III

Epueblo de Werst tiene tan escasa importancia que la mayoría de los mapas ni siquiera indican su situación. En el terreno administrativo, está incluso por debajo de su vecino, llamado Vulkan, por el nombre de la porción de ese macizo del Plesa en el que ambos se encaraman de forma pintoresca.

En nuestros días, la explotación de la cuenca minera ha dado un considerable movimiento de negocios a los pueblos de Petrozseny, de Livadzel y otros, a unas millas de distancia. Ni Vulkan ni Werst obtuvieron la menor ventaja de esta proximidad de un gran centro industrial; esos pueblos son igual que eran hace cincuenta años e igual que serán sin duda dentro de medio siglo; y, según Elíseo Reclus, más de la mitad de la población de Vulkan se compone sólo «de empleados encargados de vigilar la frontera, aduaneros, gendarmes, funcionarios del fisco y enfermeros de la cuarentena». Si se suprimen los gendarmes y los funcionarios del fisco y se añade una proporción algo mayor de agricultores, tendremos la población de Werst, unos cuatrocientos o quinientos habitantes.

Este pueblo es sólo una calle, nada más que una larga calle cuya brusca pendiente dificulta la subida y la bajada. Sirve de camino natural entre la frontera valaca y la transilvana. Por allí pasan los rebaños de bueyes, de corderos, los traficantes de carne fresca, de frutos y cereales, los escasos viajeros que se aventuran por el desfiladero en vez de tomar el ferrocarril de Koloszvar y el valle del Maros.

Es verdad que la naturaleza ha dotado generosamente a la cuenca que se hunde entre los montes de Bihar, el Retyezat y el Paring. Rica por su fértil suelo lo es también por la fortuna hundida en sus entrañas: minas de sal gema en Thorda, con un rendimiento anual de más de veinte mil toneladas; el monte Parajd, que mide siete kilómetros de circunferencia en su cúpula, está formado únicamente por cloruro de sodio; minas de Torotzko, que producen plomo, galena, mercurio, y sobre todo hierro, cuyos yacimientos son explotados desde el siglo X; minas de Vayda Hunyad, con sus minerales que se transforman en acero de excelente calidad; minas de hulla, de fácil explotación en las primeras capas de estos valles lacustres, en el distrito de Hatszeg, en Livadzel, en Petrozseny, vasta bolsa cuyo contenido se estima en doscientos cincuenta millones de toneladas; por último, minas de oro, en el pueblo de Offenbanya, en Topanfalva, la región de los lavadores de oro, donde miríadas de molinos muy sencillos trabajan las arenas del Verés-Patak, el «Pactolo transilvano», y exportan cada año dos millones de francos del preciado metal.

Parece un distrito favorecido por la naturaleza, pero toda esta riqueza no contribuye en absoluto al bienestar de su población. En todo caso, si los centros más importantes —Torotzko, Petrozseny, Lonyai— poseen algunas instalaciones adecuadas para la comodidad de la industria moderna, si esos pueblos tienen construcciones regulares, sometidas a la uniformidad del cordel y de la escuadra, almacenes, hangares, verdaderas ciudades obreras, si están dotados de cierto número de moradas con balcones y verandas, no se podría buscar nada de eso en el pueblo de Vulkan ni en el de Werst.

Unas sesenta casas bien contadas, irregularmente dispuestas a lo largo de la única calle, con un caprichoso techo cuya parhilera sobresale de las paredes de tierra apisonada, con fachada hacia el jardín, un granero abohardillado en el primer piso, un hórreo deteriorado como anexo, un establo puesto de través, cubierto de mantillo, aquí y allá un pozo coronado por un hierro saliente del que cuelga una herrada, dos o tres charcos que «se escapan» durante las tormentas, arroyuelos cuyos bordes retorcidos indican su curso, así es el pueblo de Werst, edificado a ambos lados de la calle, entre los oblicuos taludes del desfiladero. Pero todo esto es fresco y atrayente: hay flores en puertas y ventanas, cortinas de verdor que tapizan los muros, hierbas desgreñadas que se mezclan con el oro viejo del bálago, álamos, olmos, hayas, abetos, arces, que trepan por encima de las casas «todo lo que pueden trepar». Más allá se escalonan las alturas intermedias de la cadena y, en el último plano, la cima de los montes, azulados por la distancia/ se confunde con el azul del cielo.

