Como en un sueño
El 12 de enero de 1519, Maximiliano I moría en Wels, Austria, después de dejar preparada la elección de su nieto como emperador. Carlos de Habsburgo, candidato favorito para tan elevada distinción estaba en Barcelona y le fue mandado a anunciar por el duque Federico, conde Palatino. Carlos I partió a la Coruña de donde embarcó para ir a recibir en Aquisgrán la primera corona imperial. Su madre, Juana, fue mantenida en la más completa ignorancia respecto al glorioso futuro que se le anunciaba a su hijo. Futuro que asumiría con el nuevo nombre de Carlos V de Alemania.
Desde el año 1356 se había fijado en forma definitiva, mediante un documento que tenía sello de oro, dónde y cómo debían elegirse los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico: en Fráncfort y por siete príncipes electores. Cuatro laicos: el rey de Bohemia; el duque de Sajonia; el margrave de Brandeburgo y el conde Palatino, y tres eclesiásticos: los arzobispos de Maguncia; Tréveris y Colonia.
En los escasos dos años que Carlos de Habsburgo pasó en España, antes de ser nombrado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, las cosas lejos de mejorar fueron empeorando. En nada coincidía la actitud real con las aspiraciones de pueblo español y el enfrentamiento con los flamencos fue cada día mayor. Las Cortes de Valladolid, deseosas de mediar en aquella situación, solicitaron al joven rey una serie de peticiones, las cuales jamás fueron aceptadas ni tampoco cumplidas:
Siendo vuestra majestad, Carlos I, rey de las Españas, se hace imperioso para el buen gobierno que hable con su pueblo en lengua española y no otorgue cargos a ningún extranjero, pues suficientes personas que puedan cumplirlos habitan el reino. Además se solicita a vuestra majestad que la reina Juana I de Castilla reciba consideraciones de tal, como así también cese la constante salida de plata y oro desde España hacia el resto de Europa…
Nada de todo aquello fue atendido y los consejeros flamencos y neerlandeses ocuparon los cargos y ejercieron dignidades que pertenecían por derecho al pueblo español.
Carlos de Habsburgo nombró primer ministro al señor de Chièvre, Guillermo de Croy; canciller de Castilla a Sauvage y cuando este murió por la epidemia de peste que asoló España fue reemplazado por el piamontés Mercurino Gattinara que familiarizó a Carlos V con su idea de lo que debía ser el compromiso de un emperador y el concepto de imperio.
También aumentaron los impuestos y el oro y la plata abandonaron la península para pasar a formar parte de las arcas extranjeras del rey y de sus ministros.
Al morir el emperador Maximiliano I en 1519 se hizo necesaria una mayor cantidad de dinero, pues aseguraba la elección de Carlos I de España. Dicha corona imperial también fue disputada por Enrique VIII de Inglaterra, tío político del joven Habsburgo y por el rey Francisco I de Francia, su rival político (y futuro cuñado de Carlos, al desposarse años más tarde con Leonor, en segundas nupcias, cuando quedó viuda del rey Manuel I de Portugal).
Cada aspirante a tan magnífico imperio recurría a toda clase de donaciones para pagar los votos de los electores que desde el siglo XIII lo conferían los siete dignatarios más altos.
Pero Carlos de Habsburgo sería finalmente el elegido, no solo porque su abuelo Maximiliano I había dejado preparado el camino para su elección, sino además por la dote que el banquero Fugger ofreció por el joven rey de Borgoña, Austria y los Países Bajos, titulado también rey de las Españas.
Jakob II, el Rico, fue quien respaldó económicamente la política del emperador Maximiliano I y posteriormente financió la candidatura de Carlos al trono imperial. A cambio de su apoyo a la casa de Austria había recibido el arrendamiento de los Maestrazgos de las Ordenes Militares de España, entre las que se contaban las minas de mercurio de Almadén (primeras en el mundo) y las de plata de Guadalcanal (aunque sus arcas también se vieron provistas con oro y plata del nuevo mundo).
