XI

Al día siguiente el joven conde I^L se despertó de madrugada, con el alma aún turbada por las visiones de la noche. Esa mañana debía salir del pueblo de Werst para dirigirse a Koloszvar.

Tras haber visitado los pueblos industriales de Petrozseny y Livadzel, Franz tenía intención de detenerse un día entero en Karlsburg, antes de ir a pasar algún tiempo en la capital de Transilvania. Desde allí, el ferrocarril lo llevaría a través de las provincias de la Hungría central, última etapa de su viaje.

Franz salió de la posada y se paseaba por la terraza, con los gemelos ante los ojos, examinando con profunda emoción los perfiles del castillo, que el sol naciente dibujaba claramente sobre la meseta de Orgall.

Sus reflexiones se centraban en un punto: cuando llegara a Karlsburg, ¿mantendría la promesa que había hecho a las gentes de Werst? ¿Avisaría a la policía de lo que ocurría en el castillo de los Cárpatos?

Cuando el joven conde se comprometió a devolver la calma al pueblo, fue con la íntima convicción de que el castillo servía de refugio a una banda de malhechores, o, por lo menos, a gentes sospechosas que tenían interés en no ser encontradas, y se las habían ingeniado para impedir que nadie se acercara a la fortaleza.

Pero durante la noche Franz había reflexionado. Sus ideas habían sufrido un giro y ahora vacilaba.

En efecto, hacía cinco años que el último descendiente de la familia de Gortz, el barón Rodolfo, había desaparecido, y nadie pudo saber nunca lo que había sido dé él. Sin duda, se había difundido el rumor de que había muerto algún tiempo después de su marcha de Nápoles. Pero ¿qué había de cierto? ¿Qué pruebas se tenían de su muerte? Quizá el barón de Gortz vivía aún y, si vivía, ¿por qué no iba a haber regresado al castillo de sus antepasados? ¿Por qué Orfanik, el único allegado que se le conocía, no lo habría acompañado, y por qué ese extraño físico no sería el autor y el director de escena de los fenómenos que sembraban el espanto en la región? Precisamente Franz reflexionaba sobre todo esto.

Hay que convenir que la hipótesis parecía bastante plausible, y si el barón Rodolfo de Gortz y Orfanik habían buscado refugio en el castillo, era comprensible que quisieran hacerlo inaccesible, para llevar en él la vida que convenía a sus costumbres y su carácter.

Ahora bien, si eso ocurría, ¿qué conducta debía adoptar el joven conde? ¿Era conveniente que tratara de intervenir en los asuntos privados del barón de Gortz? Seguía preguntándoselo, pesando el pro y el contra del asunto, cuando Rotzko vino a reunirse con él en la terraza.

Creyó que sería adecuado comunicarle sus ideas a este respecto:

—Amo —respondió Rotzko—, es posible que sea el barón de Gortz quien se dedica a todas esas imaginaciones diabólicas. Pues bien, si es así, mi opinión es que no hay que mezclarse en ello. Los miedosos de Werst resolverán el problema como puedan, es asunto suyo, y nosotros no tenemos por qué preocuparnos de devolver la calma al pueblo.

—Está bien —contestó Franz—, y, pensándolo bien, creo que tienes razón, mi buen Rotzko.

—Yo también lo creo —contestó sencillamente el soldado.

—En cuanto a maese Koltz y los demás, a estas horas ya saben lo que tienen que hacer para acabar con los supuestos espíritus del castillo.

—En efecto, amo, sólo tiene que avisar a la policía de Karlsburg.

—Nos pondremos en camino después de almorzar, Rotzko.

—Todo estará preparado.

—Pero antes de bajar al valle del Zsily, daremos un rodeo hacia el Plesa.

—¿Para qué, amo?

—Me gustaría ver desde más cerca ese singular castillo de los Cárpatos.

—¿Con qué objeto?…

—Una ocurrencia, Rotzko, una ocurrencia que no nos retrasará más de media jornada.

Rotzko quedó muy contrariado por esta determinación, que le parecía, por lo menos, inútil. Le habría gustado apartar todo lo que podía recordar con demasiada viveza al joven conde el pasado. Pero esta vez fue en vano, tropezó con una inflexible resolución de su amo.

Y es que Franz —como si hubiera sufrido una influencia irresistible— se sentía atraído por la fortaleza. Sin que se diera cuenta, quizá esta atracción se relacionaba con el sueño en el cual había oído la voz de la Stilla murmurando la quejumbrosa melodía de Stefano.

