IV

La noticia traída por el pastor se difundió en pocos minutos por el pueblo. Maese Koltz, con su valioso anteojo, acababa de regresar a su casa, seguido por Nic Deck y por Mariota. En aquel momento sólo quedaba en la terraza Frik, rodeado por unos veinte hombres, mujeres y niños, a los que se habían agregado algunos gitanos, que se mostraban tan conmovidos como la población de Werst. Rodeaban a Frik, le hacían preguntas, y el pastor contestaba con la soberbia importancia de un hombre que ha visto algo realmente extraordinario.

—Sí —repetía—. El castillo humeaba, aún humea, y seguirá humeando mientras quede piedra sobre piedra.

—Pero ¿quién ha podido encender ese fuego? —preguntó una anciana, con las manos juntas.

—El Chort —contestó Frik, dándole al diablo el nombre que tiene la región—. Y ése es un pillo que prefiere mantener el fuego a apagarlo.

Tras esta réplica, cada uno trató de distinguir el humo en la cima de la torre. Al final, la mayoría afirmaron que lo divisaban perfectamente, aunque era perfectamente invisible a esa distancia.

El efecto producido por el singular fenómeno superó todo lo imaginable. Es necesario insistir sobre este punto. El lector ha de ponerse en idéntica disposición de ánimo que las gentes de Werst, y entonces no le extrañarán los hechos que se relatarán posteriormente. No le pido que crea en lo sobrenatural, pero sí que recuerde que aquella ignorante población creía sin reservas. ¡A la desconfianza inspirada por el castillo de los Cárpatos cuando se le creía desierto, iba a unirse ahora el espanto, pues parecía habitado, y por qué seres, Dios mío!

Había en Werst un lugar de reunión, frecuentado por los bebedores, e incluso por los que, sin beber, querían charlar de sus asuntos una vez transcurrida la jornada —estos últimos en muy pequeño número, claro—. Este local, abierto para todos, era la principal posada —o, mejor dicho, la única— del pueblo.

¿Quién era el propietario de la posada? Un judío llamado Jonás, un buen hombre de unos sesenta años, de atractiva fisonomía, muy semita, con sus ojos negros, su nariz curva, sus labios alargados, su pelo liso y su barbita tradicional. Obsequioso y atento, prestaba de buen grado pequeñas sumas a unos y a otros, sin mostrarse muy exigente en las garantías ni demasiado usurero en los intereses, aunque sí pretendía que le pagaran en las fechas aceptadas por el prestatario. ¡Pluguiera al cielo que todos los judíos establecidos en Transilvania fueran tan complacientes como el posadero de Werst!

Desgraciadamente, este excelente Jonás es una excepción. Sus correligionarios de culto, sus colegas de profesión —pues todos son taberneros, venden bebidas y comestibles— practican el oficio de prestamista con una rudeza inquietante para el futuro del país rumano. Se verá cómo el suelo pasa poco a poco de la raza indígena a la extranjera. Al no serles devueltos sus adelantos, los judíos se convertirán en propietarios de los hermosos cultivos hipotecados, en su beneficio, y si la Tierra Prometida no está ya en Judea, quizá figure un día en los mapas de la geografía transilvana.

La posada del Rey Matías —así se llamaba— ocupaba uno de los ángulos de la terraza que atraviesa la calle mayor de Werst, frente a la casa del biró. Era un viejo edificio, medio de piedra, medio de madera, muy remendado en algunos sitios, pero ampliamente cubierto de verdor y de tentadora apariencia. Se componía sólo de un piso bajo, con puerta de cristales que daba a la terraza. En su interior, se entraba primero a una gran sala, amueblada con mesas para los vasos y taburetes para los bebedores, con un aparador de roble apolillado donde resplandecían los platos, jarros y botellas, y con un mostrador de madera ennegrecida, tras el cual Jonás permanecía a disposición de su clientela.

