BAJO LAS SOMBRAS O LA DIVERSIÓN ENTRE LAS BOBAS

(Continuación del número 1)

Annie, a punto de desmayarse, gritó:

—¡Walter! ¡Walter! ¡Sálvame de bestia tan horrible!

La reconforté y traté de darle toda la seguridad que podía al ver que estábamos del lado seguro de la cancela; unos cuantos besos amorosos terminaron por calmarla. Continuamos nuestro paseo, y pronto, al ver un sitio favorablemente umbrío, le dije:

—Ven, Annie, querida, sentémonos y recuperémonos de la terrífica interrupción, pues tengo la seguridad de que aún te sientes muy agitada; además, debes de recompensarme por desilusión tan ruda.

Me pareció que sabía que su hora había llegado; oleadas de rubor le tiñeron las mejillas del bellísimo rostro, mientras bajaba la vista y me permitía acercarme a ella, dirigiéndola hacia un sitio afelpado por la yerba. Recostándonos uno al lado del otro, pegamos nuestros labios en un abrazo muy ardiente.

—¡Annie! ¡Oh, Annie! —murmuré—. Dame la punta de tu lengua, amor.

Sin dudar ni un momento me entregó su punta aterciopelada, dejando escapar, al mismo tiempo, lo que pareció un hondo suspiro de anticipación deliciosa, mientras se doblegaba hasta a mi más ligero deseo. Uno de mis brazos le ceñía la cabeza, mientras que con el otro, tras quitarle el sombrero, me saqué la polla, besándola y chupándole la lengua durante todo el tiempo. Luego le cogí una mano y se la coloqué alrededor del nabo, que se encontraba en un estado ardiente, y le dije, mientras le soltaba un instante la lengua:

—Annie, toma el dardo del amor en tu mano.

Lo apretó nerviosamente, mientras con suavidad murmuraba:

—¡Oh, Walter! Tengo tanto miedo; y sin embargo, oh querido mío, siento, aunque con ello muera, que tengo que probar los dulces del amor, esta fruta prohibida.

Su voz se hundió hasta sólo ser un murmullo, mientras presionaba y pasaba su mano hacia arriba y hacia abajo por mi chorra. Mi mano también estaba ocupada buscando un sendero entre sus ropas, mientras de nuevo pegaba la boca a la suya y le chupaba la lengua, hasta que podía sentirla vibrando totalmente, dado el exceso de su emoción. Mi mano, que ya había llegado al sitio del éxtasis, se sintió bastante inundada con su cálida y espesa corrida.

—¡Mi amor, mi vida! ¡Tengo que besarte ahí y probar el néctar del amor! —exclamé mientras le arrancaba mis labios de los suyos invirtiendo mi postura.

Hundí el rostro entre sus nerviosas caderas. Lamí su abundante corrida con deleite extasiado desde los labios de su estrecho coñito, luego mi lengua encontró el sendero más profundo, hasta que dio con su sensible clítoris, y la llevé a un frenesí de deseo salvaje que pedía más y más gozo. Enredando sus piernas sobre mi cabeza, me apretaba el rostro entre sus firmes y duros muslos en un éxtasis de deleite.

Mojando uno de mis dedos en su lujuriosa raja, con facilidad se lo metí después en su precioso y arrugado culo, y mientras mi lengua seguía ocupada titilándole el clítoris, la llevé a un estado tal de deseo furioso, que me agarró la polla y se la llevó a la boca, mientras yo me acomodaba sobre su cuerpo para que así pudiera hacerlo. Me pasaba la lengua sobre la cabeza morada de deseo, y también podía sentir las mordeduras juguetonas y amorosas de sus dientes en el capullo. Fue el cenit del gozo erótico. Ella se corrió de nuevo en otra inundación abundante, mientras que ansiosa se tragaba cada una de las gotas de mi leche que estallaba desde mi polla excitada.

Casi nos desmayamos los dos debido al exceso de nuestras emociones, y así nos quedamos, bastante agotados, durante unos minutos, hasta que sentí los amados labios que de nuevo presionaban y chupábanme el nabo. El efecto fue como eléctrico: se me puso dura como nunca antes.

—Bien, querida, vayamos al fondo del amor —exclamé, cambiando de postura y separándole las temblorosas piernas, de forma que pudiera arrodillarme entre ellas.