Carlos I de España fue designado emperador de Alemania y rey de los Romanos, por el arzobispo de Maguncia el 28 de junio de 1519, en la ciudad de Fráncfort del Main, en la iglesia de San Bartolomé, y fue coronado oficialmente en la catedral de Aquisgrán, en la capilla Palatina —tumba de Carlomagno— el 22 de octubre de 1520, por el papa León X (lugar donde también fue coronado Carlomagno en el año 800 por León III). Cuando Carlos de Habsburgo fue elegido emperador de Alemania y rey de los romanos tenía tan solo diecinueve años.
Los sueños de su abuela, la visionaria Isabel I de Castilla, se habían hecho realidad, mas no así los de su madre que permanecía silenciada tras los altos muros de Tordesillas, ignorándolo todo.
Aquel hombre excepcional, de una actividad incansable y de un talento inigualable, el más poderoso de los monarcas de todos los tiempos, también vio cumplidos sus sueños. Aunque detrás de él, hacedora de aquel destino de grandeza, no estaba más que su desdichada y maltratada madre que por amor a su hijo y a sus reinos sepultaría cuarenta y seis años de su vida en la más cruel de las soledades, en la más terrible de las indiferencias y en el más absurdo de los sometimientos.
Cuando Carlos I partió hacia Aquisgrán, el pueblo estalló cansado de sufragar los gastos destinados a la coronación y a las guerras europeas. Una a una las ciudades comenzaron a sublevarse. Primero fueron las comunidades de Castilla, cuyas Cortes fueron convocadas unos meses antes en Santiago de Compostela y más tarde en La Coruña, para obtener los mencionados subsidios. Después se levantaron las germanías de Valencia, donde residía Germaine de Foix y finalmente la revolución llegó a Mallorca.
Toledo se declaró en franca rebeldía en abril de 1520, negándose a enviar sus representantes a las Cortes. Solo por medio de sobornos y presiones el gobierno consiguió finalmente que los procuradores votaran los subsidios. El furor de las distintas ciudades contra estos fue tal, que el segoviano Rodrigo de Tordesillas fue linchado. En este comienzo de guerra civil los nobles no intervinieron a pesar de estar resentidos con Carlos V por la costumbre que tenía el emperador de reservar los altos cargos para los alemanes y flamencos y por haber aceptado el título de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, pues consideraban mucho más honroso el de rey de las Españas.
Al partir hacia Alemania, Carlos V había dejado el gobierno de la península en manos del cardenal Adriano de Utrecht, quien envió a Rodrigo Ronquillo a castigar a los sublevados en Segovia y sobre todo, a su cabecilla, Juan Bravo. Los segovianos resistieron y Toledo les envió una fuerza capitaneada por Juan de Padilla quien impidió la entrada a la ciudad de las tropas de Ronquillo.
La sublevación se extendió a Burgos y a Madrid; Cuenca y Ávila se unieron en junio y en julio de 1520 respectivamente y en esta última ciudad se reunió la Junta Santa Comunera, declarada en Ávila como la autoridad suprema del reino. Dicha junta preparó una serie de peticiones tendientes a reforzar las atribuciones de las Cortes en el gobierno del país. Su presidente, Pedro Lasso de la Vega, nombró capitán de sus fuerzas a Padilla, mientras el gobierno enviaba a Antonio de Fonseca a Medina del Campo para apropiarse de la artillería de la plaza.
Los medinenses lo impidieron y la ciudad fue arrasada. Este suceso conmovió a toda España y ciudades como Cáceres, Badajoz, Soria y Palencia se sumaron al movimiento comunero. Fortalecidos con las armas medinenses los insurrectos destituyeron al cardenal Adriano del puesto de regente de Castilla, junto a su Consejo de Estado y así, bajo aquellas circunstancias, marcharon hacia Tordesillas.
