LADY POKINGHAM O TODAS HACEN ESO

Relato de sus aventuras lujuriosas antes y después de su matrimonio con Lord Crim-Con

(Continuación del número 1)

William estaba a punto de desmayarse; el sudor aparecía en su frente en grandes gotas, pero sus labios se negaban a hablar. Alice continuó con voz suave:

—Lo vi todo esta mañana, querido Willie, y el tremendo gozo que esa cosa tuya que tiene una cabeza tan grande parecía darle a ella. Debes contarme el secreto y nunca se lo diré a nadie. Éste es el monstruo que le metías a ella con tanta furia. Debo verlo y tocarlo. Qué grande se te ha puesto con mis toquecitos. ¡Ah! ¡Vaya cosa rara! Te lo puedo sacar, igual que hizo Lucy —y abriéndole los pantalones le saqué la rampante arma del amor —ella besó su cabeza de terciopelo rojo, diciendo—: Qué cosa tan dulce y suave al tacto. ¡Oh, tengo que acariciarla aunque sea un poquito!

Su tacto era como fuego para los sentidos; sin habla y lleno de placer y sorpresa, él calladamente se sometió al restregueo de la niña deseosa, pero esta nueva situación era tan excitante, que no pudo contenerse mucho tiempo, y la leche, que hervía en sus huevos y pene, saltó sobre las manos y rostro de la niña.

—¡Ah! —ella exclamó —Eso fue justamente lo que vi ayer por la mañana. ¿Y eso se le queda a Lucy dentro?

En este instante William se recuperó un poco y limpiando su cara y manos con un pañuelo, acabó con el jugueteo rudo, pero delicioso, diciéndole:

—¡Oh, Dios mío! Estoy perdido. ¿Qué ha hecho usted, Miss Alice? ¡Es horrible! No lo vuelva a mencionar en su vida. Nunca volveré a salir de paseo con usted. Nunca más.

Alice estalló en sollozos.

—¡Oh, oh, Willie; cómo puedes ser tan malo! ¿Crees que voy a decirlo? Sólo quiero compartir el placer con Lucy. ¡Oh!, bésame como la besabas a ella, y no volveremos a hablar hoy de todo esto.

William quería demasiado bien a la niña para negarle tarea tan deliciosa, pero se contentó con darle una ligera chupada a su coñito virginal, y menos a que sus pasiones eróticas le obligasen a abusar de ella en un momento de locura.

—Qué agradable es sentir tu preciosa lengua entre mis muslos. Qué estupendo es el cosquilleo y cómo me hace sentirme cálida por todas partes; pero te diste demasiada prisa y lo dejaste cuando parecía que me daba más gusto, querido Willie —díjole Alice abrazándole y besándole con ardor.

—Poco a poco, querida niña; no debes ser tan impulsiva. Es un juego muy peligroso para una persona tan joven como tú. Debes tener cuidado en cómo me miras, o te me diriges delante de los demás —dijo William, devolviéndole los besos y sintiéndose ya incapaz de resistir la tentación de lío tan delicioso.

—Ah —dijo Alice, con una percepción muy extraordinaria para persona tan joven—. Temes a Lucy. Nuestro mejor plan será contárselo todo. Me quitaré de encima a mi camarera. Nunca me gustó, y le pediré a mamá que Lucy ocupe su lugar. ¿No será eso estupendo, querido? ¿Acaso no estaremos bien seguros en nuestros juegos después?

El mayordomo, ahora ya más recuperado, y usando toda la frialdad cerebral de que hacía gala, no pudo sino admirar la sabiduría de tal arreglo, por lo cual asintió al plan general. Sacando el bote, inició la travesía para refrescarse un poco la sangre caliente, y acallar los sollozos impulsivos de un par de corazones temblorosos.

Los dos o tres días siguientes llovió y no favorecieron las excursiones al aire libre, pero Alice, sacando ventaja de este intervalo, indujo a su madre a que le cambiara de camarera, y colocase a Lucy en dicho puesto.

La camarera de Alice dormía en un cuartito que tenía dos puertas, una abría al corredor, mientras que la otra permitía el acceso libre y directo a la habitación de la pequeña, que quedaba junto al cuartito.

