V

Al día siguiente, Nic Deck y el doctor Patak se prepararon para salir hacia las nueve de la mañana. La intención del guardabosques era subir el desfiladero de Vulkan para dirigirse hacia el sospechoso castillo por el camino más corto.

Después del fenómeno del humo de la torre, después del fenómeno de la voz que se oyó en la sala del Rey Matías, no es nada extraño que toda la población estuviera aterrada. Algunos gitanos hablaban ya de abandonar la región. En las familias sólo se hablaba de eso, y en voz baja, incluso. A nadie se le ocurría dudar de la intervención del diablo, del Chort, en aquella frase tan amenazadora para el joven guardabosques. En la posada de Jonás había quince personas dignas de crédito que habían oído las extrañas palabras. Pretender que sus sentidos los habían engañado era insostenible. No cabía la menor duda al respecto: Nic Deck había recibido el aviso de que le ocurriría una desgracia si se empeñaba en explorar el castillo de los Cárpatos.

Y, sin embargo, el joven guardabosques se disponía a salir de Werst sin que nadie le obligara a ello. En efecto, por beneficioso que fuera para maese Koltz aclarar el misterio del castillo, por mucho interés que tuviera el pueblo en saber lo que pasaba allí, se habían hecho gestiones para obtener que Nic Deck se volviera atrás de sus palabras. Miriota le había suplicado que no se obstinase en la aventura. Antes de la advertencia de la voz, ya era muy grave. Después de dicha advertencia, era insensato. Y Nic Deck, en vísperas de la boda, quería arriesgar su vida en semejante intento… Su prometida, que se arrastraba a sus pies, no conseguía retenerlo.

Ni los reproches de sus amigos ni el llanto de Mariota pudieron influir sobre el guardabosques. Por otra parte, eso no sorprendió a nadie. Era bien conocido su carácter indomable, su tenacidad, incluso su cabezonería. Había dicho que iría al castillo de los Cárpatos y nada podría impedírselo, ni siquiera la amenaza que se le había dirigido directamente. ¡Sí! Iría al castillo aunque no volviera nunca.

Cuando llegó la hora de la partida, Nic Deck estrechó por última vez a Miriota sobre su corazón, mientras la pobre niña se santiguaba con el pulgar, el índice y el corazón, según la costumbre rumana, que es un homenaje a la Santísima Trinidad.

¿Y el doctor Patak?… Bueno, el doctor Patak, forzado a acompañar al guardabosques, había tratado de eludirlo, pero sin éxito. ¡Dijo todo lo que se podía decir!… ¡Puso todas las objeciones imaginables!… Se escudaba tras la orden expresa de no ir al castillo que había oído con toda claridad…

—Esa amenaza sólo se refiere a mí —se había limitado a contestar Nic Deck.

—Y si te ocurriera una desgracia, guardabosques —había contestado el doctor Patak—, ¿es que yo iba a salir bien librado?

—Bien o mal librado, usted prometió ir conmigo al castillo, ¡y desde luego que vendrá, ya que yo voy!

Comprendiendo que nada le impediría cumplir su promesa, las gentes de Werst dieron la razón al guardabosques sobre este punto. Más valía que Nic Deck no se arriesgara solo en esta aventura. Y así, el despechado doctor se resignó, con el ánimo lleno de espanto, pues comprendía que ya no podía retroceder, que eso hubiera significado comprometer su posición en el pueblo, que lo avergonzarían después de sus habituales fanfarronadas. La verdad es que estaba decidido a aprovechar el menor obstáculo que se les presentara en su camino para obligar a su compañero a volver sobre sus pasos.

Nic Deck y el doctor Patak partieron, pues, y maese Koltz, el maestro Hermod, Frik y Jonás los acompañaron hasta el recodo de la carretera, donde se detuvieron.

