I

Esta historia no es fantástica, es sólo novelesca. ¿Hay que deducir que no es verdadera, dada su falta de verosimilitud? Sería un error. Vivimos en una época en la que todo ocurre; casi se tiene derecho a decir que todo ha ocurrido. Si nuestro relato no es verosímil hoy, puede serlo mañana, gracias a los recursos científicos de que dispone el futuro, y nadie se atrevería a incluirla entre las leyendas. Además, nadie cree ya en las leyendas al final de este práctico y positivo siglo XIX, ni en Bretaña, la comarca de los esquivos korrigans, ni en Escocia, la tierra de los brownies y los gnomos, ni en Noruega, la patria de los ases, de los elfos, de los siífos y de las valquirias, ni siquiera en Transilvania, donde el marco de los Cárpatos se presta de forma tan natural a cualquier evocación psicagógica. Sin embargo, conviene observar que la región transilvana está aún muy apegada a las supersticiones de las primeras edades.

Esas provincias de la extrema Europa fueron descritas por el señor de Gérando y visitadas por Eliseo Reclus. Ninguno de ellos mencionó la curiosa historia en que se basa esta novela. ¿Acaso no llegó a su conocimiento? Quizá sí, pero no quisieron darle crédito. Es muy de lamentar, pues la hubieran contado, el uno con la precisión de un analista, el otro con esa poesía instintiva que impregna sus relaciones de viaje.

Puesto que ni uno ni otro lo hicieron, voy a tratar de hacerlo yo en su lugar.

El 29 de mayo de aquel año, un pastor vigilaba su rebaño en el lindero de una verde meseta, al pie del Retyezat, el cual domina un fértil valle, poblado de árboles de troncos rectos, enriquecido con hermosos cultivos. Esa meseta elevada, descubierta, sin abrigo, es barrida durante el invierno por las galernas, que son los vientos del noroeste, como podría afeitarla una navaja de barbero. Entonces dicen, en la región, que se arregla la barba, y a veces muy a fondo.

El pastor no tenía nada de arcádico en su vestimenta ni de bucólico en su actitud. No era Dafnis, Aminta, Títiro, Licidas o Melibeo. El Lignon no murmuraba a sus pies, calzados con gruesos zuecos de madera; era el Zsily valaco, cuyas aguas frescas y pastorales merecerían discurrir a través de lo meandros de la novela La Astrea.

Frik, Frik del pueblo de Werst —así se llamaba el rústico pastor—, tan descuidado de su persona como sus animales, capaz de alojarse en la sórdida zahúrda, construida a la entrada del pueblo, donde sus corderos y sus cerdos vivían en una repugnante guarrería —única palabra, tomada de la lengua antigua, que conviene a los piojosos apriscos del condado.

El immanum pecus pacía, pues, guiado por el mencionado Frik —immanior ipse—. Tumbado en un otedo de mullida hierba, dormía con un solo ojo y velaba con el otro, con una gran pipa en la boca, silbando a veces a sus perros cuando alguna oveja se alejaba del pasto, o lanzando un agudo silbido que repetían los ecos múltiples de la montaña.

Eran las cuatro de la tarde. El sol comenzaba a declinar. Algunas cimas, cuyas bases se ahogaban en una bruma flotante, se iluminaban hacia el este. Por el sudoeste, dos hendiduras de la cadena montañosa dejaban pasar un oblicuo haz de rayos, como un chorro de luz que se filtra por una puerta entreabierta.

Ese sistema orográfico pertenecía a la porción más salvaje de Transilvania, conocida con la denominación de condado de Klausenburg o Koloszvar.

Transilvania, «l'Erdely» en magiar, es decir, «el país de los bosques», es un curioso fragmento del imperio austriaco. Está limitada por Hungría, al Norte; Valaquia, al Sur; Moldavia, al Oeste. Se extiende por sesenta mil kilómetros cuadrados, o sea, seis millones de hectáreas —más o menos, una novena parte de Francia—, y es una especie de Suiza, aunque doble de grande que el dominio helvético, sin estar más poblada. Con sus mesetas dedicadas al cultivo, sus exuberantes pastos, sus valles caprichosamente dibujados, sus altivas cimas, Transilvania, recorrida por las ramificaciones de origen plutónico de los Cárpatos, está surcada por numerosas corrientes de agua que van a engrosar el Theis y el soberbio Danubio, cuyas Puertas de Hierro, unas millas más al sur[2], cierran el desfiladero de la cadena de los Balkanes sobre la frontera de Hungría y del imperio otomano.