Pero ¿había soñado?… ¡Sí! Eso se preguntaba al recordar que en aquella misma sala del Rey Matías había sonado ya antes una voz, según aseguraban —la voz cuyas amenazas desafió tan imprudentemente Nic Deck—. En la disposición mental en que se encontraba el joven conde no es de extrañar que hubiera hecho el proyecto de dirigirse hacia el castillo de los Cárpatos, de subir hasta la base de las viejas murallas, aunque sin intención de entrar en el recinto.

Franz de Telek estaba decidido a no dar a conocer sus proyectos a las gentes de Werst. Habrían sido capaces de unirse a Rotzko, para disuadirlo de aproximarse a la fortaleza, y le había recomendado a su soldado que callara ese proyecto. Al verlo bajar desde el pueblo hacia el valle del Zsily, nadie pondría en duda que iba a encaminarse a Karlsburg. Pero, desde la terraza había observado otro camino que bordeaba la base del Retyezat hasta el desfiladero de Vulkan. Sería posible, pues, subir las cimas del Plesa sin volver a pasar por el pueblo y, por consiguiente, sin que maese Koltz ni los demás lo vieran.

A mediodía, tras haber pagado sin discusión la nota, algo abultada, que le presentó Jonás con su mejor sonrisa, Franz se dispuso a marcharse.

Maese Koltz, la linda Miriota, el maestro Hermod, el doctor Patak, el pastor Frik y otros muchos habitantes del pueblo acudieron a decirle adiós.

El joven guardabosques había podido, incluso, salir de su cuarto, y se veía perfectamente que no tardaría en recuperarse —el ex enfermero se atribuía el honor de esta curación.

—Le felicito, Nic Deck —le dijo Franz—, así como a su prometida.

—Gracias, muchas gracias —respondió la joven, resplandeciente de felicidad.

—Que tenga un feliz viaje, señor conde —añadió el guardabosques.

—Sí, ojalá lo sea —respondió Franz, cuya frente se ensombreció.

—Señor conde, le rogamos que no olvide las gestiones que nos prometió hacer en Karlsburg —dijo entonces maese Koltz.

—No las olvidaré, maese Koltz —contestó Franz—. Pero, en el caso de que mi viaje se retrasara, ustedes conocen ya el medio, sencillísimo de desembarazarse de esa inquietante vecindad, y pronto el castillo no inspirará el menor temor a la buena gente de Werst.

—Eso es fácil decirlo… —murmuró el maestro.

—Y hacerlo respondió Franz—. Antes de cuarenta y ocho horas, si lo desean, los guardias habrán dado buena cuenta de los seres que se esconden en la fortaleza…

—Salvo en el caso, muy probable, de que sean espíritus —hizo observar el pastor Frik.

—Incluso en ese caso —respondió Franz, con un imperceptible alzamiento de hombros.

—Señor conde —intervino el doctor Patak—, si nos hubiera acompañado a Nic Deck y a mí, quizá no hablaría así…

—Me extrañaría mucho, doctor —contestó Franz—, aunque me hubiera visto, como usted, tan singularmente retenido por los pies en el foso del castillo…

—Por los pies…, sí, señor conde…, ¡o, mejor dicho, por las botas! A menos que usted pretenda que… en el estado de ánimo… en que me encontraba… lo he… soñado…

—No pretendo nada, señor —contestó Franz—, y no trataré de explicarle lo que le parece inexplicable. Pero puede estar seguro de que si los guardias vienen a visitar el castillo de los Cárpatos, sus botas, acostumbradas a la disciplina, no echarán raíces como las suyas.

Una vez dicho esto al doctor, el joven conde recibió por última vez el homenaje del posadero del Rey Matías, tan honrado por haber tenido el honor de que el honorable Franz de Telek…, etc. Tras despedirse de maese Koltz, Nic Deck, su prometida y los habitantes reunidos en la plaza, hizo una señal a Rotzko; después, ambos bajaron a buena marcha por el camino del desfiladero.

En menos de una hora Franz y su soldado llegaron a la orilla derecha del río, y empezaron a subirla siguiendo la base meridional del Retyezat.

Rotzko se había resignado a no hacer más observaciones a su amo; hubiera sido trabajo perdido. Acostumbrado a obedecerle militarmente, si el joven conde se lanzaba a una peligrosa aventura, sabría sacarlo de ella.

Tras dos horas de marcha, Franz y Rotzko se detuvieron a descansar unos instantes.

