Pintura al encausto
Por favor, ayúdame —dijo la mujer. Reconocí la voz al instante. Una hora antes, su marido, sus dos hijos y ella habían estado mirando un tapiz de mi mesa, sin llegar a comprarlo. La mujer parecía disgustada. El tapiz era caro y los niños estaban inquietos. Ahora estaba asustada y aunque su voz parecía tranquila, había un trémolo de temor en ella.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—Mi familia. No consigo encontrarlos.
Esbocé mi mejor sonrisa de «buena vecina».
—Puede que se hayan extraviado. Es fácil perderse tan cerca del tronco del Árbol. ¿Dónde los viste por última vez?
—Ahí. —Oí que se movía. Posiblemente estuviera señalando. Al cabo de un momento pareció darse cuenta de su error, con el mismo azoramiento repentino que la gente solía mostrar en su situación.
—Oh… Lo siento, le preguntaré a otra…
—Como quieras —dije con tranquilidad—. Pero si te refieres a un callejón limpio y despejado que hay cerca del Salón Blanco, creo que sé lo que ha sucedido.
Su brusca inhalación reveló que había dado en la diana.
—¿Cómo has…?
Oí el discreto resoplido que emitía Ohn, el más próximo de los otros vendedores de objetos de arte de aquel lado del parque. Aquello me hizo sonreír y esperé que la mujer lo interpretara como un gesto amistoso y no como una burla a sus expensas.
—¿Han entrado en el callejón? —pregunté.
—Oh… bueno… —titubeó la mujer. Oí que se frotaba las manos. Yo ya sabía cuál era el problema, pero dejé que decidiera por sí sola cómo contarlo. A nadie le gusta que le señalen sus errores—. Lo que pasa es que… mi hijo tenía que ir al baño. Y en los establecimientos no nos dejaban usar el suyo si no comprábamos nada. No tenemos mucho dinero…
Me había dado la misma excusa para no comprar mi tapiz. No me molestaba —yo era la primera que reconocía que nadie necesitaba las cosas que vendía— pero me molestaba oír que hubiera llevado las cosas tan lejos. No tener dinero para comprar un tapiz era una cosa, pero ¿no pagarse un tentempié o alguna baratija? Eso era lo único que todos los honrados hombres de negocios pedíamos por dejar que la gente del campo nos mirara con la boca abierta, nos espantara a la clientela regular y después se dedicara a quejarse de la poca amabilidad de los habitantes de la ciudad.
Decidí no decirle que su familia podría haber utilizado los baños del Salón Blanco gratuitamente.
—Ese callejón tiene una característica única —le expliqué—. Todo el que entra en él y se desviste, aunque sea parcialmente, desaparece y reaparece en el centro del Mercado del Sol. —De hecho, los ocupantes habituales del mercado habían levantado un escenario en el lugar, para poder señalar y reírse con más comodidad de los pobres ilusos que aparecían de pronto allí con el trasero al aire—. Si vas al mercado, encontrarás allí a tu familia.
—Oh, gracias a la Señora —dijo la mujer (una frase que a mí siempre me había sonado extraña)—. Y gracias a ti. Había oído cosas sobre esta ciudad. No quería venir, pero mi marido… Es del Alto Norte. Quería ver el Árbol de la Se… —Exhaló un largo suspiro—. ¿Y cómo llego a ese mercado?
Por fin.
—Bueno, está en Sombra Oeste. Esto es Sombra Este. Oesha y Esha.
—¿Cómo?
—Son los nombres que usa la gente. Te los digo por si paras a alguien para preguntar la dirección.
—Ah. Pero… ¿Sombras? He oído a la gente usar esa palabra, pero el nombre de la ciudad es…
Meneé la cabeza.
—Como ya he dicho, no es así como la llama la gente que vive aquí. —Hice un gesto hacia lo alto, donde podía percibir vagamente el perpetuo murmullo del dosel vegetal del Árbol del Mundo. Las raíces y el tronco eran invisibles para mí, pues la magia viva del Árbol estaba oculta detrás de cuarenta centímetros de corteza exterior, pero las tiernas hojas bailaban y resplandecían en el límite mismo de mi campo de visión. A veces me pasaba horas observándolas—. Desde aquí no se ve mucho cielo —añadí—. ¿Lo ves?
—Oh. Ya… ya veo.
Asentí.
