VIII

Semejantes acontecimientos no podían calmar los terrores de los habitantes de Werst. No cabía ya la menor duda, ahora, de que las amenazas que la «boca de sombra», como diría el poeta, había hecho oír a los clientes del Rey Matías no eran vanas. Nic Deck, herido de una forma inexplicable, había sido castigado por su desobediencia y su temeridad. ¿Acaso no era ésta una advertencia para todos los que estuvieran tentados de seguir su ejemplo? De esta deplorable tentativa había que deducir la prohibición formal de tratar de introducirse en el castillo de los Cárpatos. Quien lo intentara, arriesgaría su vida. Con toda seguridad, si el guardabosques hubiera conseguido franquear la muralla, no habría vuelto a aparecer por el pueblo.

El espanto fue más intenso que nunca en Werst, e incluso en Vulkan, y también en todo el valle de los dos Zsilys. Se hablaba incluso de abandonar la región; ya algunas familias gitanas emigraban, deseosas de no permanecer más tiempo en las cercanías del castillo. La opinión pública no podía consentir que sirviera de refugio a seres sobrenaturales y maléficos. Sólo cabía marcharse hacia otra zona del condado, a menos que el gobierno húngaro decidiera destruir ese inasequible refugio. Pero ¿acaso el castillo de los Cárpatos podía ser destruido con los medios que los hombres tenían a su disposición?

Durante la primera semana de junio, nadie se atrevió a salir del pueblo, ni siquiera para dedicarse a los trabajos agrícolas. La menor palada podría provocar la aparición de un fantasma, hundido en las entrañas del suelo… La reja del arado, al excavar el surco, podría remover bandadas de staffii o de vampiros… Y donde se sembrara el grano de trigo podría crecer la semilla del diablo…

—Eso es lo que ocurrirá, desde luego —decía el pastor Frik, con tono convencido.

Y, por su parte, se guardaba mucho de regresar con sus corderos a los pastos del Zsily.

Así, el pueblo estaba aterrorizado. El trabajo de los campos se había abandonado. Se quedaban en casa, con las puertas y ventanas bien cerradas. Maese Koltz no sabía qué partido tomar para Revolver a sus administrados una confianza de la que él carecía. Decididamente, la única manera sería ir a Koloszvar para reclamar la intervención de las autoridades.

¿Y el humo? ¿Seguía apareciendo en la punta de la chimenea de la torre?… Sí; varias veces el anteojo permitió distinguirlo, en medio de los vapores que se arrastraban por la superficie de la meseta de Orgall.

¿Y las nubes, caída la noche, tomaban un tono rojizo, parecido a los reflejos de un incendio?… Sí, se hubiera dicho que unas volutas inflamadas revoloteaban por encima del castillo.

¿Y los rugidos que habían aterrado al doctor Patak, se propagaban a través de los macizos del Plesa, con gran espanto de los habitantes de Werst?… Sí, o al menos, pese a la distancia, los vientos del suroeste traían terribles gruñidos que repetían los ecos del desfiladero.

Además, según aquellas gentes atemorizadas, se hubiera dicho que el suelo estaba agitado por trepidaciones subterráneas, como si un viejo cráter se hubiera reanimado en la cadena de los Cárpatos. Pero quizá había mucha exageración en lo que las gentes de Werst creían ver, oír y sentir. Sea como sea, se habían producido hechos positivos, tangibles, habrá que convenir en ello, y ya no había manera de vivir en una región tan extraordinariamente trastornada.

Por supuesto, la posada del Rey Matías continuaba desierta. Un lazareto en tiempos de epidemia no hubiera estado más abandonado. Nadie tenía la audacia de cruzar su umbral y Jonás se preguntaba si, a falta de clientes, se vería obligado a interrumpir su comercio. Pero la llegada de dos viajeros vino a modificar la situación.

En la tarde del 9 de junio, hacia las ocho, el picaporte de la puerta se movió desde fuera; pero la puerta, atrancada por dentro, no pudo abrirse.