La primerísima noche que Lucy se retiró a descansar en su nuevo sitio, apenas llevaba media hora en la cama (donde descansaba, reflexionando sobre el cambio y preguntándose cómo podría gozar ahora, aunque sólo fuera ocasionalmente, de la compañía del mayordomo), cuando Alice la llamó. En un momento se encontró junto a la cama de la señorita, diciéndole:

—¿Qué se le ofrece, Miss Alice? ¿Tiene algo de frío? Estas noches lluviosas son tan frías.

—Sí, Lucy —le dijo Alice—, eso debe ser. Me siento inquieta y tengo frío. ¿Te importaría meterte en la cama conmigo? Pronto me calentarías.

Lucy saltó y se metió entre las sábanas, y Alice se le acurrucó cerca del pecho, como si buscase su calor, pero en realidad lo que quería era palpar las líneas de su hermoso cuerpo.

—Bésame, Lucy —le dijo—; sé que me gustará mucho más que Mary. No podía soportarla.

A esto recibió una encantadora respuesta, y Alice continuó, mientras presionaba sus manos sobre las tetas de su compañera de lecho:

—¡Qué tetas tan grandes tienes, Lucy! Deja que te las toque. Ábrete el camisón de dormir, para que pueda meter mi cara entre ellas.

Como era de esperar, la nueva camarera era de naturaleza cálida y amorosa; así, admitió todas las familiaridades que se tomaba con ella su nueva señorita, cuyas manos comenzaron a vagar inquisitivamente por toda su persona, sintiendo la firme y suave piel de sus tetas, vientre y culo. El tacto de Alice parecía hacer despertar toda la emoción voluptuosa que la camarera guardaba; suspiraba y besaba a la niña una y otra vez.

ALICE. —¡Qué culito tan precioso tienes! ¡Qué firme y rosada es tu carne, Lucy! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué hace aquí todo este pelo al final de tu vientre? Pero Lucy, ¿cómo es que te ha salido pelo en tal sitio?

LUCY. —¡Oh, señorita! No me lo pregunte, por el amor de Dios, a usted le pasará lo mismo dentro de dos o tres años; me asusté muchísimo cuando me empezó a crecer, pues me parecía muy poco natural.

ALICE. —Bien, sólo somos dos chicas y no hay nada de malo en que nos toquemos, ¿no? Mira, toca y ve qué diferente soy de ti.

LUCY. —¡Oh, Miss Alice! —y presionó el desnudo vientre de la niña contra el suyo— Usted no tiene ni idea de lo que es capaz de hacerme sentir cuando me toca ahí abajo.

ALICE. —(Con una ligera sonrisa.) ¿Te sientes mejor cuando William, el mayordomo, te toca ahí abajo, querida Lucy? —y le cosquilleó la peluda raja con un dedo.

LUCY. —¡Qué vergüenza! Señorita, espero que no crea que me dejo tocar por él —Lucy estaba llena de confusión.

ALICE. —No te asustes, Lucy, no se lo diré a nadie, pero lo he visto todo a través de la vieja puerta de cristal de la despensa. ¡Ah! Ya ves que estoy en el secreto, y tenéis que dejarme pertenecer a! mismo, pues quiero mi parte en la juerga.

LUCY. —¡Oh, Dios mío! Pero, Miss Alice, ¿qué es lo que usted ha visto? Tendré que marcharme de esta casa en seguida.

ALICE. —Venga, venga, no te asustes tanto; ya sabes que quiero mucho a William y nunca le haría ningún daño, pero no te puedes quedar tú sola con él. Si le pedí a mi madre que te pusiera como mi camarera fue para evitar que tuvieras sospechas celosas y para que guardásemos el secreto entre nosotras.

Lucy estaba en un estado de agitación verdaderamente terrible.

LUCY. —¡Oh! No me diga que ha sido tan bruto como para abusar de usted, Miss Alice. ¡Lo mataría si hubiera hecho tal cosa! —gritó medio en sollozos.

ALICE. —En voz baja, Lucy, no tan alto, pues alguien pudiera oírnos. Aún no me ha hecho nada, pero vi el placer que te daba cuando te metía esa cosa roja y grande en tu raja, y estoy decidida a compartir tus gozos, así que no seas celosa y así podremos ser felices los tres juntos.