Desde dicho lugar, maese Koltz apuntó por última vez su anteojo —no lo dejaba un instante— en dirección al castillo. De la chimenea de la torre no salía ni un hilo de humo, y hubiera sido muy fácil distinguirlo contra el horizonte purísimo, en aquella hermosa mañana primaveral. ¿Había que deducir que los huéspedes, naturales o sobrenaturales, del castillo se habían retirado al ver que el guardabosques no hacía caso de sus amenazas? Algunos lo pensaron así, y ésta era una razón decisiva para proseguir el asunto hasta el final.

Se estrecharon las manos y Nic Deck, arrastrando al doctor, desapareció tras un recodo del desfiladero.

El joven guardabosques llevaba su uniforme de ronda: gorro galoneado con ancha visera, chaqueta ajustada a la cintura con el cuchillo envainado colgando del cinturón, pantalones abultados, botas claveteadas, cartuchera, un largo fusil a la espalda. Tenía una reputación, muy justificada, de ser un hábil tirador, y como, a falta de aparecidos, podían encontrarse con merodeadores de la frontera, o, a falta de merodeadores, con algún oso mal intencionado, era simple prudencia estar en condiciones de defenderse.

El doctor, por su parte, se había armado con una vieja pistola de chispa, que fallaba tres disparos de cada cinco. También llevaba una pequeña hacha que le había entregado su compañero para el caso probable de que tuvieran que abrirse paso a través de los tupidos bosques del Plesa. Tocado con el ancho sombrero de los campesinos, bien abotonado bajo su gruesa capa de viaje, iba calzado con botas de grandes clavos, aunque todo ese pesado equipo no le impediría escapar si se presentaba la ocasión.

Nic Deck y él se habían provisto también de algunas provisiones contenidas en sus alforjas, con el fin de poder prolongar la exploración si era necesario.

Tras haber doblado el recodo de la carretera, Nic Deck y el doctor Patak marcharon varios cientos de pasos a lo largo del Nyad, remontando su orilla derecha. El camino que corre a través de los barrancos del macizo los hubiera alejado demasiado hacia el oeste. Habría sido mucho más ventajoso continuar costeando el lecho del torrente, lo cual reduciría la distancia en un tercio, pues el Nyad tiene su fuente entre los repliegues de la meseta de Orgall. Pero el cauce, embarrancado y obstruido por enormes rocas, aunque era practicable al principio, después no permitía el paso de los transeúntes. De manera que era preciso cortar oblicuamente hacia la izquierda, para volver hacia el castillo cuando hubieran atravesado la zona inferior de los bosques del Plesa.

Por otra parte, sólo por ese sitio podía llegarse a la fortaleza. En la época en que habitaba en ella el conde Rodolfo de Gortz, la comunicación entre el pueblo de Werst, el desfiladero de Vulkan y el valle del Zsily valaco se hacía por un estrecho camino construido en esa dirección. Pero, invadido hacia veinte años por la vegetación, obstruido por una inextricable maraña de malezas, en vano se buscaría la huella de una senda o de una vereda.

En el momento de abandonar el lecho, profundamente encajonado, del Nyad, lleno de un agua retumbante, Nic Deck se detuvo para orientarse. Ya no se veía el castillo. Sólo volvería a verse una vez atravesado el telón de los bosques que se desplegaban por los declives de la montaña, disposición común a todo el sistema orogràfico de los Cárpatos. Era difícil, pues, orientarse, a falta de indicaciones. Sólo podía uno guiarse por la posición del sol, cuyos rayos rozaban entonces las lejanas crestas del sudeste.

—¡Ya ves, guardabosques —dijo el doctor—, ya ves! Ni siquiera hay un camino… O, mejor dicho, ya no queda ni rastro…

—Lo habrá —contestó Nic Deck.

—Es muy fácil decirlo, Nic.

—Y fácil de hacer, Patak.

—¿De modo que sigues decidido…?

El guardabosques se contentó con responder con un signo afirmativo y se encaminó entre los árboles.

En ese momento, el doctor experimentó una enorme necesidad de retroceder; pero su compañero, que acababa de volverse, le lanzó una mirada tan decidida que el cobardón no consideró adecuado quedarse rezagado.

