Trátese de rocas amontonadas por la naturaleza en las épocas geológicas, después de las últimas convulsiones del suelo, o de construcciones debidas a la mano del hombre, sobre las que ha pasado el soplo del tiempo, el aspecto es muy parecido, cuando se observa desde unas millas de distancia. Lo que es piedra bruta y lo que ha sido piedra labrada se confunde fácilmente. Desde lejos, el mismo color, los mismos perfiles, la misma desviación de las líneas en la perspectiva, la misma uniformidad de tono, bajo la pátina grisácea de los siglos.
Así ocurría con la fortaleza —también llamada castillo— de los Cárpatos. No era posible reconocer sus formas inciertas sobre la meseta de Orgall, que corona a la derecha del desfiladero de Vulkan. No se destaca en relieve sobre el fondo de las montañas. Quizá lo que se toma por una torre no sea más que un monte pedregoso. Quien lo mira cree distinguir las almenas de una muralla donde quizá no hay más que una cresta rocosa. El conjunto es vago, flotante, incierto. También, de dar crédito a diversos turistas, el castillo de los Cárpatos sólo existe en la imaginación de las gentes del condado.
Evidentemente, el medio más sencillo para asegurarse de ello sería contratar a un guía de Vulkan o de Werst, subir el desfiladero, remontar la cima, visitar el conjunto de las construcciones. Sólo que aún es más difícil encontrar un guía que el camino que lleva a la fortaleza. En esta región de los dos Zsily, nadie accedería a llevar a un viajero, fuera cual fuera la remuneración, al castillo de los Cárpatos.
Sea como sea, he aquí lo que habría podido distinguirse de esa antigua mansión en el campo de un anteojo más potente y mejor centrado que el instrumento de pacotilla que compró el pastor Frik por cuenta de maese Koltz:
A ochocientos o novecientos pies por detrás del desfiladero de Vulkan, un recinto de color de barro, revestido por una espesura de plantas trepadoras, que se redondea sobre una periferia de cuatrocientas o quinientas toesas, siguiendo los desniveles de la meseta; en cada extremo, dos bastiones en ángulo; el de la derecha, donde crecía la famosa haya, estaba aún coronado por una estrecha atalaya o garita de tejado puntiagudo; a la izquierda, unos lienzos de muralla con contrafuertes calados sostenían el campanario de una capilla, cuya campana rajada voltea en las intensas borrascas, con gran espanto de las gentes de la comarca; en el centro, por último, coronada por su plataforma almenada, una maciza torre del homenaje, con tres filas de ventanas emplomadas y cuyo primer piso está rodeado por una terraza circular; en la plataforma, un largo pie metálico, adornado con la virola feudal, una especie de veleta soldada por la herrumbre a la que un último golpe de galerna había inmovilizado en el sudeste.
En cuanto a lo que encerraba este recinto, cortado en muchos puntos, si existía algún edificio habitable, si un puente levadizo o una poterna permitían entrar en él, nadie lo sabía desde hacía muchos años. En realidad, aunque el castillo de los Cárpatos estaba mejor conservado de lo que su aspecto dejaba adivinar, un contagioso espanto, mezclado con superstición, lo protegía mejor de lo que hubieran podido hacerlo sus basiliscos, sus pedreros, sus bombardas, sus culebrinas, sus moyanas y otros ingenios artilleros de los siglos pasados.
Y, sin embargo, el castillo de los Cárpatos merecía ser visitado por turistas y anticuarios. Su situación, en la cima de la meseta de Orgall, es excepcionalmente hermosa. Desde la plataforma superior de la torre, la vista se dilata hasta el último límite de las montañas. Por detrás ondula la alta cadena, tan caprichosamente ramificada, que marca la frontera de Valaquia. Por delante se excava el sinuoso desfiladero de Vulkan, único camino practicable entre las provincias limítrofes. Más allá del valle de los dos Zsily, se alzan los pueblos de Livadzel, Lonyai, Petrozseny, Petrilla, agrupados junto a los orificios de los pozos que sirven para la explotación de esta rica cuenca hullera. Después, en el último plano, un admirable encabalgamiento de cimas, con bosques en la base y flancos verdeantes, áridas en la cumbre, que dominan las abruptas alturas del Retyezat y del Paring[5]. Por último, tras el valle del Hatszeg y la corriente del Maros, aparecen los lejanos perfiles, ahogados en la bruma, de los Alpes de la Transilvania central.
