XIII

Las gentes de la región transilvana y los viajeros que suben o bajan el desfiladero de Vulkan sólo conocen el aspecto exterior del castillo de los Cárpatos. Desde las respetuosa distancia a la que el miedo detenía a los más valientes del pueblo de Werst o de sus cercanías, sólo ofrecía a la mirada del enorme amasijo de piedras de una fortaleza ruinosa.

Pero, en el interior del recinto, ¿estaba tan destrozado el castillo como podía suponerse? No. Al amparo de sus sólidos muros, los edificios que aún quedaban intactos de la vieja fortaleza feudal aún habrían podido albergar a toda una guarnición.

Amplias salas abovedadas, profundas cuevas, múltiples corredores cuyo empedrado desaparecía bajo un manto de hierbas, reductos subterráneos a los que no llegaba la luz del día, escaleras ocultas en el espesor de los muros, casamatas iluminadas por las estrechas troneras de la muralla, torre central de tres pisos con departamentos habitables, coronada por una plataforma almenada; entre las diversas construcciones del recinto había interminables pasillos caprichosamente enredados, que subían hasta el terraplén de los bastiones o descendían hasta las entrañas de la infraestructura, algunas cisternas aquí y allá, donde se recogían las aguas de la lluvia y cuyo excedente corría hacia el torrente de Nyad; y, por último, grandes túneles, no obstruidos, como se creía, y que daban acceso al camino del desfiladero del Vulkan, tal era el conjunto del castillo de los Cárpatos, cuyo plan geométrico ofrecía un sistema tan complicado como el de los laberintos de Porsenna, de Lemnos o de Creta.

Igual que a Teseo cuando quería conquistar a la hija de Minos, un sentimiento intenso, irresistible, atraía al joven conde a través de los infinitos meandros de la fortaleza. ¿Encontraría el hilo de Ariadna que sirvió de guía al héroe griego?

Franz sólo había tenido un pensamiento: penetrar en el recinto, y lo había conseguido. Quizá debería hacerse esta reflexión: ¡el puente levadizo, alzado hasta ese día, parecía haber bajado expresamente para dejarle paso!… Quizá hubiera tenido que preocuparse porque la poterna se había cerrado bruscamente a sus espaldas… Pero ni siquiera pensaba en ello. Por fin se encontraba en el castillo donde Rodolfo de Gortz retenía a la Stilla, y sacrificaría su vida para llegar hasta ella.

La galería por la que Franz se había lanzado, ancha, alta, de bóveda rebajada, se encontraba en la más completa oscuridad, y su pavimento desigual no permitía caminar con seguridad.

Franz se acercó a la pared de la izquierda y la siguió, apoyándose en un paramento cuya superficie salitrosa se reducía a polvo bajo su mano. No oía el menor ruido, salvo el de sus pasos, que provocaban lejanas resonancias. Una corriente tibia, cargada con un aroma de vejez, lo empujaba por la espalda, como si en el otro extremo de la galería hubiera una salida de aire.

Tras haber superado un pilar de piedra que apuntaba la última esquina a la izquierda, Franz se encontró a la entrada de un corredor mucho más estrecho. Sólo con extender los brazos podía tocar su revestimiento.

Avanzó así, con el cuerpo inclinado, tentando con el pie y la mano y tratando de averiguar si el corredor seguía una dirección rectilínea.

A unos doscientos pasos del pilar de la esquina, Franz sintió que la dirección se desviaba a la izquierda para tomar, cincuenta pasos más adelante, un sentido absolutamente contrario. ¿El corredor regresaba a la muralla? ¿O no conducía al pie de la torre?

Franz trató de acelerar su marcha; pero a cada instante se veía detenido por un relieve del suelo, con el que chocaba, o por un ángulo brusco que modificaba su dirección. De vez en cuando encontraba alguna abertura que agujereaba la pared y presentaba ramificaciones laterales. Pero todo estaba oscuro, insondable, y en vano trataba de orientarse en el seno de este laberinto, verdadero trabajo de topos.