—Tienes que coger un carruaje hasta el muro-raíz de la calle Sexta y luego subirte al transbordador o cruzar a pie el camino elevado que atraviesa el túnel. A esta hora del día tendrán las lámparas encendidas para los forasteros, por suerte para ti. No hay nada peor que caminar por la raíz en la oscuridad. Aunque no para mí, claro. —Sonreí para tranquilizarla—. Pero te sorprendería la cantidad de gente que se desquicia por un poco de oscuridad. Bueno, el caso es que cuando llegues al otro lado, estarás en Oesha. Siempre hay palanquines por allí, así que puedes coger uno o ir hasta el mercado. Sólo tienes que mantener el Árbol a tu derecha en todo momento y…
Cuando me interrumpió, su voz tenía un espanto al que ya estaba muy acostumbrada:
—Esta ciudad… ¿Cómo se supone que…? Me voy a perder. Oh, diablos, y mi marido es peor aún. Se pierde constantemente. Tratará de volver aquí, porque yo tengo la bolsa, y…
—No pasa nada —dije con una compasión fruto de la práctica. Me incliné sobre la mesa, con cuidado de no mover de su sitio las esculturas de madera, y señalé en dirección al otro extremo de la Avenida de las Artes—. Si quieres, puedo recomendarte un buen guía. Te llevará hasta allí deprisa.
Era demasiado pobre para eso, sospechaba. A su familia podrían haberla asaltado en aquel callejón, o robado, o transformado en piedras. ¿Merecía la pena correr el riesgo por el dinero que se habían ahorrado? No entendía a los peregrinos.
—¿Cuánto? —preguntó, con los primeros indicios de duda en la voz.
—Eso tendrás que preguntárselo al guía. ¿Quieres que lo llame?
—No sé… —Cambió el peso de pie. Prácticamente apestaba a renuencia.
—También puedes comprar esto —sugerí mientras me volvía con un movimiento suave en mi silla y cogía un pequeño pergamino—. Es un mapa. Muestra la posición de todos los puntos divinos… Lugares hechizados por los hijos de los dioses me refiero, como ese callejón.
—Hechizados… ¿Quieres decir que esto es obra de un hijo de los dioses?
—Probablemente. Y no veo que los escribas parezcan muy preocupados, ¿y tú?
La mujer suspiró.
—¿El mapa me servirá para llegar hasta ese mercado?
—Oh, por supuesto. —Lo desenrollé para que pudiera echarle un vistazo. Pasó un rato observándolo, probablemente con la esperanza de memorizar la ruta hasta el mercado sin tener que comprarlo. No me importaba que lo intentase. Si era capaz de aprenderse de memoria las enrevesadas calles de Sombra, interrumpidas en el mapa por las raíces del Árbol y por ocasionales anotaciones sobre este o aquel punto divino, se merecía un vistazo gratuito.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó al fin, y echó mano a la bolsa.
Después de que se hubiera marchado la mujer y sus pasos ansiosos se desvanecieran del todo en el bullicio general del Pasco, Ohn se me acercó.
—Pero qué buena eres, Oree —dijo.
Sonreí. ¿Verdad que sí? Podría haberle dicho que entrase ella en el callejón y se levantara un poco las faldas, y así se habría reunido con su familia en un periquete. Pero tenía que pensar en su dignidad, ¿no te parece?
Ohn se encogió de hombros.
—Si no son capaces de pensar por sí mismos, es culpa suya, no tuya. —Suspiró, con la mirada aún en la dirección por la que se había marchado la mujer—. Pero es una pena que vengan en peregrinación y se pasen la mitad del tiempo perdidos por la ciudad.
—Algún día lo recordará con cariño. —Me levanté y me estiré. Llevaba toda la mañana sentada y tenía la espalda entumecida—. Vigílame la mesa, ¿quieres? Voy a dar un paseo.
—Mentirosa.
Sonreí al oír la ronca y grave voz de Vuroy, otro de los vendedores de la avenida, que estaba acercándose. Se paró junto a Ohn. Imaginé que Vuroy lo rodeaba con el brazo en un gesto de afecto. Ellos y Ru, otra vecina de la avenida, formaban un trío y Vuroy era muy posesivo.
—Sólo quieres asomarte al callejón y ver si a los atontados de su marido y su hijo se les cayó algo antes de que los atrapara la magia.
—¿Y por qué iba yo a hacer tal cosa? —pregunté con toda la dulzura posible, aunque sin poder evitar una carcajada. Ohn también tenía dificultades para contener la risa.
—Si encuentras algo, espero que lo compartas —dijo.
Lancé un beso en su dirección.
—El que lo encuentra se lo queda. A menos que compartas a Vuroy a cambio, claro.
—El que lo encuentra se lo queda —repuso él, y oí que Vuroy reía y le daba un abrazo.