Al fondo de este embudo, la depresión del suelo formaba antaño un lago, en el que desembocaban los dos Zsily, antes de haber encontrado un paso a través de la cadena. Ahora, esta depresión no es más que un depósito de carbón, con sus ventajas y sus inconvenientes; las altas chimeneas de ladrillo se mezclan con las ramas de los álamos, de los abetos y de las hayas; las humaredas negruzcas vician el aire, saturado antaño por el perfume de los árboles frutales y las flores. Sin embargo, en la época en que transcurre esta historia, aunque la industria sujeta con mano de hierro este distrito minero, aún no ha perdido nada del carácter salvaje que debe a la naturaleza.
El castillo de los Cárpatos data de los siglos XII o XIII. En aquella época, bajo la dominación de los jefes —o voivodas—, monasterios, iglesias, palacios y castillos se fortificaban con tanto cuidados como los pueblos y aldeas. Señores y campesinos tenían que defenderse de toda clase de agresiones. Esta situación explica el aspecto de construcción feudal, dispuesta a defenderse, que le dan al castillo sus murallas, sus bastiones y su torre del homenaje. ¿Qué arquitecto lo edificó en esta meseta, a esta altura? No se sabe, y el nombre del audaz artista es desconocido, a menos que sea el rumano Manoli, tan gloriosamente cantado por las leyendas valacas, que construyó en Curtea de Arges el célebre castillo de Rodolfo el Negro.
Si hay dudas sobre el arquitecto, no las hay sobre la familia que poseía esta fortaleza. Los barones de Gortz eran los señores de la región desde tiempo inmemorial. Se vieron mezclados en todas las guerras que ensangrentaron las provincias transilvanas; lucharon contra los húngaros, los sajones, los szeklers; su nombre figura en las «cantigas», las doinas, donde se perpetúa el recuerdo de aquellos desastrosos períodos; tenían por divisa el famoso proverbio valaco Da pe maorte. «¡Da hasta la muerte!», y dieron, derramaron su sangre por la causa de la independencia; esa sangre que les venía de los romanos, sus antepasados.
Es de todos sabido que tantos esfuerzos, tanta abnegación y tantos sacrificios sólo consiguieron reducir a la más indigna opresión a los descendientes de esta valiente raza. Ya no tiene una existencia política. Tres botas la han aplastado. Pero los valacos de Transilvania no pierden la esperanza de sacudirse el yugo. El futuro les pertenece, y, con una confianza inquebrantable, repiten unas palabras donde concentran todas sus aspiraciones: «Román on péré!», «el rumano no podrá perecer».
A mediados del siglo XIX, el último representante de los señores de Gortz era el barón Rodolfo. Nacido en el castillo de los Cárpatos, había visto a su familia extinguirse a su alrededor en los primeros tiempos de su juventud. A los veintidós años se encontró solo en el mundo. Todos los suyos habían ido cayendo año tras año, igual que las ramas de la haya secular a la que la superstición popular ligaba la propia existencia de la fortaleza. Sin padres, sin amigos incluso, ¿qué podía hacer el barón Rodolfo para ocupar los ocios de la monótona soledad que la muerte había dejado en torno suyo? ¿Cuáles eran sus gustos, sus instintos, sus aptitudes? No se le conocía ninguno, a no ser una irresistible pasión por la música y, sobre todo, por el canto de los grandes artistas de la época. Entonces abandonando el castillo, desapareció un día. Y, según se supo posteriormente, consagraba su fortuna, bastante considerable, por otra parte, a recorrer los principales centros líricos de Europa, los teatros de Alemania, de Francia, de Italia, donde podía satisfacer sus insaciables fantasías de aficionado. ¿Era un excéntrico, por no decir un maniático? La extravagancia de su existencia permitía suponerlo así.
Sin embargo, el recuerdo de su tierra había quedado profundamente grabado en el corazón del joven barón de Gortz. No había olvidado su patria transilvana durante sus lejanas peregrinaciones. Y regresó para tomar parte en una de las sangrientas rebeliones de los campesinos rumanos contra la opresión húngara.
Los descendientes de los antiguos dacios fueron vencidos y su territorio se repartió entre los vencedores.
A consecuencia de esta derrota, el barón Rodolfo abandonó definitivamente el castillo de los Cárpatos, algunas partes del cual ya estaban en ruinas. La muerte no tardó en privar a la fortaleza de sus últimos servidores y quedó totalmente abandonada. En cuanto al barón de Gortz, corrió el rumor de que se había unido patrióticamente al famoso Rosza Sandor, un antiguo salteador de caminos al que la guerra de independencia había convertido en un héroe de drama. Afortunadamente para él, Rodolfo de Gortz se había separado de la banda del comprometedor betyar después del final de la lucha, y obró prudentemente, pues el antiguo bandido, convertido de nuevo en jefe de ladrones, acabó cayendo en manos de la policía, que se contentó con encerrarlo en la prisión de Szamos-Uyvar.