Tal es este antiguo país de los dacios, conquistado por Trajano en el siglo I de la era cristiana. La independencia de que gozaba bajo Juan Zapoly y sus sucesores, hasta 1699, terminó con Leopoldo I, que la anexionó a Austria. Mas a pesar de su distinta constitución política, el país siguió siendo morada común de diversas razas, que se codean sin fundirse: valacos o rumanos, húngaros, gitanos, szeklers, de origen moldavo, o también sajones, a los que el tiempo y las circunstancias acabaron «magiarizando», en beneficio de la unidad transilvana.

¿A qué tipo pertenecía el pastor Frik? ¿Era un descendiente degenerado de los antiguos dacios? Sería muy difícil pronunciarse a este respecto, viendo su cabellera en desorden, su cara tiznada, su barba enmarañada, sus cejas espesas como dos cepillos de rojizas crines, sus ojos garzos, entre el verde y el azul, cuyo húmedo lagrimal estaba rodeado por un círculo senil. Tendría unos sesenta y cinco años —o por lo menos eso parecía—. Pero era alto, seco, erguido bajo su sayo amarillento, menos peludo que su pecho, y a más de un pintor le hubiera gustado reflejar su silueta cuando, tocado con un sombrero de esparto, un verdadero tapón de paja, se apoyaba sobre su curvado bastón, inmóvil como una roca.

En el momento en que los rayos penetraban a través de la hendidura del oeste, Frik se volvió; después, cerrando a medias la mano, se la acercó a la cara como un anteojo —de la misma manera que haría una bocina para que lo oyeran a los lejos— y miró con gran atención.

En el horizonte iluminado, a más de una milla, aunque muy disminuidas por la lejanía, se perfilaban las formas de una fortaleza. El viejo castillo ocupaba, sobre una cima aislada del desfiladero de Vulkan, la parte superior de una meseta llamada de Orgall. Con aquella luz deslumbrante, su relieve se destacaba crudamente, con esa nitidez que presentan las vistas estereoscópicas. Sin embargo, el ojo del pastor debía poseer un gran poder visual para distinguir algún detalle en aquella masa lejana.

De pronto exclamó, meneando la cabeza:

—¡Viejo castillo!… ¡Viejo castillo!… ¡Ya puedes afirmarte sobre tus cimientos!… Tres años más y habrás dejado de existir, pues tu haya sólo tiene tres ramas…

Esta haya, plantada en el extremo de uno de los bastiones del castillo, se destacaba en negro sobre el fondo del cielo como un fino recorte de papel, y sólo Frik habría podido verla a aquella distancia. En cuanto a la explicación de las palabras del pastor, provocadas por una leyenda referente al castillo, la daremos a su debido tiempo.

—Sí —repitió—, tres ramas… Ayer había cuatro, pero la cuarta cayó esta noche… Sólo queda su muñón… Y no cuento más que tres en la horquilla… Sólo tres, vieja fortaleza… ¡Sólo tres!…

Cuando se piensa en el aspecto ideal de un pastor, la imaginación lo convierte en un ser soñador y contemplativo; charla con los planetas, conversa con las estrellas, lee en el cielo. En realidad, suele ser una bestia ignorante y tosca. Sin embargo, la credulidad pública le atribuye con frecuencia dones sobrenaturales: posee maleficios; según su humor, conjura a la suerte o aoja a las gentes y a los animales, lo cual es todo uno, en este caso; vende polvos simpáticos; se le compran filtros y fórmulas. ¿Acaso no puede hacer que los surcos queden estériles, tirándoles piedras encantadas, y que las ovejas pierdan su fecundidad, mirándolas con el ojo izquierdo? Estas supersticiones pertenecen a todas las épocas y a todos los países.