Me alejé caminando, concentrada en el clap, clap de mi bastón para no oír sus besos. Lo de compartir a su hombre era una broma, claro está, pero aun así había algunas cosas que a una chica soltera no le gustaba tener que presenciar si no había también un poquito para ella.
El callejón, al otro lado del Paseo desde la Avenida de las Artes, no era difícil de encontrar, porque sus muros y sus suelos despedían un pálido fulgor que contrastaba con el brillo verde del Árbol del Mundo. Pero no era nada impresionante: desde el punto de vista de los hijos de los dioses, aquello era magia menor, algo que hasta un mortal podía hacer con sólo grabar algunos símbolos y gastarse una fortuna en tinta de activación. Normalmente, no habría visto más que una ligera película de luz en la argamasa que separaba los ladrillos, pero aquel punto divino se había activado recientemente y tardaría algún tiempo en recobrar su habitual estado de latencia.
Me detuve a la entrada del callejón y escuché con atención. El Paseo era un amplio círculo situado en el corazón de la ciudad, donde la vía peatonal se encontraba con las calzadas de los carruajes y, en paralelo a ellas, rodeaba una amplia plaza formada por lechos de flores, árboles de grandes sombras y veredas. A los peregrinos les gustaba reunirse allí, porque desde la plaza se disfrutaba de las mejores vistas del Árbol del Mundo. Y por la misma razón, también era el lugar predilecto de los artistas callejeros como yo. Los peregrinos siempre estaban de buen humor y eran más propensos a comprar nuestras mercancías después de haber tenido la ocasión de elevar una plegaria a su nueva y extraña diosa. No obstante, éramos muy sensibles a la presencia siempre vigilante del cercano Salón Blanco, que, con sus flamantes paredes y su estatua de Itempas el Brillante, parecía contemplar con permanente desaprobación la presencia de tanto hereje por la plaza. Los Guardianes de la Orden ya no eran tan estrictos como antes. Ahora había muchos dioses que podían molestarse si sus seguidores eran objeto de persecución. Había demasiada magia en la ciudad para controlarla toda, pero eso no quería decir que fuese prudente hacer ciertas cosas delante de sus mismas narices.
Así que sólo entré en el callejón después de haberme asegurado de que no había ningún sacerdote en las inmediaciones. (Aunque no sin riesgo. La calle era tan ruidosa que no podía oírlo todo. Tenía pensado decir que me había perdido, en el caso de que fuera necesario).
Al adentrarme en el relativo silencio del callejón, moviendo el bastón adelante y atrás por si tenía la suerte de encontrarme con una cartera o cualquier otra cosa de valor, capté al instante el olor de la sangre. Y lo deseché con la misma rapidez, puesto que no tenía sentido: uno de los hechizos del callejón lo mantenía libre de detritos. Cualquier objeto inanimado que cayera en él desaparecía al cabo de media hora. Era un truco para atraer mejor a los peregrinos incautos. (En mi opinión, el hijo de los dioses que hubiera creado aquella travesura sentía un perverso aprecio por los detalles). Sin embargo, cuanto más me adentraba en el callejón, más intenso se volvía el olor y más crecía mi incomodidad, porque era inconfundible: a metal y a sal, y resultaba empalagoso, como lo es la sangre cuando se enfría y se coagula. Pero aquél no era el aroma denso y férreo de la sangre mortal. Tenía una fragancia a la vez más liviana y más penetrante. Metales que no tenían nombre en las lenguas de los mortales y sales de mares completamente distintas.
Sangre divina. ¿Se le habría caído a alguien un frasco? De ser así, era un accidente muy costoso. Sin embargo, aquella sangre divina olía… era insípida, de algún modo. Olía muy mal. Y era muy abundante, demasiado.
Entonces, mi bastón tropezó con algo blando y pesado, y me detuve, con la boca reseca de pronto por el terror.
Me arrodillé para examinar mi hallazgo. Tela, muy suave y fina. Carne por debajo de ella: una pierna. Más fría de lo que tendría que haber estado, pero no helada. Ascendí tanteando con mano temblorosa y me encontré con una cadera curvada, un vientre femenino ligeramente prominente… y entonces, mis dedos se detuvieron al encontrarse con que la tela estaba de pronto húmeda y pegajosa.
—¿E-estás… bien?
Era una pregunta estúpida, puesto que, evidentemente, su destinataria no lo estaba.
De pronto alcancé a distinguirla: una mancha casi invisible en forma de persona que tapaba el resplandor del suelo del callejón, pero nada más. Tendría que haber irradiado su propia magia. Debería haberla visto nada más entrar en el callejón. Y no tendría que haber estado inmóvil, puesto que los hijos de los dioses no necesitaban dormir.
