PRÓLOGO[1]

Hace ya más de cien años, en 1862 exactamente, Jules Verne, un hombre de confusa personalidad, iniciado ya en varias de las bellas artes sin éxitos ni fracaso dignos de mención, al borde de los cuarenta, extraordinariamente corpulento, de mirada a tono con el perfil duramente recortado de sus facciones, ágil de movimientos, abierto a veces en una sonrisa silenciosa, entregaba a un prestigioso editor parisiense, Hetzel, el manuscrito de una novela que le llevaría a compartir los laureles de los genios literarios del siglo XIX. Se trataba de Cinco semanas en globo. La publicación de dicha obra tuvo lugar en diciembre de ese mismo año. El aire levantado por la novela traspasa las fronteras de Francia para filtrarse hasta los rincones más alejados de Europa. Un contrato con la casa Hetzel para publicar en exclusiva sus obras durante veinte años, permitirán a Jules Verne una completa dedicación a la literatura. En ese mismo año de 1862 ha de aparecer también el Viaje al centro de la tierra, confirmación de sus extraordinarias y peculiares dotes de narrador de aventuras, corroboración inmediata de su anterior éxito editorial. El Magasin d'Education et de Récréation, dependiente también de Hetzel, le cuenta desde entonces entre sus colaboradores asiduos. En las columnas de esta revista, desde su primer número (20 de marzo de 1864) aparecen las entregas de las Aventuras del Capitán Hutteras. La publicación, en 1865, de De la Tierra a la Luna (curiosamente subtitulado Trayecto directo en 91 horas y 20 minutos) culmina el período de tres años de su consagración pública, período, por lo demás, en el que la fecundidad se conjuga con una calidad media quizá posteriormente irrepetible.

Jules Verne había nacido en Nantes, el 8 de febrero de 1828, primer hijo del matrimonio entre Pierre Verne y Sofía Alióte de la Füye, magistrado de Provins el primero, y descendiente de una acomodada familia de armadores y navegante de Nantes la segunda. A los once años, de los que los últimos cinco habían sido de estudio, Jules Verne embarca escapado hacia las Indias. Cuando su padre le recupera en la primera escala del buque, antes de abandonar siquiera la costa francesa, el pequeño Jules se justifica diciendo que necesitaba ir a las Indias para volver con un collar de auténtico coral, promesa formulada ante su prima Carolina Tronson. Tras el disgusto, que conmocionó a buena parte de la ciudad, el pequeño Verne ha de prometer: «No viajaré más que en sueños…».

En el Instituto de Nantes, cursando las especialidades de Letras, se encamina hacia los estudios de Derecho. Así lo disponía la tradición familiar.

París se ofrece en principio complicado e ininteligible para este provinciano enamoradizo (su prima Carolina se casa en 1847, con gran desesperación de Jules Verne), y procura reducir allí sus estancias al tiempo indispensable para los exámenes. Sin embargo, a medida que se familiariza con el ambiente, entre el ir y venir del París mítico de mediados de siglo, la inquieta mirada del joven Verne atisba las posibilidades que ofrece una ciudad con aquella vida cultural e intelectual. Sin cumplir aún los veintiún años obtiene permiso de su padre para acabar los estudios en París. El 12 de noviembre de 1848 se instala definitivamente en la capital en compañía de un compañero de Nantes, estudiante también, Eduardo Bonamy.

Los años que siguen, hasta 1850, se reparten entre el teatro (género por el que se había despertado una pasión en Verne que perdurará a lo largo de toda su vida), la picaresca estudiantil, la afirmación y reafirmación de sus aficiones literarias (se sabe que tuvo que ayunar tres días para comprarse las obras de teatro de W. Shakespeare) y la preparación de su tesis de licenciatura. Acaba finalmente obteniendo su título de licenciado en Derecho, y de acuerdo con los planes familiares tendría que volver a Nantes y abrir allí bufete con ayuda de su padre. Pero para entonces ha esbozado y estrenado varias obras de teatro, y ha intimado con los jóvenes escritores que siempre deambularon por París. Asiste invariablemente a los estrenos. Se inicia en el difícil arte de la novela y, sin pena ni gloria, hace sus primeras armas, directamente asistido por Dumas padre, con quien le unió una especial amistad (las primeras obras de teatro a que nos hemos referido más arriba están inspiradas en las novelas históricas de Dumas).