Veamos, ahora, la luz que tenía la sala: dos ventanas en la fachada, que daban a la terraza, y otras dos ventanas enfrente, en la pared del fondo. Una de estas últimas, velada por una espesa cortina de plantas trepadoras o colgantes que la obstruían por fuera, apenas dejaba pasar un poco de claridad. La otra, cuando se abría, permitía que la asombrada mirada se extendiera por todo el valle inferior del Vulkan. A pocos pies del alféizar discurrían las aguas tumultuosas del torrente de Nyad. Por un lado, este torrente descendía por la pendiente del desfiladero, tras haber nacido en las alturas de la meseta de Orgall, coronada por las edificaciones del castillo; por el otro, abundantemente surtido por los arroyos de la montaña, incluso durante el verano, se desplomaba con estruendo hacia el lecho del Zsily valaco, que lo absorbía a su paso.

A la derecha, contiguos a la gran sala, una media docena de cuartitos servían para alojar a los raros viajeros que antes de pasar la frontera deseaban descansar en el Rey Matías. Tenían asegurada una buena acogida, a precios moderados, con un tabernero atento y servicial, siempre provisto de buen tabaco, que iba a buscar a los mejores trafiks de los alrededores. En cuanto al propio Jonás, su dormitorio estaba en una estrecha buhardilla, cuyo estrambótico tragaluz, agujereando el techo de bálago, daba a la terraza.

En esta posada se celebró una reunión de las mejores cabezas de Werst —la misma tarde de ese 29 de mayo—: Maese Koltz, el maestro Hermod, el guardabosques Nic Deck, una docena de los principales habitantes del pueblo y también el pastor Frik, que no era el menos importante de todos estos personajes. El doctor Patak faltaba en esta reunión de notables. Solicitado a toda prisa por uno de sus viejos clientes, que sólo lo esperaba a él para pasar al otro mundo, se había comprometido a venir en cuanto el difunto ya no necesitara sus cuidados.

Mientras se esperaba al ex enfermero, se conversaba sobre el grave acontecimiento del orden del día, pero no se charlaba sin comer y sin beber. A unos, Jonás les ofrecía esa especie de gachas o de pastel de maíz conocido con el nombre de mamaliga, que no es desagradable cuando se remoja con leche recién ordeñada. A otros, les presentaba vasitos de esos licores fuertes que los gaznates rumanos trasiegan como si de agua pura se tratara: el alcohol de schnaps, que sólo cuesta unos céntimos, y, sobre todo, el rakiu, un fortísimo aguardiente de ciruelas cuyo consumo es enorme en la región de los Cárpatos.

Hay que mencionar que el tabernero Jonás —era una costumbre de la posada— sólo servía «en mesa», es decir, a las gentes sentadas, pues había observado que los consumidores ante una mesa gastan mucho más que los consumidores de pie.

Ahora bien, esa tarde los negocios prometían marchar muy bien, pues los clientes se disputaban los taburetes. Y Jonás iba de una mesa a otra, con la jarra en la mano, llenando los vasos que se vaciaban sin cuento.

Eran las ocho y media de la tarde. Se peroraba desde la puesta del sol, sin conseguir llegar a un acuerdo sobre lo que convenía hacer. Pero todas aquellas buenas gentes coincidían en una cosa: si el castillo de los Cárpatos estaba habitado por desconocidos, era tan peligroso para el pueblo de Werst como un polvorín a la entrada de una ciudad.

—¡Es muy grave! —dijo entonces maese Koltz.

—¡Gravísimo! —repitió el maestro, entre dos chupadas a su inseparable pipa.

—¡Gravísimo! —repitió la concurrencia.

—Lo que está muy claro —dijo Jonás— es que la mala reputación del castillo ya ha perjudicado bastante a la región…

—Y, ahora, ¡lo que faltaba! —exclamó el maestro Hermod.

—Los extranjeros venían de tarde en tarde —replicó maese Koltz, con un suspiro.

—Y, ahora, ya no vendrán nunca —añadió Jonás, suspirando al unísono con el biró.

—¡Y hay muchos habitantes que piensan en irse! —hizo observar uno de los bebedores.

