VI

Una delicada media luna, fina como una hoz de plata, había casi desaparecido tras la puesta del sol. Unas nubes, llegadas del oeste, apagaron después los últimos resplandores del crepúsculo. La sombra invadió poco a poco el lugar, subiendo desde las zonas más bajas. El circo de montañas se llenó de tinieblas y las formas del castillo desaparecieron en seguida bajo el manto de la noche.

Si la noche amenazaba con ser muy oscura, nada indicaba que fuera a verse turbada por algún meteoro atmosférico, tempestad, lluvia o huracán. Era una suerte para Nic Deck y su compañero, que iba a acampar al raso.

No existía ningún bosquecillo de árboles en la árida meseta de Orgall. Aquí y allá, algunos arbustos a ras del suelo que no ofrecían el menor amparo contra el frío nocturno. Rocas, sí; todas las que se quisieran, medio hundidas en el suelo unas, en pleno equilibrio otras; a las que hubiera bastado un empujón para hacerlas rodar hasta el bosque de abetos.

En realidad, la única planta que crecía con profusión sobre el suelo pedregoso era un grueso cardo llamado «espino ruso», cuyas semillas —según Elíseo Reclus— fueron traídas en las crines de los caballos moscovitas, «presente de gozosa conquista que los rusos hicieron a los transilvanos».

Ahora se trataba de acomodarse en un lugar cualquiera para esperar el día y protegerse del descenso de la temperatura, bastante considerable en aquellas alturas.

—No tenemos más que escoger… ¡para estar mal! —murmuró el doctor Patak.

—¡Quéjese, pues! —contestó Nic.

—¡Claro que me quejo! ¡Qué sitio tan agradable! ¡Como para atrapar un buen catarro o algún reumatismo del que no sabré curarme!

La confesión del ex enfermero de la cuarentena era sincera. ¡Ah!, ¡cómo echaba de menos su cómoda casita de Werst, con su habitación bien cerrada y su cama bien cubierta de edredones y colchas!

Entre los bloques diseminados por la meseta de Orgall había que elegir uno cuya orientación ofreciera un resguardo contra la brisa del suroeste, que empezaba a soplar. Eso hizo Nic Deck, y pronto el doctor se reunió en él detrás de una ancha roca, tan lisa como una tabla en su parte superior.

Esta roca era uno de esos bancos de piedra, hundido entre escabiosas y saxífragas, que suelen encontrarse en los cruces de camino^ de las provincias valacas. El viajero, al tiempo que se sienta en ellos, puede saciar su sed con el agua que contiene una jarra depositada allí, que las gentes del campo renuevan todos los días. Cuando el castillo estaba habitado por el barón Rodolfo de Gortz, el banco tenía un recipiente que los servidores de la familia se ocupaban de mantener siempre lleno. Pero ahora estaba sucio, tapizado de musgos verdosos, y el menor choque lo hubiera reducido a polvo.

En el extremo del banco se alzaba un fuste de granito, resto de una vieja luz, cuyos brazos estaban representados en el palo vertical por una ranura medio borrada. En su calidad de incrédulo, el doctor Patak no podía admitir que esta cruz lo protegiera de apariciones sobrenaturales. Y, sin embargo, por una anomalía común a gran número de gentes despreocupadas, no estaba muy lejos de creer en el diablo. Ahora bien, en su opinión, el Chort no debía de andar lejos; él era quien visitaba el castillo; y ni la poterna cerrada, ni el puente levadizo alzado, ni la muralla cortada a pico, ni el profundo foso, le impedirían salir de él, a poco que se le ocurriera retorcerles el cuello a ambos.

Y cuando el doctor pensaba que tenía que pasar toda una noche en semejantes condiciones, se estremecía de terror. ¡No! Era exigir demasiado de una criatura humana, y ni los caracteres más enérgicos habrían podido resistirlo.

Después, se le ocurrió una idea tardía; una idea en la que no había reparado al salir de Werst. Era martes por la noche, y ese día las gentes del condado evitan salir después de la puesta del sol. El martes, ya se sabe, es día de maleficios. De acuerdo con las tradiciones, si se aventuraban a salir, se expondrían a encontrar algún genio maléfico. Y, así, el martes nadie circula por las carreteras ni por los caminos después de la puesta del sol. ¡Y he aquí que el doctor Patak no sólo se encontraba lejos de su casa, sino en las cercanías de un castillo encantado, y a dos o tres millas del pueblo! Y allí tendría que esperar el alba… ¡si es que llegaba! ¡La verdad es que estaban tentando al diablo!

Mientras se abandonaba a estas ideas, el doctor vio que el guardabosques sacaba tranquilamente de sus alforjas un trozo de carne fiambre, tras haberse echado un buen trago gaznate abajo. Lo mejor que podía hacer, pensó, era imitarlo; y así lo hizo. Un muslo de ganso, un buen pedazo de pan, todo ello regado con rakiu, no necesitaba menos para reparar sus fuerzas. Pero aunque consiguió calmar su hambre no ocurrió lo mismo con su miedo.

