Esta fue la lamentable historia. Durante un mes, la existencia de Franz de Telek estuvo en peligro. No reconocía a nadie, ni siquiera a su soldado Rotzko. En lo más intenso de la fiebre, un único nombre entreabría sus labios, dispuestos a exhalar el último suspiro: el de Stilla.
El joven conde escapó a la muerte. La habilidad de los médicos, los incesantes cuidados de Rotzko y, también, su juventud y su fuerte naturaleza, salvaron a Franz de Telek. Su razón salió intacta de este terrible derrumbamiento. Pero cuando recuperó la memoria, cuando recordó la trágica escena final de Orlando, en la que se había roto el alma de la artista, gritó, mientras sus manos se unían como para aplaudir:
—¡Stilla!… ¡Mi Stilla!… En cuanto su amo pudo dejar el lecho, Rotzko consiguió que se decidiera a marcharse de esta ciudad maldita, que se dejara trasladar al castillo de Krajowa. Pero antes de abandonar Nápoles el joven conde quiso ir a rezar a la tumba de la muerta, para dirigirle un postrero y eterno adiós.
Rotzko lo acompañó al Campo Santo Nuovo. Franz se arrojó sobre aquella tierra cruel, se esforzó por cavarla con sus uñas, para enterrarse allí… Rotzko consiguió arrastrarlo lejos de la tumba donde yacía toda su felicidad.
Unos días después, Franz de Telek, de regreso en Krajowa, en el interior de Valaquia, volvió a ver el antiguo feudo de su familia. Y en el castillo vivió durante cinco años en un aislamiento absoluto, del que se negaba a salir. Ni el tiempo ni la distancia habían podido dulcificar su dolor. Habría tenido que olvidar, y se negaba a ello. El recuerdo de la Stilla, tan vivo como el primer día, estaba identificado con su existencia. Era de esas heridas que sólo se cierran con la muerte.
Sin embargo, en la época en que comienza esta historia, el joven conde había abandonado su castillo hacía unas semanas. ¡A qué prolongadas e insistentes presiones tuvo que recurrir Rotzko para decidir a su amo a romper con la soledad en que languidecía! Estaba bien que Franz no se consolara, pero por lo menos era indispensable que tratara de distraer su dolor.
Se había retrasado un plan de viajes para visitar primero las provincias transilvanas. Posteriormente —así lo esperaba Rotzko— el joven conde consentiría en reanudar aquel viaje por Europa que habían interrumpido los tristes acontecimientos de Nápoles.
Franz de Telek había partido, pues, como turista esta vez, pero para una exploración muy breve. Rotzko y él subieron las llanuras valacas hasta el imponente macizo de los Cárpatos; se metieron entre los desfiladeros del Vulkan; después, tras la ascensión del Retyezat y una excursión a través del valle del Maros, habían acudido a descansar al pueblo de Werst, a la posada del Rey Matías.
Ya se sabe el estado de ánimo del pueblo en el momento que Frank de Telek llegó a él, y cómo lo pusieron al corriente de los hechos incomprensibles de que era escenario el castillo. También se sabe cómo acababa de enterarse de que el castillo pertenecía al barón Rodolfo de Gortz.
El efecto producido por este nombre sobre el joven conde fue demasiado evidente, y maese Koltz y los otros notables lo observaron. También Rotzko mandó al diablo, de muy buena gana, a aquel maese Koltz que lo había pronunciado tan inoportunamente, y a sus bobas historias. ¿Por qué la mala suerte había traído a Franz de Telek a este pueblo de Werst, en las proximidades del castillo de los Cárpatos?
El joven conde guardaba silencio. Su mirada, vagando de unos a otros, indicaba la profunda turbación de su alma, que trataba vanamente de calmar.
Maese Koltz y sus amigos comprendieron que había un lazo misterioso entre el conde de Telek y el barón de Gortz; pero, por curiosos que se sintieran, mantuvieron una correcta reserva y no insistieron en saber más. Posteriormente, ya se vería lo que se podía hacer.