El doctor Patak alimentaba una última esperanza: y es que Nic Deck no tardaría en extraviarse en medio del laberinto de aquel bosque, por donde nunca había venido durante su servicio. Pero no contaba con el maravilloso olfato, con el instinto profesional, con esa actitud «animal», por así llamarla, que permite orientarse por los menores indicios, la proyección de las ramas en tal o cual dirección, la desnivelación del suelo, el tono de las cortezas, los variados matices de los musgos según estén expuestos al viento del sur o al del norte. Nic Deck era demasiado hábil en su oficio, lo ejercía con una sagacidad muy superior a la normal y no podía perderse, ni siquiera en lugares que desconocía. Hubiera sido un digno rival de un Ojo de Halcón o de un Chingachgook en el país de Fenimore Cooper.

Y, sin embargo, la travesía de esta zona de árboles iba a ofrecer verdaderas dificultades. Olmos, hayas, algunos de esos arces que se llaman «falsos plátanos», soberbios robles ocupaban los primeros planos, hasta llegar a la zona de los abedules, los pinos y los abetos, que se amontonaban en las cimas superiores, a la izquierda de la colina. Eran árboles magníficos, con troncos poderosos, ramas cargadas de savia nueva, espeso follaje, que se entretejían unos con otros para formar una cima de verdor que los rayos del sol no conseguían atravesar.

Sin embargo, hubiera sido relativamente fácil pasar encorvándose bajo las ramas. Pero ¡cuántos obstáculos en el suelo, y cuánto trabajo haría falta para desbrozarlo, para limpiarlo de ortigas y zarzas, para protegerse de los miles de espinas que el menor roce les arranca!

Nic Deck no se preocupaba por eso y, además, con tal de ganar tiempo atravesando el bosque, no le inquietaban algunos arañazos. Es cierto que la marcha tenía que ser lenta en esas condiciones, lo cual agravaba las cosas, pues Nic Deck y el doctor Patak tenían interés en llegar al castillo por la tarde. Habría aún bastante luz para que pudieran visitarlo, lo cual les permitiría regresar a Werst antes de caer la noche.

Así, con el hacha en la mano, el guardabosques trabajaba abriéndose camino en medio de aquellos profundos espinares, erizados de bayonetas vegetales, donde el pie encontraba un terreno desigual, escabroso, atestado de raíces o de tocones, con los que tropezaba, cuando no se hundía en una húmeda capa de hojas muertas que el viento nunca había barrido. Miríadas de vainas estallaban como fulminantes, con gran espanto del doctor, que se sobresaltaba ante los petardeos, mirando a izquierda y derecha, volviéndose asustado cuando algún sarmiento se enganchaba en su chaqueta, como una garra que hubiera querido retenerlo. ¡No! El pobre hombre no estaba nada tranquilo. Pero, ahora, ya no se atrevía a regresar solo y se esforzaba por no distanciarse de su intratable compañero.

A veces, en el bosque, se producían caprichosos claros. Penetraba un torrente de luz. Parejas de cigüeñas negras, al ver turbada su soledad, escapaban de las ramas altas y huían moviendo mucho las alas. La travesía de estos claros hacía que la marcha fuera aún más fatigosa. En efecto, allí se habían amontonado, como en un enorme juego de palillos, los árboles derribados por el huracán o que se habían caído de viejos, como si el hacha del leñador les hubiera asestado un golpe mortal. Allí yacían enormes troncos, corroídos por la podredumbre, que nunca un utensilio transformaría en tarugos, que ninguna carreta llevaría jamás hasta el lecho del Zsily valaco. Ante esos obstáculos, difíciles de franquear, a veces imposibles de rodear, Nic Deck y su compañero tenían mucho que hacer. Si el joven guardabosques, ágil, ligero, vigoroso, conseguía superarlos, el doctor Patak, con sus piernas cortas, su vientre prominente, agotado, sin aire en los pulmones, no podía evitar las caídas, que obligaban a Nic a acudir en su ayuda.

—¡Ya verás, Nic, cómo acabaré rompiéndome algo! —repetía.

—Usted podrá arreglarlo.