La subsistencia no es fácil; Jules Verne tiene que dar clases particulares para ganarse la vida y escribir algunos artículos de divulgación científica para semanarios ilustrados. En 1852 publica, en «Le Musée des Familles» —la revista que publicaba buena parte de sus artículos de divulgación científica—, su primera narración larga: Martín Paz, novela histórica muy del gusto de la época, en la que la rivalidad étnica entre españoles, indios y mestizos del Perú se mezcla con una intriga sentimental digna de los no menos famosos folletines entonces en boga. A sus veinticuatro años, el escritor se caracteriza ya por esa apertura histórico-geográfica que hará de él uno de los visionarios de su época.

El 20 de abril de 1853 estrena una opereta en un acto, con libreto suyo y de Michel Carré, música de otro amigo suyo, Arístides Hignard. Las cuarenta representaciones de la opereta en el Théâtre Lyrique colocan al trío autor en los linderos del éxito y de la popularidad. Se trata sólo del umbral de la fama, y no será traspasado hasta más tarde.

Los tres años siguientes, es decir, el período que culmina con su matrimonio con Honnorine-Anne-Hebe Morel, son años en los que, sin abandonar nunca el teatro y el género lírico, va cobrando importancia la novela como medio expresivo. Su matrimonio, en enero de 1857, le introduce, a través de su suegro y con la ayuda de su padre, en la Bolsa de París como agente de cambio. Trabajo este al que se entrega con calma y sólo en la medida de lo necesario. Las lecturas siguen constituyendo para él alimento indispensable. Antes de su definitivo, como ya sabemos, contacto con el editor Hetzel, volverá a probar alguna vez con el teatro. El contrato firmado con el editor le permitirá después abandonar sus actividades como agente de cambio en la Bolsa de París para dedicarse de lleno a la redacción de sus novelas.

Desde entonces, y hasta 1888, viajar y escribir serán sus únicas ocupaciones. Hasta esa fecha su obra habrá de completarse con más de ochenta novelas (recordemos de entre ellas: Los hijos del Capitán Grant, de 1867; Veinte mil leguas de viaje submarino, de 1869; La vuelta al mundo en ochenta días, de 1873; La isla misteriosa, de 1874; Miguel Strogoff, de 1876; Dos años de vacaciones, de 1888) y varias obras de divulgación científica de gran envergadura (Geografía ilustrada de Francia y sus Colonias, de 1868; Historia de los grandes viajes y de los grandes viajeros, de 1878; Cristóbal Colón, de 1883), amén de algún que otro inédito para teatro.

Su economía, notablemente mejorada a raíz de los primeros éxitos, le permite viajar casi constantemente. La actividad de viajar suele simultanearse ahora con la redacción de sus novelas. Su primer yate, el Saint-Michel, no es ni más ni menos que una chalupa de pesca remozada, que va arriba y abajo por el Sena y se acerca, con el buen tiempo y el agua quieta, hasta el Canal de la Mancha. De estos pequeños viajes nacerán en su cabeza otros más fantásticos y extraordinarios. En abril de 1867, junto a su hermano Paul, embarca en el Great-Estearn, buque encargado de tender el cable telefónico transoceánico. Apenas de vuelta a París, se encierra en el camarote preparado del Saint-Michel, fondeado en el Sena, para dar suelta a todas las fantasías concebidas en la inmensidad del Atlántico. Nace así una de sus obras maestras: Veinte mil leguas de viaje submarino.

Al Saint-Michel, indeciso ante los bravos vientos que vienen del Mar del Norte, le sucede un auténtico yate, el Saint-Michel, II, y a éste, todavía, un Saint-Michel III, capaz ya de llevarle desde Amiens, su residencia de entonces, cuna de la familia de su mujer, a Noruega, Irlanda, Escocia, al Báltico, etc.