LUCY. —Te mataría, querida niña; esa cosa grande y roja la rajaría en dos, se lo juro.

ALICE. —No importa —y la besó llena de amor—. Tú guarda el secreto y yo no tendré miedo de que me haga mucho daño.

Lucy selló el pacto con un beso y pasaron la noche más agradable durmiendo juntas y complaciéndose en todo tipo de caricias y besuqueos. Alice aprendió, gracias a su compañera de cama, casi todos los misteriosos particulares que encierra la jodienda antes de que cayera rendida de sueño en los brazos de la criada.

Pronto volvió el buen tiempo y Alice, escoltada por el mayordomo, salió a dar uno de sus acostumbrados paseos. Pronto penetraron entre unos arbustos muy espesos, hacia el final más alejado del parque, y se sentaron en un sitio cubierto de hierba, donde quedaban protegidos de cualquier observación.

Precavidamente, William había traído consigo un paraguas, así como una manta y una capa, que extendió en la hierba para evitar que Miss Alice pudiese coger frío.

—¡Ah, querido compañero! —le dijo Alice mientras se sentaba y, cogiéndole de la mano, hacía que él ocupase un sitio junto a ella—. Ahora lo comprendo todo, y tú vas a hacerme muy feliz al convertirme en mujer, como ya hiciste con Lucy; tienes que hacerlo, querido Willie, y te obligaré de tal forma que pronto no podrás aguantarte de hacérmelo —le desabotonó la bragueta y le cogió la polla, que ya estaba durísima como un palo—. ¡Qué cosa tan bonita tienes! ¡Cómo ansío que su zumo me llene las entrañas! Ya sé que es doloroso, pero no me matará, y luego vendrá el deleite celestial que yo sé me harás sentir, como lo haces con Lucy cuando la posees. ¿Cómo lo harás, te me pondrás encima?

William incapaz de resistir las caricias, y estando ya a punto de correrse, hizo que la niña se le pusiera sobre las rodillas, junto a la cabeza, y mientras se echaba para atrás le lubricó con la lengua su coñito aún virginal. Esta operación hizo que la niña titilara y se excitase, de forma que oprimió su coño contra la cara del mayordomo, mientras le miraba la polla, que nunca soltaba; en ese momento él se corrió lleno de éxtasis, mientras ella sentía, gracias a aquella lengua puntiaguda, el placer de su primera emisión amorosa.

—Ahora es el momento, querida Alice; tu rajita está bien lubricada y mi cosa también está lista. Si te me pongo encima podría ser muy violento y hasta podría hacerte daño; la mejor forma será que tú misma trates de hacerlo sentándote sobre mi palo y que dirijas el capullo hacia tu coñito, luego empuja para abajo tan pronto como se te pasen las primeras sensaciones dolorosas. Todo dependerá de lo valiente que seas para llevar a buen término este experimento —le dijo William.

ALICE. —¡Ah! Ya verás mi determinación.

Así comenzó a seguir las sugerencias del mayordomo, mientras se acomodaba la cabeza de la chorra en la raja; luego, y con rapidez, se fue oprimiendo contra ella hasta que le entró y casi le cubrió unos tres centímetros del carajo.

En este momento los dolores de la dilatación le parecieron casi imposibles de resistir, pero con todo el valor que pudo reunir de golpe se hundió sobre la polla, y aunque estuvo a punto de desfallecer, debido al terrible dolor, el nabo le entró unos nueve centímetros.

—Vaya niña inteligente que eres, querida Alice —le dijo William, lleno de deleite—. Tan pronto como puedas resistir el dolor trata de elevarte un poco y luego baja con toda tu fuerza. La tienes tan bien metida que con el próximo empujón completaré la posesión de todos tus hermosos encantos.

—No me importa si muero en este esfuerzo —le murmuró, y aun en voz más baja—: Ni te importe que me duela, ayúdame todo lo que puedas, querido Willie, esta vez —y se elevó de nuevo.

Entonces él la cogió por el culo para brindarle toda la ayuda que solicitaba la valiente niña.