Le coloqué las rodillas sobre las faldas, para que así no se ensuciaran con la hierba. Ella reposaba ante mí en un delicioso estado de anticipación, con el rostro todo lleno de rubor vergonzoso, los párpados cerrados y bordeados por sus largas y oscuras pestañas, los labios ligeramente abiertos y las firmes y estupendamente formadas tetas suspirando en un estado de excitación tumultuosa. Era increíble. Me sentí loco de lujuria, y no pude posponer más la consumación del deseo. Ya no podía contenerme. ¡Ay, pobre virgo! ¡Pobre virginidad! Con la polla entré a la carga, y le coloqué el capullo justo entre los labios de la vagina. Un temblor de gozo pareció recorrerle todo el cuerpo cuando la toqué con el nabo; abrió los ojos y murmuró con una sonrisa suave y amorosa:

—Sé que me dolerá, pero, Walter, querido Walter, sé firme, pero gentil. Tengo que sentirla, aunque me mate —y arrojando sus brazos alrededor de mi cuello, acercó sus labios a los míos, metiome la lengua en la boca con todo el abandono del amor y levantó el culo para hacerle frente a la carga.

Le coloqué una mano debajo de las nalgas, mientras que con la otra me mantenía la polla en dirección recta hacia la meta; luego, empujando vigorosamente, el capullo entró unos tres centímetros, hasta que chocó con el virgo que se le oponía en su camino. Dio un gritito de dolor, pero sus ojos me miraron con todo el ánimo posible.

—Pon las piernas encima de mi espalda, querida —resollé, apenas sin dejarle libre la lengua ni un momento.

Sus hermosos muslos me rodearon en un frenesí espasmódico de determinación, como si esperaran lo peor. Sin temor se la empujé un poco más, mientras ella elevaba el culo para encajársela. Así acabé con su virgo. El rey Polla había roto todos los obstáculos que entorpecían nuestro gozo. Dio un sumiso grito de dolorida agonía, y yo me sentí en posesión de sus encantos más íntimos y temblorosos.

—¡Oh, querida! ¡Me quieres! Bravo, Annie; qué bien has soportado el dolor. Quedémonos sin movernos uno o dos minutos, y luego vayamos directos a los gozos del amor —exclamé, y le besaba el rostro, la frente, los ojos y la boca en un arrebato de deleite, pues sentía que pronto llegaría a la victoria total.

En realidad sentía cómo las estrechas paredes de su coño se pegaban a mi nabo de la forma más deliciosa. Este reto era demasiado para mi empuje vigoroso. Se la metí un poco más. Por el gesto de espasmo y dolor que le cruzó el rostro pude ver que aún le dolía, pero conteniendo mi ardor, con mucha suavidad me la fui follando, aunque mi lujuria era tan enloquecedora que no pude aguantarme y me corrí copiosamente; así me hundí entre sus tetas en el encantador letargo del amor.

Esto duró sólo unos segundos, podía sentir cómo temblaba debajo de mi cuerpo con su ardor voluptuoso. Como tenía el coño ya bien lubricado con mi corrida anterior, comenzamos una deliciosa ronda de folleteo extático. Todo su dolor quedó olvidado, las partes heridas ya calmadas con la inundación de mi semen. Ahora sólo soñábamos en medio de la deliciosa fricción del amor; parecía hervir cada vez que se corría y mi polla gozosamente se extasiaba con ello, mientras se la metía y sacaba con todo mi vigor masculino; nos corrimos tres o cuatro veces en un delirio de voluptuosidad, hasta que me sentí bastante vencido por su impetuosidad y le rogué que fuese más moderada, pues podía hacerse daño con el gozo excesivo.

—¡Oh! ¿Es posible que llegue a hacerme daño con placer tan delicioso? —suspiró, y luego al verme sacar la polla ya fláccida de su coño aún anhelante, se sonrió con mala idea y dijo sonrojándose—: Perdona que sea ruda, querido Walter, pero me temo que seas tú el más herido después de todo: mira cómo tienes eso lleno de sangre.

—¡Oh, encantadora tontuela! —le dije, besándola extasiado—. Ésa es la sangre de tu propia virginidad. Deja que te seque, querida —le dije, mientras le aplicaba mi pañuelo a su protuberante raja y después hacía lo mismo con mi capullo—. Esto, queridísima Annie, lo atesoraré como la prueba de tu amor virginal, tan deliciosamente rendido a mi persona en este día —y exhibiendo el pañuelo ensangrentado, me lo guardé.

Luego nos levantamos del suave lecho herboso y mutuamente nos ayudamos a quitarnos todas las señales de nuestro enlace carnal.

Después echamos a andar y empecé a ilustrar a la querida muchacha en todas las artes y prácticas del amor.

—¿Crees tú que tus hermanas o Frank tienen idea de lo que son los gozos del amor?

