(En una colección de cartas dirigidas a una amiga)
(Continuación del número 1)
Mi querida Nellie:
Ahora continuaré con mi historia donde la dejé el otro día. Jane y yo tuvimos una conversación al día siguiente, que, si la memoria no me falla, fue así:
ROSA. —Jane, así que a ti también te ha azotado, ¿no es verdad? ¿Y cuál fue tu culpa?
JANE. —La primera vez fue porque me vieron venir de la iglesia con mi novio. El general dijo que yo nunca había sido religiosa y que si ahora lo era es por la oportunidad que el ir a la iglesia me daba de ser manoseada por tipos jóvenes, lo cual había que corregir o de lo contrario sería mi ruina.
ROSA. —¡Vaya! ¿Y no te sentiste llena de venganza porque te azotaran por ello?
JANE —Pues claro que sí, pero todo lo olvidé ante el deleite que me causó el ver a Jemima toda llena de cicatrices. A ella también le ha pegado, eso se lo aseguro; pero es tan fuerte y dura como un pellejo.
ROSA. —O sea, que yo también puedo olvidar y perdonar siempre que también pueda azotar a alguien. Creo que voy a comenzar contigo, Jane, aun que la verdad es que no me duele tanto.
JANE. —¡Ah! Pero yo sé que usted odia a Jemima y le encantaría verla amarrada al caballo y bien castigada. Quizás podríamos darle una encerrona entre nosotras dos si nos lo proponemos y pensamos algo bueno.
ROSA. —¡Oh, muchacha vil! No creas que voy a dejar que te me escapes, por mucho que desee ver a las otras pagar la misma moneda. Sólo espera hasta que me sienta bien del todo y arreglaré la cuenta pendiente primero contigo. Tendré bastantes oportunidades, pues desde hoy dormirás conmigo todas las noches. No he olvidado cómo me persuadiste para que me vistiese para la cena, cuando todo el tiempo tú sabías lo que me esperaba.
JANE. —Querida Miss Rossie, no pude evitarlo. Mrs. Mansell me ordenó que la ayudase a vestirse. El general pospuso el castigo hasta después de la cena, ya que le gusta ver a las culpables lo mejor vestidas que pueden antes de someterlas. Si nos castigase a todas, todas tendríamos que atender al instrumento de castigo con nuestras mejores ropas, y si las estropea, Mrs. Mansell pronto las arregla, por lo tanto no tenemos mucho de qué preocuparnos por unos buenos azotes. Sé que Jemima se metió en líos por estropear sus ropas, pero el general bien que le hizo pagar por ello.
Durante varios días me sentí aún dolorida, pero me las arreglé para hacerme con un buen ramo de ramas nuevas de abedul, y estaba dispuesta a azotar a Jane en el momento en que ésta menos se lo esperase; en efecto, ella no sabía ni que yo había ¡do al jardín ni que había salido de casa. Por supuesto, ella era mucho más fuerte y grande que yo, por consiguiente tenía que pensar en alguna estratagema para asegurármela. Dejé que pensara que me había olvidado de mi amenaza, pero una noche, cuando ambas ya estábamos desnudas y dispuestas a meternos en la cama, le dije:
—Jane, ¿nunca Mrs. Mansell ni Jemima te han azotado sin que lo supiera mi abuelo?
JANE. —Sí, querida Miss Rossie, más de una vez, y desvergonzadamente, me han sometido a sus castigos.
ROSA. —¿Y cómo se las arreglaban?
JANE. —Pues me ataban por las manos a los postes de la cama.
ROSA. —¡Oh! Enséñame y déjame atarte para ver cómo fue todo.
JANE. —Muy bien; si ello le causa placer, adelante.
ROSA —Pero, ¿con qué te voy a atar si eres más fuerte que Sansón?
JANE. —Bastará con dos pañuelos para las manos y con una bufanda para los pies.
Siguiendo sus direcciones pronto la tuve atada de manos a las patas de la cama, y sus pies, estirados hacia atrás, los até a las patas de la mesa.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jane— Bien me ha atado. ¿Para qué me ha atado con tanta fuerza? No podré soltarme a menos que usted lo haga.
—¡Quédate ahí, quédate ahí! Tengo que ver que está bien preparada, pues ahora voy contigo.