Franz tuvo que desandar lo andado varias veces, pues se perdía en pasillos sin salida. Temía que una trampilla mal cerrada cediera ante sus pies y lo precipitara a un calabozo, del que no habría podido salir. Así, cuando rozaba algún panel del muro que sonaba a hueco, tenía cuidado de agarrarse a las paredes, aunque seguía avanzando con un ardor que no le dejaba tiempo para reflexionar.

Sin embargo, puesto que Franz aún no había subido ni bajado, se encontraba a la altura de los patios interiores, dispuestos entre los diversos edificios del recinto, y existía la posibilidad de que este corredor condujera a la torre central, al nacimiento de la escalera.

Indudablemente tenía que existir un modo de comunicación más directo entre la poterna y las edificaciones del castillo. Sí, y en la época que la familia de Gortz habitaba en él, no era necesario adentrarse por esos pasajes interminables. Ante la poterna había una segunda puerta, en el punto opuesto a la primera galería, que daba a la plaza de armas, en medio de la cual se alzaba la torre del homenje; pero estaba condenada y Franz ni siquiera pudo reconocer su lugar.

Había pasado una hora mientras el joven conde caminaba al azar, escuchando para ver si oía algún ruido lejano, sin atreverse a gritar el nombre de la Stilla, que los ecos habrían podido repetir hasta los pisos de la torre. No se desalentaba, y continuaría mientras no flaquearan sus fuerzas, mientras un obstáculo insuperable no lo obligara a detenerse.

Sin embargo, sin darse cuenta, Franz estaba ya agotado. Desde su salida de Werst no había comido nada. Tenía hambre y sed. Su paso ya no era seguro, sus piernas se doblaban. En medio del aire húmedo y cálido que atravesaba su traje, su respiración era afanosa, su corazón latía precipitadamente.

Debían ser las nueve cuando Franz, al proyectar el pie izquierdo, no encontró el suelo.

Se bajó, y su mano reconoció un peldaño allí abajo, y después un segundo.

Había una escalera.

¿La escalera se hundía en los cimientos del castillo? ¿Quizá no tenía salida?

Franz la tomó sin vacilar, y contó los escalones, cuyo avance seguía una dirección oblicua respecto al corredor.

Así bajó setenta y siete escalones, para llegar a otra zona horizontal, que se perdía en múltiples y oscuros recodos.

Franz siguió andando durante una media hora y, roto de fatiga, acababa de detenerse cuando apareció un punto luminoso a una distancia de doscientos o trescientos pies.

¿De dónde venía el resplandor? ¿Era simplemente algún fenómeno natural, el hidrógeno de un fuego fatuo que se había inflamado a esas profundidades? ¿O sería un farol, llevado par una de las personas que habitaban en el castillo?

—¿Será ella?… —murmuró Franz.

Y se acordó de que ya antes había aparecido otra luz, como indicándole la entrada del castillo, cuando estaba perdido entre las rocas de la meseta de Orgall. Si era la Stilla quien le había mostrado aquella luz desde una de las ventanas de la torre, ¿no sería ahora ella, que trataba de guiarlo a través de las sinuosidades de este subterráneo?

Sin ser ya dueño de sí, Franz se inclinó y miró, sin hacer un movimiento.

Más que un punto luminoso, una claridad difusa parecía llenar una especie de hipogeo al extremo del corredor.

Franz se decidió a apresurar su marcha arrastrándose, pues sus piernas ya no podían sostenerlo, y, tras haber franqueado una estrecha abertura, cayó sobre el umbral de una cripta.

La cripta, bien conservada, era circular, de unos doce pies de alto y un diámetro de las mismas dimensiones. Las nervaduras de su bóveda, sostenidas por los capiteles de ocho abultados pilares, se encontraban en un anillo en cuyo centro estaba encajado un globo de vidrio lleno de una luz amarillenta.

