Está preparado el empalme de la capilla, Orfanik?
—Acabo de terminarlo.
—¿Está todo dispuesto en las casamatas de los bastiones?
—Todo.
—Y ahora, ¿los bastiones y la capilla están directamente enlazados con la torre?
—Lo están.
—Y en cuanto el aparato haya lanzado la corriente, ¿tendremos tiempo de escapar?
—Lo tendremos.
—¿Se ha comprobado que el túnel que sale al desfiladero del Vulkan está libre?
—Lo está.
Hubo unos instantes de silencio, mientras Orfanik, cogiendo de nuevo su fanal, proyectaba su claridad por la capilla.
—¡Ah, mi viejo castillo! —exclamó el barón—. ¡Costarás muy caro a los que traten de forzar tu recinto!
Y Rodolfo de Gortz pronunció estas palabras con un tono que estremeció al joven conde.
—¿Ha oído usted lo que decían en Werst? —le preguntó a Orfanik.
—Hace cincuenta minutos el cable me ha traído las conversaciones de la posada del Rey Matías.
—¿El ataque será esta noche?
—No, será mañana, de madrugada.
—¿Cuándo ha regresado Rotzko a Werst?
—Hace dos horas, con los agentes de policía que trajo de Karlsburg.
—¡Bien! Ya que el castillo no puede defenderse —repitió el barón de Gortz—, al menos aplastará bajo sus escombros a ese Franz de Telek y a todos los que acudan en su ayuda.
Después, al cabo de unos instantes:
—¿Y ese cable, Orfanik? —continuó—. No tiene que saberse jamás que establecía una comunicación entre el castillo y el pueblo de Werst…
—Nunca se sabrá; destruiré el cable.
En nuestra opinión, ya llegó el momento de explicar ciertos fenómenos que se han producido durante esta narración, y cuyo origen debe ser revelado.
En aquella época —haremos notar que esta historia se desarrolla en uno de los últimos años del siglo XIX—, el empleo de la electricidad, considerada a justo título como «el alma del universo», había llegado a sus últimos perfeccionamientos. El ilustre Edison y sus discípulos habían rematado su obra.
Entre otros aparatos eléctricos, el teléfono funcionaba entonces con tan maravillosa precisión que los sonidos recogidos por las placas llegaban libremente al oído sin ayuda de auriculares. Lo que se decía, lo que se cantaba, incluso lo que se murmuraba, podía oírse a cualquier distancia, y dos personas separadas por miles de leguas charlaban entre sí como si estuvieran sentadas una frente a otra[6].
Hacía ya muchos años que Orfanik, inseparable del barón de Gortz, era un inventor de primer orden en lo concerniente a la utilización práctica de la electricidad. Pero es sabido que sus admirables descubrimientos no habían recibido la acogida que merecía. De ahí el implacable odio que el inventor, desairado y rechazado, había consagrado a sus semejantes.
El barón de Gortz encontró a Orfanik en estas condiciones, acosado por la miseria. Alentó sus trabajos, le abrió su bolsa y, finalmente, lo ligó a su persona, a condición de que el sabio le reservaría el beneficio de sus inventos y que sería el único que los aprovechara.
En resumen, ambos personajes, originales y maniáticos cada uno a su manera, se entendieron perfectamente. Así, desde su encuentro no volvieron a separarse, ni siquiera cuando el barón de Gortz seguía a la Stilla a través de todas las ciudades italianas.
Pero mientras el melómano se embriagaba con el canto de la incomparable artista, Orfanik sólo se ocupaba de contemplar los descubrimientos realizados por los electricistas durante los últimos años, de perfeccionar sus aplicaciones, de obtener los más extraordinarios efectos.
Después de los incidentes con que terminó la campaña dramática de la Stilla, el barón desapareció sin que se pudiera saber qué había sido de él. Ahora bien, al salir de Nápoles había ido a refugiarse al castillo de los Cárpatos, acompañado por Orfanik, encantado de encerrarse allí con él.
Cuando tomó la resolución de enterrar su vida entre los muros de la vieja fortaleza, la intención del barón de Gortz era que ningún habitante de la región pudiera sospechar su vuelta y que nadie se viera tentado a visitarlo. Por supuesto, Orfanik y él poseían medios para asegurar con holgura la vida material en el castillo. Existía una comunicación secreta con la ruta del desfiladero de Vulkan, y por ese camino un hombre de confianza, un viejo servidor del barón a quien nadie conocía, introducía en fechas fijadas todo lo necesario para la existencia del barón de Gortz y su compañero.
