Mucho más decisivas que las propias circunstancias personales y los cambios psicológicos sufridos, las circunstancias históricas fueron posiblemente las causales de todos los cambios producidos en la reina Juana.
Durante los años que vivió en este mundo se sucedieron circunstancias imprevistas y accidentales que nunca nadie ha podido medir, ni prever, para dar conclusiones reales y verdaderas.
Historia fue su casamiento con Felipe de Habsburgo y su rivalidad con Germaine de Foix; también la obcecada y ambiciosa terquedad del rey Fernando y del cardenal Cisneros de no querer dejarla reinar sola. Historia fue la política inquisidora de España; la noble y fiel amistad de su adolescencia con el padre Diego de Villaescusa; el nacimiento de sus cuatro hijos belgas y de sus dos hijos españoles. Historia fue su madre, Isabel I de Castilla, severa y autoritaria, su inmensa herencia y sus innumerables coronas. Historia fueron sus años de esplendor en la corte flamenca y sus años oscuros como prisionera de Tordesillas. En suma, historia fue todo lo que fue su vida.
Pero también lo que fue la historia del siglo que le tocó vivir, las circunstancias únicas e irrepetibles que la llevaron por un camino sin retorno, hasta conducirla a su reclusión perpetua en Tordesillas.
Sin las muertes tempranas de sus hermanos mayores, o sin la muerte de Felipe el Hermoso, acaecida en 1506, quizá Juana habría encontrado protección contra la codicia de su padre y la severidad de la corte castellana.
Su historia personal estuvo hecha de la misma sustancia maleable de la historia del mundo que le tocó vivir. Pero entre todos los hechos de su vida, dos son los más importantes, aunque insuficientes por sí solos para explicar su caída final… El primero fue la constante contradicción interior que sentía entre la vida de esposa enamorada y celosa y la vida de reina, con su pesada carga de deberes y obligaciones. El segundo fue su condición de mujer y esto último fue, sin duda, decisivo. Si Juana hubiera sido hombre, nadie se hubiera atrevido a usurparle sus coronas, como nadie se atrevió a hacerlo con los decadentes reinados de Juan II de Castilla o Enrique IV; ni la hubieran atormentado durante cuarenta y seis años en Tordesillas. Pero la incompatibilidad más profunda fue la contradicción entre poseer el poder y ser mujer. Por eso al final de su vida, Juana no se convirtió en una reina conocida en la historia, como tantas otras, sino que se transformó en una prisionera que enterró con su nombre el gran poder que pesaba sobre su desamparada persona.
Juana I de Castilla cedió finalmente, pero no sin antes luchar. Luchó con su creciente soledad y le hizo frente a la rigurosa persecución a la que por casi medio siglo fue sometida. Al mismo tiempo que el cerco de sus afectos se iba destruyendo, sentía tambalear los cimientos de su mundo interior. El poder se mostraba simultáneamente vacilante y cruel. Su padre y su esposo se lo disputaban, el pueblo se amotinaba y los carceleros se transformaban en sus propios verdugos. Y hasta el amor incondicional hacia su esposo muerto se tornó finalmente en cómplice total de su derrota.
El sacrificio de su vida ante Dios fue un acto de entera sumisión frente a la soberbia de su padre. Los poderes que la destrozaron fueron los mismos a los que ella había amado: su padre, su esposo y su hijo.
Solo la muerte pudo liberarla de aquellos padecimientos, pero tardó demasiado en llegar.
Por la lejanía del tiempo en que Juana vivió en este mundo, nadie sabrá a ciencia cierta, si Juana heredó la locura de su abuela materna, si enloqueció por amor o si se volvió loca bajo el rigor del encierro en Tordesillas. Lo extraño de todo esto hubiera sido que no enloqueciera, viviendo cuarenta y seis años de su vida prisionera en aquel castillo que inspiraba terror con solo mirarlo.
Lo cierto y concordante de todas las investigaciones históricas es que Juana enloqueció, pero nadie podrá dictaminar con certeza en qué fecha aconteció esto, pues con el paso del tiempo, testigos y acontecimientos se fueron esfumando por el túnel del olvido, cubiertos por el polen deharina de los siglos.
Por todos estos motivos rindo mi homenaje a aquella que nunca fue coronada reina y prefirió hundirse en la oscuridad de la locura, tan solo por mantener la fidelidad a su esposo muerto.
¡Ojalá que estas páginas sean la puerta que deje salir a la luz, para que todos lo vean, el espíritu noble de quien debió brillar como la más grande y poderosa!