Jonás, que ya se había retirado a su buhardilla, se apresuró a bajar. La esperanza de encontrarse un huésped se mezclaba con el temor de que dicho huésped fuera un aparecido de feo aspecto, al que no podía negarle cena y cobijo.

Jonás empezó, pues, a parlamentar prudentemente a través de la puerta, sin abrirla.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

—Dos viajeros.

—¿Vivos?

—Muy vivos.

—¿Están ustedes seguros?

—Tan vivos como pueden estarlo, se-señor posadero; pero que no tardarán en morir de hambre si tiene la crueldad de dejarlos fuera.

Jonás se decidió a descorrer los cerrojos y dos hombres franquearon el umbral de la sala.

En cuanto hubieron entrado, su primera preocupación fue pedir cada uno una habitación, pues tenían intención de quedarse veinticuatro horas en Werst.

A la luz de su lámpara, Jonás examinó a los recién llegados con gran atención, y tuvo la certeza de que eran seres humanos. ¡Qué gran suerte para el Rey Matías!

El más joven de los viajeros parecía contar unos treinta y dos años. De elevada estatura, rostro noble y hermoso, ojos negros, cabellos castaño oscuros, una barba morena elegantemente recortada, fisonomía un poco triste, pero altiva, su aspecto era el de un gentilhombre, y un posadero tan observador como Jonás no podía equivocarse al respecto.

Además, cuando preguntó con qué nombre debía inscribir a los dos viajeros, el joven respondió:

—El conde Franz de Telek y su soldado Rotzko.

—¿De qué país?

—De Krajowa.

Krajowa es uno de los principales pueblos del Estado de Rumanía, que limita con las provincias transilvanas hacia el sur de la cadena de los Cárpatos, Franz de Telek era, pues, de raza rumana, y Jonás se había dado cuenta a la primera ojeada.

Rotzko, por su parte, era un hombre de unos cuarenta años, alto, robusto, de grandes bigotes y abundante cabellera; tenía un aspecto muy militar. Incluso llevaba una mochila de soldado, sujeta a los hombros por tirantes, y una maleta ligera, que sostenía en la mano.

Este era todo el equipaje del joven conde, que viajaba como turista, las más de las veces a pie. Se veía perfectamente en su vestimenta: capa en bandolera, pasamontañas en la cabeza, chaqueta ajustada al talle por un cinturón del que pendía la funda de cuero del cuchillo valaco, polainas que se ajustaban estrechamente a unos zapatos anchos y de gruesas suelas.

Estos dos viajeros eran los que había visto el pastor Frik unos diez días antes, cuando se dirigían al Retyezat por la ruta del desfiladero. Tras haber visitado la comarca hasta los límites del Maros, y haber ascendido a la montaña, iban a descansar un poco en el pueblo de Werst, para subir después el valle de los dos Zsilys.

—¿Tiene habitaciones para nosotros? —preguntó Franz de Telek.

—Dos…, tres…, cuatro… Todas las que quiera el señor conde —contestó Jonás.

—Bastarán dos —dijo Rotzko—. Sólo es preciso que sean contiguas.

—¿Les convendrían éstas? —respondió Jonás, abriendo dos puertas al final de la gran sala.

—Perfectamente —dijo Franz de Telek.

Ya se ve que Jonás no tenía nada que temer de sus nuevos huéspedes. No eran seres sobrenaturales ni espíritus con apariencia humana. ¡No! El gentilhombre era uno de esos personajes distinguidos que honran a un posadero. Se trataba de una feliz circunstancia que traería suerte al Rey Matías.

—¿A qué distancia estamos de Koloszvar? —preguntó el joven conde.

—A unas cincuenta millas, siguiendo el camino que pasa por Petrozseny y Karlsburg —contestó Jonás.

—¿Es fatigosa la etapa?

—Muy fatigosa para los peatones y, si el señor conde me permite hacérselo observar, parece que necesita un descanso de unos días…

—¿Podemos cenar? —preguntó Franz de Telek, cortando por lo sano las insinuaciones del posadero.