—Vamos, guardabosques, sé razonable… ¡No hay que empeñarse en lo imposible!

¡Bah! Nic ya proseguía su marcha, y el doctor, al no conseguir nada, se apresuraba a alcanzarlo.

La dirección seguida hasta entonces ¿era la adecuada para llegar frente a la fortaleza? Era muy difícil saberlo. Sin embargo, como el sol no dejaba de subir, se podía alcanzar el límite del bosque, al que llegaron a las tres de la tarde.

Más allá, hasta la meseta de Orgall, se extendía el telón de los árboles verdes, que raleaban a medida que la vertiente del macizo ganaba en altura.

En aquel lugar, el Nyad reaparecía en medio de las rocas, ya sea porque se había torcido hacia el noroeste, ya porque Nic se hubiera desviado hacia él. Esto dio al joven guardabosques la certeza de que iban por buen camino, pues el arroyo parecía surgir de las entrañas de la meseta de Orgall.

Nic Deck no pudo negarle al doctor una hora de descanso al borde del torrente. Por otra parte, el estómago reclamaba su parte tan imperiosamente como las piernas. Las alforjas iban bien provistas, el rakiu llenaba el gaznate del doctor y el de Nic Deck. Además, un agua límpida y fresca, filtrada por los guijarros del fondo, corría a pocos pasos. ¿Qué más se podía desear? Se habían derrochado esfuerzos y había que reparar las fuerzas.

Desde la partida, el doctor no había tenido tiempo de charlar con Nic Deck, que siempre le precedía. Pero se resarció cuando ambos estuvieron sentados en el ribazo del Nyad. Si uno era poco locuaz, el otro era muy charlatán. Sabiéndolo, no es de extrañar que las preguntas fueran muy prolijas y las respuestas, brevísimas.

—Hablemos un poco, guardabosques, y hablemos en serio —dijo el doctor.

—Le escucho —respondió Nic Deck.

—Pienso que si hemos parado en este lugar es para recuperar fuerzas.

—Nada más exacto.

—Antes de regresar a Werst…

—No…, antes de ir al castillo.

—Vamos, Nic, hace ya seis horas que estamos andando y aún no hemos recorrido la mitad del camino…

—Lo que prueba que no hay tiempo que perder.

—Pero será de noche cuando lleguemos al castillo; y me imagino, guardabosques, que no estarás tan loco como para arriesgarte sin ver nada, habrá que esperar que haya luz…

—Esperaremos.

—¿De modo que no quieres renunciar a ese proyecto, que no tiene pies ni cabeza?

—No.

—¿Cómo? Estamos extenuados, necesitamos una buena mesa en una buena sala, y una buena cama en una buena habitación, ¿y piensas en pasar la noche al aire libre?

—Sí, siempre que algún obstáculo nos impida franquear el muro del castillo.

—¿Y si no hay tal obstáculo?

—Iremos a dormir en las estancias de la torre.

—¡Las estancias de la torre! —exclamó el doctor Patak—. ¿Crees, guardabosques, que accederé a quedarme toda una noche dentro de esa maldita fortaleza?

—Sin duda, a menos que prefiera quedarse solo fuera.

—¡Solo, guardabosques!… Eso no es lo convenido… Y si debemos separarnos, prefiero que sea en este lugar, para regresar al pueblo…

—Lo convenido, doctor Patak, es que usted me seguiría hasta donde yo fuera…

—¡De día, sí!… ¡Pero no de noche!

—Bueno, puede marcharse… Y trate de no perderse en la maleza.

Perderse, eso era lo que inquietaba al doctor. Abandonado a sí mismo, sin tener el hábito de caminar por las interminables revueltas de los bosques del Plesa, se sentía incapaz de regresar a Werst. Además, no acababa de agradarle la perspectiva de estar solo cuando cayera la noche —una noche muy negra, quizá—, de bajar por las pendientes del monte con el riesgo de caer al fondo de un barranco. Con tal de no escalar la muralla, cuando el sol se hubiera puesto, si el guardabosques se empeñaba en hacerlo, más valía seguirlo hasta el pie del recinto. Pero el doctor quiso intentar un último esfuerzo para detener a su compañero.