Unos instantes después, todos habían salido del Rey Matías, muy intrigados por este extraordinario encadenamiento de aventuras que no presagiaba * nada bueno para el pueblo.
Y, además, ahora que el joven conde sabía a quién pertenecía el castillo de los Cárpatos, ¿mantendría su promesa? Una vez llegado a Karlsburg, ¿avisaría a las autoridades y reclamaría su intervención? El biró, el maestro, el doctor Patak y los otros se lo preguntaban. En cualquier caso, si él no lo hacía, maese Koltz estaba decidido a hacerlo. Advertirían a la policía, acudiría a visitar el castillo y averiguaría si lo frecuentaban los espíritus o estaba habitado por malhechores, pues el pueblo no podía permanecer más tiempo con semejante obsesión.
Es cierto que para la mayoría de los habitantes se trataba de una tentativa inútil, de una medida ineficaz… ¡Enfrentarse a los genios!… ¡Los sables de los guardias se romperían como cristal y sus fusiles fallarían todos los disparos!
Franz de Telek, cuando se quedó solo en la gran sala del Rey Matías, se abandonó a los recuerdos que el nombre del barón de Gortz acababa de evocar tan dolorosamente.
Tras haber permanecido una hora anonadado en un sillón, se levantó, salió de la posada, se dirigió al extremo de la terraza y miró a lo lejos.
En la cumbre del Plesa, en el centro de la meseta de Orgall, se alzaba el castillo de los Cárpatos. Allí había vivido aquel extraño personaje, el espectador de San Cario, el hombre que inspiraba tan insuperable terror a la desdichada Stilla. Pero, en la actualidad, la fortaleza estaba abandonada y el barón de Gortz no había regresado a ella desde que huyó de Nápoles. Se ignoraba incluso lo que había sido de él, y era posible que hubiera puesto fin a su vida después de la muerte de la gran artista.
Franz se perdía en el terreno de las hipótesis, sin saber en cuál detenerse.
Por otra parte, la aventura del guardabosques Nic Deck no dejaba de preocuparlo en cierta medida, y le habría gustado descubrir el misterio, aunque sólo fuera por tranquilizar a la población de Werst.
Así como el joven conde no ponía en duda que unos malhechores se habían refugiado en el castillo, resolvió mantener la promesa que había hecho de destruir las maniobras de los falsos aparecidos, avisando a la policía de Karlsburg.
Sin embargo, para poder actuar, Franz quería tener detalles más concretos sobre el asunto. Lo mejor sería dirigirse al joven guardabosques en persona. Por ello, hacia las tres de la tarde, antes de regresar al Rey Matías, se presentó en casa del biró.
Maese Koltz se mostró muy honrado de recibirlo —¡un gentilhombre como el señor conde de Telek… descendiente de una noble familia rumana…, al que el pueblo de Werst debería el haber recuperado la calma… y también la prosperidad…, pues los turistas volverían a visitar la región… y a pagar los derechos de peaje, sin tener nada que temer de los genios maléficos del castillo de los Cárpatos!…, etc.
Franz de Telek agradeció los cumplidos de maese Koltz y preguntó si no había inconveniente en que lo llevaran junto a Nic Deck.
—Ninguno, señor conde —contestó el biró—. Ese valiente muchacho va muy bien y no tardará en reanudar su servicio.
Después, volviéndose:
—¿Verdad, Miriota? —agregó, interpelando a su hija, que acababa de entrar en la sala.
—¡Dios lo quiera, padre! —contestó Miriota, con voz conmovida.
Franz quedó encantado ante el gracioso saludo que le dirigió la joven. Y, viéndola aún inquieta por el estado de su prometido, se apresuró a pedir algunas explicaciones sobre este tema.
—Según lo que me han dicho, Nic Deck no sufre ninguna herida grave.
—No, señor conde —respondió Miriota—. ¡Gracias al cielo!
—¿Tienen un buen médico en Werst?
—¡Hum! —dijo maese Koltz, con un tono muy poco halagüeño para el ex enfermero de la cuarentena.