—Si esperan media hora, tendré el honor de ofrecerle al señor conde una cena digna de él…

—Por esta noche, bastaría con pan, vino, huevos y carne fiambre.

—Voy a servirles.

—Lo más pronto posible.

—En seguida.

Y Jonás se disponía a ir a la cocina cuando lo detuvo una pregunta.

—No parece que haya mucha gente en su posada… —dijo Franz de Telek.

—En efecto, no hay nadie en este momento, señor conde.

—¿Acaso no es la hora de que las gentes del pueblo vienen a beber y a fumar sus pipas?

—Ya pasó esa hora…, señor conde… En el pueblo de Werst se acuestan con las gallinas.

Por nada del mundo confesaría la razón de que el Rey Matías no albergaba ni a un solo cliente.

—¿Es que el pueblo no cuenta con cuatrocientos o quinientos habitantes?

—Más o menos, señor conde.

—Sin embargo, no hemos encontrado un alma al bajar por la calle principal…

—Es que… hoy… estamos a sábado…, víspera de domingo…

Franz de Telek no insistió, felizmente para Jonás, que ya no sabía qué contestarle. Por nada del mundo se decidiría a confesar la situación. ¡Siempre sería demasiado pronto para que los viajeros se enterasen, y quién sabe si no se apresurarían a escapar de un pueblo tan sospechoso!

«¡Con tal de que la voz no empiece a charlar mientras estén cenando!» —pensaba Jonás mientras ponía la mesa en medio de la sala.

Unos instantes después, la sencilla comida que había encargado el joven conde estaba cuidadosamente servida sobre un mantel blanquísimo. Franz de Telek se sentó y Rotzko se colocó frente a él, según su costumbre de viaje. Ambos comieron con buen apetito; después, acabada la cena, se retiraron cada uno a su cuarto.

Como el joven conde y Rotzko no habían cambiado diez palabras durante la cena, Jonás no pudo mezclarse en su conversación, con gran desagrado por su parte. Además, Franz de Telek parecía un hombre poco comunicativo. Y el posadero, tras haber observado a Rotzko, comprendió que no podría sacarle nada referente a la familia de su amo.

Jonás tuvo, pues, que contentarse con dar las buenas noches a sus huéspedes. Pero antes de subir a su buhardilla recorrió con la mirada la gran sala, prestando un oído inquieto a los menores rumores de dentro y de fuera, y repitiendo para sí:

«¡Con tal de que esa abominable voz no los despierte durante el sueño!».

La noche transcurrió tranquilamente.

Al día siguiente, en cuanto se hizo de día, se difundió la noticia de que habían llegado dos viajeros al Rey Matías, y buen número de habitantes corrieron a la posada.

Muy fatigados por su excursión de la víspera, Franz de Telek y Rotzko dormían aún. No era probable que tuvieran intención de levantarse antes de las siete o las ocho.

De ahí la gran impaciencia de los curiosos, que no se habían atrevido a entrar en la sala mientras los viajeros no salieran de sus habitaciones.

Por fin, hacia las ocho, ambos aparecieron.

Nada enojoso les había ocurrido. Pudieron verlos ir y venir por la posada. Después, se sentaron a desayunar. La cosa era muy tranquilizadora.

Además, Jonás, de pie en el umbral de la puerta, sonreía con aire amable, invitando a sus viejos clientes a depositar, de nuevo, su confianza en él. Puesto que el viajero que honraba con su presencia el Rey Matías era un gentilhombre —un gentilhombre rumano, de una de las más antiguas familias rumanas—, ¿qué podría temerse en tan noble compañía?

En resumen, maese Koltz, pensando que tenía el deber de dar ejemplo, se atrevió a hacer acto de presencia.

Hacia las nueve, el biró entró en la posada, tras alguna vacilación. Casi en seguida lo siguió el maestro Hermod, tres o cuatro habituales y el pastor Frik. En cuanto al doctor Patak, fue imposible decidirlo a que los acompañase.