Y pronto le levanté el camisón y se lo até por encima del pecho, de tal forma que quedó al aire su rosado culo, así como su peludo coño, ante mi total asombro.
—¡Oh, vaya, qué hermosa eres, Jane! —le dije, besándola—. Y ya sabes que te quiero, pero ese culito de avispa traviesa debe ser azotado. Es un deber doloroso para mí, y quiero que veas que no lo tomo a broma. Mira qué látigo tan fino tengo —y le enseñé la vara.
—¡Misericordia! ¡Misericordia! Querida Miss Rossie, usted no va a pegarme, ¿no? Siempre he sido tan amable con usted...
—Nada te salvará, Jane. Tengo que hacer lo que es debido. Tú fuiste parte del grupo que me pegó y la primera en la que he podido poner las manos. Puede que pasen años antes de que coja a los demás.
La vista de sus bellísimas nalgas me llenó de un desbordante deseo por ejercer el oficio y ver un poco de lo que me habían hecho sentir a mí misma. Nerviosamente, izando el látigo y sin demorarme ni un minuto más, comencé el asalto con unos golpes afilados. Con cada nuevo golpe los tintes rosados de su culo se tornaban cada vez más rojos.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Qué vergüenza! Usted es tan mala como el general, es una bruja llena de odio. Mira que tomarme por sorpresa.
—Parece que en el fondo no lo sientes en lo absoluto, pero haré lo posible por aplacar tu falta de vergüenza. En efecto, estoy empezando a creer que eres la peor de todos vosotros y que sólo actuaste como una hipócrita, con una pretendida compasión, cuando en realidad lo has deseado todo el tiempo. Pero ahora me ha llegado el turno. Claro está que eras demasiado fuerte para mí, a menos que te atrapase de forma tan inteligente, como ahora lo he hecho. Qué, ¿te gusta, Jane? Y todo este tiempo no dejé de azotarla, azotarla, azotarla, en rápida sucesión, hasta que el culo empezó a coger una apariencia muy interesante.
—¡Oh, desgraciada! ¡Oh, zorra! —resollaba Jane—. Vuestro abuelo se enterará de esto.
—Ésa es tu parte en el juego, Miss correveidile. De todas formas, ya estás pagando.
La vista de su culo sólo parecía aumentarme la energía de mi brazo, y sentí un temblor de placer cuando vi que por fin le brotaba la primera sangre. Ella se retorcía y luchaba entre contenidos suspiros y ayes, pero cada vez que hablaba, sólo parecía que lo hacía con el propósito de irritarme cada vez más y más. Mi excitación tornose intensa, la tortura cruel me producía una inmensa satisfacción, y su culo parecía verdaderamente deplorable con mi furia desconsiderada.
Por fin, bastante agotada y fatigada, no pude sostener la vara más tiempo, y mi pasión se transformó en amor y piedad, mientras la veía en un estado como ausente y a punto de desmayarse, con la cabeza caída, los ojos cerrados y las manos apretadas.
Tiré la vara deshecha y la besé tiernamente, mientras gimoteando le decía:
—Jane, querida Jane; tanto te quiero como te perdono ahora, y quiero que halles en mí la misma ternura que tú tuviste conmigo después de que me azotaron.
Pronto le solté los pies y manos, cuando para sorpresa mía me tiró los brazos alrededor de mi cuello y con ojos brillantes y un beso lujurioso, me dijo suavemente:
—Y perdóneme usted también, Miss Rossie, porque usted no sabe qué placer tan inmenso me ha causado; en los últimos instantes en realidad me sentí llena de deseo.
En este momento, todo esto me pareció un verdadero rompecabezas, pero con el tiempo llegué a entenderlo todo. Bastante me hizo comprender sobre las torturas de su culo, cuando me dijo:
—Lo que para usted fue horrible, no fue nada para mí, Miss Rossie; soy más mayor y fuerte que usted; además, la primera vez siempre es la peor; fue también muy malo para Sir Eyre, el marcarla de la forma que lo hizo, pero la obstinación de usted hizo que él mismo hasta se olvidara de eso; ya verá cómo con el tiempo le gustará tanto como a mí. De todas las maneras, lo único que echo de menos en estos instantes es no tener un buen tío con un carajo, para que me raje viva.