Apretando firmemente los dientes y cerrando los ojos se oprimió desesperadamente sobre la polla de William; el virgo fue roto y ella se sintió empalada hasta las raíces por aquel carajón. Pero mucho le costó; cayó como en un desvanecimiento mortal, mientras los hilillos de sangre probaban la victoria del amor.

El mayordomo se la sacó, toda llena de sangre virginal. Pero él había venido preparado para tal emergencia e inmediatamente le dio algunos reconstituyentes a la niña que la volvieron a la vida, pues sus ojos se abrieron con una sonrisa, y murmurándole dulcemente Alice le dijo:

—¡Ah! Ese último empujón fue terrible, pero ya ha pasado. ¿Por qué me la sacaste? ¡Oh! Métemela inmediatamente de nuevo, querido, y déjame probar tu curativo zumo; Lucy me dijo que me curaría todas las partes dañadas.

Se pegaron sus labios en un beso, y suavemente le aplicó el capullo a la raja manchada de sangre y gradualmente se la fue metiendo hasta que la tuvo dentro unas tres cuartas partes de su longitud; luego, y sin presionar más, comenzó a moverse lenta y cuidadosamente. La lubricidad pronto fue en aumento y William podía sentir las apretadas y deliciosas contracciones de su vagina, lo que raudamente le llevó a correrse de nuevo, y con un empuje súbito se la metió hasta la raíz y le echó dentro toda la leche de sus cojones. A punto estuvo de desmayarse debido al exceso de sus emociones.

Se quedaron quietecitos, gozando mutuamente de la presión de sus cuerpos, hasta que William la sacó y con un fino pañuelo de hilo limpió primero la sangre virginal de los labios de su coñito y luego su propio cipote, declarando, mientras guardaba el pañuelo, que nunca olvidaría este momento, evocación para él de todos los encantos que la niña tan amorosamente le había rendido.

El mayordomo prudentemente se abstuvo de cualquier otra indulgencia carnal o placer voluptuoso aquel día, y después de un buen descanso Alice volvió a casa, sintiendo muy poco el daño de su sacrificio y muy contenta de haber obtenido para sí parte del amor del querido y fiel William.

Pero qué rápido los sucesos imprevistos evitan el logro de los mejores planes de la felicidad. Aquel mismo día el padre de Alice fue ordenado por su médico de cabecera a que saliera hacia el sur de Europa. Al día siguiente salió hacia la ciudad con el mayordomo, para que le ayudase en todos los preparativos, y dejando encargada a la madre de Alice de que le siguiera tan pronto como hubiera colocado a los dos niños en un colegio adecuado.

Alice y su camarera se consolaron entre sí como mejor pudieron bajo aquellas circunstancias. Pero a los pocos días una tía se hizo cargo de la casa y Alice fue enviada a un colegio, a este colegio, donde ahora se encuentra entre tus brazos, querida Beatrice, mientras que mi hermano está ya en la universidad, y sólo nos vemos durante las vacaciones. ¿Les pedirás a tus tutores, querida amiga, permiso para pasar las próximas vacaciones conmigo? Te presentaré a Frederick, quien, si no me equivoco, es tan inclinado a la voluptuosidad como su hermana.

Pasaré de largo los excitantes ejercicios y prácticas que hacíamos mi compañera de cama y yo, y en los que solíamos complacernos casi todas las noches, y sólo observaré que hubiera sido imposible encontrar dos tortilleras más lujuriosas en todo el mundo como nosotras dos, jóvenes niñas.

Tuve que esperar hasta las vacaciones de Navidad antes de conocer a Frederick, a quien, aquí entre nosotros, habíamos escogido para que me robase el virgo, lo cual creíamos que no sería una operación demasiado difícil de lograr, ya que con tanto toqueteo y metedura de dedos, y además con el uso de la salchicha de piel de Alice, que como bien supe ella misma se había hecho para su propio placer, tanto mi boca como mi coño estaban totalmente desarrollados y podían ya detectarse ligeras señales de la futura mata de pelo moreno y rizado que pronto lo cubrirían. Yo ya casi tenía trece años cuando una bellísima y espléndida mañana de diciembre llegamos a la casa de Alice, de vuelta del colegio. Allí estaba su tía, que nos esperaba para darnos la bienvenida, pero mis ojos se clavaron en un joven, aunque masculino muchacho, que estaba junto a ella: Frederick. Era casi doble de su hermana; sus rasgos y piel eran los de ella, aunque en realidad era un tío precioso que tendría unos diecisiete o dieciocho años.