En Werst no se habla alemán ni húngaro, como tampoco en toda esta zona de Transilvania: se habla rumano, incluso las familias gitanas, establecidas, en lugar de acampadas, en los diversos pueblos del condado. Estos extranjeros toman la lengua del país, así como su religión. Los de Werst forman una especie de pequeño clan, bajo la autoridad de un voivoda, con sus cabañas, sus «barakas», de techo puntiagudo, sus legiones de niños, muy diferentes por las costumbres y la existencia regular de los de sus congéneres errantes de Europa. Incluso siguen el rito griego, adaptándose a la religión de los cristianos entre los que se han instalado. En efecto, el jefe religioso de Werst es un pope, que reside en Vulkan y que atiende a los dos pueblos, separados sólo por media milla.

La civilización es como el aire o el agua. Dondequiera que se le abre un paso —aunque sólo sea una grieta—, penetra y modifica las costumbres de un país. Pero, hay que reconocerlo, hasta entonces no se había producido la menor grieta en esta porción meridional de los Cárpatos. Eliseo Reclus ha podido decir que Vulkan «es el último puesto de la civilización en el valle del Zsily valaco», por lo que no es de extrañar que Werst fuera uno de los pueblos más atrasados del condado de Koloszvar. ¿Cómo podría ser de otro modo un lugar donde todos nacen, crecen y mueren sin abandonarlo nunca?

Y, sin embargo, se dirá, en Werst hay un maestro de escuela y un juez… Sí, sin duda. Pero el maestro Hermod sólo es capaz de enseñar lo que sabe, es decir, a leer un poco, a escribir un poco, a contar un poco. Su instrucción personal no va más allá. En materia de ciencia, de historia, de geografía, de literatura, sólo conoce los cantos populares y las leyendas de la región. Es un erudito sobre temas fantásticos, y los pocos alumnos del pueblo sacan mucho provecho de sus lecciones.

En cuanto al juez, habrá que explicarse sobre esta calificación que se le daba al primer magistrado de Werst.

El biró, maese Koltz, era un hombrecillo de cincuenta y cinco o sesenta años, de origen rumano, de cabellos cortos entrecanos, bigote aún negro, ojos más dulces que vivos. Sólido como un montañés, llevaba un gran fieltro en la cabeza, un ancho cinturón de historiada hebilla sobre el vientre, chaleco largo, pantalón corto y abombachado metido en altas botas de cuero. Más alcalde que juez, aunque sus funciones lo obligaban a intervenir en los múltiples problemas entre vecinos, se ocupaba sobre todo de administrar su pueblo de forma autoritaria, no sin algunas ventajas para su bolsa. En efecto, todas las transacciones, compras o ventas, tenían un recargo en su propio provecho, por no hablar de la tasa de peaje que los extranjeros, turistas o traficantes se apresuraban a meter en su bolsillo.

Esta situación lucrativa le había valido a maese Koltz una posición acomodada. Aunque la mayoría de los campesinos del condado estaban comidos por la usura, que no tardaría en convertir a los prestamistas judíos en los verdaderos propietarios del suelo, el biró había sabido escapar a su rapacidad. Su hacienda, libre de hipotecas, de «intabulaciones», como se dice en la comarca, no debía nada a nadie. Poseía diversos pastos, buenas dehesas para sus rebaños, cultivos bastante cuidados, aunque era refractario a emplear nuevos métodos, viñas que halagaban su vanidad cuando se paseaba a lo largo de las cepas cargadas de racimos y cuya cosecha vendía fructuosamente, a excepción, y en proporción bastante notable, de lo que necesitaba para su consumo particular.

