XVI

El desastre era inminente. Franz no podía evitarlo más que impidiendo que el barón de Gortz ejecutara su proyecto.

Eran las once de la noche. Ya sin temor de ser descubierto, Franz reanudó su trabajo. Los ladrillos del tabique se separaban con facilidad; pero su espesor era grande, y pasó media hora antes de que la abertura fuera lo bastante ancha para permitirle el paso.

En cuanto Franz puso el pie en esta capilla abierta a todos los vientos, se sintió reanimado por el aire del exterior. A través de los desgarrones de la nave y de la abertura de las ventanas, el cielo dejaba ver leves nubes, empujadas por la brisa. Aquí y allá aparecían algunas estrellas que empalidecían el resplandor de la luna que subía por el horizonte.

Se trataba de encontrar la puerta que se abría al fondo de la capilla, por la que habían salido Orfanik y el barón de Gortz. Por eso, atravesando oblicuamente la nave, Franz se dirigió hacia el presbiterio.

En esta parte, muy oscura, donde no penetraban los rayos lunares, su pie tropezaba con escombros de tumbas y fragmentos caídos de la bóveda.

Por fin, en el extremo del presbiterio, tras el retablo del altar, en un sombrío rincón, Franz sintió que una puerta carcomida cedía ante su empuje.

Esta puerta daba a una galería que atravesaba el recinto.

Por allí habían entrado en la capilla el barón de Gortz y Orfanik, y por allí acababan de irse.

En cuanto Franz estuvo en la galería, se encontró de nuevo sumido en la más completa oscuridad. Tras innumerables revueltas, sin haber tenido que subir ni bajar, estaba seguro de que se encontraba al nivel de los patios interiores.

Media hora después, la oscuridad pareció menos profunda: una semiclaridad se deslizaba a través de unas aberturas laterales de la galería.

Franz pudo avanzar con mayor rapidez y desembocó en una ancha casamata, dispuesta bajo el terraplén del bastión que flanqueaba el ángulo izquierdo de la muralla.

Esta casamata estaba agujereada por estrechas troneras, por las que penetraban los rayos de la luna.

Enfrente había una puerta abierta.

El primer cuidado de Franz fue colocarse ante una de las troneras para respirar la fresca brisa de la noche durante unos segundos.

Pero, en el momento en que iba a retirarse, creyó distinguir dos o tres sombras que se movían en el extremo inferior de la meseta de Orgall, iluminada hasta el sombrío macizo de los abetos.

Franz miró.

Unos hombres iban y venían por la meseta, algo delante de los árboles; sin duda, los agentes de Karlsburg, traídos por Rotzko. ¿Se habían decidido, pues, a actuar de noche, con la esperanza de sorprender a los huéspedes del castillo? ¿O esperaban en aquel lugar los primeros resplandores del alba?

¡Qué esfuerzos tuvo que hacer Franz para contener el grito que se le escapaba, para no llamar a Rotzko, que habría oído y reconocido su voz! Pero el grito podía llegar hasta la torre y, antes de que los agentes escalaran la muralla, Rodolfo de Gortz habría tenido tiempo de poner en marcha su aparato y escapar por el túnel.

Franz consiguió dominarse y se alejó de la tronera. Después, atravesando la casamata, franqueó la puerta y continuó siguiendo la galería.

Quinientos pasos más adelante, llegó al umbral de una escalera que subía en el espesor del muro.

¿Estaba por fin en la torre que se alzaba en el centro de la plaza de armas? Todo indicaba que sí.

Sin embargo, esta escalera no debía de ser la escalera principal que llevaba a los distintos pisos. Sólo se componía de una serie de peldaños circulares, dispuestos como los resaltes de un tornillo en el interior de una jaula estrecha y oscura.

Franz subió sin hacer ruido, pero sin oír nada, y al cabo de unos veinte peldaños, se detuvo en un descansillo.

Allí se abría una puerta que daba a la terraza que rodeaba el primer piso de la torre.

Franz se deslizó hasta la terraza y, cuidando de ocultarse tras el parapeto, miró hacia la meseta de Orgall.

Varios hombres aparecían aún al borde del bosque de abetos y nada indicaba que pretendiesen acercarse al castillo.

Decidido a reunirse con el barón de Gortz antes de que se escapara por el túnel del desfiladero, Franz rodeó el primer piso y llegó ante otra puerta, donde la escalera reanudaba su revolución ascendente.

Puso el pie en el primer peldaño, apoyó ambas manos en las paredes y comenzó a subir.

Siempre el mismo silencio.

El departamento del primer piso no estaba habitado.

Franz se apresuró a recorrer los tramos que daban acceso a los pisos superiores.

Cuando llegó al tercer tramo, sus pies no encontraron más peldaños. Allí terminaba la escalera, que llegaba al departamento más elevado de la torre, aquel que coronaba la plataforma almenada donde antaño flotaba el estandarte de los barones de Gortz.