Sabía lo que significaba aquello. Mis instintos lo decían a gritos. Pero no quería creerlo.
En ese momento sentí que una forma que conocía aparecía cerca de mí. Sin ningún paso que anunciara su presencia, allí estaba. Esta vez me alegré de que hubiera venido.
—No lo entiendo —susurró Madding. Entonces no me quedó más remedio que creer lo que estaba percibiendo, porque el asombro y el horror que había en su voz eran innegables.
Había encontrado a un hijo de los dioses. Uno muerto.
Me levanté con excesiva rapidez y trastabillé un poco al retroceder.
—Ni yo tampoco —dije. Agarré el bastón con las dos manos—. Estaba así cuando la encontré. Pero… —Sacudí la cabeza. Me quedé sin palabras.
En ese momento oí el tenue sonido de unas campanas. Yo sabía desde hacía tiempo que nadie más parecía reparar en la presencia de Madding. Al instante, éste se manifestó en medio de la luz del callejón: un hombre fornido y bien formado, de apariencia vagamente senmita, con un rostro moreno y curtido, y el cabello oscuro y revuelto recogido en una coleta a la altura de la nuca. No brillaba al menos en aquella forma—, pero pude verlo igualmente, en acusado contraste con el fulgor de las paredes. Y nunca había visto la mirada de consternación que había en su rostro al contemplar el cuerpo caído.
—Role —dijo. Dos sílabas, el acento, muy leve, en la primera—. Oh, hermana. ¿Quién te ha hecho esto?
«¿Y cómo?», estuve a punto de preguntar, pero el evidente pesar de Madding me hizo guardar silencio.
Se acercó a ella, a aquella hija de los dioses que, aunque pareciera imposible, estaba muerta, y alargó un brazo para tocarla en alguna parte del cuerpo. No pude ver cuál. Sus dedos parecieron desvanecerse al entrar en contacto con la piel de ella.
—No tiene sentido —dijo en voz muy baja. Otra prueba de lo afectado que estaba. Normalmente trataba de comportarse como el mortal duro y de modales toscos que aparentaba ser. Antes de aquel momento, sólo le había visto mostrar delicadeza en privado, conmigo.
—¿Qué puede matar a un hijo de los dioses? —pregunté. Esta vez no balbuceé.
—Nada. Es decir, otro hijo de los dioses, pero hace falta mucha más magia en bruto de la que puedes imaginar. Todos nosotros lo habríamos sentido y habríamos acudido. Pero Role no tenía enemigos. ¿Por qué querría nadie hacerle esto? A menos que… —Frunció el ceño. Por un instante flaqueó su concentración y también lo hizo su imagen. Su figura humana se desdibujó, reemplazada por algo que era de un verde brillante y líquido, como el olor de las hojas frescas del Árbol—. No. ¿Por qué iba a hacer uno de ellos algo así? No tiene sentido.
Me acerqué a él y le puse una mano en el hombro resplandeciente. Al cabo de un momento, la cubrió con una de las suyas en silencioso agradecimiento, pero me di cuenta de que el gesto no le había proporcionado consuelo alguno. Lo siento, Mad. Lo siento mucho.
Asintió lentamente y, dueño de nuevo de sí, recuperó la forma humana.
—Tengo que irme. Nuestros padres… Hay que decírselo. Si no lo saben ya.
Suspiró y sacudió la cabeza mientras se ponía en pie.
—¿Necesitas algo?
Vaciló por unos segundos, lo que me resultó gratificante. Hay reacciones que a una chica siempre le gusta ver en un amante, aunque sea uno antiguo. Aquel antiguo amante me acarició la mejilla con el dedo, lo que me provocó un cosquilleo en la piel.
—No. Pero gracias.
Mientras hablábamos, sin que yo me diese cuenta, había comenzado a congregarse una muchedumbre en la entrada del callejón. Alguien nos había visto junto al cuerpo. Y como ocurre siempre en las ciudades, el primer curioso había atraído a otros muchos. Cuando Madding recogió el cuerpo, brotaron algunas exclamaciones entre los mortales que estaban observando y entonces se produjo un estallido de horror generalizado cuando reconocieron la identidad del cadáver que cargaba Madding. Role era conocida, pues. Incluso puede que fuese uno de los hijos de los dioses que había reunido a una pequeña congregación de seguidores. Lo que significaba que la noticia se sabría por toda la ciudad al anochecer.