Por supuesto, la casa de maese Koltz es la más hermosa casa del pueblo, en la esquina de la terraza atravesada por la larga calle en cuesta. Una casa de piedra, desde luego, con su fachada que daba al jardín, su puerta entre la tercera y la cuarta ventana, festones de verdor que adornan con sus ramitas el canalón, dos grandes hayas cuyo tronco se ramifica por encima del techo. Detrás de la casa, un hermoso huerto con sus verduras alineadas como en un tablero de ajedrez y sus hileras de frutales que sobresalen por el talud del desfiladero. En el interior de la casa hay bonitos cuartos muy limpios, unos de comer y otros de dormir, con sus muebles pintarrajeados, mesas, camas, bancos y taburetes, sus aparadores donde brillan vasijas y platos, vigas de madera en el techo, de las que cuelgan jarros encintados y telas de vivos colores, sus pesados cofres recubiertos de fundas y colchas, que sirven de baúles y armarios; además, en las blancas paredes, los retratos violentamente coloreados de los patriotas rumanos —entre otros, el popular héroe del siglo XV, el voivoda Vay-da-Hunyad.

Una encantadora morada, que sería demasiado grande para un hombre solo. Pero maese Koltz no estaba solo. Viudo desde hacía unos diez años, tenía una hija, la hermosa Miriota, muy admirada desde Werst hasta Vulkan, e incluso más lejos. Habría podido llamarse con uno de esos extraños nombres paganos, Florica, Daina, Dauritia, que merecen el favor de las familias valacas. ¡No! Se llamaba Miriota, es decir, «ovejita». Pero la ovejita había crecido. Ahora era una graciosa joven de veinte años, rubia de ojos castaños, mirada muy dulce, de rasgos encantadores y agradable presencia. En verdad, había muchas razones para que pareciera seductora, con su blusa bordada en rojo en el cuello, los puños y los hombros; su falda ajustada por un cinturón con cierre de plata, su catrinza, un doble delantal de rayas rojas y azules, anudado al talle; sus botitas de cuero amarillo, un ligero pañuelo en la cabeza, con sus largos cabellos cuya trenza estaba adornada por una cinta o un dije de metal.

¡Sí, una guapa joven Miriota Koltz! Y, además —lo cual no viene mal—, rica, para este pueblo perdido en el fondo de los Cárpatos. ¿Buena ama desasa?… Sin duda, ya que dirige con inteligencia la casa de su padre. ¿Instruida?… ¡Caramba!, en la escuela del maestro Her-mod ha aprendido a leer, a escribir, a calcular; y calcula, escribe y lee correctamente, pero no ha ido más lejos —y con razón—. En desquite, nadie la supera en todo lo que se refiere a las fábulas y sagas transilvanas. Sabe tanto como su maestro. Conoce la leyenda de Leany-Ko, la Roca de la Virgen, donde una joven princesa un poco fantástica escapa a la persecución de los tártaros; la leyenda de la gruta del Dragón, en el valle de la «Subida del Rey»; la leyenda de la fortaleza de Deva, construida «en tiempos de las Hadas»; la leyenda de la Detunata, la «herida por el rayo», esa célebre montaña basáltica, parecida a un gigantesco violín de piedra, donde el diablo toca durante las noches de tormenta; la leyenda del Retyezat, con su cima afeitada por una bruja; la leyenda del desfiladero de Thorta, hendido por un gran golpe de la espada de San Ladislao. Añadiremos que Miriota daba crédito a todas estas ficciones, pero no por ello dejaba de ser una joven amable y encantadora.

Muchos jóvenes de la región la encontraban de su agrado, incluso sin acordarse demasiado de que era la única heredera del biró, de maese Koltz, el primer magistrado de Werst. Pero sería inútil cortejarla, pues estaba prometida a Nicolás Deck.

Un espléndido tipo de rumano este Nicolás, o, mejor dicho, Nic Deck: veinticinco años, alto, de constitución vigorosa, cabeza orgullosamente erguida, cabellos negros tocados con el kolpak blanco, mirada franca, actitud desenvuelta bajo su chaqueta de piel de cordero bordada en las costuras, bien plantado sobre sus finas piernas, piernas de ciervo, con aire resuelto en sus gestos y su forma de andar. Era guardabosques de profesión, es decir, casi tan militar como civil. Como poseía algunos cultivos en los alrededores de Werst, le gustaba al padre, y como se presentaba como un muchacho amable y de altiva presencia, no desagradaba a la hija, que nadie se atrevía a disputarle, ni siquiera a mirar muy de cerca. Por añadidura, a nadie se le ocurría hacerlo.