—Pero, Jane, eso sí que no puedo proporcionártelo.
—Ya veremos cómo nos las arreglamos.
Esto y mucho más del mismo estilo nos dijimos, mientras suavemente le bañaba las partes heridas, y finalmente nos quedamos dormidas, tras la promesa que le hice de que le dejaría darme una agradable lección dentro de uno o dos días.
Las cosas marcharon perfectamente durante varios días; mi castigo había sido demasiado severo para mí, como para atreverme, aunque fuese ligeramente, a llevarle la contraria al general; pero aún ardía tras la oportunidad de vengarme de todos, salvo de Jane, que era ahora mi amiga íntima. Discutíamos todo tipo de planes para que los demás se metiesen en problemas, sin inmiscuirnos, pero nada conseguíamos. El viejo a menudo me precavía de que tuviese cuidado, pues la próxima vez no me dejaría quieta hasta que me hiciera llorar.
Sin embargo, una tarde, mientras estaba en el jardín con la gobernanta, le dije:
—Qué lástima que mi abuelo deje que las flores se caigan y pudran, y no permita que nadie las coja ni las huela.
—Querida niña —dijo Mrs. Mansell—, si coges dos o tres, nunca las echará de menos; sólo le pido que no diga que yo le he dicho tal cosa; es una lástima dejar que se pudran.
—Pero, Mrs. Mansell, lo que usted me propone es robarlas.
—Cuando nada se pierde, nada puede ser robado. Eso es sólo un falso sentimiento de honradez, y usted es la señorita de la casa —me dijo con prisa.
—Bien, supongo que usted es la serpiente y yo Eva; en realidad parecen tan hermosas; usted no se lo dirá, ¿no? —pregunté en mi inocencia.
Así que cogí una flor y Mrs. Mansell me ayudó en ello, lo cual me dejó bastante tranquila.
Justo antes de la cena, al día siguiente, nos vimos sorprendidas por el general, que nos llamó a todas al salón:
—¿Qué pasa, Mrs. Mansell? —dijo lleno de furia temerosa—; no puedo dejar mis llaves en ese gabinete, pues siempre alguna de vosotras termina probando mi ron. Hace tiempo que sé que entre vosotras hay alguna ladronzuela que le gusta empinar el codo; por lo tanto, me he comportado ladinamente también. La última vez que llené la botella le hice una marca con el diamante de mi anillo, para marcar la altura de la bebida en la botella, y sólo he bebido la mitad. ¡Mire! Quien sea, se ha bebido más de medio litro en tres o cuatro días. Ven aquí, Rosa; luego Mrs. Mansell, y luego Jemima —nos dijo, mientras severamente olía nuestro aliento.
—Mujer —dijo mientras dudaba y no sabía qué hacer para evitar esta prueba Jemima—, no sabía que era usted una vulgar ladronzuela; si en realidad quería un poco de licor, Mrs. Mansell se lo habría dado, pues, como bien me atrevo a decir, usted lleva con nosotros varios años, y no nos gusta cambiar de personas, pero mañana la curaré de esos robos; tendrá que ser azotada inmediatamente, pero esta noche tenemos a un amigo para cenar, y creo que le sentará bien a usted el esperar y pensar en lo que se le avecina. Fuera ahora, y ocúpese de que la cena sea servida perfectamente o si no mañana sufrirá el estilo indio, y la convertiré en una gallina al curry, aunque no sepa lo que es eso.
Nuestro visitante era un viejo coronel cazador de zorros, vecino nuestro, pero tenía el espíritu tan en las nubes con lo que pasaría mañana a Jemima, que me pareció aquella velada la más agradable de toda mi vida en esa casa.
Todo el día siguiente lo pasó mi abuelo buscando algo en el jardín, y tuve el presentimiento de que se diera cuenta de que faltaban las flores, pues si había sido tan zorro con la botella de licor, bien podría serlo con otra cosa.
Mis temores bien pronto fueron confirmados, pues al darse cuenta de que yo y la gobernanta estábamos preparando un pequeño ramillete para que lo usase la criminal de Jemima, dijo:
—Mrs. Mansell, mejor será que haga dos ramilletes, mientras sigue en esa tarea, pues alguien ha estado arrancando flores. Rosa, ¿sabes algo sobre eso?