—Y, ahora, durmamos —dijo Nic Week, en cuanto dejó sus alforjas al pie de la roca.

—¡Dormir, guardabosques!

—Buenas noches, doctor.

—Buenas noches, muy fácil decirlo…, pero me temo que ésta acabará mal.

Nic Deck no tenía ganas de conversación y no contestó. Acostumbrado, por su oficio, a dormir en medio de los bosques, se reclinó lo mejor que pudo contra el banco de piedra y no tardó en sumirse en un profundo sueño. De manera que al doctor sólo le cupo refunfuñar entre dientes cuando oyó la respiración de su compañero, que escapaba a intervalos regulares.

Por su parte, le fue imposible adormecer sus sentidos del oído y la vista, ni siquiera unos minutos. Pese a la fatiga, no dejaba de mirar, no dejaba de escuchar. Su cerebro era presa de esas extravagantes visiones que nacen del insomnio. ¿Qué trataba de distinguir entre las espesas sombras? Todo y nada, las formas imprecisas de los objetos que lo rodeaban, las nubes desmelenadas a través del cielo, la masa casi imperceptible del castillo. Después, las rocas de la meseta de Orgall le parecían moverse en una zarabanda infernal. ¡Y si se desprendieran de su base, rodaran por la pendiente, arrollaran a los dos imprudentes, los aplastaran contra la puerta del castillo, cuya entrada les estaba prohibida!

El infortunado doctor se había levantado, escuchaba los ruidos que se propagan por la superficie de las altas mesetas, esos murmullos inquietantes que parecen a la vez susurros, gemidos y suspiros. Oía, también, las nictápoles que rozaban las rocas con un frenético aletazo, las lechuzas que volaban en sus paseos nocturnos, dos o tres parejas de esos fúnebres autillos cuyo silbo resonaba como una queja. Entonces sus músculos se contraían y su cuerpo temblaba, bañado por un sudor glacial.

Así transcurrieron las horas, muy largas, hasta medianoche. Si el doctor Patak hubiera podido charlar, cambiar de vez en cuando una frase, dar libre curso a sus recriminaciones, se habría sentido menos atemorizado. Pero Nic Deck dormía, y dormía con un sueño profundo.

Medianoche. Era la hora más terrible de todas, la hora de las apariciones, la hora de los maleficios.

¿Qué ocurriría?

El doctor acababa, de levantarse, preguntándose si estaba despierto o se hallaba bajo la influencia de una pesadilla.

En efecto, allá arriba, creyó ver —¡no!, ¡vio realmente!— formas extrañas, iluminadas por una claridad espectral, que pasaban de un horizonte a otro, subían, bajaban, descendían con las nubes. Se hubiera dicho que eran especies monstruosas, dragones con cola de serpiente, hipogrifos de anchas alas, krakens gigantescos, vampiros enormes que se desplomaban sobre él para atraparlo entre sus garras o tragarlo con sus mandíbulas.

Después, le pareció que todo se movía en la meseta de Orgall; las rocas, los árboles que se alzaban en los bordes. Y unos sonidos, dados con breves intervalos, llegaron a sus oídos con toda claridad.

—¡La campana! —murmuró—. ¡La campana del castillo!

¡Sí! Era la campana de la vieja capilla, y no la de la iglesia de Vulkan, cuyo sonido hubiera arrastrado el viento en sentido contrario.

Y los tañidos se hicieron más precipitados… La mano que la mueve no toca a muerto. ¡No! Es un rebato cuyos sonidos jadeantes despiertan los ecos de la frontera transilvana.

Al oír esas lúgubres vibraciones, el doctor Patak se vio asaltado por un temblor convulsivo, por una insuperable angustia, por un espanto irresistible, que hizo correr por su cuerpo horribles estremecimientos.

El guardabosques había sido arrancado de su sueño por los terroríficos toques de la campana. Se levantó mientras el doctor Patak parecía como ensimismado.

Nic Deck aguza el oído y sus ojos tratan de penetrar en las espesas tinieblas que recubren el castillo.

—¡Esa campana!… ¡Esa campana! —repite el doctor Patak—. ¡La toca el Chort!

Decididamente, el pobre doctor, más asustado que nunca, cree en el diablo.

El guardabosques, inmóvil, no le contestó.

De pronto, se desencadenaron en tumultuosas ondas unos rugidos parecidos a los que lanzan las sirenas de los barcos al entrar en el puerto. En un amplio radio, la atmósfera quedó repleta de sus sonidos ensordecedores.