—Yo, el primero —contestó un campesino de los alrededores—. Me marcharé en cuanto haya vendido mis viñas…

—¡Para las que no andarán muy sobrado de compradores, buen hombre! —replicó el tabernero.

Se ve a qué punto había llegado la conversación de estos dignos notables. En medio de los terrores personales que les inspiraba el castillo de los Cárpatos, surgía el sentimiento de sus intereses, tan lamentablemente afectados. No más viajeros, y Jonás sufría en los ingresos de su posada. No más extranjeros, y maese Koltz lo padecía en la percepción del peaje, cuya cifra disminuía gradualmente. No más compradores para las tierras de la colina de Vulkan, y los propietarios no podían conseguir venderlas, ni siquiera a bajo precio. Esto duraba desde hacía años y la situación, ya penosa, amenazaba con agravarse aún más.

En efecto, si eso ocurría cuando los espíritus del castillo se mantenían tranquilos y no se dejaban ver jamás, ¿qué sería ahora que manifestaban su presencia con actos materiales?

El pastor Frik creyó que su deber era decir, con voz vacilante:

—Quizá habría que…

—¿Qué? —preguntó maese Koltz.

—Ir a ver, mi amo.

Todos se miraron, después bajaron los ojos, y la frase quedó sin respuesta.

Jonás, dirigiéndose a maese Koltz, tomó de nuevo la palabra.

—Su pastor —dijo con voz firme— acaba de indicar lo único que se puede hacer.

—Ir al castillo…

—Sí, amigos míos —respondió el posadero—. Si por la chimenea de la torre sale humo, es que hacen fuego, y si se hace fuego es que alguna mano lo ha encendido.

—Una mano… ¡A menos que sea una garra! —replicó el anciano campesino, sacudiendo la cabeza.

—Mano o garra —dijo el tabernero—, da igual. Hay que saber lo que significa eso. Es la primera vez que sale humo de una de las chimeneas del castillo desde que se fue el barón de Gortz…

Sin embargo, podría ser que ya haya habido humo sin que nadie lo advirtiera —sugirió maese Koltz.

—¡Eso no lo admitiré jamás! —exclamó con viveza el maestro Hermod.

—Es perfectamente admisible, por el contrario —hizo observar el biró—, ya que no teníamos anteojos para comprobar lo que pasaba en la fortaleza.

La observación era exacta. El fenómeno podía haberse producido hacía tiempo y habérsele escapado incluso al pastor Frik, por buenos que fueran sus ojos. Sea como sea, reciente o no el fenómeno, era indudable que el castillo de los Cárpatos estaba ocupado actualmente por seres humanos. Y ese hecho constituía una vecindad muy inquietante para los habitantes de Vulkan y de Werst.

El maestro Hermod creyó su deber aportar una objeción en apoyo de sus creencias:

—¿Seres humanos, amigos míos?… Permítanme que no lo crea… ¿Por qué unos seres humanos habrían pensado en refugiarse en el castillo? ¿Con qué intención? ¿Cómo llegaron a él?

—¿Y qué es lo que quiere que sean esos intrusos? —exclamó maese Koltz.

—Seres sobrenaturales —contestó el maestro Hermod, con una voz imponente—. ¿Por qué no van a ser espíritus, trasgos, duendes, quizá incluso algunas de esas peligrosas lamias que se presentan bajo la forma de hermosas mujeres?…

Durante esta enumeración, todas las miradas se dirigían a la puerta, a las ventanas, a la chimenea de la gran sala del Rey Matías. Y, de verdad, todos se preguntaban si no iban a ver aparecer a uno u otro de estos fantasmas, evocados por el maestro de escuela.

—Sin embargo, mis buenos amigos —se atrevió a decir Jonás—, si esos seres son genios, no me explico por qué han encendido fuego, pues no tienen que cocinar…

—¿Y sus brujerías? —contestó el pastor—. ¿Se olvida usted de que para las brujerías se necesita fuego?

—¡Evidentemente! —añadió el maestro con un tono que no admitía réplica.