—Sabes perfectamente, mi querido Nic, que no permitiría nunca que te separases de mí… Puesto que insistes en ir al castillo, no te dejaré que vayas solo.

—Muy bien dicho, doctor Patak, y creo que debería limitarse a eso.

—No, otra cosa, Nic. Prométeme que, si es de noche cuando lleguemos, no tratarás de entrar en el castillo.

—Lo que le prometo, doctor, es hacer lo imposible para entrar, es no retroceder un paso hasta no haber descubierto lo que ocurre.

—¡Lo que ocurre, guardabosques! —exclamó el doctor Patak, encogiéndose de hombros—. ¿Qué quieres que ocurra?

—No lo sé, y como estoy decidido a saberlo, lo sabré.

—¡Pero aún tenemos que llegar a ese castillo del diablo! —replicó el doctor, al que ya no le quedaban más argumentos—. Ahora bien, a juzgar por las dificultades que se nos han presentado hasta aquí, y por el tiempo que nos ha costado la travesía del Plesa, el día acabará antes de que lleguemos a verlo…

—No lo creo —respondió Nic Deck—. En las alturas del macizo, los abetos están menos enmarañados que la espesura de los olmos, los arces y las hayas.

—¡Pero será difícil avanzar por el terreno!

—Qué importa eso, no será impracticable.

—¡Pero me han dicho que encontraríamos osos en las proximidades de la meseta de Orgall!

—Tengo mi fusil, y usted su pistola para defenderse, doctor.

—Pero ¡si cae la noche, podríamos perdernos en la oscuridad!

—No, porque tenemos ahora un guía que, según espero, no nos abandonará.

—¿Un guía? —exclamó el doctor.

Y se levantó bruscamente, lanzando una mirada inquieta a su alrededor.

—Sí —contestó Nic—, y ese guía es el torrente Nyad. Bastará con subir su orilla derecha para llegar a la propia cresta de la meseta, donde tiene su fuente. Creo, pues, que antes de dos horas estaremos ante la puerta del castillo, si reanudamos en seguida la marcha.

—¡En dos horas! ¡Con tal de que no sea en seis!

—Vamos, ¿está preparado?

—¡Ya, Nic, ya!… Pero si nuestra parada sólo ha durado unos minutos…

—Unos minutos que forman más de media hora. Por última vez, ¿está preparado?

—¡Preparado!… Las piernas me pesan como si fueran de plomo… ¡Sabes perfectamente que no tengo tus pantorrillas de guardabosques, Nic!… Mis pies están hinchados, y es cruel obligarme a seguirte…

—¡Acabará enfadándome, Patak! Le dejo en libertad de irse… ¡Buen viaje!

Y Nic Deck se levantó.

—¡Por el amor de Dios, guardabosques! —exclamó el doctor Patak—. ¡Escucha un momento!

—¡Escuchar sus tonterías!

—Vamos, ya que es tan tarde, ¿por qué no quedarnos en este sitio? ¿Por qué no acampar al amparo de estos árboles?… Mañana, de madrugada, nos marcharíamos, y tendríamos toda la mañana para llegar a la meseta…

—Doctor, le repito que tengo la intención de pasar la noche en el castillo —contestó Nic Deck.

—¡No! —exclamó el doctor—. ¡No!… ¡No lo harás, Nic!… ¡Te lo impediré!

—¿Usted?

—Me aferraré a ti… Te arrastraré… Te pegaré, si es preciso…

El infortunado Patak ya no sabía lo que decía.

En cuanto a Nic Deck, ni siquiera le contestó, y tras ponerse el fusil en bandolera, dio unos pasos hacia la orilla del Nyad.

—¡Espera! ¡Espera! —gritó lastimeramente el doctor—. ¡Qué diablo de hombre!… ¡Un minuto!… Tengo las piernas rígidas…, mis articulaciones no funcionan.