La pared derecha del descansillo estaba horadada por una puerta, cerrada en ese momento.

A través del agujero de la cerradura, cuya llave estaba por fuera, se filtraba un intenso rayo de luz.

Franz escuchó, sin percibir el menor ruido en el interior del departamento.

Aplicando el ojo a la cerradura, sólo distinguió la parte izquierda de una habitación, que estaba muy iluminada, pues la parte derecha se hundía en las sombras.

Tras haber girado suavemente la llave, Franz empujó la puerta, que se abrió.

El piso superior de la torre estaba ocupado por una espaciosa sala. En sus muros circulares se apoyaba una bóveda de casetones^ cuyas nervaduras, uniéndose en el centro, se fundían en un pesado colgante. Telas gruesas, viejas tapicerías con figuras humanas recubrían las paredes. Algunos viejos muebles, arcones, aparadores, sillones, taburetes, la amueblaban artísticamente. De las ventanas colgaban espesas cortinas, que no dejaban pasar nada desde el exterior. En el entarimado había una alfombra de gruesa lana, que amortiguaba los pasos.

La decoración de la sala era bastante extraña y al entrar en ella Franz quedó sorprendido por el contraste que ofrecía, según estuviera bañada en luz o en sombra.

A la derecha de la puerta, el fondo desaparecía en medio de una profunda oscuridad.

A la izquierda, por el contrario, un estrado cuya superficie estaba adornada con telas negras, recibía una potente luz, salida de algún aparato que la concentraba, colocado delante, pero que no podía distinguir.

A unos doce pies de este estrado, del que lo separaba una pantalla no muy alta, había un sillón de alto respaldo, al que la pantalla rodeaba de una especie de penumbra.

Cerca del sillón, una mesita, recubierta con un tapete, sostenía una caja rectangular.

Esta caja, de unas doce a quince pulgadas de largo y de cinco o seis de ancho, cuya tapa, incrustada de pedrería, estaba levantada, contenía un cilindro metálico.

Desde que entró en la sala, Franz se dio cuenta de que el sillón estaba ocupado.

En efecto, allí había una persona en completa inmovilidad, con la cabeza recostada en el respaldo del sillón, los párpados cerrados, el brazo derecho extendido sobre la mesa, la mano apoyada en la parte anterior de la caja.

Era Rodolfo de Gortz.

¿Es que el barón había querido pasar esta última noche en el piso alto del castillo para entregarse al sueño?

¡No!… No podía ser, de acuerdo con lo que Franz le había oído decir a Orfanik.

El barón de Gortz estaba solo en esta habitación, y no cabía duda que su compañero, siguiendo las órdenes recibidas, se había escapado ya por el túnel.

¿Y la Stilla?… Rodolfo de Gortz había dicho que quería oírla por última vez en este castillo de los Cárpatos antes de que lo destruyese la explosión… ¿Por qué razón había venido a esta sala, sino porque ella acudía allí cada noche para embriagarlo con su canto?

¿Dónde estaba, pues, la Stilla?

Franz no la veía ni la oía…

Después de todo, ¿qué importaba eso, ahora que Rodolfo de Gortz estaba a merced del joven conde?… Franz sabría obligarlo a hablar… Pero, dado el estado de sobreexcitación en que se encontraba, ¿iría a arrojarse sobre aquel hombre al que odiaba tanto como el barón lo odiaba a él, que le había arrebatado a la Stilla…, a la Stilla, viva y loca…, loca por su culpa?… ¿Iría a herirlo?

Franz fue a colocarse detrás del sillón. No tenía más que dar un paso para aferrar al barón de Gortz y, con los ojos inyectados en sangre, perdiendo la cabeza, ya levantaba la mano…

De pronto apareció la Stilla.

Franz dejó caer el cuchillo en la alfombra.

La Stilla estaba en pie sobre el estrado, a plena luz, con el cabello suelto, los brazos tendidos, admirablemente hermosa con su traje blanco de la Angélica de Orlando, tal como había aparecido en el bastión de la fortaleza. Sus ojos, clavados en el joven conde, penetraban hasta el fondo de su alma…

Era imposible que no viera a Franz y, sin embargo, la Stilla no hacía un gesto para llamarlo… No entreabría los labios para hablarle… ¡Ay!… ¡Estaba loca!

Franz iba a lanzarse al estrado para cogerla entre sus brazos, para arrastrarla fuera de allí…

La Stilla acababa de empezar a cantar. Sin abandonar su sillón, el barón de Gortz se había inclinado hacia ella. En el paroxismo del éxtasis, el aficionado aspiraba esa voz como un perfume, la bebía como un licor divino. ¡Igual que antaño en las representaciones de los teatros de Italia, estaba ahora en el centro de esta sala, en una soledad infinita, en la cima de aquella torre que dominaba la campiña transilvana!