Madding me hizo un gesto con la cabeza y luego desapareció. En el callejón, dos sombras se acercaron al lugar en el que había estado Role y se quedaron allí un momento, pero no las miré. Salvo que se esforzaran por mantenerse ocultos, yo siempre podía ver a los hijos de los dioses y no a todos les gustaba eso. Probablemente, aquéllos fuesen parientes de Madding. Tenía varios hermanos que lo servían como guardias y ayudantes. Pero habría otros que acudirían también a presentar sus respetos. Las noticias corrían igualmente rápido entre los suyos.
Con un suspiro, salí del callejón y me abrí paso entre la multitud, sin ofrecer más respuestas a sus preguntas que unos «Sí, era Role» y «Sí, está muerta» pronunciados con voz tensa. Regresé a mi mesa. Ru, que acababa de reunirse con Vuroy y Ohn, me tomó la mano, me ayudó a sentarme y me preguntó si quería un vaso de agua… o alguna bebida más fuerte. Comenzó a limpiarme la mano con una tela y en ese momento me di cuenta, con retraso, de que debía de tener los dedos manchados de sangre divina.
—Estoy bien —dije, aunque no estaba del todo segura—. Pero me vendría bien un poco de ayuda para recoger. Hoy me marcharé a casa temprano. —Podía oír que, por toda la avenida, otros artistas hacían lo mismo. Si había muerto un hijo de los dioses, el Árbol del Mundo acababa de convertirse en la segunda atracción más interesante de la ciudad, por lo que no cabía esperar grandes ventas el resto de la semana.
Así que me fui a casa.
Verás, mi vida está infestada por los dioses.
Antes era peor. A veces tenía la sensación de que estaban por todas parte: bajo mis pies, sobre mi cabeza, asomados a las esquinas o acechando detrás de los arbustos. Dejaban brillantes huellas en las veredas (que me permitían saber cuáles eran sus paseos favoritos por la ciudad). Orinaban sobre las paredes blancas. No tenían por qué hacerlo, orinar, me refiero, pero les parecía divertido imitarnos. Encontraba sus nombres escritos con luminosas salpicaduras, normalmente en lugares sagrados. Aprendí a leerlos.
A veces me seguían a casa y me preparaban el desayuno. Otras veces trataban de asesinarme. En ocasiones me compraban baratijas o estatuas, aunque no puedo ni imaginar con qué propósito. Y sí, a veces los amaba.
Incluso una vez encontré uno en un cubo de la basura. Parece absurdo, ¿no? Pero es la verdad. De haber sabido que mi vida se volvería así cuando dejé mi hogar por esta ciudad hermosa y ridícula, me lo habría pensado dos veces. Aunque, aun así, lo habría hecho igualmente.
Tendría que hablarte sobre el del cubo de la basura.
Me había quedado despierta hasta bien entrada la noche —o de madrugada—, trabajando en un cuadro, y había salido a la parte trasera del edificio para tirar la pintura sobrante antes de que se secara y me estropeara los tarros. Normalmente, los basureros llegaban con sus fétidos carromatos al amanecer y hurgaban en los cubos en busca de heces que pudieran usarse como fertilizantes o cualquier otra cosa de valor, y no quería que se fuesen antes de que yo llegara. Ni siquiera me di cuenta de que había un hombre allí, porque olía como el resto de los desperdicios. Como algo muerto. Cosa que, ahora que lo pienso, probablemente es lo que fuese.
Tiré la pintura y habría regresado dentro de no ser porque en ese momento reparé, por el rabillo del ojo, en un extraño resplandor. Estaba tan cansada que, normalmente, lo habría ignorado de todos modos. Después de diez años en Sombra, había llegado a acostumbrarme a las deyecciones de los hijos de los dioses. Lo más probable era que uno de ellos hubiera vomitado allí después de una noche de parranda o hubiese derramado su semilla durante un escarceo amoroso. A los nuevos les gustaba hacer eso, pasarse una semana más o menos jugando a los mortales, antes de asentarse en la vida que hubieran decidido llevar entre nosotros. Y por lo general, aquellas ceremonias de iniciación solían ser pringosas.
Así que no sé por qué me detuve aquella gélida mañana de invierno. Algún instinto me dijo que volviera la cabeza y no sé por qué lo obedecí. Pero el caso es que lo hice y en ese preciso instante presencié el despenar de la gloria en medio de un montón de desperdicios.
Al principio sólo vi unas delicadas líneas doradas que perfilaban la forma de un hombre. Aparecieron unas perlas de rocío resplandeciente sobre su carne y luego comenzaron a resbalar en auténticos regueros, que iluminaron la textura de la piel en suave relieve. Vi que, contra toda razón, algunos de los regueros se movían hacia arriba e inflamaban los filamentos de su cabello y las severas líneas de su rostro.
