Cómo describir la ansiedad de que era presa el pueblo de Werst desde la marcha del joven guardabosques y del doctor Patak? No había cesado de aumentar con el paso de las horas, que parecían interminables.
Maese Koltz, el posadero Jonás, el maestro Hermod y algunos otros permanecían constantemente en la terraza. Cada uno de ellos se obstinaba en observar la lejana masa del castillo, mirando si reaparecía alguna voluta encima de la torre. Ni el menor rastro de humo, como se comprobó por medio del anteojo, invariablemente apuntado en esa dirección. La verdad es que los dos florines gastados en la adquisición del aparato eran un dinero que había tenido un magnífico empleo. Nunca el biró —muy interesado y siempre preocupado por su bolsa— había lamentado menos una compra tan a propósito.
A las doce y media, cuando el pastor Frik regresó de los pastos, fue interrogado ávidamente. ¿Había algo nuevo, extraordinario, sobrenatural?
Frik respondió que acababa de recorrer el valle del Zsily valaco sin ver nada sospechoso.
Después de comer, hacia las dos, todos volvieron a sus puestos de observación. A nadie se le había ocurrido quedarse en su casa, y, sobre todo, nadie pensaba en volver a poner los pies en el Rey Matías, donde se dejaban oír voces conminatorias. ¡Que las paredes tengan oídos, pase; es una locución corriente en el lenguaje usual…; pero que tengan boca!…
Así, el digno tabernero podía temerse que su taberna fuera puesta en cuarentena, y la cosa no dejaba de preocuparle en gran medida. ¿Se vería obligado a echar el cierre, a beberse sus propios fondos, a falta de clientes? Sin embargo, con objeto de tranquilizar a la población de Werst, había procedido a una prolongada investigación del Rey Matías, registrando las habitaciones, incluso bajo las camas, inspeccionando los baúles y el aparador, explorando minuciosamente los rincones y recovecos de la gran sala, de la cueva y del granero, donde un bromista de mal gusto habría podido organizar esta mixtificación. ¡Nada!… Y tampoco nada en la fachada que daba al Nyad. Las ventanas eran demasiado altas para que fuera posible elevarse hasta su hueco, sobre una muralla cortada en pico cuya base se hundía en el curso impetuoso del torrente. ¡No importa! El miedo no razona y pasaría mucho tiempo, sin duda, antes de que los huéspedes habituales de Jonás devolvieran su confianza al posadero, a su schnaps y a su rakiu.
—¿Mucho tiempo?… Estaba en un error, y ya se verá cómo este enojoso pronóstico no iba a cumplirse.
En efecto, unos días después, a consecuencia de una circunstancia imprevista, los notables del pueblo reanudarían sus conferencias cotidianas, mezcladas con buenos vasos, ante las mesas del Rey Matías.
Pero hay que volver al joven guardabosques y a su compañero, el doctor Patak.
Recordemos que, antes de salir de Werst, Nic Deck había prometido a la desconsolada Miriota no entretenerse en su visita al castillo de los Cárpatos. Si no le ocurría una desgracia, si las amenazas fulminadas contra él no se realizaban, pensaba estar de regreso a primera hora de la noche. Lo esperan, pues, ¡y con cuánta impaciencia! Además, ni la joven, ni su padre, ni el maestro de escuela podían prever que las dificultades del camino impedirían al guardabosques llegar a la cima de la meseta de Orgall antes de la caída de la noche.
De ahí se deriva que la inquietud, ya muy viva durante el día, superó todas las medidas cuando dieron las ocho en el campanario de Vulkan, que se oía con toda claridad en el pueblo de Werst. ¿Qué había pasado para que Nic Deck y el doctor no reaparecieran, tras un día de ausencia? Nadie pensaba en volver a su morada antes de que estuvieran de regreso. A cada instante se imaginaban verlos asomar por el recodo de la carretera del desfiladero.