Desde que oí la historia de las intrigas de Alice con William siempre miraba a todo hombre o muchacho que me encontraba, y me fijaba en el paquete que le asomaba junto a los bolsillos. Me emocionó ver que el señor Frederick, en apariencia, parecía estar muy bien dotado.

Alice me presentó a todos, pero Frederick evidentemente me miró como si yo fuese una niñita, y no parecía tenerme en cuenta para asunto tan serio como el del amor y el coqueteo, por lo tanto lo primero que hicimos Alice y yo fue ver cómo podíamos abrirle bien los ojos y hacer que así se fijara un poco más en la amiga de su hermana.

Lucy, a quien ahora veía por vez primera, dormía en el cuartito junto a la habitación de Alice, que yo compartía con ésta. Frederick tenía su habitación al otro lado de la nuestra, por consiguiente éramos vecinos y podíamos pasarnos mensajes, a base de golpes en el tabique, con él, así como espiarle por el ojo de la cerradura de una puerta que no se usaba y que abría directamente de un cuarto al otro pero que desde hacía mucho tiempo tenía la llave echada para evitar cualquier comunicación entre sus ocupantes.

Una pequeña observación nos hizo comprender que Lucy mantenía relaciones más íntimas con su señorito de lo que hubiéramos podido creer, y Alice se decidió a usar dicho hecho en nuestro favor.

Pronto convenció a la camarera de que ella sola no podía gozar y monopolizar a su hermano, y al averiguar que Lucy esperaba que él la visitase esa noche en su cuartito, Alice insistió en cambiar los papeles, haciendo que Lucy durmiese con ella y que yo ocupase el lugar de la amante de Mr. Frederick. Demás está decir lo deseosa que estaba de formar parte de este complot, y a las diez de la noche, cuando todos nos retiramos a descansar, yo tomé el sitio de la camarera y fingí que dormía como un tronco en su pequeña y dura cama. La cerradura de la puerta había sido aceitada por Lucy, de forma que pudiese abrirse sin hacer casi ruidos, pero a propósito el cuarto estaba totalmente oscuro, y nos aseguramos de que no entrase ni la más mínima brizna de luz cerrando perfectamente las cortinas de la ventana.

Sobre las once de la noche, y tan pronto como yo lo deseaba, la puerta calladamente se abrió y a la luz de la lámpara del corredor vi una figura que sólo llevaba una camisa y que cautelosamente entraba y se acercaba a la cama. La puerta se cerró y todo se hizo oscuro, lo que hizo que mi corazón temblase como el de un pájaro ante la cercanía del ladrón de mi virginidad, a quien tanto había ansiado pero al que ahora temía.

—¡Lucy! ¡Lucy! ¡Lucy! —murmuró en voz muy baja, casi al oído.

No respondí; sólo se escuchaba el aparente suspiro profundo de una persona sumida en el sueño.

—Se ve que no piensas en mí mucho, pero pronto algo entre tus piernas te despertará —le oí murmurar.

Después quitó la ropa de la cama y se metió en el lecho junto a mí. Yo llevaba todo el pelo suelto, como solía hacer Lucy por la noche, y sentí su caliente beso en la mejilla y también un brazo que me rodeaba por el pecho y trataba de arrancarme el camisón de dormir. Por supuesto, yo dormía como los zorros, con un ojo abierto, pero no pude evitar el temblar toda yo ante la cercanía de mi destino.

—¡Cómo tiemblas, Lucy! ¿Qué te pasa? ¡Vaya! ¿Pero quién es ésta? No puede ser. ¿Tú? —dijo rápidamente, entre un suspiro y un murmullo.

—¡Oh, oh, Alice!

Me volvió en el mismo momento en que tiraba de mi camisón, agarrándole el brazo firmemente que me ceñía a él, pero aún, en apariencia, dormida profundamente.

—¡Dios mío! —le oí decir—. Pero si es ese diablillo de Beatrice en la cama de Lucy; no me iré, me comeré este pajarito, no puede reconocerme en la oscuridad.