—Tenemos al doctor Patak —dijo Miriota.
—¿El mismo que acompañó a Nic Deck al castillo de los Cárpatos?
—Sí, señor conde.
—Señorita Miriota —dijo entonces Franz—, desearía ver a su prometido, en su propio interés, y obtener detalles más concretos sobre esta aventura.
—Se apresurará a dárselos, incluso aunque eso le canse…
—¡Oh! No abusaré, señorita Miriota, ni haré nada que pueda perjudicar a Nic Deck.
—Lo sé, señor conde.
—¿Cuándo se celebrará la boda?
—Dentro de unos quince días —contestó el biró.
—Entonces, tendré el gusto de asistir a ella, si maese Koltz quiere invitarme…
—Señor conde, semejante honor…
—Dentro de quince días, de acuerdo… Y estoy seguro de que Nic Deck estará curado en cuanto pueda permitirse un paseíto con su linda novia.
—¡Que Dios le proteja, señor conde! —contestó, ruborizándose, la joven.
Y, en aquel momento, su encantador rostro expresaba una ansiedad tan visible que Franz le preguntó la causa.
—¡Sí! ¡Que Dios le proteja! —respondió Miriota—, ya que, al intentar penetrar en el castillo a pesar de la prohibición, Nic ha desafiado a los genios maléficos… ¡Y quién sabe si no se ensañarán atormentándolo durante toda su vida!
—¡Oh! Lo que es en eso, señorita Miriota, le aseguro que lo arreglaremos —contestó Franz.
—¿No le ocurrirá nada a mi pobre Nic?
—Nada; y, gracias a los agentes de la policía, se podrá recorrer el recinto de la fortaleza, dentro de unos días, con tanta seguridad como la plaza de Werst.
El joven conde, juzgando que era inoportuno discutir esta cuestión de lo sobrenatural con espíritus tan llenos de prejuicios, rogó a Miriota que lo llevara a la habitación del guardabosques.
Nic Deck había sido informado de la llegada de los dos forasteros a la posada del Rey Matías. Sentado en un viejo sillón, ancho como una garita, se levantó para recibir a su visitante. Como ya no se resentía de la parálisis que le había afectado momentáneamente, era capaz de contestar a las preguntas del conde de Telek.
—Señor Deck —dijo Franz, tras haber estrechado amistosamente la mano del joven guardabosques—, ante todo quería preguntarle si cree en la presencia de seres sobrenaturales en el castillo de los Cárpatos.
—Tengo que creer a la fuerza, señor conde —contestó Nic Deck.
—¿Y serían ellos los que le impidieron franquear la muralla de la fortaleza?
—No me cabe la menor duda.
—¿Y por qué razón?
—Porque, si no hubiera genios, lo que me ocurrió sería inexplicable.
—¿Tendría la amabilidad de contarme ese asunto sin omitir nada de lo ocurrido?
—Con sumo gusto, señor conde.
Nic Deck hizo el minucioso relato que se le pedía. Sólo pudo confirmar los hechos que había sabido Franz en su conversación con los huéspedes del Rey Matías, hechos a los que el joven conde, según es sabido, daba una explicación puramente natural.
En resumen, los acontecimientos de aquella noche de aventuras se explicaban con facilidad si los seres humanos, malhechores o no, que ocupaban la fortaleza poseían una maquinaria capaz de producir esos efectos fantasmagóricos. En cuanto a la singular pretensión del doctor Patak de una fuerza invisible que lo encadenó al suelo, se podía sostener que el tal doctor había sido juguete de una ilusión. Lo que parecía verosímil es que le hubieran fallado sus piernas, simplemente porque estaba loco de miedo, y así lo declaró Franz al joven guardabosques.
—¿Cómo, señor conde? —contestó Nic Deck—. ¿Las piernas iban a fallarle a ese cobardón en el momento de huir? Eso no es posible, tendrá que concederme…
—Pues bien —replicó Franz—, admitamos que haya metido el pie en una trampa oculta bajo las hierbas del fondo del foso…
—Cuando una trampa se cierra —contestó el guardabosques—, os hiere cruelmente, os desgarra la carne… y las piernas del doctor Patak no presentan rastros de heridas.