Maese Koltz y su hija se habían acercado al final de la calle, al sitio donde el pastor estaba de guardia. Muchas veces creyeron ver unas sombras que se dibujaban a lo lejos, a través de los claros de los árboles… ¡Pura ilusión! El desfiladero estaba desierto, como de costumbre, pues era muy raro que las gentes de la frontera se aventuraran por él durante la noche. Y, además, era martes —el martes de los genios maléficos— y ese día los transilvanos no recorren de buena gana la campiña después de la puesta del sol. Nic Deck tenía que estar loco al elegir semejante día para visitar el castillo. Lo cierto es que el joven guardabosques no había pensado en ello, ni nadie en el pueblo.
Pero Miriota reflexionaba ahora sobre este detalle. ¡Y qué espantosas imágenes se le presentaban! Con la imaginación había seguido a su prometido hora tras hora, a través de los espesos bosques del Plesa, mientras subía hacia la meseta de Orgall… Ahora, llegada la noche, le parecía verlo en el recinto, tratando de escapar de los espíritus que frecuentaban el castillo de los Cárpatos… Era un juguete de sus maleficios… Era víctima de su venganza… Estaba encarcelado en el fondo de alguna celda subterránea… Quizá muerto…
¡Pobre muchacha! ¡Cuánto hubiera dado por lanzarse tras las huellas de Nic Deck! Y, ya que no podía hacerlo, al menos hubiera querido esperarlo toda la noche en aquel lugar. Pero su padre la obligó a regresar y, dejando al pastor de vigilancia, ambos volvieron a su casa.
En cuanto estuvo sola en su habitación, Miriota se abandonó sin reserva a sus lágrimas. Amaba con toda su alma al valiente Nic, con un amor tanto más agradecido cuanto que el joven guardabosques no la había buscado en las extravagantes condiciones en que ordinariamente se deciden las bodas en esta campiña transilvana.
Cada año, por las fiestas de San Pedro, se inicia la «feria de los novios». Ese día se reúnen todas las jóvenes del condado. Han venido con las más hermosas carretas, tiradas por los mejores caballos; han traído su dote, es decir, trajes hilados, cosidos y bordados a mano, guardados en cofres de brillantes colores; las acompañan sus familiares, amigos y vecinos. Y entonces llegan los jóvenes, ataviados con trajes soberbios, ceñidos con bandas de seda. Recorren la feria, pavoneándose; escogen la muchacha que les gusta; le entregan un anillo y un pañuelo, en señal de esponsales, y la boda se celebra al regreso de la fiesta.
Nicolás Deck no había encontrado a Miriota en uno de esos mercados. Su conocimiento no se debió al azar. Ambos se trataban desde la infancia, se amaban desde que habían llegado a la edad de amar. El joven guardabosques no había ido a buscar a una feria a la que sería su esposa, y Miriota se lo agradecía mucho. ¡Ah! ¿Por qué Nic Deck tenía un carácter tan resuelto, tan tenaz, tan obstinado? ¿Por qué se empeñaba en mantener una promesa imprudente? ¡La amaba, sin embargo, la amaba, y ella no había tenido bastante influencia para impedirle encaminarse hacia el maldito castillo!
¡Qué noche pasó la triste Miriota entre angustias y llantos! No había querido acostarse. Asomada a su ventana, con la mirada clavada en la carretera en cuesta, le parecía oír una voz que murmuraba:
«¡Nicolás Deck no ha hecho caso de las amenazas!… ¡Miriota ya no tiene novio!».
Error de sus sentidos turbados. Ninguna voz se propagaba en el silencio de la noche. El inexplicable fenómeno de la sala del Rey Matías no se reproducía en casa de maese Koltz.
Al día siguiente, de madrugada, la población de Werst ya estaba en pie. Desde la terraza hasta el recodo del desfiladero subían y bajaban por la calle mayor —unos para pedir noticias, otros para darlas—. Se decía que el pastor Frik acababa de alejarse a una milla del pueblo, pero no a través de los bosques del Plesa, sino siguiendo su límite, y que tenía sus motivos para hacerlo.
Había que esperarlo, y, con objeto de comunicarse más rápidamente con él, maese Koltz, Miriota y Jonás se dirigieron al final del pueblo.
