XIV

Franz estaba aterrado. Como había temido, la facultad de reflexionar, la comprensión de las cosas, la inteligencia necesaria para sacar sus conclusiones, se le escapaban poco a poco. El único sentimiento que persistía en él era el recuerdo de la Stilla, era la impresión de aquel canto cuyos ecos ya no repetía la sombría cripta.

¿Había sido juguete de una ilusión? ¡No, y mil veces no! Ahora mismo acababa de oír a la Stilla, y antes la había visto en el bastión del castillo.

Volvió a asaltarle el pensamiento de que ella había perdido la razón, y este horrible golpe lo hirió como si acabara de perderla por segunda vez.

—¡Loca! —se repitió—. Sí, loca…, puesto que no me ha respondido… ¡Loca…, loca!

¡La cosa era más que verosímil!

¡Ah! ¡Si pudiera arrancarla de esta fortaleza, llevarla al castillo de Krajowa, consagrarse por entero a ella, sus cuidados le devolverían la razón!

Eso se decía Franz, presa de un terrible delirio; pasaron varias horas antes de que recuperase el pleno dominio de sí mismo.

Trató entonces de razonar fríamente, de poner orden en el caos de sus pensamientos.

—Tengo que huir de aquí —se dijo—. ¿Cómo?… En cuanto abran esa puerta… ¡Sí!… Durante mi sueño vienen a renovar mis provisiones… Esperaré… Fingiré que duermo…

Le asaltó entonces una sospecha: el agua del jarro debía contener alguna sustancia soporífera… Si se había hundido en aquel pesado sueño, en aquella completa aniquilación cuya duración ignoraba, era por haber bebido esa agua… ¡Pues bien!, no volvería a beber… Ni siquiera tocaría los alimentos depositados en la mesa… Una de las gentes del castillo no tardaría en entrar, y pronto…

¡Pronto!… ¿Qué sabía él?… ¿El sol, en ese momento, subía hacia el cénit o bajaba sobre el horizonte?… ¿Era de día o de noche?

Franz trataba de sorprender el rumor de unos pasos que se acercaran a una de las dos puertas… Pero no llegaba hasta él el menor ruido, por lo que trepó por las paredes de la cripta, con la cabeza ardiendo, los ojos extraviados, zumbándole los oídos, con la respiración jadeante debido a la opresión de una atmósfera enrarecida, que casi no se renovaba por los orificios de las puertas.

De pronto, en el ángulo de uno de los pilares de la derecha, sintió que un aire más fresco llegaba a sus labios.

¿Existía, pues, una abertura en aquel lugar, por la que penetraba un poco del aire de fuera?

Sí… Había un paso insospechado bajo la sombra del pilar. El joven conde no tardó un instante en deslizarse entre las dos paredes y dirigirse hacia una vaga claridad que parecía venir de arriba.

Allá había un pequeño patio, de cinco o seis pasos de ancho, cuyos muros se elevaban a unos cincuenta pies. Se diría que era el fondo de un pozo que servía de desahogo a la celda subterránea, por el que entraba algo de aire y de claridad.

Franz pudo comprobar que aún era de día. En el orificio superior del pozo se dibujaba un ángulo de luz, oblicuo con respecto al nivel del brocal.

El sol había realizado al menos la mitad de su carrera diurna, pues el ángulo luminoso tendía a reducirse.

Debían ser las cinco de la tarde, aproximadamente.

La consecuencia de ello es que el sueño de Franz se había prolongado al menos cuarenta horas, y no tuvo la menor duda de que había sido provocado por una bebida soporífera.

Ahora bien, como el joven conde y Rotzko habían salido de Werst la antevíspera, 11 de junio, el día que estaba a punto de terminar era el 13…

Aunque el aire del fondo de este patio era muy húmedo, Franz lo aspiró a plenos pulmones, y se sintió algo aliviado.

Pero si había esperado que podría evadirse por este largo tubo de piedra, pronto quedó desilusionado. Era imposible subir a lo largo de aquellas paredes, que no presentaban el menor asidero.

Franz regresó al interior de la cripta. Ya que no podía escaparse por una de las puertas, quiso comprobar el estado en que se encontraban.

La primera puerta —por la que había llegado— era muy sólida, muy gruesa, y debía estar sujeta por el exterior mediante cerrojos encajados en una armella de hierro; era inútil, pues, tratar de forzar sus hojas.

La segunda puerta —tras la cual se había oído la voz de la Stilla— parecía peor conservada. Las tablas estaban podridas en algunos lugares… Quizá no sería difícil abrirse camino por ese lado.

—Sí…, por ahí…, por ahí… —se dijo Franz, que había recuperado su sangre fría.

Pero no había tiempo que perder, pues era probable que alguien entrara en la cripta en cuanto supusieran que estaba dormido bajo la influencia del somnífero.

El trabajo marchó más rápidamente de lo que habría podido esperar, pues el moho había comido la madera alrededor de la armadura metálica que sujetaba los cerrojos contra el hueco. Con su cuchillo, Franz consiguió separar la parte circular, actuando casi sin ruido, deteniéndose a veces, escuchando, asegurándose de que no oía nada en el exterior.

Tres horas después había quitado los cerrojos y la puerta se abrió rechinando sobre sus goznes.

Franz volvió entonces al pequeño patio, para respirar un aire menos agobiante.