En 1888 Jules Verne celebra su sesenta cumpleaños y decide afincarse definitivamente en Amiens. Su cuerpo es menos ágil y su afán de viajes se ha calmado. Pero su temperamento naturalmente dinámico y emprendedor no le permite la inactividad. Su carácter abierto y progresista le lleva directamente a participar en la política, si bien a nivel modesto. Resulta elegido en el Consejo Municipal de Amiens, formando filas entre los grupos más radicales. Abandona sus viajes y casi definitivamente la literatura para ^dedicarse a sus preocupaciones municipales. Aun publicando mucho menos, no deja de escribir y, sobre todo, no deja de leer. Los últimos años de su vida nos proporcionan varios testimonios escritos de su admiración por las Aventuras de Arturo Gordon Pym, de Edgar A. Poe. Aventuras que el mismo Verne continuaría por su cuenta. Antes de morir, el 24 de marzo de 1905, en su casa de Amiens, publicará todavía una docena de obras de tono menor.

En el siglo de Zola, de Flaubert, de Tolstoi, de Dostoyevsky, de Stendhal y de George Eliot, la figura de Jules Verne se nos aparee en una dimensión completamente nueva. Incomparable encantador de serpientes, Jules Verne nos traslada a un mundo exclusivamente suyo, calificado por la peculiar relación que existe en su obra entre la ficción y la realidad.

Algunos de sus críticos y biógrafos, por no decir la mayor parte de ellos, han sentado un tópico que se ha ido repitiendo de biografía en biografía y comentario en comentario de nuestro personaje. Raro entre todos ellos el que no acaba atribuyendo a Jules Verne el calificativo de adelantado del siglo XX (con base, fundamentalmente, en su fantástica capacidad para concebir ingenios mecánicos que hoy constituyen el nivel de sentido común de la moderna tecnología).

Sin embargo, a nosotros nos parece que dicha calificación de adelantado es fruto de un razonamiento excesivamente simplista. En realidad, Jules Verne, apenas traspasamos la capa más superficial de su obra, es decir, apenas nos despojamos de toda la retórica que ha solido acompañar a casi todo lo que de él se ha escrito, se nos aparece como un arquetipo del siglo XIX, perfectamente encajado en dicho siglo e identificado con lo más perdurable de las inquietudes que caracterizaron la época que le cupo en suerte.

Su confianza en el progreso de las ciencias no es fruto de una visionaria imaginación, sino mera constatación del proceso real que se operaba en el seno de la ciencia durante el último cuarto del siglo XIX. En cualquier caso, la descripción de las máquinas que aparecen en su obra resultan hoy aparatos de tramoyista en comparación con las realmente existentes. Lo interesante, desde nuestro punto de vista, lo que definitivamente le caracteriza no es que «invente» el submarino o el cohete interespacial, sino que inserte todo ello (la tecnología, la mecánica, la botánica, la bioquímica, la física, etc.) en sus narraciones, fraguando así una nueva cotidianidad. Jules Verne es un hombre y una mentalidad típica del siglo XIX, desde luego, y de lo mejor de lo que en definitiva nos ha legado es siglo XIX. No se trata, por lo tanto, de minimizarle. La confianza racionalista, a la que aludíamos más arriba, en el progreso científico, no sólo en lo que a sus implicaciones tecnológicas se refiere, sino también esperanza referida a una nueva y serena —racional— visión del universo (de la que tan buena muestra constituye este Castillo de los Cárpatos que el lector tiene entre manos), la directísima relación entre tecnología y vida cotidiana establecida a lo largo de su obra, es fruto, no de su despegue de la época, sino de una finísima sensibilidad para captar el humus de su tiempo. Sensibilidad que compartieron todos los mejores del XIX, en combate contra el adocenamiento, el oscurantismo y el conocimiento aristocrático, para facilitar, precisamente, el paso a ese mundo nuevo, promsa de la razón y de la ciencia.

El Castillo de los Cárpatos fue escrita en 1892, en la época correspondiente a su consagración plena como narrador de aventuras, y después de haber leído buena parte de la obra de Poe. El lector podrá observar cómo aparecen en la narración, con carácter fundamental, algunos elementos que, o bien no habían aparecido anteriormente o, todo lo más, habían constituido elementos accidentales en la totalidad de su obra. Nos referimos ahora a los elementos o ingredientes narrativos que forman parte de lo que hoy llamamos literatura de suspense o literatura de terror. (En cuanto a sus accidentales apariciones en anteriores obras, cabe señalar La isla misteriosa, escrita en 1874.)