Después, de la torre central brotó una claridad, una claridad intensa, de la que salían resplandores vivísimos, luces cegadoras. ¿Qué foco produce esa poderosa luz, cuyas irradiaciones se pasean en largas sábanas por la superficie de la meseta de Orgall? ¿De qué hoguera se escapa esa fuente fotogénica, que parece abarcar las rocas, al mismo tiempo que las baña con una extraña lividez?

—¡Nic!… ¡Nic!… —gritó el doctor—. ¡Mírame!… ¿Parezco un cadáver, como tú?

En efecto, el guardabosques y él han tomado un aspecto cadavérico; sus caras han perdido el color, sus ojos están apagados, con las órbitas vacías, las mejillas verdosas tienen un tono pardusco, el pelo parece ese musgo que crece, según las leyendas, en el cráneo de los ahorcados…

Nic Deck está estupefacto ante lo que ve y lo que oye. El doctor Patak, llegado al último grado del espanto, tiene los músculos contraídos, el pelo erizado, la pupila dilatada, el cuerpo entumecido con una rigidez tetánica. Como dice el poeta de las Contemplaciones, «¡respira espanto!».

Un minuto —un minuto a lo sumo— duró este horrible fenómeno. Después, la extraña luz se debilitó gradualmente, los rugidos se apagaron y la meseta de Orgall volvió a caer en el silencio y la oscuridad.

Ni uno ni otro trataron de volver a dormir; el doctor, abrumado por el estupor; el guardabosques, de pie junto al banco de piedra, en espera del alba.

¿En qué pensaba Nic Deck ante estas cosas, tan evidentemente sobrenaturales a sus ojos? ¿No habían conseguido quebrantar su resolución? ¿Se empeñaría en proseguir esta temeraria aventura? Es cierto que había dicho que penetraría en la fortaleza, que exploraría la torre… Pero ¿no bastaba con haber llegado hasta el infranqueable recinto, con haber desafiado la cólera de los genios y provocado este desorden de los elementos? ¿Lo acusarían de no haber mantenido su promesa si regresaba al pueblo sin haber llevado su locura hasta aventurarse en el diabólico castillo?

De repente, el doctor se precipita sobre él, le agarra la mano, trata de arrastrarlo, repitiendo con voz sorda:

—¡Vámonos!… ¡Vámonos!

—¡No! —contesta Nic Deck.

Y, a su vez, retiene al doctor Patak, que se derrumba después de este último esfuerzo.

Por fin acabó la noche, y su estado de ánimo era tal que ni el guardabosques ni el doctor fueron conscientes del tiempo que pasó hasta la salida del sol. Nada quedó en su memoria de las horas que precedieron a los primeros resplandores del día.

En ese instante, una línea rosada se dibujó sobre la arista del Paring, en el horizonte del este, del otro lado del valle de los dos Szilys. Una leve blancura se esparció por el cénit sobre el fondo de un cielo rayado como la piel de una cebra.

Nic Deck se volvió hacia el castillo. Vio cómo sus formas se acentuaban poco a poco, cómo la torre emergía de los vapores nocturnos, y después, en el bastión de la esquina, cómo se recortaba el haya, cuyas hojas susurraban con la brisa de levante.

Nada había cambiado en el aspecto ordinario del castillo. La campana estaba inmóvil como la vieja veleta feudal. Ningún humo empenachaba las chimeneas de la torre, cuyas ventanas enrejadas estaban cerradas a cal y canto.

Por encima de la plataforma, unos pájaros volaban, lanzando agudos chillidos.

Nic Deck volvió la mirada a la entrada principal del castillo. El puente levadizo, levantado, cerraba la poterna entre los dos pilares de piedra con las armas de los barones de Gortz.

¿Estaba decidido el guardabosques a llevar hasta el fin esta aventurada expedición? Sí, y su resolución no se había debilitado con los acontecimientos de la noche. Lo dicho, hecho; era su lema, según sabemos. Ni la voz misteriosa que lo había amenazado personalmente en la gran sala del Rey Matías, ni los inexplicables fenómenos de sonido y luz que acababa de presenciar le impedirían franquear la muralla del castillo. Le bastaría una hora para recorrer las galerías y visitar la torre; y después, cumplida su promesa, se encaminaría a Werst, adonde podría llegar antes de mediodía.

En cuanto al doctor Patak, no era más que una máquina inerte, sin fuerzas para resistirse, ni siquiera para desear nada. Iría a donde lo empujaran. Si caía, le sería imposible levantarse. El espanto de la noche lo había reducido al más completo alelamiento y no hizo la menor observación cuando el guardabosques, señalando hacia el castillo, le dijo:

—¡Vamos!

Y, sin embargo, la luz era total y el doctor habría podido regresar a Werst sin temor a extraviarse en los bosques del Plesa. Pero no hay que agradecerle que se quedara con Nic Deck. Si no abandonó a su compañero para volver al pueblo es porque ya no era consciente de la situación, porque ya sólo era un cuerpo sin alma. Así, cuando el guardabosques lo arrastró hacia el talud de la contraescarpa, se dejó llevar.