Incluso en las campiñas más civilizadas jamás se pasa ante un pastor sin dirigirle una frase amistosa, un saludo significativo, dándole el nombre de «pastor», que tanto le agrada. Un sombrerazo permite eludir malignas influencias, y en los caminos de Transilvania se prodiga igual que en todas partes.

Frik estaba considerado como un brujo, como un evocador de apariciones fantásticas. Según unos, los vampiros y los trasgos le obedecían; según otros, podía encontrársele, en el cuarto menguante, en las noches sombrías, encaramado en la compuerta de un molino, charlando con los lobos o soñando con las estrellas.

Frik dejaba correr esos rumores y se beneficiaba con ellos. Vendía hechizos y amuletos. Pero hay que observar que él era tan crédulo como su clientela y, aunque no creyera en sus propios sortilegios, por lo menos daba crédito a las leyendas que circulaban por el país.

No es de extrañar, pues, que hubiera deducido ese pronóstico referente a la próxima desaparición de la vieja fortaleza, puesto que el haya sólo tenía tres ramas, ni que tuviera prisa por llevar la noticia a Werst.

Tras haber reunido a su rebaño gritando a pleno pulmón a través de una larga boquilla de madera blanca, Frik cogió el camino del pueblo. Sus perros lo seguían acosando a los animales —dos semi-grifones bastardos, ariscos y feroces, que parecían más adecuados para devorar corderos que para guardarlos—. Había unos cien corderos y ovejas, entre ellos una docena de añojos, y el resto eran animales tercencos y sobre-primados, o sea, de cuatro y de seis dientes.

Este rebaño pertenecía al juez de Werst, el biró Koltz, que pagaba al ayuntamiento un importante derecho de pastoreo y apreciaba mucho a su pastor, Frik, pues sabía que era hábil para el esquileo y muy entendido en el tratamiento de las enfermedades, ránulas, batraco, huélfago, lombrices, hidropesía, basquilla, morriña, despeaduras, roña y otra afecciones de origen pecuario.

El rebaño marchaba en una masa compacta, con el guión delante y cerca de él la oveja madre, que hacían tintinear sus esquilas en medio de los balidos.

Al salir de los pastos, Frik tomó un ancho sendero que bordeaba extensos campos. En ellos ondulaban las magníficas espigas de un trigo ya muy crecido, de paja muy larga; allí se extendían algunas plantaciones del «kukurutz», el maíz de la región. El camino conducía a la linde de un bosque de pinos y abetos, de interior fresco y sombrío. Más abajo, el Zsily paseaba su curso luminoso, filtrado por los guijarros del fondo, sobre el que flotaban los tarugos de madera cortados por las serrerías de río arriba.

Perros y corderos se detuvieron en la orilla derecha del río y empezaron a beber ávidamente al ras del ribazo, removiendo la maraña de juncos.

Werst estaba a tres tiros de fusil, tras un espeso saucedal, formado por verdaderos árboles y no por esos ejemplares achaparrados y desmochados que despliegan sus frondas a poca distancia de las raíces. Este saucedal se extendía hasta los declives del desfiladero de Vulkan, cuyo pueblo, que lleva el mismo nombre, ocupa un saliente de la vertiente meridional de los macizos de Plesa.

El campo estaba desierto a esas horas. Sólo al caer la noche las gentes de los cultivos regresaban a sus hogares, y Frik no había podido intercambiar, por el camino, el tradicional saludo. Su rebaño había saciado su sed y estaba a punto de meterse entre los repliegues del valle cuando apareció un hombre en un recodo del Zsily, unos cincuenta pasos río abajo.

—¡Eh, amigo! —le gritó al pastor.

Era uno de esos forasteros que recorren las ferias del condado. Se les encuentra en las ciudades, en los pueblos, incluso en las más humildes aldeas. Para ellos no es un problema hacerse entender: hablan todas las lenguas. ¿Este era italiano, sajón o valaco? Nadie habría podido decirlo; pero era judío; judío polaco, alto, flaco, de nariz arqueada, barbita en punta, frente abombada y ojos muy vivos.