—Su observación es correcta, Nic Deck, pero, créame, si es cierto que el doctor no pudo moverse es porque sus pies estaban retenidos de esa manera…
—Le preguntaría entonces, señor conde, cómo ha podido abrirse la trampa por sí misma para dejar en libertad al doctor.
Franz se vio en un apuro para contestar a esto.
—Y, además, señor conde —continuó el guardabosques—, le concedo todo lo referente al doctor Patak. Después de todo, sólo puedo afirmar lo que sé por mí mismo.
—Sí, dejemos a ese buen doctor y no hablemos más que de lo que le ocurrió a usted, Nic Deck.
—Lo que me ocurrió está muy claro. No cabe la menor duda de que recibí una terrible sacudida, y de una manera que no es nada natural.
—¿No había ningún rastro de herida en su cuerpo? —preguntó Franz.
—Ninguno, señor conde, y, sin embargo, fui rechazado violentamente.
—¿Eso ocurrió cuando puso la mano en el herraje del puente levadizo?
—Sí, señor conde, en cuanto lo toqué quedé como paralizado. Felizmente, mi otra mano, que sujetaba la cadena, no la soltó, y me deslicé hasta el fondo del foso, donde el doctor me levantó sin conocimiento.
Franz sacudía la cabeza como hombre a quien estas explicaciones dejaban incrédulo.
—Veamos, señor conde —continuó Nic Deck—, no he soñado lo que le acabo de contar, y si durante ocho días estuve tendido cuan largo era en la cama, sin poder usar el brazo ni la pierna, ¡no sería muy razonable decir que me he figurado todo eso!
—No, no pretendo eso. Es seguro que usted recibió una conmoción brutal…
—¡Brutal y diabólica!
—No; en eso no estamos de acuerdo, Nic Deck —contestó el joven conde—. Usted cree que fue golpeado por un ser sobrenatural, y yo no lo creo, ya que no hay seres sobrenaturales, ni maléficos ni benéficos.
—¿Querría usted, señor conde, darme una explicación de lo que me sucedió?
—No puedo aún hacerlo, Nic Deck, pero tenga la seguridad de que todo se explicará, y de la forma más simple.
—¡Dios lo quiera! —respondió el guardabosques.
—Dígame —continuó Franz—. ¿El castillo perteneció siempre a la familia de Gortz?
—Sí, señor conde, y le sigue perteneciendo, aunque el último descendiente de la familia, el barón Rodolfo, desapareció sin que se volviera a saber de él.
—¿A qué época se remonta esa desaparición?
—A hace unos veinte años.
—¿A veinte años?
—Sí, señor conde. Un día, el barón Rodolfo abandonó el castillo, cuyo último servidor murió unos meses después de su marcha, y no se le ha vuelto a ver.
—Y, desde entonces, ¿nadie ha puesto el pie en la fortaleza?
—Nadie.
—¿Y qué se cree en la región?
—Se cree que el barón Rodolfo debió morir en el extranjero y que su muerte siguió muy de cerca a su desaparición.
—Se equivocan, Nic Deck. El barón vive aún; por lo menos vivía hace cinco años.
—¿Vivía, señor conde?
—Sí… En Italia… En Nápoles.
—¿Usted lo vio?
—Yo lo vi.
—¿Y desde hace cinco años?
—No he vuelto a saber nada de él.
El joven guardabosques se quedó pensativo. Se le había ocurrido una idea; una idea que no se atrevía a formular.
Por último, se decidió y, levantando la cabeza, con el ceño fruncido, dijo:
—¿No podría suponerse, señor conde, que el barón Rodolfo de Gortz haya regresado a la región con la idea de encerrarse en el fondo de ese castillo?
—No… No podría suponerse, Nic Deck.
—¿Qué interés tendría en ocultarse, en no dejar que nadie penetrase allí…?
