vez hubieran ido a buscar nuevos creyentes entre los afligidos seguidores de la diosa muerta. Además de los Luces, también pude oler el denso y soporífero incienso de los Caminantes de la Oscuridad, los adoradores del Señor de las Sombras. Aunque no eran demasiados. No solían mostrarse a la luz del día.

Luego estaban los peregrinos, adoradores de la Dama Gris; las Hijas del Nuevo Fuego, que seguían a un hijo de los dioses del que yo nunca había oído hablar; los del Décimo Infierno; la Liga del Reloj; y media docena de grupos más. En medio de esta turba, también se podía oír a niños de las calles que, probablemente, estuvieran hurgando en los bolsillos ajenos o gastando bromas. Incluso ellos tenía una deidad protectora en aquellos días, o al menos eso me habían dicho.

No es de extrañar que los Guardianes de la Orden se mostrasen irascibles, con tantos herejes en su propia casa. No obstante, habían logrado acordonar el callejón y sólo dejaban que los seguidores de la diosa muerta entrasen en pequeños grupos y permanecieran allí el tiempo justo para elevar una o dos plegarias.

Con Lúmino a mi lado, me agaché para pasar la mano sobre los montones de llores, velas y baratijas que la gente había dejado, a modo de dádiva, en la entrada del callejón. Para mi sorpresa, algunas de las flores estaban medio marchitas, lo que quería decir que llevaban ya allí algún tiempo. El hijo de los dioses que había hechizado aquel callejón debía de haber suspendido la magia limpiadora de momento, quizá por respeto a Role.

—Una pena —le dije a Lúmino—. No la conocía, pero decían que era muy buena, una diosa de la compasión, o algo por el estilo. Trabajaba como doblahuesos en Raíz Sur. El que podía pagar tenía que hacerle una ofrenda, pero nunca rechazaba a los que no podían.

Suspiré.

Lúmino era una presencia silenciosa y sombría detrás de mí, inmóvil, casi sin respiración. Al pensar que lo que sentía era tristeza, me levanté y busqué su mano a tientas, pero me sorprendí al descubrirla cerrada y apretada a un lado. Me había equivocado: estaba furioso, no triste. Desconcertada, deslicé mi mano hasta su mejilla.

—¿La conocías?

Asintió, una vez.

—¿Era… tu diosa? ¿Le rezabas?

Sacudió la cabeza y sentí que la mejilla se flexionaba bajo mis dedos. ¿Qué había sido aquello, una sonrisa? De amargura.

—Pero sentías algo por ella.

—Sí —dijo.

Me quedé helada.

Nunca me había hablado. Ni una sola vez en tres meses. Ni siquiera sabía que pudiera hacerlo. Por un instante me pregunté si debía decir algo en ese momento tan solemne… pero entonces, inadvertidamente, lo rocé con mi cuerpo y sentí la dura y tensa musculatura de su brazo. Qué estúpida había sido al centrarme en una sola palabra, cuando había sucedido algo mucho más importante: había mostrado interés por algo del mundo que no era él mismo.

Obligué a su puño a abrirse y entrelacé mis dedos con los suyos para ofrecerle el mismo consuelo que a Madding el día antes. Por un instante, la mano de Lúmino tembló en la mía y me atreví a esperar que me devolviera el gesto. Pero entonces, la suya quedó inerte. No la retiró, pero fue como si lo hubiera hecho.

Suspiré, me quedé a su lado un ratito y después, al fin, me retiré.

—Lo siento —dije—, pero tengo que irme.

No respondió, así que lo dejé con su pena y regresé a la Avenida de las Artes.

Yel, el dueño del quiosco de comida más grande del Paseo, dejaba que los artistas guardáramos nuestras cosas en su puesto, que cerraba con llave durante la noche, lo que me facilitaba mucho la vida. No tardé demasiado en preparar la mesa y las mercancías, pero una vez que me senté, las cosas fueron exactamente como me había temido. Oí refunfuñar también a los demás, aunque Benkham tuvo suerte: vendió un dibujo del Paseo a carboncillo en el que, casualmente, había incluido también el callejón. Sin duda, tendría otros diez idénticos a la mañana siguiente.