La boda de Nic Deck y de Miriota Koltz debía celebrarse —faltaban unos quince días— a mediados del mes siguiente. Con esta ocasión, el pueblo estaría de fiesta. Maese Koltz haría las cosas adecuadamente. No era avaro; aunque le gustaba ganar dinero, no se negaba a gastarlo con este motivo. Después, finalizada la ceremonia, Nic Deck se establecería en la mansión familiar, que sería suya tras la muerte del biró, y cuando Miriota lo sintiera cerca de ella quizá dejaría de tener miedo al oír el crujido de una puerta o el rechinar de un mueble durante las largas noches de invierno, miedo de que apareciera algún fantasma escapado de sus leyendas favoritas.

Para completar la lista de los notables de Werst, conviene citar dos más, y no de los menos importantes: el maestro y el médico.

El maestro Hermod era un hombre grueso, con gafas, de cincuenta y cinco años, que siempre llevaba entre los dientes el tubo curvado de su pipa con cazoleta de porcelana, de cabellos escasos y enmarañados, sobre un cráneo plano, de cara lampiña con un tic en la mejilla izquierda. Su gran entretenimiento era tallar las plumas de sus alumnos, a los que prohibía el uso de plumas de hierro —por principio—. ¡Qué bien afilaba las puntas con su viejo cortaplumas, muy cortante! ¡Con qué precisión, guiñando el ojo, daba el toque final para aguzar la punta! Ante todo, una buena escritura; a eso tendían todos sus esfuerzos, a eso debía orientar a sus alumnos un maestro celoso de su misión. La instrucción venía en segundo lugar, ¡y ya sabemos lo que enseñaba el maestro Hermod, lo que aprendían las generaciones de niños y niñas en los bancos de su escuela!

Y ahora llega el turno del médico Patak.

Pero ¿cómo? ¿Había un médico en Werst y el pueblo aún creía en cosas sobrenaturales?

Sí, pero es necesario aclarar el título que tomaba el médico Patak, de la misma manera que hicimos con el título del juez Koltz.

Patak, un hombrecillo de vientre prominente, gordo y bajo, de cuarenta y cinco años, ejercía de modo ostensible una medicina elemental en Werst y sus alrededores. Con su aplomo imperturbable, su facundia asombrosa, no inspiraba menos confianza que el pastor Frik, lo cual es mucho decir. Vendía consultas y drogas, pero tan inofensivas que no empeoraban las pupas de sus clientes que se hubieran curado por sí solos. Además, se goza de buena salud en el desfiladero de Vulkan; el aire es de primera calidad, las enfermedades epidémicas son desconocidas y si uno se muere es porque hay que morir, incluso en este lugar privilegiado de Transilvania. En cuanto al doctor Patak —sí, se le llamaba «doctor»—, aunque fuera aceptado como tal, no tenía ninguna instrucción, ni de medicina, ni de farmacia, ni de nada. Era, simplemente, un ex enfermero de la cuarentena, cuyo papel consistía en vigilar a los viajeros retenidos en la frontera para el certificado de sanidad. Nada más. Esto, al parecer, bastaba para la población de Werst, poco exigente. Hay que agregar —nada sorprendente— que el doctor Patak era un hombre despreocupado, como conviene a quien se ocupa de cuidar a sus semejantes. Y no admitía ninguna de las supersticiones que corren por la región de los Cárpatos, ni siquiera las que concernían al castillo. Se reía de ellas, bromeaba. Y, cuando alguien decía delante de él que nadie se había atrevido a acercarse al castillo desde tiempo inmemorial, repetía a quien quería oírle:

—¡No tendríais que desafiarme para que vaya a visitar vuestra vieja casucha!

Pero, como no lo desafiaban, como incluso se guardaban mucho de desafiarlo, el doctor Patak nunca había ido y, gracias a la credulidad, el castillo de los Cárpatos seguía envuelto en un impenetrable misterio.