Este buhonero vendía lentes, termómetros, barómetros y pequeños relojes. Lo que no iba encerrado en el fardo sujeto con fuertes tirantes que llevaba a la espalda, le colgaba del cuello o de la cintura; un verdadero muestrario ambulante.

—Probablemente, el judío sentía el respeto y quizá el saludable temor que inspiran los pastores, de modo que saludó a Frik con la mano. Después, en rumano, esa lengua formada de latín y de eslavo, dijo, con acento extranjero:

—¿Qué, amigo? ¿Marchan las cosas como usted desea?

—Sí…, según el tiempo —respondió Frik.

—Entonces le irán bien hoy, porque hace bueno.

—Y me irán mal mañana, pues lloverá.

—¿Lloverá? —se asombró el buhonero—. ¿Es que en este país llueve sin que haya nubes?

—Las nubes vendrán esta noche… de allá abajo… Del mal lado de la montaña.

—¿Y en qué lo nota usted?

—Por la lana de mis corderos, que está áspera y seca como una piel curtida.

—Entonces, mal asunto para los que recorren los caminos…

—Y bueno para los que se hayan quedado a la puerta de su casa.

—Para eso habría que tener una casa, pastor.

—¿Tiene usted hijos? —dijo Frik.

—No.

—¿Está usted casado?

—No.

Frik preguntaba esto porque, en la región, es costumbre preguntarlo a quien se encuentra. Después, continuó:

—¿De dónde viene, buhonero?

—De Hermanstadt.

Hermanstadt es uno de los principales pueblos de Transilvania. Al salir de él se encuentra el valle del Zsily húngaro, que baja hasta el pueblo de Petrozseny.

—Y, ¿adonde va?

—A Koloszvar.

Para llegar a Koloszvar basta con subir en dirección al valle del Maros; después, por Karlsburg, siguiendo las primeras estribaciones de los montes de Bihar, se llega a la capital del condado. Un camino de una veintena de millas[3], a lo sumo.

En realidad, estos vendedores de termómetros, barómetros y carracas evocan siempre la idea de seres aparte, con un aspecto que parece salido de un cuento de Hoffman. Eso es debido a su oficio. Venden el tiempo en todas sus formas, el que transcurre, el que hace, el que hará, como otros buhoneros venden cestos, lanas o algodones. Se diría que son los viajantes de la Casa Saturno y Cía., de la marca Reloj de arena de oro. Y, sin duda, ese fue el efecto que el judío le produjo a Frik, el cual miró con asombro aquel muestrario de objetos, nuevos para él, cuyo destino no conocía.

—¡Eh!, buhonero —preguntó alargando el brazo—, ¿para qué sirve ese baratillo que se entrechoca en su cinturón como los huesos de un viejo ahorcado?

—Son cosas de valor —contestó el forastero—; cosas útiles para todos.

—¿Para todos? —exclamó Frik, guiñando un ojo—. ¿Incluso para los pastores?

—Incluso para los pastores.

—¿Y ese chisme?

—Este chisme —contestó el judío, haciendo saltar entre sus manos un termómetro— le dice si hace calor o frío.

—¡Eh, amigo! Yo sé muy bien cuándo sudo bajo mi sayo o tirito bajo mi hopalanda.

Evidentemente, con esto le bastaba al pastor, que no se preocupaba ni poco ni mucho por las razones de la ciencia.

—¿Y esa gran carraca con su aguja? —continuó, señalando un barómetro aneroide.

—No es una carraca. Es un instrumento que le dice si mañana hará buen tiempo o lloverá…

—¿De veras?

—De veras.

—¡Bueno! —replicó Frik—. No me interesaría aunque sólo costara un kreutzer. ¿Es que no sé el tiempo con veinticuatro horas de adelanto, sólo al ver cómo las nubes se arrastran sobre la montaña o corren por encima de los picos más altos? Mire, ¿ve esa ligera bruma que parece surgir del suelo? Pues bien, ya se lo dije, es agua para mañana.

En realidad, el pastor Frik, gran observador del tiempo, podía prescindir de un barómetro.

—No le pregunto si necesita un reloj… —continuó el buhonero.