Una media hora después aparecía Frik a unos cientos de pesos, en lo alto de la carretera.
Como no parecía apresurar su marcha se dedujo que era mala señal.
—¡Eh, Frik! ¿Qué sabes?… ¿De qué te has enterado? —le preguntó maese Koltz en cuanto el pastor se reunió con ellos.
—No vi nada…, no me enteré de nada… —contestó Frik.
—¡Nada! —murmuró la joven, con los ojos llenos de lágrimas.
—Al salir el sol —continuó el pastor— distinguí a dos hombres a una milla de aquí. Creí que era Nic Deck, acompañado por el doctor… ¡Pero no era él!
—¿Sabes quiénes son esos hombres? —preguntó Jonás.
—Dos viajeros extranjeros que acaban de atravesar la frontera valaca.
—¿Les has hablado? —Sí.
—¿Vienen hacia el pueblo?
—No, se encaminan hacia el Retyezat, a cuya cima quieren llegar.
—¿Son dos turistas?
—Tienen todo el aspecto, maese Koltz.
—Y esta noche, al atravesar el desfiladero de Vulkan, ¿no han visto nada por la parte del castillo?…
—No…, ya que aún se encontraban al otro lado de la frontera —contestó Frik.
—¿De modo que no tienes ninguna noticia de Nic Deck?
—Ninguna.
—¡Dios mío! —suspiró la pobre Miriota.
—Por lo demás, dentro de unos días podrán ustedes interrogar a esos viajeros —añadió Frik—, pues piensan detenerse en Werst antes de partir hacia Koloszvar.
«¡Con tal de que no les hablen mal de mi posada!», pensó Jonás, inconsolable. «Serían capaces de no querer alojarse en ella».
Hacía treinta y seis horas que el excelente posadero estaba atormentado por el temor de que ningún viajero se atrevería de ahora en adelante a comer o dormir en el Rey Matías.
En resumidas cuentas, las preguntas y respuestas intercambiadas entre el pastor y su amo no habían aclarado nada la situación. Y ya que ni el joven guardabosques ni el doctor Patak habían reaparecido a las ocho de la mañana, ¿podía esperarse que volvieran nunca?… ¡Nadie puede acercarse impunemente al castillo de los Cárpatos!
Destrozada por las emociones de esa noche de insomnio, Miriota ya no se sostenía en pie. Desfalleciente, casi no podía andar. Su padre tuvo que llevarla a casa. Allí sus lágrimas se redoblaron… Llamaba a Nic con voz desgarradora… Quería salir para reunirse con él… Daba mucha pena, y había motivo para temer que cayera enferma.
Sin embargo, era necesario y urgente tomar una decisión. Había que acudir en ayuda del guardabosques y del doctor sin perder un instante. Poco importaba que se corrieran graves peligros, exponiéndose a las represalias de los seres, humanos o sobrenaturales, que ocupaban el castillo. Lo esencial era saber qué había ocurrido con Nic Deck y el doctor. Sus amigos y los demás habitantes del pueblo tenían el deber de hacerlo. Los más valientes no se negarían a lanzarse entre los bosques del Plesa para subir al castillo de los Cárpatos.
Decidido esto, tras innumerables discusiones y gestiones, resultó que los más valientes eran tres: maese Koltz, el pastor Frik y el posadero Jonás —ni uno más—. En cuanto al maestro Hermod, se había resentido repentinamente de un dolor de gota en la pierna y había tenido que tumbarse en dos sillas en el aula de su escuela.
Hacia las nueve, maese Koltz y sus compañeros, prudentemente armados hasta los dientes, se encaminaron hacia el desfiladero del Vulkan. Después, en el mismo sitio donde Nic Deck se había desviado, abandonaron el camino para hundirse en el espeso macizo.
Se decían, ni sin razón, que si el joven guardabosques y el doctor estaban en camino para regresar al pueblo, tomarían la misma ruta que habían seguido a través del Plesa. Y sería fácil reconocer sus huellas, lo cual comprobaron en cuanto los tres hubieron franqueado el lindero de los árboles.
