Era posible? La Stilla, a la que Franz de Telek creía que no volvería a ver, ¡acababa de aparecérsele en el terraplén del bastión!… ¡No había sido juguete de una ilusión, y Rotzko la había visto igual que él!… Era la gran artista, vestida con su traje de Angélica, tal y como había aparecido ante el público en su representación de despedida en el teatro San Cario…
La espantosa verdad se desplegó ante los ojos del joven conde. ¡De manera que la mujer adorada, la que iba a convertirse en condesa de Telek, estaba encerrada desde hacía cinco años en medio de las montañas transilvanas! ¡De modo que, tras haberla visto caer muerta en el escenario, había sobrevivido! Sin duda, mientras a él se lo llevaban a su hotel, el barón Rodolfo había podido penetrar en casa de la Stilla, raptarla y arrastrarla a este castillo de los Cárpatos…, ¡y toda la población de Nápoles sólo había seguido a un ataúd vacío, al día siguiente, hasta el Campo Santo Nuovo!
Todo esto parecía increíble, inadmisible, repulsivo para el buen sentido. Parecía un prodigio, era inverosímil, y Franz habría debido repetírselo hasta la obstinación… ¡Sí!… Pero un hecho lo borraba todo: ¡la Stilla había sido raptada por el barón de Gortz, puesto que se encontraba en el castillo!… ¡Estaba viva, ya que acababa de verla sobre la muralla!… Esa era una certeza absoluta.
El joven conde trataba de poner orden en sus ideas, que, por otra parte, se concentraban en una sola: arrancar de las garras de Rodolfo de Gortz a la Stilla, prisionera desde hacía cinco años en el castillo de los Cárpatos.
—Rotzko —dijo Franz, con voz jadeante—, escúchame… Y, sobre todo, compréndeme…, pues me parece que pierdo la razón…
—¡Amo!… ¡Mi querido amo!
—Es preciso que llegue hasta ella, a cualquier precio…, ¡hasta ella!…, esta misma noche…
—No…, mañana…
—¡Esta noche, te digo!… Ella está ahí… Me han visto igual que yo la veía… Me espera…
—Pues bien…, le seguiré…
—¡No!… Iré yo solo.
—¿Solo?
—Sí.
—Pero ¿cómo podrá entrar en la fortaleza, cuando Nic Deck no pudo hacerlo?
—Entraré, te digo.
—La poterna está cerrada…
—No lo estará para mí… Buscaré…, encontraré una brecha…, pasaré por ella…
—¿No quiere que le acompañe?… Amo, ¿no quiere?
—¡No!… Vamos a separarnos, y podrás serme más útil si nos separamos…
—¿Le esperaré aquí?
—No, Rotzko.
—¿Adonde iré, pues?
—A Werst… o, mejor dicho, no… A Werst, no… —contestó Franz—. Es inútil que esas gentes sepan… Baja al pueblo de Vulkan, donde te quedarás esta noche. Si no me ves mañana, sal de Vulkan temprano…, es decir, no…, espera unas horas… Después márchate a Karlsburg… Allí avisará al jefe de la Policía… Le contarás todo… En fin, regresa con los agentes… Y, si es preciso, ¡que asalten el castillo!… ¡Liberadla!… ¡Ah, cielos!… Ella… viva…, ¡en poder de Rodolfo de Gortz!
Mientras el joven conde pronunciaba estas palabras entrecortadas, Rotzko veía que la excitación de su amo aumentaba y se manifestaba con los sentimientos desordenados de un hombre que ya no es dueño de sí.
—¡Vete…, Rotzko!… —gritó por última vez.
—¿Lo quiere así?
—¡Lo quiero!
Ante esta orden formal, Rotzko sólo podía obedecer. Además, Franz se había alejado y ya la sombra lo ocultaba a los ojos del soldado.
Rotzko permaneció unos instantes en aquel lugar, sin poder decidirse a partir. Entonces se le ocurrió la idea de que los esfuerzos de Franz serían inútiles, que no conseguiría franquear el recinto, que se vería obligado a regresar al pueblo de Vulkan…, quizá al día siguiente…, quizá esa misma noche… Ambos irían entonces a Karlsburg, y lo que ni Franz ni el guardabosques habían podido hacer, lo harían los agentes de la autoridad… Darían buena cuenta de Rodolfo de Gortz…, le arrancarían a la infortunada Stilla…, registrarían el castillo de los Cárpatos…, no dejarían piedra sobre piedra si era preciso…, ¡aunque todos los diablos del infierno se congregaran para defenderlo!
Y Rotzko bajó la pendiente de la meseta de Orgall, para llegar al camino del desfiladero de Vulkan.
Mientras tanto, bordeando la contraescarpa, Franz había rodeado ya el bastión de esquina que la flanqueaba por la izquierda.
Mil pensamientos se entrecruzaban en su espíritu. No cabía ya la menor duda de que el barón de Gortz se encontraba en la fortaleza, pues la Stilla estaba secuestrada allí… Sólo él podía estar… ¡La Stilla, viva! ¿Cómo llegaría Franz hasta ella?… ¿Cómo conseguiría arrastrarla fuera del castillo?… No lo sabía, pero tenía que hacerlo… y lo haría… Los obstáculos que Nic Deck no había podido vencer, él los vencería… No era la curiosidad lo que le empujaban en medio de esas ruinas, era la pasión, era su amor hacia esa mujer a la que encontraba viva, ¡sí!, viva…, tras haber creído que estaba muerta… Se la arrebataría al barón de Gortz…
La verdad es que Franz se había dicho que sólo podría entrar por la muralla sur, donde se abría la poterna a la que daba el puente levadizo. Así, comprendiendo que no podía intentar la escalada de las altas murallas, continuó bordeando la cresta de la meseta de Orgall en cuanto dobló la esquina del bastión.