En aquel momento, el ángulo luminoso ya no se recortaba en el orificio del pozo, prueba de que el sol había bajado por debajo del Retyezat. Algunas estrellas brillaban en el óvalo del brocal, como vistas por el tubo de un largo telescopio. Unas nubecillas caminaban lentamente empujadas por el intermitente soplo de esas brisas que amainan por la noche. Ciertos tonos de la atmósfera indicaban también que la luna, en cuarto creciente aún, había superado el horizonte de las montañas del Este.

Debían ser las nueve de la noche.

Franz regresó a la cripta para tomar algo de alimento y saciar su sed en el agua de la pila, pues antes había tirado la del jarro. Después, fijando el cuchillo a su cintura, franqueó la puerta, que cerró a sus espaldas.

¿Quizá iba a encontrar ahora a la infortunada Stilla errando a través de aquellas galerías subterráneas? El corazón se le salía del pecho ante esta idea.

En cuanto hubo dado unos pasos, tropezó con un escalón. Tal y como había pensado, allí comenzaba una escalera, cuyos peldaños contó mientras subía: sólo sesenta, en vez de los setenta y siete que había bajado para llegar al umbral de la cripta. Faltaban, pues, unos ocho pies para estar al nivel del suelo.

Continuó avanzando, pues no se le ocurría nada mejor que seguir el oscuro corredor, cuyas paredes rozaba con sus dos manos extendidas.

Pasó una media hora sin que una puerta o una reja detuvieran su marcha. Pero innumerables recodos le habían impedido reconocer su dirección respecto a la muralla que estaba frente a la meseta de Orgall.

Tras una parada de unos minutos, en la que recuperó el resuello, Franz volvió a ponerse en marcha; parecía que el corredor era interminable, cuando lo detuvo un obstáculo.

Era la pared de un muro de ladrillos.

Tanteando a distintas alturas, su mano no encontró el menor hueco.

Tampoco había salida por este lado.

Franz no pudo contener un grito. Todas las esperanzas concebidas se derrumbaban ante este obstáculo. Sus rodillas flaquearon, las piernas se le doblaron y cayó junto a la pared.

Pero, a ras del suelo, el tabique presentaba una estrecha grieta, cuyos ladrillos desiguales casi no se adherían y se rompían entre sus dedos.

—Por ahí… ¡sí!…, por ahí —exclamó Franz.

Empezó a quitar los ladrillos uno a uno; de pronto oyó un ruido al otro lado.

Franz se detuvo.

El ruido no había cesado y, al mismo tiempo, a través de la grieta llegó un rayo de luz.

Franz miró.

Allí estaba la vieja capilla del castillo. El tiempo y el abandono la habían reducido a un lamentable estado: una bóveda semihundida, cuyos nervios se apoyaban aún en gibosos pilares, dos o tres arcos de estilo ojival que amenazaban ruina; un ventanal dislocado donde se dibujaban frágiles cruceros de un gótico flamígero; aquí y allá, un mármol polvoriento, bajo el que dormía un antepasado de la familia de Gortz; al fondo del presbiterio, un fragmento de altar cuyo retablo mostraba esculturas destrozadas, y un resto de la techumbre del ábside, que las ráfagas no habían destruido; por último, sobre el pórtico, el tambaleante campanario, del que colgaba una cuerda que llegaba al suelo, la cuerda de la campana que tañía algunas veces ante el indecible horror de las gentes de Werst retrasadas por el camino del desfiladero.

En esta capilla, desierta hacía tanto tiempo, abierta a las intemperies del clima de los Cárpatos, acababa de entrar un hombre, llevando en la mano un fanal cuya claridad iluminaba de pleno su cara.

Franz reconoció en seguida a ese hombre.

Era Orfanik, el excéntrico sabio que fue la única compañía del barón en su estancia en las grandes ciudades italianas, ese ser original al que se veía pasar por las calles gesticulando y hablando consigo mismo, el sabio incomprendido, el inventor siempre en busca de alguna quimera, y que ponía con seguridad sus inventos al servicio de Rodolfo de Gortz.

Si Franz había tenido alguna duda sobre la presencia del barón en el castillo de los Cárpatos, incluso tras la aparición de la Stilla, la duda se cambió en certeza cuando Orfanik apareció ante sus ojos.

¿Qué iría a hacer a esta capilla ruinosa, a avanzadas horas de la noche?

Franz trató de averiguarlo, y he aquí lo que vio con toda claridad.

Orfanik, inclinado hacia el suelo, acababa de levantar varios cilindros de hierro, a los que sujetaba un cable que desenrollaba de una bobina depositada en un rincón de la capilla. Ponía tanta atención en su trabajo que ni siquiera hubiera distinguido al joven conde si éste se atreviera a acercársele.

¡Ah! ¿Por qué la grieta que Franz ensanchaba no bastaba aún para permitirle el paso? Habría entrado en la capilla, se habría precipitado sobre Orfanik y lo habría obligado a conducirlo a la torre…

Pero quizás fuera una suerte que no pudiera hacerlo, pues, en el caso de que su tentativa fracasara, el barón de Gortz le haría pagar con su vida los secretos que acababa de descubrir.

Unos minutos después de la llegada de Orfanik, otro hombre entró en la capilla.

Era el barón Rodolfo de Gortz.

La inolvidable fisonomía de este personaje no había cambiado. Ni siquiera parecía envejecido, con su rostro pálido y largo que el fanal iluminaba de abajo arriba, sus largos cabellos entrecanos, echados hacia atrás, su mirada resplandeciente en el fondo de sus órbitas negras.

Rodolfo de Gortz se acercó para examinar el trabajo de Orfanik.

Y he aquí las frases que intercambiaron en voz baja los dos hombres.