Los dejaremos marchar para referir el trastorno que se produjo en Werst en cuanto se perdieron de vista. Si antes había parecido indispensable que las gentes de buena voluntad salieran al encuentro de Nic Deck y de Patak, ahora, cuando habían partido, se ^pensaba que era una imprudencia que no tenía nombre. ¡Qué bonito resultado cuando la primera catástrofe fuera acompañada por una segunda! Nadie dudaba ya de que el guardabosques y Patak habían sido víctimas de su tentativa, y, entonces, ¿de qué serviría que maese Koltz, Frik y Jonás se expusieran a ser víctimas de su generosidad? ¡Se adelantaría mucho cuando la joven tuviera que llorar a su padre como lloraba a su novio, cuando los amigos del pastor y del posadero tuvieran que reprocharse su pérdida!
La desolación era general en Werst, y no tenía aspecto de cejar en seguida. Admitiendo que no les ocurriera una desgracia, no se podía contar con el regreso de maese Koltz y sus dos compañeros antes de que la noche envolviera las alturas circundantes.
¡Cuál fue, pues, la sorpresa cuando los distinguieron hacia las dos de la tarde en lo alto del camino! Miriota, avisada de inmediato, corrió apresuradamente a su encuentro.
No eran tres, sino cuatro, y el cuarto resultó el doctor.
—¡Nic!… ¡Mi pobre Nic!… —exclamó la joven—. ¿No viene Nic?
Sí… Nic Deck venía tendido en unas angarillas de ramas, que Jonás y el pastor llevaban penosamente.
Miriota se precipitó hacia su prometido, se inclinó sobre él, lo tomó entre sus brazos.
—¡Está muerto!… —gritó—. ¡Está muerto!
—No…, no está muerto —contestó el doctor Patak—, pero merecería estarlo… y yo también.
La verdad es que el joven guardabosques había perdido el conocimiento. Con los miembros rígidos y el rostro exangüe, su respiración casi no alzaba su pecho. En cuanto al doctor, aunque su cara no estaba tan descolorida como la de su compañero, eso se debía a que la marcha le había devuelto su tono habitual, de ladrillo rojizo.
La voz de Miriota, tan tierna y desgarradora, no pudo arrancar a Nic Deck del embotamiento en que había caído. Cuando lo llevaron al pueblo y lo dejaron en la habitación de maese Koltz, aún no había pronunciado ni una sola palabra. Sin embargo, instantes después se abrieron sus ojos y, cuando divisó a la joven inclinada a su cabecera, una sonrisa vagó por sus labios; pero cuando intentó levantarse, no lo consiguió. Una parte de su cuerpo estaba paralizada, como si tuviera hemiplejía. Sin embargo, queriendo tranquilizar a Miriota, dijo con una voz débil:
—No será nada…, ¡no será nada!
—¡Nic!… ¡Mi pobre Nic! —repitió la joven.
—Un poco de fatiga solamente, querida Miriota, y un poco de emoción… Pasará pronto… con tus cuidados.
El enfermo necesitaba tranquilidad y reposo. Maese Koltz salió de la habitación, dejando a Miriota junto al joven guardabosques, que no hubiera podido desear una enfermera más diligente y no tardó en amodorrarse.
Durante ese tiempo, el posadero Jonás contaba a un numeroso auditorio, con voz muy alta, para que lo oyeran todos, lo ocurrido desde su partida.
Mase Koltz, el pastor y él, tras haber encontrado en el bosque el sendero que Nic Deck y el doctor habían abierto, se dirigieron hacia el castillo de los Cárpatos. Dos horas después trepaban por las pendientes del Plesa, y el borde del bosque ya sólo estaba a media milla, cuando aparecieron dos hombres. Eran el doctor y el guardabosques; el uno, cuyas piernas se negaban a obedecerle, y el otro, agotado, que acababa de dejarse caer al pie de un árbol.