De día le cosa no hubiera presentado dificultades. En plena noche, con la luna que aún no había salido —una noche cerrada por las brumas que se condensan entre las montañas— era bastante aventurado. Al peligro de un paso en falso, al peligro de una caída hasta el fondo del foso, se añadía el de chocar con las rocas y provocar, quizá, un desprendimiento.
Franz proseguía su camino, sin embargo, siguiendo lo más posible los zigzags de la contraescarpa, tentando con manos y pies para asegurarse que no se alejaba. Sostenido por una fuerza sobrehumana, se sentía además guiado por un extraordinario instinto que no podía equivocarlo.
Más allá del bastión se desplegaba la muralla del sur, con la cual el puente levadizo establecía una comunicación cuando no estaba alzado contra la poterna.
A partir de ese bastión, los obstáculos parecieron multiplicarse. Entre las enormes rocas que erizaban la meseta, ya no era posible seguir la contraescarpa y tuvo que alejarse. Imagínese a un hombre tratando de orientarse en medio de un campo de Carnac, cuyos dólmenes y menhires estuvieran dispuestos sin orden. ¡Y ni un punto al que dirigirse, ni un resplandor en la sombría noche, que velaba incluso la cumbre de la torre central!
Franz proseguía, sin embargo, trepando aquí por un enorme bloque que le impedía el paso, izándose allá entre las rocas, con las manos desgarradas por los cardos y las zarzas, chocando con la cabeza con parejas de quebrantahuesos, que huían lanzando su horrible grito de carraca.
¡Ah! ¿Por qué la campana de la vieja capilla no sonaba como había sonado para Nic Deck y el doctor? ¿Por qué la luz intensa que los había envuelto no se encendía sobre las almenas de la torre? Hubiera marchado hacia ese sonido, hubiera marchado hacia ese resplandor, como el marino hacia los silbidos de una sirena de alarma o las luces de un faro.
¡No! Sólo la profunda noche que limitaba a unos pasos el alcance de su mirada.
Eso duró más de una hora. Por el declive del suelo, que se hacía más pronunciado a su izquierda, Franz comprendía que se había extraviado. ¿O acaso había llegado más abajo de la poterna? ¿Quizá había avanzado más allá del puente levadizo?
Se detuvo, pisoteando el suelo y retorciéndose las manos. ¿Hacia qué lado dirigirse? ¡Qué furia le asaltó ante la idea de que tendría que esperar a que se hiciera de día!… Pero entonces lo verían las gentes de la fortaleza… No podría sorprenderlos… Rodolfo de Gortz se pondría en guardia…
Era muy importante que entrara en el recinto de noche, esa misma noche, y Franz no conseguía orientarse entre las tinieblas.
Se le escapó un grito… Un grito de desesperación…
—¡Stilla! —gritó—. ¡Stilla mía!
¿Pensaba que la prisionera podía oírle, que podría contestarle?
Más de veinte veces lanzó aquel nombre, que le devolvieron los ecos del Plesa.
De pronto, los ojos de Franz percibieron algo. Un resplandor se deslizaba a través de la sombra; un resplandor bastante vivo, cuyo foco debía de estar situado a cierta altura.
—¡Allí está el castillo!… ¡Allí! —se dijo.
Y, realmente, por la posición que ocupaba, el resplandor sólo podía proceder de la torre central.
Dada su sobreexcitación mental, Franz no dudó en creer que la Stilla le enviaba esa ayuda. No cabía duda, lo había reconocido en el momento en que él la distinguía en el terraplén del bastión. Y ahora, ella le dirigía esa señal, le indicaba el camino a seguir para llegar a la poterna…
Franz se dirigió hacia la luz, cuyo resplandor aumentaba a medida que se aproximaba. Como se había desviado a la izquierda en la meseta de Orgall, se vio obligado a subir unos veinte pasos a la derecha y, tras algunos tanteos, se encontró al borde de la contraescarpa.
La luz brillaba frente a él, y su altura probaba que venía de una de las ventanas de la torre.
Franz iba a encontrarse ante los últimos obstáculos, ¡quizá insuperables!
En efecto, ya que la poterna estaba cerrada y alzado el puente levadizo, tendría que deslizarse hacia el pie de la muralla… Y, después, ¿qué haría ante unos muros que se erguían a cincuenta pies sobre su cabeza?
Franz avanzó hacia el lugar donde se apoyaba el puente levadizo cuando la poterna estaba abierta…
El puente levadizo estaba bajado.
Sin tiempo para reflexionar, Franz franqueó los tableros tambaleantes del puente y puso la mano en la puerta…
La puerta se abrió.
Franz se precipitó bajo la oscura bóveda. Pero en cuanto dio unos pasos, el puente levadizo se alzó con estruendo contra la poterna…
El conde Franz de Telek estaba prisionero en el castillo de los Cárpatos…