¿Se podía penetrar en el castillo por otro sitio que no fuera la poterna? Eso era lo que Nick Deck quería comprobar ante todo.

La muralla no presentaba la menor brecha, el menor hueco, la menor grieta que pudiera permitir el acceso al interior del recinto. Incluso resultaba sorprendente que unas murallas tan viejas estuvieran tan bien conservadas, lo que había que atribuir a su espesor. Ascender hasta la línea de almenas que la coronaban parecía impracticable, puesto que dominaban el foso desde una altura de cuarenta pies. Resultaba, pues, que Nic Deck tenía que enfrentarse con obstáculos insuperables una vez que había conseguido llegar al castillo de los Cárpatos.

Felizmente —o desgraciadamente para él— existía encima de la poterna una especie de tronera o, mejor dicho, una abertura donde antaño asomaba el cañón de una culebrina. Utilizando una de las cadenas del puente levadizo, que caía hasta el suelo, no le sería difícil a un hombre ágil y vigoroso izarse hasta esa abertura. Su anchura bastaba para permitir el paso y, a menos que estuviera obstruida por una reja en el interior, Nic Deck conseguiría, sin duda, introducirse en el patio de la fortaleza.

El guardabosques comprendió, a la primera ojeada, que no podía proceder de otro modo; por eso, seguido por el inconsciente doctor, bajó por una empinada pendiente la cara interna de la contraescarpa.

Pronto los dos llegaron al fondo del foso, sembrado de piedras entre la maleza de plantas silvestres. No se sabía muy bien dónde se posaba el pie, ni si habría miríadas de animales venenosos bajo las hierbas de la húmeda hondonada.

En el centro del foso, paralelo a la muralla, estaba excavado el lecho de la antigua zanja, casi enteramente seca y que se podía franquear de un buen salto.

Nic Deck, que no había perdido nada de su energía física y moral, actuaba con sangre fría, mientras el doctor lo seguía maquinalmente, como un animal arrastrado por una cuerda.

Tras haber atravesado la zanja, el guardabosques siguió la base de la muralla unos veinte pasos y se detuvo bajo la poterna, en el sitio donde colgaba el extremo de la cadena. Ayudándose con pies y manos podría llegar con facilidad al cordón de piedra que sobresalía por debajo de la abertura.

Evidentemente, Nic Deck no pretendía obligar al doctor Patak a que intentara con él la escalada. Un hombrecillo tan pesado no habría podido hacerlo. Se limitó, pues, a sacudirlo vigorosamente para que lo entendiera y le recomendó que se quedara, sin moverse, en el fondo del foso.

Después, Nic Deck empezó a trepar a lo largo de la cadena, un verdadero juego para sus músculos de montañés.

Pero cuando el doctor se vio solo recuperó en cierto sentido la sensación de peligro. Comprendió, miró, divisó a su compañero colgado a unos doce pies del suelo, y entonces gritó, con voz estrangulada por el miedo:

—¡Detente…, Nic! ¡Detente!

El guardabosques no le hizo caso.

—Ven… Ven…, ¡o yo me voy! —gimió el doctor, que ya se estaba recuperando.

—¡Vete! —contestó Nic Deck.

El doctor Patak, en el paroxismo del espanto, quiso regresar a la pendiente de la contraescarpa, para subir hasta la cima de la meseta de Orgall y emprender a todo correr el camino de Werst.

¡Oh prodigio, ante el que se borraban los que lo turbaran la noche anterior! No puede moverse… Sus pies están atrapados como si los hubieran aferrado las bocas de un torno… ¿Puede desplazarlos uno tras otro?… ¡No!… Se adhieren al suelo por los tacones y las suelas de las botas… ¿El doctor se ha dejado atrapar en una trampa?… Está demasiado aterrado para reconocerlo… Más bien parece que lo retienen los clavos de su calzado.

Sea como sea, el pobre hombre está inmovilizado en ese lugar… Clavado al suelo… Sin fuerzas para gritar, se retuerce desesperadamente las manos… Se diría que quiere escapar a los brazos de una tarasca cuyo gaznate emergiera de las entrañas de la tierra…

Mientras tanto, Nic Deck había llegado a la altura de la poterna y acababa de poner la mano en uno de los herrajes donde se encajaban los goznes del puente levadizo…

Lanzó un grito de dolor. Después, echándose hacia atrás como herido por un rayo, se deslizó a lo largo de la cadena, a la que un postrer instinto le había hecho aferrarse, y rodó hasta el fondo del foso.

—¡Ya dijo la voz que me ocurriría una desgracia! —murmuró; y perdió el conocimiento.