—¿Volver a poner los pies en casa de Jonás? —había contestado—. ¡Jamás, aunque me pagara diez florines por la visita!

Conviene hacer una observación que tiene su importancia: si maese Koltz se decidió a volver al Rey Matías no era con el único fin de satisfacer un sentimiento de curiosidad, ni debido al deseo de entrar en relación con el conde Franz de Telek. ¡No! En su determinación tenía buena parte el interés personal.

En efecto, en calidad de viajero, el joven conde estaba obligado a pagar un impuesto de paso por su soldado y por él. Ahora bien, no se habrá olvidado que esos impuestos iban directamente al bolsillo del primer magistrado de Werst.

El biró acudió, pues, a hacer su reclamación, en términos muy correctos, y Franz de Telek, aunque algo sorprendido por la petición, se apresuró a satisfacerla.

Incluso invitó a maese Koltz y al maestro a que se sentaran un momento a su mesa. Ellos aceptaron, pues no podían rechazar una oferta tan cortésmente formulada.

Jonás se apresuró a servir licores variados, los mejores de su bodega. Algunas gentes de Werst pidieron entonces una ronda por su cuenta. Se podía creer que la vieja clientela, dispersada durante un tiempo, no tardaría en regresar al Rey Matías.

Tras haber pagado el impuesto de los viajeros, Franz de Telek deseó saber si era productivo.

—No tanto como quisiéramos, señor conde —contestó maese Koltz.

—¿Es que los viajeros no visitan sino raramente esta parte de Transilvania?

—Raramente, en efecto —contestó el biró—. Aunque la región merece ser explorada.

—Esa es mi opinión —dijo el joven conde—. Lo que he visto me parece digno de atraer la atención de los viajeros. Desde la cumbre del Retyezat he admirado mucho los valles del Zsily, las aldeas que se descubren hacia el este y el circo de montañas que cierra por detrás el macizo de los Cárpatos.

—¡Es muy hermoso, señor conde, es muy hermoso! —contestó el maestro Hermod—. Y, para completar su excursión, lo exhortamos a realizar la ascensión del Paring.

—Me temo que no tendré el tiempo necesario —respondió Franz de Telek.

—Bastaría con un día.

—Sin duda, pero me dirijo a Karlsburg, y pienso salir mañana por la mañana.

—¿Qué? ¿El señor conde quiere dejarnos tan pronto? —dijo Jonás, adoptando su aspecto más amable.

No le habría disgustado que sus huéspedes prolongaran su estancia en el Rey Matías.

—Es preciso —contestó el conde de Telek—. Por otra parte, ¿de qué me serviría quedarme en Werst?

—Puede usted creer que nuestro pueblo merece que un turista se detenga algún tiempo —hizo observar maese Koltz.

—Pues parece muy poco frecuentado —replicó el joven conde—, y probablemente es porque sus alrededores no ofrecen nada curioso…

—En efecto, nada curioso… —dijo el biró, pensando en el castillo.

—No… Nada curioso… —repitió el maestro.

—¡Oh!… ¡Oh!… —dijo el pastor Frik, al que se le escapó involuntariamente esta exclamación.

¡Qué miradas le echaron maese Koltz y los demás, y en especial el posadero! ¿Es que era tan urgente enterar a un forastero de los secretos de la región? ¿Revelarle lo que ocurría en la meseta de Orgall, señalar a su atención el castillo de los Cárpatos, no eran ganas de asustarlo, de hacerle abandonar la zona? Y, en el futuro, ¿qué viajeros querrían seguir la ruta del desfiladero de Vulkan para entrar en Transilvania?

Realmente, el pastor no demostraba más inteligencia que el último de sus corderos.

—¡Cállate, imbécil, cállate! —le dijo, en voz baja, maese Koltz.

Sin embargo, la curiosidad del joven conde se había despertado, y se dirigió directamente a Frik, preguntándole qué significaban aquellos «¡Oh!… ¡Oh!…».

—Dije ¡Oh!… ¡Oh!…, señor conde —replicó Frik—, y no me desdigo.