—¿Un reloj?… Tengo uno que marcha solo y que se balancea sobre mi cabeza. Es el sol, allá arriba. Mire, amigo, cuando se detiene en la punta del Roduk, es mediodía, y cuando mira a través del agujero de Egelt, son las seis. Mis corderos lo saben tan bien como yo, y mis perros, lo mismo que mis corderos. De modo que guárdese sus carracas.

—¡Vamos! —dijo el buhonero—. Si no tuviera más clientes que los pastores, a duras penas haría fortuna. ¿No necesita usted nada…?

—Nada de nada.

Por otra parte, toda esta mercancía de bajo precio era de fabricación mediocre. Los barómetros no se ponían de acuerdo sobre el tiempo variable o estable; las agujas de los relojes marcaban horas demasiado largas o minutos demasiado cortos; en fin, puras chapucerías. El pastor quizá lo sospechaba y no estaba muy inclinado a ofrecerse como comprador. Sin embargo, en el momento en que iba a recoger su cayado, sacudió una especie de tubo, colgado del tirante del buhonero, diciendo:

—¿Para qué sirve ese tubo que lleva ahí?

—Ese tubo no es un tubo.

—¿Qué es entonces? ¿Una bocacha?

El pastor llamaba así a una especie de vieja pistola de cañón ancho.

—No —dijo el judío—. Es un anteojo.

Era uno de esos anteojos comunes, que aumentan cinco o seis veces los objetos, o los acercan, lo cual produce el mismo resultado.

Frik había descolgado el instrumento, lo miraba, lo manejaba, le daba vueltas de cabo a rabo, deslizaba los cilindros uno sobre otro.

Después, meneando la cabeza, dijo:

—¿Un anteojo?

—Sí, pastor, algo estupendo, que le aumenta la vista de lo lindo.

—¡Oh!, tengo buenos ojos, amigo. Cuando el tiempo está despejado, distingo las últimas rocas hasta la cabeza del Retyezat, y los últimos árboles del fondo de los desfiladeros de Vulkan.

—¿Sin guiñar?

—Sin guiñar. Gracias al rocío, cuando duermo toda la noche al raso. Eso deja muy limpia la pupila.

—¿Qué?… ¿El rocío? —respondió el buhonero—. Yo diría más bien que deja ciegos…

—Pero no a los pastores.

—¡Está bien! Pero, si usted tiene buenos ojos, los míos son aún mejores cuando los pongo en el extremo de mi anteojo.

—Habría que verlo.

—Véalo; aplique el ojo…

—¿Yo?

—Pruebe.

—¿No me costará nada? —preguntó Frik, desconfiado por naturaleza.

—Nada, a menos que usted decida comprarme el artefacto.

Tranquilizado a este respecto, Frik cogió el anteojo, cuyos tubos ajustó el buhonero. Después, cerrando el ojo izquierdo, aplicó el ocular a su ojo derecho.

Ante todo, miró en dirección al desfiladero de Vulkan, subiendo hacia el Plesa. Una vez hecho esto, bajó el instrumento y lo apuntó sobre el pueblo de Werst.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo—. Es cierto… Llega más lejos que mis ojos… Ahí está el camino real… Reconozco a las gentes… Mira, Nic Deck, el guardabosques, que vuelve de su ronda, con el morral a la espalda y el fusil al hombro…

—¿No se lo decía yo? —observó el buhonero.

—¡Sí…, sí…; claro que es Nic! —continuó el pastor—. Y, ¿quién es la muchacha que sale de casa de maese Koltz, con falda roja y corpiño negro, como para ir a su encuentro?

—Fíjese bien, pastor. Usted reconocerá a la muchacha tan bien como al joven…

—¡Ah! Sí… Es Miriota… ¡La guapa Miriota!… ¡Ah! ¡Los enamorados…! ¡Los enamorados…! ¡Esta vez tienen que aguantarse, porque están al extremo de mi tubo y no me pierdo ninguno de sus melindres!

—¿Qué dice usted de mi máquina?

—¡Ah! ¡Ah!… ¡Que hace ver a lo lejos!