Yo no había dormido lo bastante la noche anterior, porque me había quedado despierta hasta tarde limpiando el desastre de Lúmino. Estaba comenzando a cabecear cuando, de repente, oí que una voz suave decía:

—¿Muchacha? ¿Hola?

Desperté con un sobresalto y, al instante, cubrí mi aturdimiento con una sonrisa.

—Vaya, hola, señor. ¿Veis algo que os interese?

Noté divertimento en su voz, lo cual me confundió.

—Sí, la verdad es que sí. ¿Vendes aquí todos los días?

—Sí, en efecto. Puedo reservaros cualquier artículo si queréis…

—No es necesario. —De pronto, me di cuenta de que no había venido a comprar nada. No hablaba como un peregrino. No había el menor rastro de incertidumbre o curiosidad en su voz. Aunque su semnita era culto y preciso, capté en él las suaves curvas del acento de Oesha. Era un hombre que había vivido toda su vida en Sombra, aunque parecía estar tratando de disimularlo.

Decidí arriesgarme con una especulación.

—Entonces, ¿qué puede querer un sacerdote de Itempas de alguien como yo?

Se echó a reír. Sin sorpresa.

—Conque es cierto lo que dicen de los ciegos. No podéis ver, pero vuestros demás sentidos se aguzan. O puede que poseáis otro modo de percibir las cosas, más allá de las habilidades de la gente normal. —Oí el sonido casi inaudible de algo que se levantaba de mi mesa. Algo pesado. Supuse que sería una de las miniaturas. Réplicas del Árbol que yo cultivaba a partir de retoños vivos y luego recortaba a su imagen y semejanza. El artículo que más vendía y el que más me costaba producir en términos de tiempo y esfuerzo.

Me pasé la lengua por los labios, que estaban repentina e inexplicablemente secos.

—Aparte de mis ojos, todo en mí es completamente normal, señor.

—¿De verdad? Supongo que el sonido de mis botas es lo que me delata, o el olor del incienso adherido a mi ropa. Supongo que esos detalles te revelan muchas cosas.

A mi alrededor podía oír más de aquellas características botas y más voces cultas, a las que respondían con tonos de inquietud mis compañeros de la avenida. ¿Acaso había venido un grupo de sacerdotes para interrogarnos? Normalmente, sólo teníamos que vérnoslas con los Guardianes de la Orden, que pronto serían ordenados sacerdotes. Eran jóvenes y a veces pecaban de exceso de celo, pero no solían ser peligrosos si uno no les llevaba la contraria. La mayoría de ellos aborrecía tener que trabajar en las calles, así que lo hacían con desgana. Por ello, la gente de la ciudad tenía que encontrar su propio modo de resolver sus problemas… que era lo que la mayoría de nosotros prefería. Sin embargo, algo me decía que aquél no era un simple Guardián de la Orden.

No me había formulado ninguna pregunta, así que no dije nada, cosa que él pareció tomarse como una respuesta. Sentí que la parte delantera de mi mesa se inclinaba de manera alarmante. Se había sentado en ella. Nuestras mesas no eran la cosa más sólida del mundo, porque tenían que ser lo bastante livianas como para cargar con ellas hasta casa en caso necesario. Se me hizo un nudo en el estómago.

—Pareces nerviosa —me dijo.

—Pues no lo estoy —mentí. Había oído que los Guardianes de la Orden usaban estas técnicas para conseguir que sus víctimas perdieran los nervios. En esta ocasión funcionó—. Pero me gustaría conocer vuestro nombre.

—Rimarn —dijo. Un nombre común entre los amn de extracción humilde—. Previt Rimarn Dih. ¿Y tú eres…?

Un previt. Eran sacerdotes ordenados, de gran categoría. Y no abandonaban el Salón Blanco a menudo, puesto que se dedicaban principalmente a la política y los negocios. La Orden debía de haber decidido que la muerte de un hijo de los dioses era un asunto de gran importancia.

—Oree Shoth —dije. Se me quebró la voz al pronunciar el nombre de mi familia. Tuve que repetirlo. Creo que sonrió.

—Estamos investigando la muerte de la dama Role y teníamos la esperanza de que tus amigos y tú pudierais ayudarnos. Sobre todo, teniendo en cuenta que hemos tenido la deferencia de ignorar vuestra presencia aquí, en el Paseo. —Tomó otra cosa. Yo no podía saber el qué.