Esta sentencia fue aceptada sin discusión y, en opinión de todos, no cabía la menor duda de que se trataba de seres sobrenaturales, y no seres humanos, que habían elegido el castillo de los Cárpatos como escenario de sus intrigas.

Hasta ese momento, Nic Deck no había tomado parte en la conversación. El guardabosques se contentaba con escuchar atentamente lo que decían unos y otros. La vieja fortaleza, con sus muros misteriosos, su antiguo origen, su apariencia feudal, siempre le había inspirado tanta curiosidad como respeto. E incluso más de una vez había manifestado deseos de cruzar sus murallas, ya que era muy valiente, aunque tan crédulo como cualquier otro habitante de Werst.

Puede imaginarse que Miriota lo había disuadido con obstinación de semejante proyecto. ¡Que tuviera esas ideas cuando era libre de obrar a su gusto, bien! Pero un novio ya no se pertenece a sí mismo, y arriesgarse a tales aventuras sería cosa de loco, o de indiferente. Y, sin embargo, pese a sus plegarias, la joven seguía temiendo que el guardabosques pusiera en práctica su proyecto. Lo que la tranquilizaba un poco era que Nic Deck no había declarado solemnemente que iría al castillo, pues en tal caso nadie habría podido retenerlo, ni siquiera ella. Se trataba de un muchacho tenaz y decidido —ella lo sabía—, que nunca se volvía atrás de una palabra dada. Lo dicho, hecho. Y Miriota estaría en ascuas si pudiera sospechar las reflexiones que el joven se hacía en ese momento.

Sin embargo, Nic Deck guardaba silencio, y la proposición del pastor no fue recogida por nadie. ¿Quién se atrevería a visitar ahora el castillo de los Cárpatos, a no ser que hubiera perdido la cabeza?… Todos encontraban las mejores razones para no hacerlo… El biró ya no estaba en edad de aventurarse por caminos tan malos… El maestro tenía que guardar su escuela… Jonás, que vigilar su posada… Frik, que apacentar sus corderos, y los otros aldeanos debían ocuparse de su ganado y sus cosechas.

¡No! Nadie consentiría en hacerlo, repitiéndose para sus adentros: «El que tenga la audacia de ir al castillo, quizá no regrese nunca».

En ese instante, se abrió bruscamente la puerta de la posada, entre el espanto de la concurrencia.

Era sólo el doctor Patak, y hubiera sido muy difícil tomarlo por una de esas encantadoras lamias de las que había hablado el maestro Hermod.

Su cliente había muerto —lo que honraba su perspicacia médica, ya que no su talento— y el doctor Patak acudía a la reunión del Rey Matías.

—¡Por fin llegó! —exclamó maese Koltz.

El doctor Patak se apresuró a distribuir apretones de mano a todos, como si distribuyera drogas, y exclamó, con un tono bastante irónico:

—¿Qué, amigos? ¿Siguen ocupándose de la fortaleza…, de la fortaleza del Chort?… ¡Oh! ¡Qué miedosos!… Si el viejo castillo quiere humear, déjenle que humee… ¿Es que nuestro sabio Hermod no echa humo durante el día?… Realmente, toda la región está helada de espanto… ¡Sólo oí hablar de eso durante mis visitas!… ¿Los aparecidos han hecho fuego allá?… ¿Por qué no? A lo mejor tienen un catarro cerebral… Parece que en el mes de mayo hiela aún en las estancias de la torre… ¡A menos que se entretengan en cocer pan para el otro mundo!… Bueno, habrá que alimentarse también allá arriba, si es cierto que se resucita… Quizá sean los panaderos del cielo, que han venido a hacer una hornada…

Y, para acabar, soltó con increíble jactancia una serie de bromas, que no fueron recibidas con mucho agrado por las gentes de Werst.

Lo dejaron hablar, y por fin el biró le preguntó:

—¿De modo, doctor, que usted no concede ninguna importancia a lo que ocurre en la fortaleza?

—Ninguna, maese Koltz.

—¿No ha dicho usted que estaría dispuesto a ir allá… si lo desafiaban a hacerlo?