—¡Oh! Abuelo, ya sabes que me tienes estrictamente prohibido el tocarlas —le contesté con la mayor de las inocencias.
Me sentía llena de confusión, lo cual agravó la cosa, y Mrs. Mansell, con repugnancia afectada para decir una mentira, terminó confesándolo todo.
—Por mi nombre que sois un buen grupo, muy sincero y honrado en verdad, pues me atrevo a decir que Jane es también como todas vosotras; Mrs. Mansell, usted me deja asombrado, y creo que sabe que su castigo será muy severo, pues ya sabe con cuánta seriedad tomo yo estas cosas, pero tú, Rosa, la prevaricación es peor que la mentira, y acto tan inteligente me asusta en persona tan joven, pero primero nos ocuparemos de Jemima y luego ya veremos qué es lo que hay que hacer.
Tras marcharse, me dejó en tal incertidumbre que corrí hacia Jane en busca de consuelo y ella me dijo que no era mala cosa que Jemima sufriera el castigo en primer lugar, pues el viejo pronto se cansaría y quizás no me azotase mucho, siempre que llorase y le suplicase misericordia.
Así de animada, me las arreglé para cenar opíparamente y hasta me tomé un vaso de vino de más, aunque a escondidas, pues sólo me permitía beberme uno. Fortificada me puse en camino del instrumento de castigo llena de confianza, en especial porque deseaba ver bien azotada a Jemima.
Cuando la miré, mientras se inclinaba ante el general, que estaba sentado en la silla, con la vara en la mano, su apariencia me sorprendió y admiró: de una altura más bien mediana, color un poco encendido aunque oscuro, cutis fresco, ojos azules, vestido corto de color azul marino, que casi revelaba los esplendores de sus bien redondas tetas, con un gran ramillete hacia un lado de su mentón agudo, con zapatos de raso rosado y tacón alto, y hebillas de plata; las mangas eran cortas, aunque llevaba guantes de cabritilla, de color marrón, y una delicada redecilla le cubría los brazos hasta los codos, lo cual hacia que desapareciese de su piel la rudeza del color rojo que siempre tenía.
—Preparadla inmediatamente —dijo el general—; bien sabe ella todo lo que le voy a decir. Rossie, tráeme ese gran ramo de abedul, este pequeño no sirve para culo tan gordo. ¡Ah! ¡Ah! Éste es mucho mejor —dijo mientras azotaba el aire con la vara.
Jane y la gobernanta le quitaron la seda azul, y procedían a arrancarle los calzones de hilo blanco, adornados con grandes encajes; el ramillete cayó al suelo y en este momento la víctima sólo tenía puesto un camisón y un pequeño pantaloncito. Vaya vista que tuve de un espléndido cuello blanco y de sus pechos; qué muslos tan deliciosamente redondeados y gordos tenía, con las medias de seda rosada y los preciosos ligueros (el general era muy estricto sobre los vestidos de sus penitentes).
Ayudé a atarla y al soltarle los pantaloncitos, Jane se los quitó, mientras Mrs. Mansell le subía el camisón, exponiendo totalmente el gran tamaño de sus gloriosas nalgas, la brillante blancura de su piel, que mostraban a la perfección todas las luces encendidas de la habitación. Le di dos o tres fuertes tortazos de aprobación para que supiese que no había olvidado los que ella me diera, y luego me retiré dejándole el lugar a Sir Eyre.
Mis pensamientos estaban tan absorbidos por todo el fascinante espectáculo que me olvidé de que a mí me tocaría después. ¡Chak!, silbó la gran vara, con una fuerza que le hubiera sacado el alma del cuerpo, si esto hubiera sido posible, pero sólo oí un ¡arrrrr! y una ancha y roja marca. La sangre se le subió al rostro y parecía contener la respiración con cada golpe, pero la vara era demasiado pesada y el viejo general aún tan vigoroso que con menos de doce azotes su hermoso culo se llenó de sangre. Por toda la habitación saltaban los pedazos de abedul.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Oh! —gritaba—. Tened misericordia, señor; no puedo soportarlo. ¡Oh! ¡Oh!, sinceramente, no puedo soportarlo.