Sus manos parecían explorar todas las partes de mi cuerpo. Podía sentir su durísimo carajo oprimiendo nuestros vientres desnudos, pero en el ardoroso calor de la excitación decidí que me hiciera lo que quisiese, aunque aún pretendía seguir profundamente dormida. Sus dedos exploraron mi raja y me restregaron el clítoris; primero una pierna me la puso entre las mías y en aquel momento pude sentir cómo suavemente me colocaba la cabeza del nabo en la raja. Estaba tan excitada que con una súbita corrida le mojé el capullo, así como sus dedos, con mi leche cremosa.

—Vaya, el diablillo se corre en sueños; estas niñas deben tener la costumbre de hacerse pajas, si no, no puedo creerlo —se dijo a sí mismo.

Entonces, y por primera vez, nuestros labios se encontraron, pero no le dio miedo despertarme, pues era tan lampiño como una chica.

—¡Ah, Alice! —murmuré yo— Dame tu salchicha; así, con cariño métemela poco a poco.

Mientras, me restregaba cada vez más contra su polla, que suavemente me entraba. De pronto me la empujó tan violentamente que casi me hizo gritar de dolor; sin embargo, mis brazos nerviosamente le abrazaban su cuerpo contra el mío, manteniéndole así cerca de la meta.

—Suavemente —murmuró—, querida Beatrice; soy Frederick; no te haré mucho daño. Pero en nombre del cielo, ¿qué haces en la cama de Lucy?

Pretendiendo que ahora me despertaba por primera vez con un gritito, e intentando que nuestros cuerpos se separasen, exclamé:

—¡Oh, oh, Frederick! ¡Cómo me duele! ¡Oh, no tienes vergüenza, no! Déjame marchar, Frederick. ¿Cómo te atreves?

Y luego mis esfuerzos parecieron agotarse y me dejé llevar por él, mientras inmisericorde me empujaba la chorra para su gusto y trataba de que no hablase, besándome incesantemente. Estaba perdida. Aunque muy doloroso, gracias a nuestras pajas y demás, el camino estaba casi libre, pero el carajo era muy grande y me dolía, pero pronto completó su posesión. Luego, y debido a las manchas de sangre que encontré en mi camisón, me di cuenta de que su victoria no había sido todo lo incruenta que yo imaginase.

Tomando toda la ventaja de que disponía continuó con sus movimientos llenos de una energía enervante, hasta que no pude aguantarme y respondí a sus deliciosos empujes moviendo mi culo un poco para encajar cada una de sus meteduras de la excitada polla (reposábamos sobre nuestros costados), y en pocos momentos ambos nadamos en una inundación mutua de besos, y tras un estallido espasmódico de suspiros, besos y tiernas presiones de nuestros cuerpos, nos quedamos en un estado absorto de gozo.

De pronto alguien nos arrancó las mantas y las tiró al suelo y —tortazos, tortazos, tortazos-» nos azotaron los culos. La vista de Alice, riendo alegremente, sonó en la oscuridad:

—¡Ah, ah, ah, ah, Frederick! ¿Eso es lo que has aprendido en la universidad? Ven, Lucy, ayúdame; tenemos que amarrar, pera que no se nos escape, esta malvada pareja. Trae una luz.

Lucy apareció con una vela y cerró la puerta por dentro, antes de que él tuviese una oportunidad de escapar. Bien podía ver que ella estaba encantada con el espectáculo que le daban nuestros cuerpos unidos, pues, siguiendo sus instrucciones de otros días, con aparente temor, me lo coloqué del cuello y trató de esconder el ruborizado rostro en su pecho.

Frederick estaba lleno de confusión y al principio temió que su hermana lo denunciase, pero pronto recobró un poco de confianza cuando ella le dijo:

—¿Qué debo hacer? No se lo puedo contar a la solterona de nuestra tía, aunque cuando pienso que mi querida amiga Beatrice ha sido ultrajada de esta forma, bajo mis propios ojos, la segunda noche de estar en casa... Si papá y mamá estuviesen en casa sabrían qué hacer, pero ahora tengo yo sola que tomar la decisión. Bien, Frederick, ¿estás dispuesto a soportar un buen azote? De lo contrario se lo escribiré todo a padre y enviaré a Beatrice a su casa, tras tu abuso de su honor, si no le prometes casarte con ella, pues ya sabes que ahora nadie más la querrá. ¿A quién crees que le interesa una raja rota? Si lo saben, nadie se casará con ella, sino que la repudiarán la primera noche de su matrimonio, cuando se den cuenta de que no tiene virgo. No, eres un chico malo y he decidido castigaros a los dos y hacer que tú, Frederick, le ofrezcas toda la reparación posible que esté en tus manos.