—¿Yo? —contestó el ex enfermero, dejando traslucir cierto fastidio al ver que le recordaban sus palabras.

—Veamos… ¿No lo ha dicho y repetido? —continuó el magistrado, insistiendo.

—Lo he dicho…, sin duda… Y, realmente…, si se trata sólo de repetirlo…

—Se trata de hacerlo —dijo Hermod.

—¿De hacerlo?

—Sí,… Y, en lugar de desafiarlo…, nos contentamos con rogárselo —añadió maese Koltz.

—Ustedes comprenderán…, amigos míos…, ciertamente…, que semejante proposición…

—Pues, bien, ya que usted vacila —exclamó el tabernero—, no se lo rogamos… ¡Le desafiamos!

—¿Me desafían a ir?

—¡Sí, doctor!

—Jonás, va usted demasiado lejos —dijo el biró—. No es preciso desafiar a Patak… Sabemos que es hombre de palabra… Y lo que ha dicho, lo hará, lo hará… aunque sólo fuera por hacer un favor al pueblo y a toda la región.

—¿Cómo? ¿Es en serio?… ¿Quieren que vaya al castillo de los Cárpatos? —contestó el doctor, cuya faz rubicunda se había puesto muy pálida.

—Tendrá que hacerlo —respondió categóricamente maese Koltz.

—Por favor…, amigos míos… Por favor… Seamos razonables…

—Ya está razonado todo —contestó Jonás.

—Seamos justos… ¿De qué me serviría ir allá?… ¿Y qué iba a encontrar?… Algunas buenas gentes que se han refugiado en el castillo… y que no molestan a nadie…

—Muy bien —replicó el maestro Hermod—. Si son buenas gentes, usted no tiene nada que temer y será una excelente ocasión para ofrecerles sus servicios.

—Si los necesitaran —contestó el doctor Patak—, si me mandaran llamar, no vacilaría…, pueden creerme…, en ir al castillo. Pero no me desplazo sin ser invitado ni hago visitas gratis.

—Se le pagará la molestia —dijo maese Koltz—, a tanto la hora.

—¿Y quién me pagará…?

—Yo… Nosotros… ¡Al precio que quiera! —contestaron la mayoría de los clientes de Jonás.

Visiblemente, a despecho de sus constantes fanfarronadas, el doctor era tan miedoso, por lo menos, como sus paisanos de Werst. Y así, tras haberse presentado como un descreído, tras haberse burlado de las leyendas de la región, se encontraba en un apuro si negaba el favor que se le pedía. Sin embargo, no podía convenirle de ninguna manera ir al castillo de los Cárpatos, aunque le remuneraran su desplazamiento. Trató, pues, de aducir que esa visita no tendría el menor resultado, que el pueblo se cubriría de ridículo al delegarlo para explorar la fortaleza… Sus argumentos cayeron en el vacío.

—Veamos, doctor. Me parece que usted no arriesga nada —continuó el maestro Hermod—, ya que no cree en los espíritus…

—No…, no creo…

—Ahora bien, si no son espíritus que regresan al castillo, son seres humanos que se han instalado allí, y usted entablará conocimiento con ellos.

El razonamiento del maestro no carecía de lógica; era difícil replicar a él.

—De acuerdo, Hermod —contestó el doctor Patak—, pero pueden retenerme en la fortaleza…

—Entonces, eso significa que lo recibirán bien —replicó Jonás.

—Sin duda. Sin embargo, si se prolongara mi ausencia y alguien me necesitara en el pueblo…

—Estamos todos de maravilla —contestó maese Koltz—. No hay un solo enfermo en Werst desde que su último cliente cogió billete para el otro mundo.

—Hable francamente… ¿Está usted decidido a partir? —preguntó el posadero.

—¡A fe mía que no! —replicó el doctor—. ¡Oh! No se trata de miedo… Saben perfectamente que no doy crédito a todas esas brujerías… La verdad es que eso me parece absurdo y, se lo repito, ridículo… Porque ha salido humo de la chimenea del castillo… Un humo que quizá no sea humo… Decididamente… ¡No! No iré al castillo de los Cárpatos…

—¡Iré yo!