—Será un placer ayudar —dije, tratando de ignorar la velada amenaza. La Orden de Itempas controlaba la concesión de permisos y licencias en la ciudad, entre otras cosas, y cobraban grandes sumas por ello. El tenderete de Yel tenía un permiso para vender en el Paseo. Ninguno de los artistas nos lo podíamos permitir—. Es muy triste. No sabía que los dioses pudieran morir.

—Los hijos de los dioses pueden, sí —dijo. Su voz se había vuelto mucho más fría y me reprendí por haber olvidado lo hostiles que podían ser los itempanos con los dioses distintos a los suyos. Había estado demasiado tiempo lejos de Nimaro, maldita sea…

—Sus padres, los Tres, pueden matarlos —continuó Rimarn—. Y también sus hermanos, si son lo bastante fuertes.

—Bueno, pues no he visto a ningún hijo de los dioses con las manos ensangrentadas, si es eso lo que os estáis preguntando. Aunque tampoco es que vea gran cosa, en general. —Sonreí. Sin ganas.

—Humm. Tú encontraste el cuerpo.

—Sí. Pero no había nadie cerca, que yo notase. Entonces, vino Madding… El señor Madding, otro hijo de los dioses que vive en la ciudad, y se llevó el cuerpo. Dijo que se lo iba a enseñar a sus padres. A los Tres.

—Ya veo. —Oí que algo volvía a mi mesa. Pero no la miniatura del Árbol—. Tienes unos ojos muy interesantes.

No sé por qué sus palabras alimentaron mi intranquilidad.

—Eso dice la gente.

—¿Eso son… cataratas? —Se inclinó para mirarme mejor. Su aliento olía a té de menta—. Nunca había visto unas cataratas así.

Me han dicho que mis ojos no son agradables de mirar. Las «cataratas» en las que se había fijado Rimarn son, en realidad, muchos y delicados pliegues de tejido grisáceo, solapados unos sobre otros, como los pétalos de una margarita aún sin florecer. No tengo pupilas, ni iris en el sentido ordinario de la palabra. Desde lejos puede parecer que tengo unas gruesas cataratas de color mate, pero una vez cerca la deformidad se aprecia con claridad.

—Los doblahuesos dicen que es una malformación de las córneas. Además de otras complicaciones que soy incapaz de pronunciar.

Traté de sonreír de nuevo y fracasé miserablemente.

—Ya veo. Y esa malformación… ¿es habitual entre los maroneh?

Hubo un fuerte crujido a dos mesas de distancia. La de Ru. La oí protestar a gritos. Vuroy y Ohn se unieron a ella.

—Cerrad el pico —les espetó el sacerdote que la estaba interrogando, y todos guardaron silencio. Entre la multitud de curiosos, alguien, probablemente un Caminante de la Oscuridad, gritó a los sacerdotes que nos dejaran en paz, pero nadie se sumó a su protesta y él no fue tan valiente ni tan estúpido como para repetirla.

Nunca he sido muy paciente y el miedo siempre me saca de mis casillas.

—¿Qué queréis, previt Rimarn?

—Una respuesta a mi pregunta estaría bien, Oree.

—No, por supuesto que mis ojos no son habituales entre los maroneh. La ceguera no es habitual entre los maroneh. ¿Por qué iba a serlo?

Sentí que la mesa se movía ligeramente. Puede que el sacerdote se encogiera de hombros.

—Algún efecto secundario de lo que hizo el Señor de la Noche, quizá. Dice la leyenda que las fuerzas que desaló sobre Maroneh eran… antinaturales.

Lo que implicaba que los supervivientes del desastre lo eran también. Pomposo bastardo amn… Los maroneh honrábamos a Itempas desde hacía tanto tiempo como ellos. Me tragué la primera réplica que acudió a mi mente y, en su lugar, dije:

—El Señor de la Noche no nos hizo nada, previt.

—¿Destruir vuestro hogar no es nada?

—Nada aparte de eso, quiero decir. Demonios y oscuridad… no le importábamos lo suficiente para hacernos nada más. Sólo destruyó la tierra de Maro porque estaba allí casualmente cuando a los Arameri se les escapó su correa de las manos.