Y mientras permanecía allí, con la manos manchadas de pintura y la puerta detrás de mí, abierta y olvidada, vi que el hombre resplandeciente respiraba hondo —lo que acrecentó aún más la belleza de su resplandor— y abría unos ojos cuyo color no sería capaz de describir de manera acertada ni aunque aprendiera todas las palabras del mundo. Lo mejor que puedo hacer es compararlo con cosas que conozco: la pesada densidad del dorado rojizo, el olor del bronce en un día caluroso, el deseo y el orgullo.
Y sin embargo, allí plantada, paralizada por aquellos ojos, también vi otra cosa: dolor. Inmensas cantidades de pesar, dolor, rabia y culpa, y otras emociones a las que no era capaz de poner nombre porque, a fin de cuentas, mi vida hasta entonces había sido relativamente feliz. Hay cosas que sólo se pueden aprender por experiencia y hay experiencias que nadie quiere compartir.
Humm. Quizá debería contarte algo sobre mí, antes de continuar.
Como ya he mencionado, soy una especie de artista. Me gano —o me ganaba— la vida vendiendo baratijas y recuerdos a los forasteros. También pinto, pero mis cuadros no son para que los vean los demás. Aparte de esto, no tengo nada especial. Veo la magia y a los dioses, pero como todo el mundo. Ya os lo he dicho, están por todas partes. Probablemente, me fije más en ellos porque es lo único que puedo ver.
Mis padres me llamaron Oree. Como el canto del ave del sur. ¿Lo has oído? Parece que llora cuando canta: oree, pausa, oree, pausa. En Maro, a la mayoría de las chicas nos ponen el nombre por cosas tan tristes como ésa. Podría ser peor. A los chicos les ponen el suyo por temas relacionados con la venganza. Deprimente, ¿no? Por cosas como ésas me marché.
Claro que, nunca he olvidado las palabras de mi madre: «Es normal necesitar ayuda. Hay cosas que no podemos hacer solos». ¿Y el hombre de la basura? Me lo llevé conmigo, lo limpié y le prepare una buena comida. Y como tenía espacio, dejé que se quedara. Era lo que debía hacer. Lo más humano. Supongo que, además, me sentía sola después de lo de Madding. Y además, me dije, no hacía daño a nadie.
Pero en esto último me equivocaba.
Volvía a estar muerto cuando llegué a casa aquel día. Encontré su cadáver en la cocina, cerca de la encimera, donde, al parecer, estaba cortando verduras cuando lo asaltó el impulso de cortarse las muñecas. Al entrar resbalé en la sangre, lo que resultaba especialmente fastidioso, porque significaba que estaba por todo el suelo de la cocina. El olor era tan denso y penetrante que no podía localizar su procedencia concreta. ¿Aquella pared o esa otra? ¿El suelo entero o sólo cerca de la mesa? Me di cuenta de que también goteaba sobre la alfombra mientras lo arrastraba hasta el baño. Era un hombre grande, así que tardé un buen rato. Lo metí en la bañera a trancas y barrancas, y luego la llené con agua fría de la cisterna, en parte para que la sangre de su ropa no se pegara y en parte para hacerle saber lo enfadada que estaba.
Me había calmado un tanto —limpiar la cocina me ayudó a hacerlo— cuando oí un repentino y violento chapoteo procedente del baño. Solía estar desorientado cuando volvía a la vida, así que esperé en la puerta a que se calmaran los ruidos que hacía en el agua y centrara su atención en mí. Poseía una fuerte personalidad. Yo siempre podía sentir la presión de su mirada.
—No es justo —dije— que me compliques la vida. ¿Lo entiendes?
Silencio. Pero me había oído.
—He limpiado la cocina, pero creo que podría haber sangre en las alfombras del salón. El olor es tan penetrante que me marea y no puedo encontrar las manchas más pequeñas. Tendrás que hacerlo tú. Te dejaré un cubo y un cepillo en la cocina.
Más silencio. Un extraordinario conversador, sin duda.
Suspiré. Me dolía la espalda de tanto frotar el suelo.
—Gracias por preparar la cena. —No mencioné el hecho de que no la había probado. No había forma de saber, sin hacerlo, si había caído sangre en la comida—. Me voy a la cama. Ha sido un día muy largo.
Un leve aroma de remordimiento notaba en el aire. Sentí que su mirada se apartaba y con eso me di por satisfecha. En los tres meses que llevaba viviendo conmigo, había llegado a saber que era un hombre con un sentido de la justicia casi compulsivo, tan predecible como el repicar de una campana del Salón Blanco. No le gustaba que la balanza estuviera desequilibrada entre nosotros.