Frente a la puerta, abierta entre dos de los pilares, existía otra puerta, que estaba cerrada y cuyos gruesos clavos, de cabeza herrumbrosa, indicaban dónde se aplicaba la armadura exterior de los cerrojos.

Franz se puso en pie, se arrastró hasta la segunda puerta y trató de apartarla de sus pesadas jambas…

Sus esfuerzos fueron inútiles.

Algunos muebles destrozados adornaban la cripta; aquí, una cama, o mejor un camastro de viejo roble, sobre el que había diversas piezas de ropa de cama; allá, un taburete de patas torcidas, una mesa fijada al muro por espigas de hierro. En la mesa se encontraban diversos utensilios, un ancho jarro lleno de agua, un plato que contenía un trozo de venado frío, una gran hogaza de pan, parecida a la galleta marinera. En un rincón murmuraba una pila, alimentada por un chorro de líquido, cuyo sobrante se escapaba por un agujero preparado en la base de uno de los pilares.

Todas estas disposiciones tomadas de antemano, ¿indicaban que un huésped era esperado en la cripta, o un prisionero en esta prisión? ¿Era Franz ese prisionero, y había sido atraído con astucia?

Con el desorden de sus ideas, Franz ni siquiera lo sospechó. Agotado por la necesidad y el cansancio, devoró los alimentos depositados en la mesa y sació su sed con el contenido del jarro; después se dejó caer de través en el grosero lecho, donde un reposo de unos minutos le devolvería las fuerzas.

Pero cuando quiso recoger sus ideas, le pareció que se le escapaban como un agua que su mano quisiera retener.

—¿Tendría que esperar al día para iniciar su búsqueda? ¿Su voluntad estaba tan embotada que ya no era dueño de sus actos?

«¡No! —se dijo—. ¡No esperaré!… A la torre… Tengo que llegar a la torre esta misma noche…».

De pronto, la claridad que derramaba la ampolla encajada en el anillo de la bóveda se extinguió, y la cripta quedó en la más completa oscuridad.

Franz quiso levantarse… No lo consiguió, y su pensamiento se adormeció, o, mejor dicho, se detuvo bruscamente, como la aguja de un reloj cuyo muelle se rompe. Fue un sueño extraño, o mejor un abrumador entorpecimiento, una absoluta aniquilación del ser, que no provenía del aplacamiento del espíritu.

Cuando Franz se despertó, no pudo comprobar cuánto había durado su sueño. Su reloj, parado, no marcaba las horas. Pero la cripta estaba bañada de nuevo por una luz artificial.

Franz se alejó de su cama, dio unos pasos hacia la primera puerta: seguía abierta; hacia la segunda: seguía cerrada.

Quiso reflexionar y lo consiguió a duras penas.

Aunque su cuerpo se había recuperado del cansancio de la víspera, sentía que su cabeza estaba, a la vez, vacía y pesada.

«¿Cuánto tiempo habré dormido? —se preguntó—. ¿Es de día o de noche?».

En el interior de la cripta nada había cambiado, salvo que había vuelto la luz, habían renovado los alimentos y el jarro estaba lleno de un agua muy clara.

¿Alguien había entrado, pues, mientras Franz estaba sumido en su postración? ¿Sabían que había llegado a las entrañas de la fortaleza?… Se encontraba en poder del barón Rodolfo de Gortz… ¿Estaba condenado a no volver a tener comunicación con sus semejantes?

Esta hipótesis no era admisible y, además, se escaparía, pues aún podía hacerlo, encontraría la galería que llevaba a la poterna, saldría del castillo…

¿Salir?… Recordó entonces que la poterna se había cerrado a sus espaldas…

¡Bueno! Trataría de llegar a la cinta de las murallas e intentaría deslizarse hacia afuera por una de las troneras… A toda costa, antes de una hora, tenía que haber escapado del castillo…

Pero… y la Stilla… ¿Renunciaría a llegar hasta ella?… ¿Partiría sin habérsela arrebatado a Rodolfo de Gortz?…

¡No! Lo que no pudiera hacer por sí solo, lo haría con ayuda de los agentes que Rotzko traería de Karlsburg al pueblo de Werst… Se precipitarían al asalto del viejo recinto… Se registraría el castillo de cabo a rabo…

Tomada esta resolución, tenía que ponerla en práctica sin perder un instante.