Hubo un momento de pausa. Duró lo justo para que mi rabia se consumiera sin dejar tras de sí más que espanto. No se critica a los Arameri… y menos a la cara de un sacerdote de Itempas. Entonces, sonó un fuerte crujido delante de mí que me hizo dar un respingo. El Árbol en miniatura. Lo había soltado y la caída había roto el tiesto de cerámica y posiblemente le hubiera causado daños fatales a la propia planta.

—Oh, vaya —dijo Rimarn con voz helada—. Lo siento. Te lo pagaré.

Cerré los ojos y aspiré hondo. Aún estaba temblando por el golpe, pero no era estúpida.

—No os preocupéis.

Hubo otro movimiento y, de pronto, sus dedos me cogieron por la barbilla.

—Es una pena lo de tus ojos —dijo—. Sin eso, serías una mujer preciosa. Si llevaras gafas…

—Prefiero que la gente me vea como soy, previt Rimarn.

—Ah. Entonces ¿deben verte como una humana ciega o como una hija de los dioses que finge estar indefensa y ser mortal?

«Pero qué…». Me puse tensa y entonces hice algo que seguramente no tendría que haber hecho. Me eché a reír. Él ya estaba furioso, no tendría que haberlo provocado. Pero cuando me enfado, mis nervios buscan una vía de escape y mi boca no siempre cierra todas las compuertas.

—¿Creéis…? —Tuve que rodear su mano con una de las mías para limpiarme una lágrima—. ¿Una hija de los dioses? ¿Yo? Buen Padre Celestial, ¿eso es lo que creéis?

Los dedos de Rimarn se tensaron de repente, lo suficiente para hacerme daño a ambos lados de la mandíbula, y dejé de reírme mientras él me obligaba a levantar la cara y se me acercaba más aún.

—Lo que creo es que apestas a magia —dijo con un susurro tenso—. Más que ningún mortal que yo haya olido.

Y de pronto pude verlo.

No era como Lúmino. El resplandor de Rimarn apareció allí de repente, pero no procedente de su interior. Lo que vi fueron líneas y circunvoluciones sobre su piel entera, como finos tatuajes brillantes que se ensortijaban alrededor de sus brazos y recorrían su torso. El resto de su cuerpo permanecía invisible para mí, pero podía ver su perfil gracias a aquellas líneas ardientes y trémulas.

Un escriba. Era un escriba. Y hábil, a juzgar por el número de palabras divinas que tenía grabadas sobre la piel. En realidad, no estaban allí, claro. Aquélla era sólo la interpretación que hacían mis ojos de su habilidad y su experiencia, o al menos eso era lo que había llegado a deducir con el paso de los años. Normalmente, esta capacidad me ayudaba a detectar a la gente como él antes de que ellos se acercaran lo bastante como para verme.

Tragué saliva. Ya no tenía ganas de reírme y estaba aterrorizada.

Pero antes de que él pudiera iniciar el verdadero interrogatorio, sentí un repentino movimiento en el aire, un movimiento cercano. Ésa fue la única advertencia que recibí, antes de que algo me arrancara de la cara la mano del previt. Rimarn hizo ademán de protestar, pero antes de que pudiera hacerlo, otro cuerpo se interpuso entre los dos. Una figura más grande, oscura y desprovista de toda magia, de contorno familiar. Lúmino.

No pude ver qué le hizo exactamente. Tampoco me hizo falta. Oí los jadeos de los otros artistas de la avenida y de los curiosos, el gruñido de esfuerzo que emitía Lúmino y el fuerte grito de Rimarn al verse levantado en vilo y arrojado por los aires. Las palabras divinas de su carne se emborronaron, transformadas en brochazos en el aire, mientras él volaba tres metros largos antes de caer. Sólo dejaron de brillar cuando cayó al suelo, con el cuerpo todavía encogido.

«No. Oh, no».

Derribé la silla al ponerme en pie precipitada mente y busqué a tientas mi bastón. Pero antes de que pudiera encontrarlo me quedé helada, al comprender que, a pesar de que el brillo se Rimarn se había apagado, yo seguía viendo algo.