Era el guardabosques Nic Deck, que acababa de meterse en la conversación lanzando esas dos palabras.

—¿Tú?… ¿Nic? —exclamó maese Koltz.

—Yo…, pero a condición de que Patak me acompañe.

Esto lo dijo dirigiéndose al doctor, que saltó de inmediato, para librarse del apuro.

—¡Que te crees tú eso, guardabosques! —replicó.

¿Acompañarte yo?…

—Ciertamente, sería un agradable paseo… los dos… si tuviera alguna utilidad… y si pudiéramos arriesgarnos… Vamos, Nic, sabes perfectamente que ni siquiera hay un camino para ir al castillo… No podríamos llegar allá…

—He dicho que iría al castillo —contestó Nic Deck— y, como lo he dicho, iré.

—Pero ¡yo!… ¡Yo no lo he dicho! —exclamó el doctor, debatiéndose como si alguien lo agarrara por el cuello.

—Sí… Usted lo ha dicho —replicó Jonás.

—¡Sí!… ¡Sí!… —repitió, como un solo hombre, la concurrencia.

El ex enfermero, presionado por unos y otros, no sabía cómo escapar. ¡Ah! ¡Cómo lamentaba haberse comprometido tan imprudentemente con sus fanfarronadas! Nunca se hubiera imaginado que las tomarían en serio ni que lo obligarían a cumplirlas en persona… Ahora ya no podía rehusarse, sin convertirse en el hazmerreír de Werst, y toda la región del Vulkan lo ridiculizaría despiadadamente. Se decidió, pues, a poner al mal tiempo buena cara.

—Bueno…, ya que así lo desean —dijo—, acompañaré a Nic… ¡Aunque será inútil!

—Muy bien, doctor Patak… ¡Muy bien! —exclamaron todos los bebedores del Rey Matías.

—¿Cuándo partiremos, guardabosques? —preguntó el doctor Patak, afectando una indiferencia que sólo conseguía disfrazar su miedo.

—Mañana por la mañana —contestó Nic Deck.

Estas últimas palabras fueron seguidas por un largo silencio. Ello indicaba cuán real era la emoción de maese Koltz y de los otros. Los vasos estaban vacíos; las jarras, también, pero nadie se levantaba; nadie pensaba en salir de la gran sala, aunque era tarde, ni en regresar a sus casas. Y Jonás pensó que era una buena oportunidad para servir una segunda ronda de schnaps y de rakiu

De repente, se dejó oír con toda claridad, en medio del silencio general, una voz. He aquí las palabras que pronunció lentamente:

¡Nicolás Deck, no vayas mañana al castillo!… No vayas… ¡o te ocurrirá una desgracia!

¿Quién se había expresado así?… ¿De dónde venía esa voz que nadie conocía y que parecía salida de una boca invisible?… Sólo podía ser la voz de un aparecido, una voz sobrenatural, una voz de ultratumba…

El espanto llegó al colmo. Nadie se atrevía a mirarse, nadie osaba pronunciar una palabra…

El más valiente —evidentemente, Nic Deck— quiso entonces saber a qué atenerse. Es verdad que estas palabras habían sido articuladas en la misma sala. Y, ante todo, el guardabosques tuvo el valor de acercarse al aparador y abrirlo…

Nadie.

Registró las habitaciones del piso bajo que daban a la sala…

Nadie.

Abrió la puerta de la posada, salió a la calle, recorrió la terraza hasta la calle mayor de Werst…

Nadie.

Unos instantes después, maese Koltz, el maestro Hermod, el doctor Patak, Nic Deck, el pastor Frik y los demás salían de la posada, dejando solo al tabernero Jonás, que se apresuró a cerrar su puerta con doble vuelta de llave.

Aquella noche, los habitantes de Werst se atrincheraron sólidamente en sus casas, como si los amenazara una aparición fantástica…

El terror reinaba en el pueblo.