El castillo fue tomado por asalto y los comuneros requiriendo a la soberana cautiva le dijeron que se habían alzado «en servicio a la reina doña Juana», ofreciéndole todo lo que podían ofrecerle: su trono, su libertad y una constitución. Juana se sintió feliz y emocionada y actuó con serena tranquilidad y cordura y acercándose a ellos les habló con palabras que nunca nadie pudo olvidar: «Yo, Juana I de Castilla, tengo mucho amor por mis súbditos y me pesa en el corazón cualquier mal engaño que hayáis padecido…».
Ella sufría mucho pero no se quejaba, a la vez que se compadecía de su pueblo.
Don Pedro Lasso de la Vega fue el encargado de informarle, en tan solo un par de horas, de todo lo acontecido en el reino desde aquel fatídico 14 de febrero de 1509, en que confiando en el amor de su padre, cruzara para siempre el puente levadizo del castillo de Tordesillas.
La reina escuchó con asombro los acontecimientos relatados y con entereza asumió las noticias del fallecimiento de su padre y de su suegro.
—Acabo de darme cuenta de que hace diecisiete años que nadie me dice la verdad. Todos aquí me han maltratado y el marqués de Denia ha sido el primero en engañarme. De habérseme notificado la muerte de mi padre, yo hubiese gobernado —les respondió Juana con tristeza.
Los comuneros expulsaron al marqués de Denia del castillo, pero la confusión imperante entre los nobles y el pueblo terminó por hacer que la reina desconfiara también de ellos.
Así se esfumaba la única y última oportunidad que la historia le brindaba a Juana durante sus años de encierro, para volver a ser libre, ascender al trono como soberana de Castilla y ser declarada sana de juicio y capaz de gobernar el reino.
Solo le hubiera bastado escribir con su pluma «Yo, la reina», en el documento que admitía la validez de la Junta General del Reino allí proclamada y un memorial de agravios que acusaba a Carlos de Habsburgo como usurpador del trono de su madre. Pero Juana amaba demasiado a su hijo y se negó a firmar, frustrando así el desesperado intento de los rebeldes por legitimarse, asegurando que:
—¡Por nada del mundo, ni siquiera por todos mis reinos, podrán separarme de mi hijo Carlos!
Los comuneros se dieron cuenta de que habían tratado sin éxito de ganarla para su causa.
La insurrección tomó un giro radical atemorizando a los nobles que veían con preocupación cómo penetraba el espíritu revolucionario dentro de sus mismas posesiones.
Desde Alemania, Carlos V intentó congraciarse con la nobleza española nombrando al condestable y al almirante de Castilla, Iñigo de Velasco y Fadrique Enríquez, respectivamente, asesores del gobernador Adriano. Pero lo que más lo ayudó fue el error de los comuneros al elegir como capitán a Pedro Girón, un noble poco fiable que despreció al valeroso Juan de Padilla, quien desencantado retornó a Toledo en octubre de 1520.
Adriano de Utrecht se refugió en Medina de Río Seco tras la sublevación de Valladolid que quedó sitiada y fue allí donde el ejército comunero perdió el tiempo, mientras las tropas reales, incrementadas con numerosos nobles apartados de la causa popular, se adueñaban de Tordesillas en diciembre, apresando a varios procuradores de la junta.
Ante la deserción de Girón los comuneros volvieron a llamar a Padilla, quien capturó Torrelobatón, en febrero de 1522. La superioridad numérica de su ejército de más de diez mil hombres parecía presagiar el éxito de la campaña, pero todo cambió en solo dos meses; las negociaciones propuestas por los imperiales fueron aceptadas por Padilla y Lasso, pero la junta las rechazó. Mientras tanto el ejército comunero mermó y cuando los imperiales se acercaron a Torrelobatón, Padilla intentó refugiarse en Toro. Alcanzado por la caballería enemiga fue derrotado en Villalar, el 23 de abril de 1521.
Padilla, Bravo y Francisco Maldonado, jefe de los sublevados, fueron degollados un día después por orden del emperador. Sus muertes fueron el escarmiento por haber querido recortar el vuelo del águila imperial.