A Lúmino. Su resplandor era débil, apenas perceptible, pero crecía a cada segundo que pasaba, palpitando como un corazón vivo. Al interponerse de nuevo entre Rimarn y yo, el brillo, que seguía intensificándose, pasó de ser una llama delicada a un deslumbrante incendio que yo nunca había visto en él salvo a la hora del amanecer.

Pero era mediodía.

—¿Qué demonios estás haciendo? —clamó una voz severa desde lejos. Otro de los sacerdotes. Se alzaron más gritos y amenazas y en ese momento volví bruscamente en mí. Nadie podía ver el resplandor de Lúmino, salvo yo y puede que Rimarn, que aún seguía en el suelo. Solamente habían visto que un hombre —un forastero desconocido, vestido con la ropa sencilla y barata que era la única que me había podido permitir comprarle— atacaba a un previt de la Orden de Itempas. Delante de un grupo entero de Guardianes de la Orden.

Alargué el brazo, cogí a Lúmino por uno de sus ardientes hombros y al instante retiré la mano. No porque estuviera demasiado caliente al tacto —aunque lo estaba, más que ninguna otra vez que lo hubiera tocado—, sino porque la carne que había bajo mi mano pareció vibrar en aquel momento, como si lo que acababa de tocar fuese un relámpago.

Pero hice caso omiso de lo que había sentido.

—¡Basta! —lo insté con un siseo—. ¿Qué estás haciendo? Tienes que disculparte ahora mismo, antes de que…

Lúmino se volvió hacia mí y las palabras murieron en mi boca. Ahora podía ver su cara por completo, como siempre me sucedía durante aquel instante perfecto, antes de que su brillo aumentara excesivamente en intensidad y me obligara a apartar los ojos. La palabra «hermoso» no alcanzaba a describir aquel rostro, ni tampoco la colección de rasgos que mis dedos habían explorado y se habían aprendido de memoria. Los pómulos no tienen luz interior. Los labios no se curvan como criaturas vivientes dotadas de voluntad. Pero aquellos lo hicieron, esbozando una sonrisa alegre e íntima a la vez que me hizo sentir, por un instante, como si fuese la única mujer del mundo. Nunca me había sonreído hasta entonces.

Pero también había crueldad en ella. Frialdad. Violencia homicida. Me aparté de ella, aturdida… y por primera vez desde que nos habíamos conocido, asustada.

Entonces, Lúmino se volvió hacia los Guardianes que, a buen seguro, estaban convergiendo sobre él. Los observó, a ellos y a la multitud de curiosos que se habían congregado, con la misma arrogancia fría y despegada. Pareció tomar una decisión.

Mientras yo miraba, boquiabierta, tres de los Guardianes de la Orden lo agarraron. Los vi como tres siluetas oscuras perfiladas por el fulgor de Lúmino. Lo tiraron al suelo, la emprendieron a patadas con él y luego le colocaron los brazos a la espalda para atárselos. Uno de ellos le apoyó la rodilla en la nuca y dejó caer todo su peso sobre él. Sin poderme contener, grité. El Guardián de la Orden, una sombra malévola, se volvió y gritó que si la ramera maro no se callaba inmediatamente, también se llevaría su merecido y…

—¡Basta!

Aquel grito feroz me sobresaltó de tal modo que solté el bastón. En el silencio que se había hecho rebotó sobre los adoquines del Paseo con un fuerte ruido que me sobresaltó de nuevo.

Era Rimarn el que había gritado. Yo no podía verlo. No sé qué había hecho antes para ocultarme su naturaleza, pero lo estaba haciendo de nuevo. Y aunque hubiera podido ver las palabras divinas de su cuerpo, creo que Lúmino habría ahogado su modesta luz.

Estaba sin aliento. Estaba en pie, cerca del grupo de hombres, y le dijo a Lúmino:

—¿Es que eres idiota? Nunca he visto a un hombre hacer algo tan estúpido.

Lúmino no se había resistido mientras los sacerdotes lo reducían. Con un gesto, Rimarn indicó al Guardián de la Orden que le había puesto la rodilla en la nuca que se retirara —gesto al que mi cuello respondió relajándose— y luego empujó con el pie la nuca de Lúmino.