Por el hecho de que Frik no hubiera mirado nunca antes con un anteojo, el pueblo de Werst merecía verse situado entre los más atrasados del condado de Klausenburg. Y así era, como pronto se verá.

—Vamos, pastor —continuó el forastero—, siga mirando…, y más lejos de Werst… El pueblo está demasiado cerca… Mire allá, mucho más allá, le digo.

—¿Y no me costará más?

—Nada más.

—¡Bueno!… ¡Buscaré por el lado del Zsily húngaro! Sí, ahí está el campanario de Livadzel… Lo reconozco por su cruz, a la que le falta un brazo… Y más allá, en el valle, entre los abetos, distingo el campanario de Petrozseny, con su gallo de hojalata, que tiene el pico abierto como si fuera a llamar a sus pollitas… Y allá abajo, aquella torre que asoma entre los árboles… Debe ser la torre de Petrilla… Pero, ahora que se me ocurre, buhonero, espere un poco, ya que sigue siendo el mismo precio…

—El mismo, pastor.

Frik se había vuelto hacia la meseta de Orgall; después, con el extremo del anteojo, siguió el telón de los bosques sombríos de las pendientes del Plesa, y el campo del objetivo encuadró la lejana silueta de la fortaleza.

—¡Sí! —exclamó—. La cuarta rama está en el suelo… ¡Lo había visto bien!… Y nadie irá a recogerla para hacer una hermosa fogata por San Juan… No, nadie…, ¡ni siquiera yo!… Sería arriesgar el cuerpo y el alma… Pero no hay que preocuparse… Habrá alguien que la echará, esta noche, en medio del fuego de su infierno… ¡El Chort!

El Chort, así se llama al diablo cuando se le evoca en las conversaciones de la región.

Quizá el judío iba a pedir una explicación de esas palabras, incomprensibles para quien no fuera del pueblo de Werst o de sus alrededores, cuando Frik exclamó, con una voz donde se mezclaban el espanto y la sorpresa:

—¿Qué es esa bruma que escapa de la torre del homenaje?… ¿Es una bruma?… ¡No!… Se diría humo… ¡No es posible!… Hace años y años que no humean las chimeneas de la fortaleza…

—Si usted ve humo allá, pastor, es que hay humo.

—¡No, buhonero…, no! El cristal de su máquina está empañado.

—Límpielo.

—Y cuando lo limpie…

Frik apartó el anteojo y, tras haber frotado el vidrio con su manga, volvió a llevárselo a los ojos.

Realmente había humo en la cima de la torre. Subía recto, en el aire tranquilo, y su penacho se confundía con los altos vapores.

Frik, inmóvil, enmudeció. Toda su atención se concentraba sobre la fortaleza, hasta la que empezaba a llegar la sombra que ascendía por la meseta de Orgall.

De pronto, bajó el anteojo y, llevándose la mano a las alforjas que colgaban sobre su sayo, preguntó:

—¿Cuánto vale su tubo?

—Florín y medio[4] —contestó el buhonero.

Y hubiera cedido el anteojo incluso por un florín, a poco que Frik regateara. Pero el pastor no se inmutó. Dominado visiblemente por un estupor tan repentino como inexplicable, metió la mano en el fondo de sus alforjas y sacó el dinero.

—¿Compra el anteojo para usted? —preguntó el buhonero.

—No…, para mi amo, el juez Koltz.

—Entonces, él le devolverá…

—Sí, los dos florines que me cuesta…

—¿Cómo?… ¿Los dos florines?

—¡Ah! ¡Sin duda!… Buenas tardes, amigo.

—Buenas tardes, pastor.

Y Frik, silbando a sus perros y arreando su rebaño, se alejó rápidamente en dirección a Werst.

El judío, al verlo marcharse, sacudió la cabeza, como si hubiera tenido ante sus ojos a un loco.

—Si lo hubiera sabido —murmuró—, le habría vendido más caro el anteojo.

Después, una vez que se ajustó su muestrario a la cintura y a los hombros, tomó la dirección de Karlsburg, bajando por la orilla derecha del Zsily.

¿Adonde iba? No importa mucho. Sólo ha pasado una vez por este relato y no lo volveremos a ver.