En rigor, la guerra acabó con la derrota de Villalar, pues las ciudades lentamente se fueron rindiendo unas tras otras. La única que resistió fue Toledo, defendida por doña María de Pacheco, viuda de Padilla, que se encerró dentro de los muros de la ciudad y protagonizó una heroica resistencia, pero finalmente tuvo que capitular en febrero de 1522. Doña María de Pacheco jamás fue perdonada. Desterrada, murió en Oporto 1531 al otro lado de la frontera sobre las verdes orillas del río Duero. El mismo río sobre cuyas márgenes se asentaba en un pequeño escarpe el castillo de Tordesillas.
Desde entonces se fortalecieron en España los poderes de la nobleza y de la monarquía.
Ante los violentos disturbios causantes de tantas muertes y ante la conmoción producida en una España sin regente, el emperador Carlos V regresó de inmediato con una imponente flota de ciento cincuenta barcos y una guardia personal de cuatro mil lansquenetes.
Después de visitar a su madre en Tordesillas decidió terminar de una vez por todas con el amenazante peligro que merodeaba la fortaleza y volvió a restituir en su cargo al marqués de Denia, marchándose luego hacia Valladolid.
Cuando las libertades conseguidas por la reina Juana y su hija parecían ser el premio a tanto dolor e injusticia, el marqués de Denia, sediento de venganza, volvía a la escena cargado con todo el odio, la maldad y el rencor de aquel tiempo de postergaciones.
El levantamiento dejó una marca indeleble en la memoria del gran emperador y durante los cuarenta años que reinó sobre España nunca pudo olvidar que, de haber triunfado el movimiento revolucionario, él jamás hubiera podido reinar en aquel suelo.
Activo e incansable vivió trasladándose desde uno al otro confín de sus dominios, lo cual le insumía muchísimo tiempo. De los cuarenta años de su reinado, solo estuvo efectivamente diecisiete años en España y visitó a su madre doce veces en Tordesillas. Viajó nueve veces a Alemania, seis a España, siete a Italia, diez a Flandes, dos a África, navegó cuatro veces por el océano Atlántico y ocho por el Mediterráneo.
Vengativo, el marqués de Denia regresó a Tordesillas, pues no quería dejar pasar la oportunidad que el destino volvía a brindarle para cobrarse el humillante trato a que lo sometieron los comuneros. El marqués ordenó cerrar definitivamente el pasillo que unía el castillo con la iglesia de San Antolín, aunque ya hacía mucho tiempo que se le había prohibido a la prisionera real visitar el recinto sagrado.
El rigor fue instalado en su punto más extremo y la crueldad y la falta de respeto hacia la reina Juana y la infanta Catalina se volvieron cotidianas.
Única víctima aún en cautiverio después de aquella revolución, la reina tuvo que soportar sobre su indefensa persona la venganza del desalmado carcelero. Ella, la reina, la que nada había tenido que ver con el levantamiento, desaprovechando la única e irrepetible oportunidad de volver a reinar sobre Castilla, aceptó su destino con resignación, convirtiéndose en la causa sobre la que se volcaba la furia incontenible del inhumano marqués de Denia.
El terrible ruido de sus botas, su voz amenazante y el mal trato físico y psíquico volvieron a hacerse oír en la espaciosa y lúgubre estancia. El pánico retornó para instalarse en el corazón de Juana y un cómplice e injusto silencio cubrió definitiva y amargamente Tordesillas. La reina se encerró en sí misma y dejó de comer, de dormir y de asearse, como siempre lo hacía cuando caía en la desesperación como el único modo de defenderse. Catalina, azorada, contemplaba sin saber qué hacer, imposibilitada de buscar auxilio.
Ya adolescente, piadosa y caritativa, la infanta no hacía más que tratar de pedir ayuda en cada una de las muchas cartas que escribió, dirigidas a su hermano, el rey, y que nunca Carlos recibió, porque el marqués de Denia, dispuesto a defender a toda costa su lugar de privilegio se encargaba cuidadosamente de que jamás misiva alguna saliera del castillo. Solo las por él escritas al emperador.