—Villana ladrona, no creas que te dejaré libre antes de que mueras; pero si no te curo ahora, también perderé una buena sirvienta —exclamó Sir Eyre, cortando el aire con el látigo.
Mi sangre hervía excitada con el gozo más placentero, pues era joven y cruel y sabía que no podía dar cabida en mi pecho a ninguna pizca de lástima hacia la víctima; ésta es una sensación que sólo pueden experimentarla los verdaderos amantes de la vara.
—Te gusta el ron, ¿no, muchacha? —dijo el general—. ¿Cómo lo bebes, solo o mezclado? Ya verás cómo te dejo el culo de mezclado.
El pobre viejo tuvo que sentarse un momento, pues se quedó sin respiración. Mrs. Mansell, comprendiendo sus deseos, en un minuto tomó su lugar con una nueva vara, no dándole así ni un momento de respiro a la víctima.
—Sin duda alguna, debe ser castigada, señor. Sé que nunca se les niega nada si saben comportarse correctamente —dijo con un rostro severo y desafiante.
En efecto, después de uno o dos azotes, todo su pelo castaño claro se vio desordenado con el ejercicio, y sus brillantes ojos oscuros y su bien torneada figura me hicieron imaginármela como una diosa de la venganza.
—¿Lo harás, lo harás de nuevo? ¡Ladrona desconsiderada! —seguía repitiendo, acompañando cada pregunta con un nuevo azote.
La pobre Jemima gemía, sollozaba y a veces gritaba en alta voz pidiendo misericordia, mientras la sangre le corría por las caderas, pero la gobernanta parecía sorda a todas sus quejas y Sir Eyre estaba en un éxtasis de delicias singulares. Sin embargo, esto no podía durar mucho, por muy fuerte que fuese la víctima. Agotándose rápidamente, debido a tantas sensaciones, por fin cayó al suelo y tuvimos que echarle agua fría en la cara para reanimarla; luego la cubrimos con una capa y la llevamos a su cuarto, donde se quedó sola.
—Bien, Rosa —dijo el general, sosteniendo un ramo ligero y verde de abedul— besa la vara y prepárate, pues ahora te toca a ti.
Apenas sin saber lo que hacía, incliné la cabeza y le di el beso que me pidiera. De pronto, en sus pantalones vi como una especie de palo duro que se esforzaba por pedir libertad, pero no reparé mucho en ello. Mrs. Mansell y Jane me prepararon en cuestión de segundos. Fui bastante pasiva, y tan pronto como me sentí bastante desnuda y desplegada como un águila en el caballo, el general se levantó para llevar a cabo su tarea.
Has visto cuán severo puede ser, recuerda el castigo de Jemima, pero quizás piense que la contestación que ayer me diste no es ninguna ofensa, y estoy casi inclinado a perdonarte, pero recuerda en el futuro, si esta vez te libras con pocos azotes, una mentira sencilla y llana es mejor que la prevaricación. Supongo que el último castigo te habrá hecho bien, pues tu conducta es bastante distinta esta noche. Pero ahora, ¡recuerda, recuerda, recuerda! —gritó de nuevo, dándome agudos y cortantes azotes con cada grito.
Mi pobre culo temblaba con agonía y gritaba a toda voz pidiendo misericordia y prometiendo que sería sincera en el futuro. Después de veinte azotes me dijo: "Puedes marcharte ya", acabando su tarea con tal azote que fue el único que me hizo brotar la sangre, aunque ya tenía cicatrices bastante notables, por cierto. Luego le dijo a Mrs. Mansell: "Para que la niña vea lo que soy capaz de hacer, Mrs. Mansell, chúpeme la polla y tráguese toda la leche y dígale cuán ácida es, y que la próxima vez ella será la que tendrá que hacérmelo. " En un instante, Mrs. Mansell le sacó el inmenso carajo, que, a pesar de sus años, estaba duro como un roble, y aplicóselo a la boca hasta que una inundación de semen le golpeó la garganta y casi la ahoga, mientras Jane también le chupaba los huevos, que parecían de avestruz de tan grandes como los tenía.
Y así debo acabar mi segunda carta. De ti se despide la hija auténtica y enamorada de todas las varas del mundo.
Tu amiga que te quiere,
ROSA BELINDA COOTE
(Continuará en el próximo número)