En realidad, lo que quedaba del castillo —y sobre todo la torre central— estaba menos arruinado de lo que se creía e incluso era más habitable de lo que exigían las necesidades de sus huéspedes. Así, provisto de todo lo necesario para sus experimentos, Orfanik pudo ocuparse de los prodigiosos trabajos cuyos elementos le proporcionaban la física y la química. Y entonces se les ocurrió la idea de utilizarlos para alejar a los importunos.
El barón de Gortz acogió con entusiasmo la proposición, y Orfanik instaló una maquinaria especial, destinada a espantar a toda la región con la producción de fenómenos que sólo podían ser atribuidos a invención diabólica.
Pero, ante todo, el barón de Gortz quería estar al corriente de lo que se decía en el pueblo más cercano. ¿Había un medio para oír hablar a las gentes sin que pudieran sospecharlo? Sí, si se conseguía establecer una comunicación telefónica entre el castillo y la gran sala de la posada del Rey Matías, donde los notables de Werst solían reunirse cada noche.
Orfanik llevó a cabo la instalación con habilidad y secreto, en las condiciones más sencillas. Un hilo de cobre, recubierto por un aislante, y cuyo extremo subía hasta el primer piso de la torre, fue desenrollado bajo las aguas del Nyad hasta el pueblo de Werst. Una vez realizada la primera parte del trabajo, Orfanik se hizo pasar por un turista y durmió una noche en el Rey Matías. No le resultó difícil recoger el extremo hundido en el lecho del torrente, a la altura de la ventana de la fachada posterior, que nunca se abría. Después colocó un aparato telefónico, oculto tras el espeso follaje, y empalmó el hilo. Este aparato estaba maravillosamente preparado para emitir sonidos y recogerlos, y de ello se deduce que el barón de Gortz podía oír lo que se decía en el Rey Matías y también hacer oír allí todo lo que le convenía.
Durante los primeros años, la tranquilidad del castillo no se vio turbada. La mala reputación de que disfrutaba bastaba para mantener alejadas a las gentes de Werst. Por otra parte, se sabía que estaba abandonado desde la muerte de los últimos servidores de la familia. Pero un día, en la época en que empieza esta narración, el anteojo del pastor Frik permitió descubrir un humo que salía de una de las chimeneas de la torre. A partir de ese momento, los comentarios se intensificaron y ya se sabe cuál fue el resultado.
Entonces fue muy útil la comunicación telefónica, pues el barón de Gortz y Orfanik estuvieron al tanto de lo que ocurría en Werst. Gracias al cable conocieron el compromiso de Nic Deck para ir a la fortaleza y gracias al cable, una voz amenazadora se oyó en la sala del Rey Matías para disuadirlo de su empresa. Y entonces, como el joven guardabosques persistiera en su resolución pese a la amenaza, el barón de Gortz decidió infligirle tal lección que le quitara las ganas de volver. Aquella noche, la maquinaria de Orfanik, que siempre estaba dispuesta a funcionar, produjo una serie de fenómenos puramente físicos, capaces de sembrar el terror en toda la región: campana que tañía en el campanario de la capilla, proyección de intensas llamas, mezcladas con sal marina, que daban a todos los objetos una apariencia espectral, formidables sirenas de las que el aire comprimido se escapaba en bramidos espantosos, siluetas fotográficas de monstruos, proyectadas por poderosos reflectores, placas dispuestas entre las hierbas del foso y comunicadas con pilas cuya corriente había atrapado al doctor por sus botas claveteadas, y, por último, una descarga eléctrica, lanzada por las baterías del laboratorio, que derribó al guardabosques cuando su mano se posó en los herrajes del puente levadizo.
Según pensaba el barón de Gortz, después de la aparición de estos inexplicables prodigios, tras la tentativa de Nic Deck, que había salido tan mal, el terror llegó al colmo, y nadie querría acercarse, ni por todo el oro del mundo, a dos millas del castillo de los Cárpatos, ocupado por seres sobrenaturales.
Rodolfo de Gortz se creía, pues, al abrigo de toda curiosidad importuna cuando Franz de Telek llegó al pueblo de Werst.
Su presencia fue señalada por el cable del Nyad cuando interrogaba a Jonás, a maese Koltz y a los otros. El odio del barón de Gortz hacia el joven conde se reavivó con el recuerdo de los acontecimientos de Nápoles. No sólo Franz de Telek estaba en el pueblo, a unas millas del castillo, sino que, ante los notables, se burlaba de sus absurdas supersticiones; demolía la reputación fantástica que protegía al castillo de los Cárpatos, ¡e incluso se comprometía a avisar a las autoridades de Karlsburg, para que la policía viniera a aniquilar todas las leyendas!