—¡Responde! —le espetó—. ¿Eres idiota?

Tenía que hacer algo.

—E-es mi primo —balbucí—. Acaba de llegar, previt. No conoce la ciudad, no sabes quiénes sois… —Era la peor mentira que había dicho nunca. Todo el mundo, al margen de su nación, raza, tribu o clase social, reconocía a un sacerdote de Itempas nada más verlo. Llevaban impolutos uniformes blancos y gobernaban el mundo—. Por favor, previt, yo asumo la responsabilidad…

—No, nada de eso —repuso Rimarn. Los Guardianes de la Orden se levantaron y obligaron a Lúmino a ponerse en pie. Éste permaneció en calma entre ellos, brillando con tal fuerza que yo podía ver la mitad del Paseo a la luz que emitía su carne. Aún tenía aquella terrible y mortal sonrisa en el rostro.

Entonces, se lo llevaron a rastras y sentí el amargo sabor del miedo en la boca mientras trataba de rodear mi mesa a tientas. Algo más cayó y se estrelló contra el suelo mientras yo trataba de alcanzar a Rimarn sin bastón.

—¡Previt, esperad!

—Ya volveré a por ti —me espetó. Y entonces, también él se marchó, detrás de los demás Guardianes de la Orden. Traté de correr tras ellos pero en ese momento, con un grito, tropecé con un obstáculo invisible. Sin embargo, antes de que pudiera caer, me cogieron unas manos ásperas que olían a tabaco, alcohol y miedo.

—Déjalo, Oree —me susurró Vuroy al oído—. Están tan furiosos que no se sentirán culpables si dan una paliza de muerte a una ciega.

—Lo van a matar. —Lo agarré del brazo—. Lo van a matar a golpes. Vuroy…

—No puedes hacer nada —dijo en voz baja y yo sentí que me quedaba sin fuerzas, porque tenía razón.

Vuroy, Ru y Ohn me ayudaron a llegar a casa. También se llevaron la mesa de mi tenderete y mis cosas, tras decidir sin necesidad de discutirlo que no las dejaría con Yel, puesto que no volvería a la avenida durante algún tiempo.

Ru y Vuroy se quedaron conmigo mientras Ohn se iba. Traté de mostrarme calmada, porque sabía que estarían pendientes de mí. Habían registrado la casa, visto la despensa que servía de dormitorio a Lúmino y encontrado la poca ropa que poseía —pulcramente doblada y guardada— en una esquina. Pensaban que les había estado ocultando a mi amante. De haber conocido la verdad, habrían tenido mucho más miedo.

—Puedo entender que no nos hablaras de él —dijo Ru. Estaba sentada a la mesa de la cocina, frente a mí, con mi mano entre las suyas—. Después de Madding… Bueno. Pero ojalá nos lo hubieras contado, cariño. Somos tus amigos. Lo habríamos entendido.

Me mantuve callada, tratando de no mostrar la frustración que sentía. Tenía que parecer agotada y deprimida, para que llegaran a la conclusión de que lo mejor era que descansara y durmiera. Entonces, podría rezarle a Madding. Lo más probable era que los Guardianes de la Orden no mataran a Lúmino de inmediato. Los había desafiado y les había faltado al respeto. Lo harían sufrir por un tiempo.

Aquello ya era bastante malo. Pero si lo mataban y hacía su truquillo de la resurrección delante de ellos, sólo los dioses podían saber lo que harían. La magia era poder para aquellos que poseían ya otros tipos de poder: los Arameri, los nobles, los escribas, la Orden, los ricos. Era ilegal para los plebeyos, aunque todos usábamos un poco de vez en cuando, en secreto. Todas las mujeres conocían el símbolo que impedía la concepción y en todos los barrios había alguien que sabía dibujar los que curaban pequeñas heridas o podían ocultar cosas valiosas a plena vista. Lo cierto es que las cosas eran más sencillas desde la aparición de los hijos de los dioses, porque los sacerdotes —que no siempre eran capaces de distinguir a los mortales de ellos— solían dejarnos en paz.

Pero Lúmino no era un hijo de los dioses. Era otra cosa. No sabía por qué había empezado a brillar en el Paseo, pero lo que sí sabía era esto: no duraría mucho. Nunca lo hacía. Cuando perdiese la fuerza de nuevo, sería solo un hombre. Y entonces, los sacerdotes lo harían pedazos para descubrir el secreto de su poder.