Empecé a llorar y le rogué que no fuese demasiado dura, ya que él no me había hecho mucho daño, y en efecto, hacia el final del polvo me había proporcionado bastante placer.

—Juro por mi palabra —dijo Alice, asumiendo el aire de una mujer hecha y derecha— que la chica es tan mala como el chico; esto no hubiera pasado, Beatrice, si no te hubieses entregado tan complacientemente a su rudeza.

Frederick, soltándose del abrazo y bastante despreocupado de su desnudez, se levantó y cogiendo a su hermana por el cuello la besó muy amorosamente, y hasta el tío atrevido le levantó el camisón y le frotó el vientre, exclamando mientras le pasaba la mano por el velludo coño:

—¡Qué lástima, Alice, que seas mi hermana, si no te daría el mismo placer que acabo de darle a Beatrice! Pero me someteré a tu castigo, no importa lo duro que éste sea, y te prometo que mi amorcito aquí presente será mi futura esposa.

ALICE. —¡Eres piedra de escándalo! ¡Mira que insultar mi modestia de tal forma y exponer tu verga llena de sangre a mi vista...! Pero te castigaré y me vengaré en vosotros dos; sois mis prisioneros, así que marchad al otro cuarto. Tengo algo que os hará cosquillas allí, que traje de la escuela como una curiosidad. ¿Quién me iba a decir a mí que tan pronto tendría que usarlo?

Llegamos al cuarto de Alice, y ella y Lucy nos ataron por las manos a los postes de la cama; luego le amarraron por las caderas a una caja muy pesada, que tenían a mano, de forma que quedó ante ellas completamente extendido. Alice, sacando una vara de un cajón, dijo: —Bien, ahora levantadle la camisa hasta los hombros y veré si puedo sacarle, aunque sea, algunas gotas de esa sangre atrevida de sus nalgas, que Beatrice podrá secar con un pañuelo y guardar como recuerdo del ultraje que tan fácilmente ha perdonado.

La casa era muy grande y nuestros apartamentos oran los únicos ocupados en aquella ala, pues los cuartos que los circundaban estaban todos dedicados a los invitados que de vez en cuando la visitaban y que pronto llegarían para pasar la Navidad con nosotros. Por consiguiente, no había mucho que temer por ser oídos por los otros habitantes de la casa. Alice, así, no tenía que preocuparse de cuáles serían los resultados de sus azotes. Con un gran gesto sacó un ramo de varas y silbando en el aire dejó caer una sobre su blanco y redondo culo; el efecto fue sorprendente en el castigado, que, evidentemente, sólo anticipaba otro juego más.

—¡Ah, Dios mío! Alice, me estás cortando la piel; mira bien lo que estás haciendo. No estoy dispuesto a someterme a esto.

ALICE. —(Con una sonrisa de satisfacción.) ¡Oh, oh! Creías que iba a jugar contigo, pero pronto te has dado cuenta de tu error, ¿no? ¿Te atreverás de nuevo a tomarte una libertad tan ultrajante con una señorita amiga mía?

Le azotó unas seis veces en rápida sucesión, mientras le leía la cartilla sobre su comportamiento. Cada azote dejaba largas líneas rojas en su carne, como señales de su visita, mientras su precioso culo se llenaba de un color que recordaba al de los melocotones.

La víctima, al hallarse a sí misma en postura tan inútil, se mordía los labios y apretaba los dientes lleno de rabia infructuosa. Por fin estalló:

—¡Ah, ah, puta del diablo! ¿Quieres arrancarme el culo a azotes? Ten cuidado o me tomaré la venganza más singular que imaginarte puedas y cuando menos te lo esperes.