En aquel lugar, el Zsily valaco, que se había desviado ligeramente a la derecha, se acercaba al camino con un codo muy pronunciado. Al otro lado, sobre la elevación del Plesa, aparecía la meseta de Orgall, a la distancia de media milla, o sea, casi una legua. Convenía, pues, abandonar el Zsily, ya que Franz quería atravesar el desfiladero para dirigirse hacia el castillo.

Evidentemente, al evitar el paso por Werst, el rodeo había doblado la distancia que separa el castillo del pueblo. Pero aún sería de día cuando Franz y Rotzko llegaran a la cima de la meseta de Orgall. El joven conde tendría, pues, tiempo de observar la fortaleza desde el exterior. Y esperando a la caída de la tarde para bajar por el camino de Werst, tendría la certeza de que nadie lo vería. Franz pensaba ir a pasar la noche a Livadzel, aldehuela situada en la confluencia de los dos Zsilys, y encaminarse al día siguiente a Karlsburg.

La parada duró media hora. Franz, absorto en sus recuerdos, muy agitado, también, ante la idea de que el barón de Gortz había ocultado su existencia en el fondo del castillo, no pronunció una sola palabra…

Y Rotzko tuvo que imponerse una gran reserva para no decirle:

«Es inútil seguir avanzando, amo… ¡Volvamos la espalda a ese maldito castillo y vayámonos!».

Ambos comenzaron a seguir la vaguada del valle. Tuvieron que adentrarse primero a través de una espesura de árboles que no surcaba ningún sendero. Había partes del suelo profundamente abarrancadas, pues en la temporada de las lluvias, el Zsily se desborda a veces, y su crecida corre en tumultuosos torrentes por estas tierras que cambia en ciénagas. Eso produjo ciertas dificultades para la marcha y, por consiguiente, un ligero retraso. Tardaron una hora en llegar al camino del desfiladero de Vulkan, que franquearon hacia las cinco.

El flanco derecho del Plesa no está erizado por aquellos bosques que Nic Deck sólo pudo atravesar abriéndose paso con el hacha; pero hubo que contar con dificultades de otra especie. Escombros de morrenas entre los que había que avanzar con precaución, desniveles bruscos, profundas fallas, bloques mal asegurados sobre su base y que se erguían como las piedras de los glaciares de una región alpina, todo un amontonamiento de enormes piedras que los aludes habían precipitado desde la cima del monte; en fin, un verdadero caos con todo su horror.

Remontar las pendientes en estas condiciones les exigió una hora más de penosos esfuerzos. Parecía, realmente, que el castillo de los Cárpatos habría podido defenderse solamente con el carácter impracticable de sus cercanías. Quizá Rotzko esperaba que se presentarían tantos obstáculos que sería imposible salvarlos, pero no ocurrió así.

Una vez superada la zona de los bloques y las excavaciones, pudieron alcanzar la cresta anterior de la meseta de Orgall. Desde aquel punto, el castillo se dibujaba con un perfil más claro en medio del sombrío desierto del que el miedo alejaba hacía muchos años a los habitantes de la región.

Lo que conviene hacer observar es que Franz y Rotzko iban a llegar a la fortaleza por la muralla lateral, orientada hacia el norte. Si Nic Deck y el doctor Patak habían llegado ante la muralla del este, es porque al bordear la izquierda del Plesa dejaron a su derecha el torrente del Nyad y la ruta del desfiladero. Las dos direcciones dibujan un ángulo muy abierto, cuya cumbre está formada por la torre central. Por el lado norte, además, hubiera sido imposible franquear el recinto, pues no sólo no había poterna ni puente levadizo, sino que la muralla, al seguir las irregularidades de la meseta, se alzaba a gran altura.

No importaba mucho que fuera imposible el acceso por ese lado, ya que el joven conde no pensaba superar las murallas del castillo.

Eran las siete y media cuando Franz de Telek y Rotzko se detuvieron en el límite de la meseta de Orgall. Ante ellos se erguía un fiero amontonamiento de piedras ahogado en la penumbra, que confundía su color con la vieja coloración de las rocas del Plesa. A la izquierda, el recinto hacía un brusco recodo, flanqueado por el bastión de esquina. Allí, en el terraplén, por encima de su parapeto almenado, se agitaba el haya cuyas ramas retorcidas atestiguaban las violentas ráfagas del suroeste en esta altura.

El pastor Frik no se había equivocado. Si se creía en ella, la leyenda sólo daba tras años de existencia a la vieja fortaleza de los barones de Gortz.