Sin embargo, entre las gentes del condado se admitió otra versión: a saber, que el barón Rodolfo había muerto durante una escaramuza de Rosza Sandor con los aduaneros de la frontera. No era cierto, aunque el barón de Gortz no hubiera vuelto a aparecer por la fortaleza desde esa época y nadie dudara ya de su muerte. Pero la prudencia aconseja aceptar con grandes reservas las habladurías de esta crédula población.
Castillo abandonado, castillo obsesivo, castillo extravagante. Las vivas y ardientes imaginaciones lo poblaron pronto de fantasmas, los aparecidos se mostraban en él, los espíritus regresaban a altas horas de la noche. Así son aún las cosas en ciertas comarcas supersticiosas de Europa, y Transilvania puede ocupar el primer lugar entre ellas.
Por lo demás, ¿cómo hubiera podido romper con las creencias en lo sobrenatural este pueblo de Werst? El pope y el maestro, éste encargado de la educación de los niños, aquél dirigiendo la religión de los fieles, enseñaban esas fábulas abiertamente, pues creían en ellas a pies juntillas. Afirmaban, «con apoyo de pruebas», que los duendes recorren la campiña, que los vampiros, llamados estriges porque lanzan gritos de lechuza, beben sangre humana, que los staffii andan errantes por las ruinas y se vuelven maléficos si se olvida llevarles comida y bebida cada noche. Hay unas hadas babes, con las que hay que evitar encontrarse el martes o el viernes, los dos peores días de la semana. ¡Y ay de quien se aventure en la espesura de los bosques del condado, bosques gigantescos donde se esconden los balauri, esos dragones gigantescos cuyas mandíbulas se abren hasta tocar las nubes, los zmei de alas desmesuradas, que raptan a las jóvenes de sangre real e incluso a las de menos alto linaje, con tal de que sean hermosas! He aquí un considerable número de temibles monstruos, al parecer. ¿Cuál es el genio bueno que les opone la imaginación popular? La serpi di casa, la serpiente del hogar doméstico, que vive familiarmente al fondo del lar, y cuya saludable influencia compra el campesino alimentándola con su mejor leche.
Ahora bien, si alguna vez existió un castillo preparado para servir de refugio a esta mitología rumana, sin duda era el de los Cárpatos. En una meseta aislada, inaccesible salvo por la izquierda del desfiladero de Vulkan, no cabía la menor duda de que albergaba dragones, hadas, vampiros, y quizá también algunos aparecidos de la familia de los barones de Gortz. De ahí una pésima reputación, muy justificada, según se decía. En cuanto a atreverse a visitarlo, a nadie se le hubiera ocurrido. Difundía a su alrededor un espanto contagioso, de la misma manera que un pantano insalubre difunde miasmas pestilentes. El simple hecho de acercarse a un cuarto de milla hubiera significado arriesgar la vida en este mundo y la salvación en el otro. Esto se aprendía normalmente en la escuela del maestro Hermod.
Sin embargo, esta situación finalizaría cuando no quedara ni una piedra de la vieja fortaleza de los Gortz. Y aquí es donde intervenía la leyenda.
Según los más autorizados notables de Werst, la existencia del castillo estaba ligada a la de una vieja haya, cuyo ramaje ondeaba en el bastión de esquina, situado a la derecha de la muralla.
Desde la partida de Rodolfo de Gortz —las gentes del pueblo, y en especial el pastor Frik, lo habían observador—, esta haya perdía cada año una de sus ramas principales. Se contaban dieciocho el día en que se vio por última vez al barón Rodolfo en la plataforma de la torre, y ahora el árbol ya sólo tenía tres. Pues bien, cada rama tronchada era un año menos de existencia de la fortaleza. La caída de la última entrañaría su aniquilación definitiva. Y entonces se buscaría en vano en la meseta de Orgall los restos del castillo de los Cárpatos.
En realidad, se trataba sólo de una de esas leyendas que nacen en las imaginaciones rumanas. Ante todo, ¿era exacto que la vieja haya perdía cada año una rama? No estaba probado, aunque Frik no dudaba en asegurarlo, y él no la perdía de vista mientras su rebaño pacía en los pastos del Zsily. Y aunque Frik no era muy de fiar, desde el último campesino hasta el primer magistrado de Werst creían todos, sin asomo de dudas, que el castillo tenía sólo tres años de vida, puesto que ya sólo se contaban tres ramas en el «haya tutelar».