Alice, con una gran calma y determinación, pero mientras le brillaban extrañamente los ojos como nunca antes, respondió:

—¡Oh! ¡Venga, muestra tu temperamento! ¿Así que quieres decir que te vas a vengar en mí por el solo hecho de que ejecuto un simple acto de justicia? Ahí te quedarás y te seguiré azotando ese culo atrevido hasta que me pidas perdón por todos los medios y me prometas no llevar a cabo venganza tan llena de odio.

La víctima se retorcía en agonía y rabia, pero los azotes de Alice sólo hacían aumentar en fuerza, haciendo que le saltara la piel sobre las caderas y dejando espantosas señales en las mismas.

—¡Ah, ah! —continuó—: ¿Te gusta mucho, Fred? ¿Quieres que ponga más vigor en mis golpes?

Frederick luchaba desesperadamente por liberarse, pero lo habían atado demasiado bien para que consiguiese tal propósito. Lágrimas de vergüenza y mortificación le llenaban los ojos, pero aún seguía en su obstinación, y pude observar cómo el carajo se le iba poniendo cada vez más duro, algo bastante perceptible para todos los presentes. Pronto se le destacó del vientre, en un fiero estado de erección. Con furia asumida, Alice le dijo: —Mirad al tío cómo me insulta con la exhibición de su lujurioso cipote. Me gustaría poder cortártelo ahora con un golpe de la vara —y haciendo así le azotó el vientre y le pegó al falo.

Frederick aulló de dolor. Grandes lágrimas rodaron por sus mejillas, mientras resollaba:

—¡Oh, oh, oh! ¡Ten misericordia, Alice! Sé que me lo merezco. ¡Oh, ten piedad de mí, querida hermana! Alice, sin reducir los azotes: —¡Oh! Estás empezando a sentirlos de verdad, ¿no? ¿Serás sinceramente penitente? Pídeme perdón ahora mismo por la forma en que me insultaste» en el otro cuarto.

—¡Oh, querida Alice! ¡Detente! ¡Detente! Ya no puedo ni respirar. Sí, perdóname. Te pido perdón. ¡Oh, no puedo evitar que el cipote se me ponga duro de esta forma!

—¡Abajo, señor! ¡Abajo, señor! Tu dueño tiene vergüenza de ti —mientras tanto, golpeaba aquel bellísimo pollón con la vara.

Frederick parecía que iba a agonizar; sus movimientos y contorsiones parecían de vida o muerte. Por fin resolló:

—¡Oh, oh! ¡Alice, suéltame! Por mi palabra de honor haré todo lo que me mandes. ¡Oh, oh, oh! ¡Ah! Has querido que así fuera, me has obligado a ello.

Y mientras cerraba los ojos vimos un tremendo chorro de leche que le salía violentamente del miembro viril.

Alice dejó caer la vara y soltó al culpable, que estaba terriblemente abatido.

—Bien, ahora ponte de rodillas y besa la vara.

Sin decir una palabra se dejó caer y besó la vara, bastante desgastada, y dijo:

—¡Oh, Alice!, los últimos momentos han sido verdaderamente celestiales. Me llegaron a borrar todo sentido del dolor. Querida hermana, te doy las gracias por haberme castigado, y mantendré mi promesa hecha a Beatrice.

Le sequé las gotas de sangre de sus caderas, que aún ligeramente sangraban, y luego le dimos dos vasos de vino y dejamos que durmiese con Lucy en su cuarto el resto de la noche, donde se la pasaron en grande, mientras Alice y yo nos complacíamos en nuestros toqueteos favoritos.

Puedes tener la seguridad de que no pasó mucho tiempo antes de que Frederick renovase sus placeres conmigo, mientras su hermana se alegraba de nuestra felicidad. Pero parecía que últimamente sentía cada vez más deseos de usar la vara, y una o dos veces a la semana nos reunía a todos en el cuarto para darnos una sesión de abedul, como ella la llamaba. Entonces, Lucy o yo teníamos que someternos a ser sus víctimas, pero los azotes de nuestros culos sólo parecían añadir mayor excitación a nuestro gozo cuando, tras ellos, podíamos reconfortarnos de nuestros dolores y de la pasión furiosa que nos embargaba en los brazos de nuestros mutuos amantes.

(Continuará en el próximo número)