Atravesé el cuarto de baño, me incliné sobre la bañera y busqué su rostro a tientas. Lo primero que encontraron mis dedos fue su coronilla y, una vez más, me asombró el tacto de un cabello idéntico al mío, de suaves rizos, denso pero flexible y lo bastante tupido como para enterrar los dedos en él. La primera vez que lo había tocado, creí que era de mi raza, porque sólo los maroneh tienen un pelo así. Después me había dado cuenta de que era algo completamente distinto, algo que no era humano, pero aquella temprana sensación de hermandad nunca había terminado de desvanecerse. Así que me incliné y, saboreando la sensación de suave calor bajo mis labios, le besé la frente. Siempre estaba caliente al tacto. Si podíamos llegar a algún acuerdo para dormir, el invierno siguiente ahorraría una fortuna en leña.
—Buenas noches —murmuré. No dijo nada mientras yo me dirigía al dormitorio.
Hay una cosa que tienes que entender: mi invitado no era un suicida, no exactamente. Nunca modificaba su comportamiento con la intención de matarse. Simplemente, no se molestaba en evitar el peligro, aunque fuese un peligro generado por sus propios impulsos. Una persona normal tiene cuidado cuando camina por el tejado que está reparando. Él no. Tampoco miraba en ambas direcciones al cruzar la calle. Mientras que la mayoría de las personas, al cruzárseles por la cabeza la idea fugaz de arrojar una vela encendida sobre su cama, la descartan con la misma rapidez por la sencilla razón de que es una locura, mi invitado, simplemente, lo hacía. (Aunque he de decir en su favor, que nunca había hecho nada que me pusiera a mí en peligro. Aún).
En las raras ocasiones en las que yo había presenciado esta perturbadora tendencia (la última de ellas, cuando se tragó un líquido venenoso con total despreocupación) él había reaccionado con asombrosa calma. Esta vez, me lo podía imaginar preparando la cena, cortando las verduras y contemplando el cuchillo que tenía en la mano. Terminaría primero la cena para mí y luego dejaría a un lado mi parle. Luego, tranquilamente, se clavaría el cuchillo en la muñeca y al principio pondría un cuenco debajo de la herida para recoger la sangre. Era muy limpio. Yo había encontrado tal cuenco en el suelo, lleno aún en una cuarta parte. El resto estaba esparcido por una de las paredes de la cocina. Supongo que se quedaría sin fuerzas antes de lo que había previsto y al caer habría golpeado el cuenco y lo habría arrojado por los aires. Y luego se desangraría sobre el suelo.
Me lo imaginaba observando el proceso hasta el momento de su muerte. Y luego, más tarde, limpiando su sangre con la misma apatía.
Estaba casi segura de que era un hijo de los dioses. El «casi» se debe a que poseía la magia más extraña de la que yo hubiera oído hablar nunca. ¿Resucitar de entre los muertos? ¿Brillar a la salida del sol? ¿En qué lo convertía eso, en el dios de las mañanas alegres y las sorpresas macabras? Nunca utilizaba la lengua de los dioses… ni ninguna otra, en realidad. Yo sospechaba que era mudo. Y no podía verlo, salvo por las mañanas y en los momentos en los que volvía a la vida, lo que quería decir que sólo poseía magia en aquellas ocasiones. En cualquier otra circunstancia, era un hombre normal.
Pero no lo era.
La mañana siguiente no fue diferente.
Desperté antes del alba, como era mi costumbre desde hacía tiempo. Por lo general, permanecía allí tendida un rato, escuchando los ruidos de la mañana: el creciente coro de los pájaros y el marcado y asincopado plaf, plaf del rocío que caía sobre los tejados y el empedrado de las calles desde el Árbol. Sin embargo, esta vez, el deseo de un tipo distinto de mañana se apoderó de mí, así que me levanté y fui en busca de mi huésped.
Se encontraba en mi cuarto de trabajo, y no en la despensa, donde dormía. Lo sentí en el mismo instante en que salía de mi cuarto. Él era así, inundaba la casa con su presencia y se convertía en su centro de gravedad. Era algo sencillo —natural, en realidad— dejarse arrastrar hasta dondequiera que estuviese.
Lo encontré en la ventana del estudio. Mi casa tenía muchas ventanas, un hecho que yo solía lamentar, puesto que no me servían de nada, salvo para generar corrientes por todas partes. (No podía permitirme nada mejor). Sin embargo, el estudio era la única habitación que estaba orientada hacia el este. Esto tampoco me servía de nada. Y no sólo porque fuese ciega. Como la mayoría de los habitantes de la ciudad, vivía en un barrio encajado entre dos de las principales raíces del Árbol del Mundo, raíces que tenían la altura de varios pisos. Teníamos luz del sol durante unos pocos minutos a media mañana, cuando el astro asomaba por encima de ellas pero aún no se había ocultado tras la copa del Árbol, y durante algunos instantes más a mediados de la tarde. Sólo los nobles podían permitirse luz más constante.