¡Sí! ¡La Stilla cantaba!… Cantaba para él…, sólo para él… Era como si un soplo se exhalara de sus labios, que parecían inmóviles… Pero, aunque la razón la había abandonado, ¡al menos había conservado por entero su alma de artista!

Franz también se embriagaba con el encanto de esta voz que no había oído hacía cinco largos años… Se absorbía en la ardiente contemplación de aquella mujer a la que no creyó volver a ver y que estaba allí, viva, ¡como si un milagro la hubiera resucitado a sus ojos!

El canto de la Stilla, ¿no era acaso el que más podía hacer vibrar las cuerdas del recuerdo en el corazón de Franz? ¡Sí! Había reconocido el final de la trágica escena de Orlando, ese final en el que el alma de la cantante se había roto en esta última frase:

Innamorata, mió cuore tremante,

voglio morire…

Franz seguía aquella frase inefable nota a nota… Se decía que no se interrumpiría, como se interrumpió en el teatro de San Cario… ¡No!… No moriría entre los labios de la Stilla, como había muerto en su representación de despedida.

Franz no respiraba… Toda su vida pendía de ese canto… Unos compases más y el canto se acabaría con toda su incomparable pureza…

Pero he aquí que la voz empieza a debilitarse… Se diría que la Stilla vacila, al repetir estas palabras de un punzante dolor:

Voglio morire…

¿Va a caer la Stilla sobre el estrado, como cayó en tiempos en el escenario?

No cae, pero el canto se detiene en el mismo compás, en la misma nota que en el teatro de San Cario… Lanza un grito… y es el mismo grito que Franz había oído esa noche…

Sin embargo, la Stilla sigue allí, de pie, inmóvil, con su adorada mirada, esa mirada que transmite al joven conde la ternura de su alma…

Franz se lanza hacia ella… Quiere sacarla de esta sala, fuera del castillo…

En ese momento, se encuentra cara a cara con el barón, que acaba de ponerse en pie…

—¡Franz de Telek! —exclama Rodolfo de Gortz—. ¡Frank de Telek, que ha podido escapar!

Pero Franz no le contesta y se precipita hacia el estrado:

—¡Stilla!… ¡Mi adorada Stilla! —repite—. Te encuentro aquí…, y viva…

—Viva… La Stilla…, ¡viva! —exclama el barón de Gortz.

Y esta frase irónica acaba en una carcajada, donde se adivina la rabia.

—¡Viva! —repite Rodolfo de Gortz—. Pues bien, ¡que Franz de Telek se atreva a quitármela!

Franz ha tendido los brazos hacia Stilla, cuyos ojos están clavados ardientemente en los suyos…

En ese momento, Rodolfo de Gortz se inclina, recoge el cuchillo que se le ha escapado a Franz de la mano, y lo dirige hacia la inmóvil Stilla…

Franz se precipita sobre él, para desviar el golpe que amenaza a la desdichada loca…

Demasiado tarde… El cuchillo la hiere en el corazón…

De pronto se oyó el ruido de un vidrio que se rompe y, con los mil fragmentos de cristal diseminados por la sala, desaparece la Stilla…

Franz se ha quedado inmóvil… No comprende nada… ¿Es que también se ha vuelto loco?

Y entonces Rodolfo de Gortz grita:

—¡La Stilla se le ha vuelto a escapar a Franz de Telek!… Pero su voz… Su voz me queda… Su voz es mía… Sólo mía… ¡Y nunca será de nadie!

En el momento en que Franz iba a arrojarse sobre el barón, le faltaron las fuerzas y cayó sin conocimiento al pie del estrado.

Rodolfo de Gortz ni siquiera se preocupó por el joven conde. Cogió la caja que había sobre la mesa y se precipitó fuera de la sala; bajó al primer piso de la torre; después, llegado a la terraza, la rodeó, e iba a alcanzar la otra puerta cuando resonó una detonación.

Rotzko, apostado en el borde de la contraescarpa, acababa de disparar sobre el barón de Gortz.

El barón no fue alcanzado, pero la bala de Rotzko destrozó la caja que encerraba en sus brazos.

Lanzó un grito terrible.

—¡Su voz!… ¡Su voz!… —repitió—. ¡Su alma!… ¡El alma de la Stilla!… ¡Está rota…, rota…, rota!…

Y entonces, con los cabellos erizados y las manos crispadas, se le vio correr por la terraza, sin dejar de gritar:

—¡Su voz!… Su voz… ¡Me han roto su voz!… ¡Malditos sean!

Después desapareció por la puerta, en el momento en que Rotzko y Nic Deck trataban de escalar el recinto del castillo, sin esperar al pelotón de agentes de policía.

Casi de inmediato, una formidable explosión hizo temblar todo el macizo del Plesa. Nubes de chispas se elevaron hasta el cielo y un alud de piedras cayó sobre el camino de Vulkan.

De los bastiones, de la muralla, de la torre, de la capilla del castillo de los Cárpatos, sólo quedaba una masa de humeantes ruinas en la superficie de la meseta de Orgall.