El barón de Gortz decidió atraer a Franz de Telek al castillo, y son conocidos los medios que empleó para lograrlo. La voz de la Stilla, enviada a la posada del Rey Matías por el aparato telefónico, había incitado al joven a desviarse de su ruta para acercarse al castillo; la aparición de la cantante en el terraplén del bastión le había inspirado un irresistible deseo de entrar en él; una luz, montada en una de las ventanas de la torre, le había guiado hacia la poterna, que se abrió para permitirle el paso. En el fondo de la cripta, iluminada eléctricamente, desde la que había vuelto a oír una vez más la voz, entre los muros de la celda, a la que se le llevaban alimentos cuando dormía un sueño letárgico, en aquella prisión hundida en las entrañas del castillo y cuya puerta se había cerrado tras él, Franz de Telek estaba en poder del barón de Gortz, y el barón de Gortz contaba con que nunca saliera de allí.
Tales eran los resultados obtenidos por la colaboración misteriosa de Rodolfo de Gortz y de su cómplice Orfanik. Pero, con gran despecho suyo, el barón sabía que Rotzko había dado la alarma, y que, al no poder seguir a su amo al interior del castillo, había advertido a las autoridades de Karlsburg. Un pelotón de agentes había llegado al pueblo de Werst, y el barón de Gortz se enfrentaba con algo superior a sus fuerzas. ¿Podrían Orfanik y él defenderse de una numerosa tropa? Los medios empleados contra Nic Deck y el doctor Patak serían insuficientes, pues la policía no cree en intervenciones diabólicas. De manera que ambos habían decidido destruir por completo el castillo y sólo esperaban que llegase el momento de hacerlo. Había una corriente eléctrica preparada para plantar fuego a unas cargas de dinamita, enterradas bajo la torre, en los bastiones, en la vieja capilla, y el aparato destinado a lanzar esa corriente dejaría tiempo para que el barón de Gortz y su cómplice escaparan por el túnel del desfiladero de Wulkan. Después, tras la explosión de que serían víctimas el joven conde y los que hubieran escalado el recinto del castillo, ambos huirían tan lejos que jamás se encontrarían sus huellas.
Lo que acababa de oír de esta conversación proporcionó a Franz la explicación de los fenómenos del pasado. Ahora sabía que existía una comunicación telefónica entre el castillo de los Cárpatos y el pueblo de Werst. Tampoco ignoraba que la fortaleza sería aniquilada por una catástrofe, que a él le costaría la vida y que resultaría fatal para los agentes de la policía traídos por Rotzko. Por último, sabía que el barón de Gortz y Orfanik tendrían tiempo de huir, huir arrastrando a la Stilla inconsciente…
¡Ah! ¿Por qué Franz no podía forzar la entrada de la capilla, arrojarse sobre los dos hombres?… Los habría derribado, los habría herido, los pondría en situación de no perjudicar a nadie, impediría la espantosa ruina…
Pero lo que en ese momento era imposible no lo sería tras la marcha del barón. Cuando los otros dos salieran de la capilla, Franz, siguiendo sus huellas, los perseguiría hasta la torre y, Dios mediante, ¡haría justicia!
El barón de Gortz y Orfanik estaban ya al fondo del presbiterio. Franz no los perdía de vista. ¿Por dónde saldrían? ¿Por una puerta que diera a uno de los patios del recinto o por algún corredor interior que uniera la capilla con la torre? Parecía que todas las construcciones de la fortaleza se comunicaban entre sí. Pero no importaba, a menos que el joven conde encontrara un obstáculo que no pudiera salvar.
En aquel momento el barón de Gortz y Orfanik intercambiaron otras palabras:
—¿No hay nada que hacer aquí?
—Nada.
—Entonces, separémonos.
—¿Sigue teniendo intención de quedarse solo en el castillo?
—Sí, Orfanik, váyase al instante por el túnel del desfiladero de Vulkan…
—Pero ¿y usted?
—Sólo abandonaré el castillo en el último momento.
—Entonces, ¿tengo que esperarle en Bistritz, según lo convenido?
—En Bistritz.
—Quédese, pues, barón Rodolfo, y quédese sólo, ya que ésa es su voluntad.
—Sí… quiero oírla…, quiero oírla una vez más durante esta última noche que pasaré en el castillo de los Cárpatos…
Unos instantes después el barón de Gortz, con Orfanik, había salido de la capilla.
Aunque no se había pronunciado en esta conversación el nombre de la Stilla, Franz había comprendido que Rodolfo de Gortz acababa de hablar de ella.