Pero no tardaron en funcionar, pues el ex enfermero tuvo que trotar con sus piernecitas para reunirse con el guardabosques, que ni siquiera se volvía.

Eran las cuatro. Los rayos del sol rozaban la cresta del Plesa, que no tardaría en ocultarlos, e iluminaban con haces oblicuos las altas ramas del bosque de abetos. Nic Deck tenía mucha razón al apresurarse, pues el bosque queda en sombras tan pronto como el sol declina.

¡Curioso y extraño aspecto el de estos bosques donde se agrupan las rústicas esencias alpinas! En lugar de árboles retorcidos, alabeados, arrugados, se yerguen troncos rectos, distanciados, desnudos hasta cincuenta o sesenta pies por encima de sus raíces, troncos sin nudosidades, que despliegan, como un techo, su persistente verdor. En su base no hay maleza ni hierbas trepadoras. Largas raíces se arrastran por el suelo, parecidas a serpientes ateridas por el frío. La tierra está alfombrada con un musgo amarillento y corto, lleno de ramitas secas y sembrado de piñas que crujen bajos los pies. Hay un talud muy pendiente, surcado por rocas cristalinas, cuyas vivas aristas atraviesan el cuero más grueso. Durante un cuarto de milla, el paso entre los abetos fue muy duro. Para escalar los bloques de piedra hacía falta una agilidad de piernas, un vigor de pantorrillas, una seguridad en los miembros que el doctor Patak no poseía. Nic Deck no hubiera empleado más de una hora de haber estado solo, pero le costó tres con el impedimento de su compañero, deteniéndose a esperarlo ayudándole a subir a alguna roca demasiado alta para sus piernecitas. El doctor sólo tenía un temor, temor espantoso: encontrarse solo en medio de aquellas sombrías soledades.

Sin embargo, aunque la pendiente era más penosa, los árboles empezaban a ralear en la cima del Plesa. Sólo formaban ya bosquetes aislados, de exiguas dimensiones. Entre esos bosquetes, se distinguía la línea de las montañas, que se dibujaban en lontananza y cuya silueta aún emergía de los vapores de la tarde.

El torrente del Nyad, que el guardabosques costeaba hasta entonces, reducido a un arroyo, debía nacer a poca distancia. A unos cientos de pies por encima de los últimos repliegues del terreno, se redondeaba la meseta de Orgall, coronada por las construcciones del castillo.

Nic Deck llegó por fin a la meseta, tras un último esfuerzo que redujo al doctor al estado de una masa inerte. El pobre hombre no tenía fuerzas para arrastrarse veinte pasos más, y cayó como el buey que se derriba bajo la maza del carnicero.

Nic Deck apenas acusaba la fatiga de la ruda ascensión. En pie, inmóvil, devoraba con la vista el castillo de los Cárpatos, al que jamás se había acercado.

Ante sus ojos aparecía un recinto almenado, defendido por un profundo foso y cuyo único puente levadizo estaba alzado contra una poterna, enmarcada por un cordón de piedras.

Alrededor del recinto, en la superficie de la mesetas de Orgall, todo era silencio y abandono.

Un resto de luz permitía abarcar el conjunto del castillo, que se difuminaba confusamente en medio de las sombras de la noche. Nadie aparecía en el parapeto de la muralla, nadie en la plataforma superior de la torre, ni en la terraza circular del primer piso. Ni un hilo de humo se enrollaba en torno a la extravagante veleta, comida por una herrumbre secular.

—Bueno, guardabosques —preguntó el doctor Patak—, ¿convendrás en que es imposible franquear ese foso, bajar ese puente levadizo, abrir esa poterna?

Nic Deck no contestó. Se daba cuenta de que sería preciso hacer un alto ante los muros del castillo. Con esa oscuridad, ¿cómo podría bajar al fondo del foso y subir a lo largo de la escarpa para penetrar en el recinto? Evidentemente, la prudencia aconsejaba esperar a la madrugada, para actuar a plena luz.

Eso fue lo que se decidió, con gran pesar del guardabosques, pero con enorme satisfacción del doctor.