Sin embargo, mi invitado se sentaba allí todas las mañanas, tan regular como un mecanismo de relojería, si no estaba ocupado o muerto. La primera vez que me lo encontré allí, pensé que era su manera de dar la bienvenida al día. Puede que hiciera sus plegarias por la mañana, como otros que aún honraban a Itempas el Brillante. Ahora lo conocía mejor (si es que se puede llegar a conocer a un hombre indestructible que nunca habla). Cuando entraba en contacto con él en esas ocasiones, percibía su estado de ánimo con más facilidad que de costumbre y lo que detectaba en él no era reverencia ni piedad. Lo que sentía, en la inmovilidad de su carne, en su postura erguida y en el aura de paz que no exudaba en ningún otro momento, era poder. Orgullo. Lo que quiera que quedase del hombre que había sido antaño.
Porque cada día que pasaba estaba más claro para mí que había algo roto en él. No sé lo que era ni por qué, pero era consciente de ello: no siempre había sido así.
No reaccionó mientras yo entraba en la habitación y, envolviéndome en la manta que había traído para protegerme del frío de la mañana, me sentaba en una de las sillas. Sin duda, estaba acostumbrado a mi presencia como espectadora de sus demostraciones matutinas, puesto que lo hacía con frecuencia.
Y en efecto, pocos momentos después de que me pusiera cómoda, comenzó, una vez más, a resplandecer.
El proceso era diferente cada vez. En esta ocasión, sus ojos captaron la primera luz y vi que volvía la mirada hacia mí, como para asegurarse de que estaba observando. (Había detectado destellos de arrogancia como aquél en otras ocasiones). Hecho esto, volvió de nuevo su mirada hacia el exterior y entonces su cabello y sus hombros empezaron a brillar. A continuación, vi que sus brazos, tan musculosos como los de un soldado, se cruzaban por delante del pecho y sus largas piernas se separaban ligeramente. Era una postura relajada, pero orgullosa. Digna. Desde el primer momento me había fijado en que se conducía como un rey, como un hombre acostumbrado durante mucho tiempo al poder y que sólo hacía poco hubiera caído en desgracia.
A medida que la luz cubría su figura, su resplandor fue creciendo. Entorné la mirada —me encantaba realizar aquel gesto— y levanté una mano para protegerme los ojos. Aún podía verlo, una llama con forma de hombre, enmarcada ahora por el articulado encaje de los huesos de mi mano. Pero al final, como siempre, tuve que apartar la mirada. Nunca lo hacía hasta que no me quedaba más remedio. ¿Qué podía pasarme, que me quedara ciega?
No duró demasiado. En algún punto más allá del muro-raíz oriental, el sol desapareció detrás del horizonte. El resplandor se desvaneció rápidamente. Al cabo de pocos momentos, pude volver a mirarlo y unos veinte minutos después, era tan invisible para mí como cualquier otro mortal.
Terminado todo, mi invitado se volvió para marcharse. Durante el día solía hacer tareas diversas en la casa y últimamente había empezado a alquilar sus servicios a los vecinos y me entregaba lo poco que ganara. Me recosté, relajada y cómoda. Siempre sentía menos frío cuando él estaba cerca.
—Espera —dije, y él se detuvo.
Traté de adivinar de qué humor se encontraba a través de las sensaciones que transmitía su silencio.
—¿Vas a decirme tu nombre alguna vez?
Más silencio. ¿Estaba molesto o le traía sin cuidado? Suspiré. Muy bien —dije—. Los vecinos están empezando a hacer preguntas, así que necesito llamarte de algún modo. ¿Te importa si me invento uno?
Suspiró. Molesto, sin duda. Pero al menos no era un no.
Sonreí.
—Muy bien. Lúmino. Te llamaré Lúmino. ¿Qué te parece?
Era una broma. Lo había dicho sólo para tomarle el pelo. Pero admito que esperaba alguna reacción de él, aunque fuese de rechazo. Lo único que hizo fue salir de allí sin más.
Cosa que me fastidió. No tenía por qué hablar, pero ¿era mucho pedir una sonrisa? ¿O al menos un gruñido o un suspiro?
—Lúmino, pues —dije enérgicamente, antes de levantarme para iniciar el día.