El pastor se había apresurado a encaminarse hacia el pueblo para llevar la gran noticia, cuando se produjo el incidente del anteojo.
¡Gran noticia, muy grande, en efecto! Ha aparecido un humo en la cima de la torre… Lo que sus ojos no hubieran podido ver, Frik lo distinguió claramente con el instrumento del buhonero… No es un vapor, es un humo que va a perderse entre las nubes… Sin embargo, el castillo está abandonado… Desde hace mucho tiempo nadie ha franqueado su poterna, que está cerrada, sin duda, ni el puente levadizo, que seguramente está alzado. Si está habitado, sólo puede tratarse de seres sobrenaturales… Pero ¿con qué objeto harían fuego los espíritus en una de las piezas de la torre?… ¿Es una chimenea de una habitación? ¿Es el fuego de una cocina?… Eso era realmente inexplicable.
Frik empujaba a sus animales hacia el establo. Obedientes a su voz, los perros acosaban al rebaño sobre el camino en cuesta, cuyo polvo se aplastaba con la humedad de la tarde.
Algunos campesinos, rezagados en los cultivos, lo saludaron al pasar, y casi no contestó a su cortesía. Ello sembró una verdadera inquietud, pues, si se quiere evitar el maleficio, no basta con saludar al pastor, es preciso que éste devuelva el saludo. Pero Frik parecía poco inclinado a hacerlo, con los ojos huraños, su singular actitud, sus ademanes desordenados. Si los lobos o los osos le hubieran robado la mitad de sus corderos, no habría estado tan descompuesto. ¿De qué mala noticia es portador?
El primero que la supo fue el juez Koltz. En cuanto lo distinguió a lo lejos, Frik le gritó:
—¡Hay fuego en el castillo, mi amo!
—¿Qué dices, Frik?
—Digo lo que pasa.
—¿Es que te has vuelto loco?
En efecto, ¿cómo podía producirse un incendio en aquel viejo montón de piedras? Era como admitir que el Negoi, la cima más alta de los Cárpatos, se veía devorado por las llamas. No hubiera sido una hipótesis más absurda.
—¿Pretendes, Frik, pretendes que el castillo que quema?… —repitió maese Koltz.
—Si no se quema, echa humo.
—Será algún vapor…
—No, es humo… Venga a verlo.
Y ambos se dirigieron al centro de la calle mayor del pueblo, al borde de una terraza que dominaba los barrancos del desfiladero, desde la que se podía distinguir el castillo.
Una vez allí, Frik tendió el anteojo a maese Koltz.
Evidentemente, el juez no conocía el uso del instrumento.
—¿Qué es eso? —dijo.
—Una máquina que le he comprado por dos florines, amo, y que vale más de cuatro.
—¿A quién se la compraste?
—A un buhonero.
—Y, ¿para qué sirve?
—Póngaselo en el ojo, mire hacia el castillo y ya lo verá.
El juez apuntó el anteojo en dirección al castillo y lo examinó atentamente.
¡Sí! Un humo salía de una de las chimeneas de la torre. En ese momento, desviado por la brisa, trepaba por el flanco de la montaña.
—¡Humo! —repitió maese Koltz, estupefacto.
Mientras tanto, se habían reunido con ellos Miriota y el guardabosques Nic Deck, que acababan de regresar a casa.
—¿Para qué sirve eso? —preguntó el joven cogiendo el anteojo.
—Para ver a lo lejos —contestó el pastor.
—¿Está de broma, Frik?
—Bromeo tan poco, guardabosques, que hace apenas una hora he podido reconocerle, mientras bajaba por la carretera de Werst, a usted y también a…
No concluyó su frase, Miriota se ruborizó, bajando sus lindos ojos. Aunque, en realidad, no está prohibido que una joven honesta salga al encuentro de su prometido…
Ella y él, uno tras otro, cogieron el famoso anteojo y lo dirigieron hacia la fortaleza.
Entre tanto, media docena de vecinos habían llegado a la terraza y, enterados del hecho, utilizaron también el instrumento.
—¡Humo! ¡Humo en el castillo! —dijo uno.
—Quizá haya caído un rayo en la torre… —observó otro.
—¿Es que ha tronado? —preguntó maese Koltz, dirigiéndose a Frik.
—Ni un rayo desde hace ocho días —contestó el pastor.
Y aquellas buenas gentes se quedaron más asustadas que si les hubieran dicho que acababa de abrirse un cráter en la cumbre del Retyezat para dejar paso a los vapores subterráneos.