La amplia obra de Verne cabalga toda ella sobre un muro que separa la simple épica, la aventura, por un lado, de la introspección y la literatura de terror; la lírica del misterio, por otro. A veces (este a veces quiere decir en una obra, en una época o, incluso, en algún capítulo de alguna obra) lo encontramos vencido de una parte de ese muro, a ve-ves de otra. En orden a trazar una línea de comportamiento general, cabría decir que esa introspección psicológica, esa lírica del misterio, se hace más y más patente a medida que Verne madura en su obra. Línea general confirmada por la ya mencionada admiración por la obra de Poe, en quien esa lírica ha encontrado, por el momento, su máxima expresión. (El que Poe dejara inconcluso su Gordon Pym hay que atribuirlo, precisamente, al «problema» contrario o contrapartida de Verne: Poe fue cada vez más incapaz para hilar una narración de aventuras al margen de sus sueños y de sus visiones, fue incapaz de concebir el término o el propósito de un viaje —el Polo de Gordon Pym— en forma inmediata y terrestre; la transformación en nebulosa metáfora, sugerente visión del alma en trance, de todo lo concreto, le impedía manejar los elementos necesarios para culminar la narración en su forma «tradicional» o, cuando menos, tradicionalmente vendible).

El Castillo de los Cárpatos, desde este punto de vista, presenta algunos elementos de esa lírica dignos de la mejor tradición, elementos de todas formas, muy controlados y exclusivamente funcionales con respecto a la coda racionalista y aclaratoria que cierra la obra. El mismo Verne parece avisarnos en la primera línea de su libro: «Cette histoire n'est pas fantastique, elle n'est que romanesque».

Esta limitación autoimpuesta es, en definitiva, lo que le diferenciará de otros cultivadores de literatura fantástica. (No sólo de Poe, como venimos comentando, sino de alguien más afín a sus mismas preocupaciones, tal como H. G. Wells, con quien, como es sabido, mantuvo también agrias polémicas literarias y «científicas»). Así, pues, esos elementos controlados de los que hablábamos más arriba aparecen con fuerza propia, como negándose a ser encuadrados en los estrechos límites del racionalismo decimonónico de Verne, en algunos pasajes de la novela; por ejemplo, el periplo del audaz Franz Telek por el castillo, o la noche de Nic Deck y su acompañante (ese escéptico acompañante, que no acaba de creer en Dios, pero que tanto miedo le tiene al diablo) junto a la muralla; la misma visión de Telek y sus seudoalucinaciones impregnan la narración de algo que no acabaría de encajar en el espíritu y el ánimo de Verne si no fuera sujeto por las bridas cientificistas que tan diestramente maneja.

En esa autolimitación, que es al mismo tiempo máximo alcance permitido al racionalismo del XIX y barrera para llegar a la lírica de nuestro siglo, estriba precisamente la grandeza y la miseria de Jules Verne, su éxito y su fracaso. Sus posibilidades y sus imposibilidades. Su debilidad como «visionario» y su fortaleza como hombre de su tiempo.

Los castillos de Poe nos son minuciosamente descritos. Sin embargo, esa minuciosidad, precisamente, imposibilitaría a cualquier arquitecto la reconstrucción de su planta. Por el contrario, los detalles de Verne, el humeante castillo de los Cárpatos de Jules Verne, tiene unas dimensiones tan concretas que podríamos reconstruirlo en los márgenes de un viejo periódico. (A este respecto es importante mencionar el hecho de que ilustres matemáticos y astrónomos comprobaron los cálculos que tan frecuentemente ilustran las disquisiciones de Verne. Y se dice que ninguno de ellos pudo encontrar una parábola mal calculada o una posición inexacta en el mapa. A esta minuciosidad nos referimos ahora y, en definitiva, creemos obedece al mismo impulso aquella y ésta exactitud).

La absoluta racionalización de toda la trama, la «didascalia» o explicación final, se corresponde, podríamos afirmar, a la concepción del mundo suscrita y definida por Jules Verne. El racionalismo que la ciencia impone a finales del XIX, fija, en el estandarte de su vanguardia, un lema que puede ser aquí transcrito de la siguiente manera: «Toda realidad se explica a partir de sí misma». En la buena lógica de este espíritu, la narración de Verne, a pesar de la intromisión de aquellos elementos que no le son propios, no puede dejar cabos sueltos y fenómenos inexplicados. El lector tendrá satisfacción a todas sus —con «malas artes»— despertadas curiosidades, cumplida respuesta a cada uno de los interrogantes suscitados a lo largo y ancho de la narración.