Y luego vendrían a por mí por haberlo acogido.

Me froté la cara como si estuviera cansada.

—Necesito tumbarme —dije.

—Y una mierda de demonio —dijo Vuroy—. Vas a fingir que te vas a la cama y luego llamarás a tu antiguo novio. ¿Nos tomas por idiotas?

Me puse tensa y Ru se echó a reír.

—Recuerda que te conocemos, Oree.

«Maldición».

—Tengo que ayudarle —dije. Decidí que era mejor no seguir engañándoles—. Aunque no pueda encontrar a Madding, tengo algo de dinero. Los sacerdotes aceptan sobornos…

—Cuando están furiosos, no —dijo Ru con delicadeza—. Y de todos modos, se quedarían con tu dinero y luego te matarían.

Apreté los puños.

—Pues entonces Madding. Ayudadme a encontrar a Mad. Él me ayudará. Me lo debe.

Oí uno repiques de campanas detrás de aquellas palabras, que me provocaron un ardor en las mejillas, pues comprendí lo mucho que había subestimado a mis amigos.

Alguien abrió la puerta principal. Vi el familiar resplandor de Madding al otro lado de las paredes, incluso antes de que entrara en la cocina, con Ohn como una sombra más alta a su lado.

—Te he oído —dijo el hijo de los dioses en voz baja—. ¿Reclamas el pago de una deuda, Oree?

Hubo un curioso estremecimiento en el aire y una delicada tensión, como si algo invisible contuviera el aliento. Así sucedía cuando el poder de Madding comenzaba a manifestarse.

Me levanté de mi asiento, más contenta de verlo que las últimas veces. Entonces, al reparar en su expresión sombría, me refrené—. Lo siento, Mad —dije—. Me había olvidado de… tu hermana. Si hubiera algún otro modo, no te pediría que me ayudaras mientras estás de luto.

Meneó la cabeza.

—Nada se puede hacer por los muertos. Ohn dice que un amigo tuyo se ha metido en líos.

Ohn le habría dicho más que eso, pues era un chismoso incorregible. Pero…

—Sí. Pero creo que los Guardianes de la Orden se lo han llevado a un sitio que no es el Salón Blanco.

Itempas, el Padre Celestial —el Padre del Día, seguía olvidándome— aborrecía el desorden y raras veces matar a un hombre es un acto sosegado. No profanarían el Salón Blanco con algo así.

—Se lo han llevado a Raíz Sur —dijo Madding—. Algunos de los míos los vieron dirigirse en esa dirección con tu amigo, tras el incidente del Paseo.

Tuve un momento para digerir el hecho de que me había hecho vigilar por sus seguidores. Decidí que no importaba, alargué el brazo hacia el bastón y me acerqué a él.

—¿Hace cuánto?

—Una hora. —Me cogió la mano. La suya era suave y cálida, y no tenía un solo callo—. Después de esto ya no estaremos en deuda, Oree —dijo—. ¿Lo entiendes?

Sonreí débilmente, porque así era. Madding nunca renegaba de sus acuerdos. Si contraía una deuda contigo, haría lo que fuese, pasaría por encima de quien fuera, para pagarla. Pero si tenía que enfrentarse con la Orden, las cosas no le serían fáciles en Sombra durante algún tiempo. Había cosas que no podía hacer: matarlos, por ejemplo, o abandonar la ciudad, salvo para volver al reino de los dioses. Incluso las deidades tenían normas que debían seguir.

Me acerqué a él y me refugié en la reconfortante fuerza de su brazo. Era difícil sentirlo sin recordar otras noches, otros consuelos y otras veces en las que me había apoyado en él para que se disiparan mis problemas.

—Yo diría que es un precio justo por haberme roto el corazón —dije. El tono era despreocupado, pero sentía cada una de las sílabas que había pronunciado. Y él suspiró, porque sabía que yo tenía razón.

—Pues sujétate, entonces —dijo, antes de que el mundo entero se volviera brillante mientras él utilizaba su magia para llevarnos a dondequiera que Lúmino estuviese muriendo.