—¿Es que hay en las cercanías de Werst alguna maravilla que visitar? —preguntó el joven conde.

—Alguna maravilla… —replicó maese Koltz.

—¡No!… ¡No!… —exclamaron los asistentes.

Y ya se asustaban ante la idea de que se hiciera un segundo intento para penetrar en la fortaleza, intento que no dejaría de atraerles nuevas desgracias.

Franz de Telek, no sin sorpresa, observó a aquellas buenas gentes, cuyos rostros expresaban el terror en formas muy diversas, pero significativas.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¿Qué ocurre, señor? —respondió Rotzko—. Pues bien, parece que está el castillo de los Cárpatos.

—¿El castillo de los Cárpatos?

—¡Sí!… Ese es el nombre que este pastor acaba de susurrar en mi oído.

Y, al hablar así, Rotzko señalaba a Frik, que sacudía la cabeza sin atreverse a mirar al biró.

Ahora se había abierto una brecha en el muro de la vida privada del supersticioso pueblo, y toda la historia no tardó en pasar por la brecha.

Maese Koltz, que había tomado una determinación, quiso exponerle en persona al joven conde toda la situación, y le narró lo que se refería al castillo de los Cárpatos.

Por supuesto, Franz de Telek no pudo ocultar la extrañeza que el relato le causó ni los sentimientos que le sugirió. Aunque medianamente instruido sobre cosas científicas, igual que los jóvenes de su condición que viven en sus castillos en el fondo de la campiña valaca, era un hombre de buen sentido. Y creía muy poco en las apariciones y se reía de buena gana de las leyendas. Un castillo visitado por los espíritus excitaba su incredulidad. En su opinión, en lo que acababa de contar maese Koltz no había nada de extraordinario, sino sólo algunos hechos más o menos establecidos a los que las gentes de Werst atribuían un origen sobrenatural. El humo de la torre, la campana tocando a rebato, todo eso podía explicarse muy sencillamente. En cuanto a los resplandores y los bramidos salidos del recinto, eran un puro efecto de la alucinación.

Franz de Telek no tuvo el menor empacho en manifestarlo así y en bromear sobre ello, con gran escándalo de sus oyentes.

—Pero, señor conde —le hizo observar maese Koltz—, aún hay más…

—¿Más?

—Sí. Es imposible penetrar en el interior del castillo de los Cárpatos.

—¿De verdad?

—Nuestro guardabosques y nuestro doctor quisieron franquear las murallas hace unos días, por hacerle un favor al pueblo, y han estado a punto de pagar muy caro su intento.

—¿Qué les ocurrió? —preguntó Franz de Telek, con un tono bastante irónico.

Maese Koltz contó con todo detalle las aventuras de Nic Deck y del doctor Patak.

—De modo que —dijo el joven conde— cuando el doctor quiso salir del foso, ¿sus pies estaban tan pegados al suelo que no pudo dar un paso?

—¡Ni avanzar ni retroceder! —añadió el maestro Hermod.

—Eso habrá creído su doctor —replicó Franz de Telek—. Lo que le retenía era el miedo… pegado a sus talones…

—De acuerdo, señor conde —continuó maese Koltz—. Pero ¿cómo explicar que Nic Deck haya sufrido una espantosa sacudida cuando puso la mano en el herraje del puente levadizo…?

—Algún mal golpe que le dieron…

—Y tan malo, que está en cama desde ese día —dijo el biró.

—No en peligro de muerte, espero —se apresuró a replicar el joven conde.

—No…, por fortuna.

En realidad, había un hecho material, un hecho innegable, y maese Koltz esperaba la explicación que Franz de Telek iba a darle.

Este respondió explícitamente:

—En todo lo que acabo de oír no hay nada, lo repito, que no sea muy sencillo. Lo que no ofrece dudas, para mí, es que ahora el castillo de los Cárpatos está ocupado… ¿Por quién?… Lo ignoro. En todo caso, no por espíritus; son gentes que tienen interés en ocultarse allí, tras haberse refugiado en él…; malhechores, sin duda…

—¿Malhechores? —exclamó maese Koltz.