Franz se levantó y ya se dirigía hacia el pasillo por el que había llegado, cuando se produjo una especie de deslizamiento tras la segunda puerta de la cripta.

Era, con seguridad, un rumor de pasos que se acercaban lentamente.

Franz pegó la oreja a la hoja de la puerta y, conteniendo la respiración, escuchó…

Los pasos se producían a intervalos regulares, como si subieran de un peldaño a otro. No cabía duda de que allí estaba una segunda escalera, que enlazaba la cripta con los patios interiores.

Dispuesto a cualquier eventualidad, Franz sacó de su funda el cuchillo que llevaba a la cintura y lo empuñó firmemente.

Si entraba uno de los servidores del barón de Gortz, se arrojaría sobre él, le quitaría sus llaves, lo reduciría; y después, lanzándose por la nueva salida, trataría de llegar a la torre.

Si era el barón Rodolfo de Gortz —y reconocería perfectamente al hombre al que vio en el momento en que la Stilla caía en el escenario de San Cario—, lo heriría sin piedad.

Pero los pasos se habían detenido en el descansillo que formaba el umbral exterior.

Franz, sin hacer un solo movimiento, esperaba a que la puerta se abriese…

No se abrió, y una voz de infinita dulzura llegó hasta el joven conde.

¡Era la voz de la Stilla!… ¡Sí!… Pero algo debilitada, con todas sus inflexiones, su inefable encanto, sus acariciadoras modulaciones, admirable instrumento de aquel arte maravilloso que parecía haber muerto con la artista.

Y la Stilla repetía la quejumbrosa melodía que había acunado el sueño de Franz, cuando dormitaba en la gran sala de la posada de Werst:

Nel giardino de'mille fiori,

Andiamo, mió cuore…

Esta canción penetraba hasta lo más hondo del alma de Franz… La aspiraba, la bebía como un licor divino, mientras la Stilla parecía invitarle a seguirla, repitiendo:

Andiamo, mió cuore… andiamo…

¡Pero la puerta no se abría para dejarle paso!… ¿No podría llegar hasta la Stilla, cogerla entre sus brazos, arrastrarla fuera del castillo?

—¡Stilla!… ¡Mi Stilla!… —gritó.

Y se arrojó sobre la puerta, que se le resistió.

Ya el canto parecía debilitarse… La voz se apagaba… Los pasos se alejaban…

Franz, arrodillado, trataba de romper las maderas, destrozándose las manos en los herrajes, y seguía llamando a la Stilla, cuya voz ya no se oía…

Entonces un horrible pensamiento atravesó, como un relámpago, su espíritu.

—¡Loca!… —gritó—. ¡Está loca, pues no me ha reconocido…, no me ha contestado!… Desde hace cinco años, encerrada aquí…, en poder de ese hombre… Mi pobre Stilla… Su razón se ha extraviado…

Entonces se puso en pie, con ojos feroces, gestos desordenados y la cabeza ardiente…

—También yo… siento que mi razón se extravía… —repetía—. Siento que me voy a volver loco…, loco, como ella…

Iba y venía a través de la cripta, saltando como una fiera enjaulada…

—¡No! —repitió—. ¡No!… No tengo que perder la cabeza… Es preciso que salga del castillo… ¡Y saldré!

Y se lanzó hacia la primera puerta…

Acababa de cerrarse sin ruido.

Franz no lo había advertido, mientras escuchaba la voz de la Stilla…

Tras haber estado aprisionado en el recinto del castillo, ahora se encontraba encarcelado en la cripta.