—Ningún interés —contestó Franz de Telek.
Pero era una idea que empezaba a removerse en la mente del joven conde. ¿No era posible que aquel personaje, cuya existencia siempre había sido tan enigmática, hubiera acudido a refugiarse en su castillo después de su marcha de Nápoles? Allí, gracias a las creencias supersticiosas, hábilmente avivadas, le era muy fácil, si quería vivir absolutamente aislado, protegerse contra cualquier búsqueda inoportuna, ya que conocía el estado de ánimo de la región circundante.
Sin embargo, Franz consideró que era inútil lanzar a las gentes de Werst tras esta hipótesis. Habría tenido que confiarles hechos que eran demasiado personales. Además, no hubiera convencido a nadie, y lo comprendió perfectamente cuando Nic Deck agregó:
—Si el barón Rodolfo es quien está en el castillo, habrá que creer que el barón Rodolfo es el Chort, pues sólo el Chort ha podido tratarme de esa manera…
Deseoso de no volver a aquel terreno, Franz cambió de conversación. Cuando hubo empleado todos los medios para tranquilizar al guardabosques sobre las consecuencias de su tentativa, lo exhortó a no repetirla. No era asunto suyo, sino de las autoridades, y los agentes de policía de Karlsburg podrían averiguar el misterio del castillo de los Cárpatos.
El joven conde se despidió entonces de Nic Deck, recomendándole que se curara lo más pronto posible, para no retrasar su boda con la linda Miriota, boda a la que se prometía asistir.
Absorto en sus reflexiones, Franz regresó al Rey Matías, de donde no volvió a salir en todo el día.
A las seis, Jonás le sirvió la cena en la gran sala, donde, por un loable sentimiento de discreción, ni maese Koltz ni nadie del pueblo vino a turbar su soledad.
Hacia las ocho, Rotzko le dijo al joven conde:
—¿No me necesita, amo?
—No, Rotzko.
—Entonces voy a fumar mi pipa a la terraza.
—Vete, Rotzko, vete.
Medio acostado en un sillón, Franz se dejó ir de nuevo a remontar el curso inolvidable del pasado. Estaba en Nápoles durante la última representación del teatro San Cario… Volvía a ver al barón de Gortz, en el momento en que este hombre se le había aparecido, con la cabeza fuera del palco, sus miradas ardientemente fijadas en la artista, como si la hubiera querido fascinar…
Después, el pensamiento del conde se detuvo en la carta firmada por el extraño personaje, que lo acusaba a él, Franz de Telek, de haber matado a la Stilla…
Mientras se perdía así en sus recuerdos, Franz sentía que el sueño le iba ganando poco a poco. Pero aún se encontraba en ese estado mixto en el cual se puede percibir el menor ruido… Y entonces se produjo un fenómeno sorprendente.
Parece que una voz dulce y bien modulada pasa a través de esta sala donde Franz está solo, muy solo.
Sin preguntarse si sueña o no, Franz se endereza y escucha.
¡Sí! Se diría que una boca se ha acercado a su oído, que labios invisibles dejan escapar la expresión melódica de Stefano, inspirada por estas palabras:
Nel giardino de'mille fiori,
Andiamo, mió cuore…
Franz conoce esa romanza… Esa romanza, de una inefable suavidad, la cantó la Stilla en el concierto que dio en el teatro de San Cario antes de su representación de despedida…
Como acunado por la melodía, sin darse cuenta, Franz se abandona al encanto de oírla una vez más…
Después, la frase acaba, y la voz, que va disminuyendo, se extingue con las suaves vibraciones del aire.
Pero Franz ha sacudido su pesadez… Se ha levantado bruscamente… Retiene el aliento, trata de aferrar algún lejano eco de esa voz que le habla al corazón.
Todo es silencio dentro y fuera de la posada.
—¡Su voz! —murmura—. ¡Sí!… Era su voz… ¡La voz que tanto he amado!
Después, volviendo a la realidad:
—Dormía… y he soñado… —dijo.