—Es probable, y como no quieren que vayan a echarlos de allá, les ha interesado hacer creer que el castillo está habitado por seres sobrenaturales.

—¿Cómo, señor conde? —contestó el maestro Hermod—. ¿De veras lo cree así?

—Pienso que esta región es muy supersticiosa, que los huéspedes del castillo lo saben y que han querido evitar de esta forma la visita de importunos.

Era muy verosímil que las cosas fueran así; pero nadie se extrañará de que en Werst no admitieran semejante explicación.

El joven conde comprendió perfectamente que no había convencido en absoluto a un auditorio que no quería dejarse convencer. De forma que se contentó con añadir:

—Puesto que no quieren creer en mis razones, señores, continúen imaginándose lo que les parezca del castillo de los Cárpatos.

—Creemos lo que hemos visto, señor conde —contestó maese Koltz.

—Y lo que es —añadió el maestro.

—Está bien. Realmente, siento no disponer de veinticuatro horas, pues Rotzko y yo habríamos ido a visitar su famoso castillo, y les aseguro que pronto habríamos sabido a qué atenernos…

—¡Visitar el castillo! —gritó maese Koltz.

—Sin vacilar. ¡Y el propio diablo no nos habría impedido franquear su recinto!

Al oír a Franz de Telek expresarse en términos tan positivos, e incluso tan burlones, todos fueron asaltados por otro temor. ¿Es que al tratar a los espíritus del castillo con tanta despreocupación no se atraía otra catástrofe sobre el pueblo?… ¿Es que los genios no oían todo lo que se decía en la posada del Rey Matías?… ¿Es que no iba a resonar allí la voz por segunda vez?

Y maese Koltz enteró al joven conde de cómo el guardabosques había sido amenazado, por su nombre y apellido, con un terrible castigo si se empeñaba en querer descubrir los secretos del castillo.

Franz de Telek se contentó con alzarse de hombros; después se puso en pie, diciendo que nunca se habría podido oír una voz en aquella sala, como pretendían. Todo esto, afirmó, sólo existía en la imaginación de los clientes excesivamente crédulos, y demasiado aficionados al schnaps, del Rey Matías.

Oído esto, algunos se dirigieron a la puerta, pues no les gustaba permanecer en un lugar donde el joven escéptico se atrevía a sostener semejantes cosas.

Franz de Telek los detuvo con un gesto.

—Decididamente, señores —dijo—, veo que el pueblo de Werst está dominado por el miedo.

—Y no sin razón, señor conde —contestó maese Koltz.

—Pues bien, hay un medio muy indicado para acabar con las maquinaciones que, según ustedes, se producen en el castillo de los Cárpatos. Pasado mañana estaré en Karlsburg y, si ustedes quieren, avisaré a las autoridades de la ciudad. Les enviarán un pelotón de guardias o de agentes de policía, y respondo de que esos valientes podrán penetrar en el castillo, ya sea para expulsar a los farsantes que juegan con la credulidad de ustedes, ya para detener a los malhechores que preparan algún golpe.

Nada más aceptable que esta propuesta, pero no fue del agrado de los notables de Werst. De darles crédito, ni los guardias, ni la policía, ni el propio ejército, podrían acabar con aquellos seres sobrehumanos, que disponían de medios sobrenaturales para defenderse.

—Pero, ahora que lo pienso, señores —continuó el joven conde—, aún no me han dicho a quién pertenece o pertenecía el castillo de los Cárpatos.

—A una vieja familia de la región; la familia de los barones de Gortz —respondió maese Koltz.

—¿La familia de Gortz? —exclamó Franz de Telek.

—¡La misma!

—¿De esa familia era el barón Rodolfo?

—Sí, señor conde.

—¿Y saben qué ha sido de él?

—No. Hace muchos años que el barón de Gortz no ha vuelto por el castillo.

Franz de Telek había palidecido y, maquinalmente, repetía ese nombre con voz alterada:

¡Rodolfo de Gortz!