Franz, silencioso, miraba el conjunto de las construcciones, dominadas por la rechoncha torre central. Allí, sin duda, bajo el confuso amasijo, se ocultaban aún salas abovedadas, amplias y sonoras, largos corredores intrincados, reductos hundidos en las entrañas del suelo, como los que aún poseen las fortalezas de los antiguos magiares. Ninguna mansión más conveniente que esta antigua morada para el último descendiente de la familia de Gortz, que allí podría sepultarse en un olvido cuyo secreto nadie conocía. Cuanto más pensaba el joven conde sobre ello, más se afirmaba en su idea de que Rodolfo de Gortz había debido refugiarse entre las murallas aisladas de su castillo de los Cárpatos.

Nada, por otra parte, revelaba la presencia de huéspedes en el interior de la torre. Ni el menor humo se desprendía de sus chimeneas, ni un ruido salía de sus ventanas herméticamente cerradas. Nada —ni el grito de un ave— turbaba el misterio de la tenebrosa morada.

Durante unos momentos Franz recorrió ávidamente con la mirada este recinto, lleno antaño del tumulto de las fiestas y del estruendo de las armas. Pero callaba, pues su alma estaba obsesionada por pensamientos abrumadores, su corazón cargado de recuerdos.

Rotzko, que quería dejar solo al conde con sus pensamientos, había procurado mantenerse apartado. No se permitió interrumpirlo con la menor observación. Pero cuando el sol declinó tras el macizo de Plesa, y el valle de los dos Zsilys empezó a llenarse de sombras, no dudó más.

—Amo, se ha hecho de noche —dijo—. Pronto serán las ocho.

Franz no pareció oírlo.

—Ya es hora de marcharnos, si queremos estar en Livadzel antes de que cierren las posadas —añadió Rotzko.

—Rotzko…, dentro de un momento…, sí…, dentro de un momento… estoy contigo —respondió Franz.

—Necesitaremos más de una hora, amo, para volver a tomar el camino del desfiladero, y como ya será noche cerrada, no nos arriesgaremos a que nos vean atravesarlo.

—Unos minutos más —contestó Franz— y bajaremos hacia el pueblo.

El joven conde no se había movido del sitio en el que se detuvo al llegar a la meseta de Orgall.

—No olvide, amo, que por la noche será difícil pasar en medio de esas rocas —añadió Rotzko—. Casi no lo conseguimos cuando era de día… Perdóneme que insista…

—Sí…, vámonos…, Rotzko… Te sigo.

Y parecía como si Franz estuviera retenido invisiblemente ante la fortaleza, quizá por uno de esos presentimientos secretos de los que el corazón no puede darse cuenta. ¿Estaba encadenado al suelo, como el doctor Patak decía que había estado en el foso, al pie de la muralla?

—¡No! Sus piernas no tenían trabas, nada las sujetaba… Podía ir y venir por la superficie de la meseta y, de haber querido, nadie le hubiera impedido dar la vuelta al recinto, bordeando la contraescarpa…

¿Quizá quería hacerlo?

Es lo que pensó Rotzko, que se decidió a decir por última vez:

—Vamos, amo…

—Sí…, sí… —contestó Franz.

Y permanecía inmóvil.

La meseta de Orgall estaba ya oscura. La ancha sombra del macizo, al subir hacia el sur, borraba el conjunto de las construcciones, cuyos contornos sólo presentaban una silueta imprecisa. Pronto no se vería nada, a menos que saliera algún resplandor de las estrechas ventanas de la torre.

—Amo…, ¡vámonos! —repetía Rotzko.

Y Franz iba a seguirlo, por fin, cuando en el terraplén del bastión, donde se alzaba la legendaria haya, apareció una forma vaga…

Franz se detuvo, mirando aquella forma, cuyo perfil se acentuaba poco a poco.

Era una mujer, con los cabellos sueltos, las manos tendidas, envuelta en una larga vestidura blanca.

Ese traje, ¿no era el que llevaba la Stilla en la escena final de Orlando, cuando Franz la había visto por última vez?

¡Sí! Era la Stilla, inmóvil, con los brazos dirigidos hacia el joven conde, su penetrante mirada clavada en él…

—¡Ella!… ¡Ella! —gritó.

Y, precipitándose hacia allá, hubiera rodado hasta el pie de la muralla si Rotzko no lo hubiera sujetado…

La aparición se borró bruscamente. La Stilla se había mostrado sólo durante un minuto…

¡No importaba! Franz no necesitaba más que un segundo para reconocerla, y se le escaparon estas palabras:

—¡Ella!… ¡Ella…, viva!