No se habrá olvidado que, según la conversación del barón con Orfanik, la explosión sólo destruiría el castillo tras la marcha de Rodolfo de Gortz. Ahora bien, en el momento en que se produjo la explosión era imposible que el barón hubiera tenido tiempo de huir por el túnel hacia el camino del desfiladero. En el arrebato de su dolor, en la locura de su desesperación, sin tener conciencia de sus actos. ¿Rodolfo de Gortz había provocado una catástrofe de la que sería la primera víctima? Tras las incomprensibles palabras que se le escaparon cuando la bala de Rotzko rompió la caja que llevaba, ¿había querido sepultarse bajó las ruinas de la fortaleza?
En todo caso, fue una suerte que los agentes, sorprendidos por el disparo de Rotzko, se encontraran aún a cierta distancia, cuando la explosión destruyó el edificio. Casi ninguno fue alcanzado por la lluvia de escombros que cayó al pie de la meseta de Orgall. Sólo Rotzko y el guardabosques se encontraban al pie de la muralla, y fue un verdadero milagro que las piedras no los aplastaran.
La explosión ya había producido su efecto cuando Rotzko, Nic Deck y los agentes consiguieron, sin gran trabajo, franquear el recinto, atravesando el foso, que había quedado medio lleno por los restos de las murallas.
Cincuenta pasos más allá de la muralla, al pie de la torre, se encontró un cuerpo entre los escombros.
Era el de Rodolfo de Gortz. Algunos viejos del lugar —entre ellos maese Koltz— lo reconocieron sin vacilar.
En cuanto a Rotzko y a Nic Deck, sólo pensaban en hallar al joven conde. Puesto que Franz no había reaparecido en los plazos convenidos con su soldado, es que no había podido escaparse del castillo.
Pero Rotzko no se atrevía a esperar que sobreviviera, que no fuera víctima de la catástrofe; y lloraba con toda su alma, sin que Nic Deck pudiera calmarlo.
Sin embargo, tras media hora de búsqueda, encontraron al joven conde en el primer piso de la torre, bajo un arbotante de la muralla, que había impedido que las piedras lo aplastaran.
—¡Mi amo!… Mi pobre amo…
—Señor conde…
Fueron las primeras palabras que pronunciaron Rotzko y Nic Deck, cuando se inclinaron sobre Franz. Debían creerlo muerto, pero sólo estaba desvanecido.
Franz abrió los ojos; pero su mirada, sin ninguna fijeza, no parecía reconocer a Rotzko ni oírlo.
Nic Deck, que había levantado al joven conde en sus brazos, le habló; no obtuvo respuesta.
Sólo se escapaban de su boca las últimas palabras del canto de la Stilla:
Innamorata… voglio morire…
Franz de Telek estaba loco.