—Creo que penetrarían en ellos tan ardientemente como yo lo he hecho, si alguien se ocupara de iniciarlos —me respondió—. A menudo he oído decirle a Frank que cuando nos besa se siente arder por todas partes —y luego, sonrojándose, sus ojos se encontraron con los míos—. ¡Oh, querido Walter; temo que pienses que somos unas chicas bastante brutas, pero cuando nos vamos a la cama por la noche, yo y mis hermanas solemos comparar nuestros crecientes encantos, y nos hacemos bromas sobre los crecientes rizos de las rajitas de Sophie y mía, y del coñito sin pelos aún de Polly; a veces, también nos toqueteamos, y a menudo me he sentido con una excitación tal como si tuviera fiebre, lo que no podía entender, pero gracias a ti, amor mío, ahora todo lo comprendo; cómo me gustaría que, aunque sólo fuera, nos espiaras por la noche, querido.

—Quizás podamos arreglarlo, ya sabes que mi habitación queda junto a la vuestra. Anoche os pude oír riendo y divirtiéndoos.

—Sí, anoche nos divertimos mucho —me respondió—. Era Polly que intentaba ponerme rulos a los pelos del coño; pero ¿cómo podríamos arreglarnos?

Viendo que ella estaba totalmente de acuerdo con mis planes de gozo, y tras pensar y repensar un rato, por fin se me ocurrió la idea que creí daría mejor resultado: yo trataría primero de sondear a Frank y de enseñarle un poco de las costumbres de! amor, y luego, tan pronto como él estuviera maduro para nuestro propósito, sorprenderíamos a las tres hermanas mientras se estuvieran bañando desnudas y les tocaríamos el culo; después Annie animaría a sus hermanas a que nos arrancasen las ropas, y luego nos complaceríamos en una orgía total de amor.

A Annie le encantó la idea, y le prometí que el próximo día comenzaría yo con Frank, o quizás aquella mismísima tarde, si se me presentaba la oportunidad.

Volvimos a la casa. Las mejillas de Annie estaban sonrojadas, como si estuvieran llenas de salud, y su madre observó que nuestra caminata evidentemente le había sentado de maravilla, sin siquiera adivinar que su hija, como nuestra primera madre Eva, había probado esa mañana la fruta prohibida, y con ello mucho había aprendido y vivido desde entonces.

Después de la comida le pregunté a Frank si quería fumarse un cigarrillo en mi habitación, a lo cual inmediatamente dio su aprobación.

Tan pronto como cerré la puerta, le dije:

—Y bien, viejo amigo, ¿nunca has leído Fanny Hill, ese hermoso libro lleno de gozo y placer?

—Qué, ¿un libro sucio, si no me equivoco? No, Walter; pero si lo tienes, me agradaría echarle una ojeada —me contestó con los ojos brillándole de animación.

—Aquí lo tienes; sólo deseo que no te excite demasiado; échale una ojeada mientras yo leo "The Times" —le dije, sacando el libro de mi maleta, y entregándoselo a una ansiosa mano.

Se sentó cerca de mí, en una cómoda butaca; le vigilaba mientras pasaba las hojas y se regodeaba en los hermosos dibujos; su polla dura se le notaba bajo los pantalones con ganas de guerra y cachondeo.

—¡Ahí, ah, ah! ¡Vaya, creí que eras de hielo!, pero veo que está a punto de reventarte la bragueta —le dije, mientras con la mano le palpaba el pito bajo los pantalones—. ¡Dios mío, Frank, vaya trabuco que te ha crecido desde que solíamos jugar de noche a tocarnos en la cama, hace ya bastante tiempo! Voy a pasarle el pestillo a la puerta, para que nos las comparemos. Creo que la mía es tan grande como la tuya.

No dijo nada, pero vi que estaba muy excitado con el libro. Tras cerrar la puerta con el pestillo, me incliné sobre su hombro e hice varias observaciones sobre los dibujos, mientras Frank los pasaba. A la larga, el libro cayó de sus manos, y su mirada excitada se posó en mi bragueta que estaba a punto de estallar.

—Vaya, Walter, eres tan maldito como yo —me dijo, con una carcajada—. Veamos quién la tiene más grande —y se sacó su durísima polla, y luego con sus manos hizo lo mismo con la mía.

Nos toqueteamos uno al otro en un éxtasis de gozo, que terminó tirándonos a la cama, tras arrancarnos las ropas, y jodiendo mutuamente entre nuestras piernas en la cama; nos corrimos llenos de gusto, y después de una larga explicación Frank entró a formar parte de mis planes, y nos decidimos a divertirnos con las chicas tan pronto tuviésemos ocasión. Por supuesto, no le dije nada de lo que había pasado entre Annie y yo.

(Continuará en el próximo número)