En menos de lo que se tarda en decirlo corrieron hacia el doctor, lo interrogaron, aunque sin poder sacarle ni una palabra, pues estaba demasiado alelado para contestar; fabricaron unas angarillas con ramas y tendieron en ellas a Nic Deck, tras haber levantado al doctor. Después, maese Koltz y el pastor, relevado a veces por Jonás, tomaron el camino de Werst.
En cuanto a explicar por qué Nic Deck se encontraba en semejante estado, y si había explorado o no las ruinas del castillo, el posadero no podía decirlo más que maese Koltz, ni más que el pastor Frik, pues el doctor aún no había recuperado los ánimos para satisfacer su curiosidad.
Pero si Patak no había hablado hasta entonces, ahora debía hablar. ¡Qué diablo! Estaba seguro en el pueblo, rodeado por sus amigos, en medio de sus clientes… ¡No tenía ya nada que temer de los seres de allá arriba!… Aunque le hubieran arrancado el juramento de callarse, de no contar nada de lo visto en el castillo de los Cárpatos, el interés público exigía que faltara a su juramento.
—Vamos, recupérese, doctor —le dijo maese Koltz—, y cuéntenos lo que sepa.
—Ustedes quieren… que hable…
—¡Se lo ordeno en nombre de los habitantes de Werst y para la seguridad del pueblo!
Un buen vaso de rakiu, traído por Jonás, tuvo el efecto de devolver al doctor el uso de la lengua, y, con frases entrecortadas, se expresó en los siguientes términos:
—Salimos los dos… Nic y yo… ¡Locos! ¡Verdaderos locos!… Necesitamos casi un día entero para atravesar esos malditos bosques… Sólo a la noche llegamos ante el castillo… Aún estoy temblando…, ¡temblaré toda mi vida!… Nic quería entrar… ¡Sí!…, quería pasar la noche en la torre…, ¡como si dijéramos en el dormitorio de Belcebú!
El doctor Patak decía esto con una voz tan cavernosa que se temblaba sólo con oírla.
—No se lo consentí —continuó—, no… ¡No se lo consentí!… ¿Qué habría ocurrido… si hubiera accedido a los deseos de Nic Deck?… Sólo de pensarlo se me ponen los pelos de punta…
Y si el pelo del doctor se ponía de punta en su cráneo era porque su mano lo revolvía maquinalmente.
—Nic se resignó, pues, a acampar en la meseta de Orgall… ¡Qué noche…, amigos míos, qué noche!… Tratad de descansar cuando los espíritus no os permiten dormir ni siquiera una hora…, ¡no, ni una sola hora!… De repente, entre las nubes aparecen monstruos de fuego, verdaderos endriagos… Se precipitan sobre la meseta para devorarnos…
Todas las miradas se dirigieron al cielo para ver si galopaba por él alguna cabalgata de espectros.
—Y unos instantes después —continuó el doctor—, la campana de la capilla empezó a sonar…
Todas las orejas se tendieron hacia el horizonte, y más de uno creyó oír tañidos lejanos, tanto impresionaba a su auditorio el relato del doctor.
—De pronto —exclamó—, espantosos rugidos llenaron la atmósfera… O, mejor dicho, aullidos de fieras… Después, de las ventanas de la torre brotó un resplandor… Una llama infernal ilumina toda la meseta, hasta los abetos… Nic Deck y yo nos miramos… ¡Ah, qué espantosa visión!… Parecemos cadáveres…, dos cadáveres a los que esas luces pálidas hacen agitarse uno frente a otro…
Y realmente, al ver al doctor Patak, con su cara convulsa, sus ojos enloquecidos, había que preguntarse si no regresaba de ultratumba, adonde ya había enviado a gran número de sus semejantes.
Tuvieron que permitirle que tomara aliento, pues parecía incapaz de continuar su relato. Esto le costó a Jonás un segundo vaso de rakiu, que pareció devolverle al ex enfermero parte de la razón que los espíritus le habían hecho perder.
—Pero, bueno, ¿qué le ocurrió al pobre Nic Deck? —preguntó maese Koltz.
No sin razón, el biró concedía gran importancia a la respuesta del doctor, pues el joven guardabosques había sido nombrado personalmente por la voz de los genios en la gran sala del Rey Matías.
—He aquí todo lo que recuerdo —contestó el doctor—. Ya se había hecho de día… Supliqué a Nic Deck que renunciara a sus proyectos… Pero ya lo conocen…, no se puede conseguir nada de semejante testarudo… Bajó al foso… y me vi obligado a seguirlo, ya que me arrastraba… Nic se adelanta entonces hasta debajo de la poterna… Agarra una cadena del puente levadizo, con la que se iza a lo largo de la muralla… En ese momento me asalta de nuevo la sensación de peligro… Aún tengo tiempo de detener a ese imprudente…, yo diría aún más…, ¡a ese sacrílego!… Por última vez le ordeno que baje, que retroceda, que regrese conmigo a Werst… «¡No!», me grita… Yo quiero huir…; sí, amigos míos…, lo confieso…, quise huir, ninguno de vosotros hubiera hecho otra cosa en mi lugar… Pero en vano intento despegarme del suelo… Mis pies están clavados…, atornillados…, enraizados… Trato de soltarlos…, es imposible… Trato de debatirme…, es inútil.
Y el doctor Patak imitaba los movimientos desesperados de un hombre retenido por las piernas, parecido a un zorro atrapado en una trampa.
Después, volviendo a su relato:
—En ese momento —dice— oigo un grito… ¡Y qué grito!… Es Nic Deck quien lo ha lanzado… Sus manos, aferradas a la cadena, la han soltado, y cae al fondo del foso como herido por una mano invisible…
Es cierto que el doctor acababa de contar las cosas de la forma en que habían ocurrido, sin que su imaginación, por turbada que estuviera, añadiera nada. Tal y como los había descrito, así se habían producido los prodigios de los que había sido escenario la meseta de Orgall la noche antes.
En cuanto a lo que siguió a la caída de Nic Deck, helo aquí. El guardabosques se desvaneció y el doctor Patak fue incapaz de acudir en su ayuda, pues sus botas estaban clavadas al suelo, y sus pies, hinchados, no podían salirse de ellas. De pronto… la invisible fuerza que lo encadena se interrumpe bruscamente… Sus piernas están libres… Se precipita hacia su compañero —lo cuál era en él un gran acto de valor…—, humedece la cara de Nic Deck con su pañuelo, que ha mojado en el agua de la zanja… El guardabosques vuelve en sí, pero su brazo izquierdo y parte de su cuerpo están inertes tras la horrible sacudida que ha sufrido… Sin embargo, con ayuda del doctor" consigue ponerse en pie, subir la contraescarpa, llegar a la meseta… Después se encaminan hacia el pueblo… Tras una hora de marcha, los dolores en el brazo y el costado son tan violentos que lo obligan a detenerse… Y, por último, en el momento en que el doctor se disponía a ir en busca de socorro a Werst, maese Koltz, Jonás y Frik llegaron muy a punto.
En lo referente al joven guardabosques, a si estaba gravemente herido, el doctor Patak evitaba pronunciarse, aunque mostraba habitualmente una rara seguridad cuando se trataba de un caso médico.
—Si se está enfermo de una enfermedad natural —se contentó con afirmar—, ya es bastante grave. Pero si se trata de una enfermedad sobrenatural que el Chort os mete en el cuerpo, ¡sólo el Chort puede curarla!
A falta de diagnóstico, este pronóstico no era muy tranquilizador para Nic Deck. Felizmente, estas palabras no eran el Evangelio, y hay muchos médicos muy superiores al doctor Patak que se equivocan diariamente, y se han equivocado desde la época de Hipócrates y Galeno. El joven guardabosques era un muchacho fuerte, de vigorosa constitución, y era de esperarse que saldría del trance —incluso sin intervención diabólica—, a condición de no seguir demasiado al pie de la letra las prescripciones del ex enfermero de la cuarentena.