La buena Catalina aterrada por el ayuno prolongado de su madre, logró finalmente enviar, en el más estricto de los secretos, una carta para su hermano. Lo hizo a través de la misteriosa doncella de las lilas que en combinación con una sierva de las cocinas logró sacar la carta en un carro, escondida bajo una parva de heno. Una vez fuera de los muros, el mensajero la depositó en las propias manos del cardenal Adriano, llevando el último y más desgarrador pedido de auxilio.
Suplico de rodillas ante vuestra majestad Imperial, Carlos V de Alemania y I de las Españas, que por el amor a Dios que ambos profesamos, se dé crédito a mis palabras. Nuestra digna madre, Juana I de Castilla, vive inmersa en el más grave de los tormentos morales, sometida por el marqués de Denia. A diario le dejan la comida en la puerta de sus habitaciones y si nuestra querida y pobre madre no la recoge, nadie se la sirve, aunque transcurran los días.
En sus aposentos jamás entra el sol, no hay ventanas, no hay luz. Sus ojos se lastimarían al contemplar la claridad, sometidos a tan largos periodos de oscuridad. No se le permite salir fuera, pues se lo impide un guardia permanente que custodia su puerta. También le han prohibido caminar en mi compañía por los corredores del castillo, con el solo fin de que nuestra madre no sea molestia para la marquesa de Denia y sus hijas, que disponen del castillo como si les perteneciera. Ellos son los verdaderos amos de aquí y nosotras sus prisioneras.
Nuestra madre se ve obligada a permanecer encerrada en tan tremenda oscuridad y tampoco se le consiente hablar con su confesor, el padre Juan de Ávila.
También yo he sido privada de mi aya y varios guardias me custodian prohibiéndome hablar, escribir o comunicarme por otro medio con mi madre. La doncella encargada de mi guardarropa ha entregado los vestidos que vuestra majestad me regalara a las hijas de la marquesa, quienes los lucen, mientras la marquesa de Denia y sus hijas se burlan y ríen de nosotras cuando pasan frente a nuestra puerta. Esta actitud altera a nuestra madre que, al solo pronunciamiento del nombre de Denia, comienza a llorar y a gritar pidiendo auxilio, pues también el marqués la ha sometido a maltratos físicos y ella vive con miedo. Nos esconden las joyas, nos menosprecian en público y nos posponen detrás de sus propias hijas.
Solo en vuestra ayuda confiamos y amparadas en vuestra sensibilidad recurrimos a vos, majestad, para ser liberadas de tan espantosos tormentos. Una humilde servidora:
Catalina de Austria, infanta de España.
El cardenal Adriano quedó perplejo e impresionado por la cantidad de abusos cometidos e intercedió de inmediato ante Carlos V, en favor de la reina Juana y de su hija, la infanta Catalina. Pero frente a tan apremiante situación, el joven Habsburgo solo respondió con el silencio. El mismo silencio que trataba de imponer en torno de aquel lugar olvidado.
Más adelante, tal vez, encontraría el momento oportuno para dar solución a la petición de su hermana, pero por ahora se haría necesario buscar primero las conveniencias propias.
En realidad el pensamiento de Carlos estaba puesto en Portugal, lugar hacia donde algún día marcharía Catalina. Aquel país era un sueño que parecía siempre inalcanzable para las apetencias españolas. Isabel, hermana de Juana, había sido desposada, por orden de sus padres, con el príncipe Alfonso, hijo del rey Juan II de Portugal. A los ocho meses de haberse casado quedó viuda y seis años más tarde, en 1497, Isabel volvía a casarse con el rey Manuel I. En 1498 murió al dar a luz al príncipe Miguel y dos años más tarde, también moría el niño, desvaneciéndose los sueños de una unificación ibérica. Viudo el rey Manuel I, volvió a desposarse con María, la otra hermana de Juana. El sueño parecía volverse realidad. Con María el rey vivió feliz hasta 1517. Sin duda aquella fue la única hija de los Reyes Católicos que conoció la felicidad duradera, si por duradera se entiende aquella que se disfruta hasta el día de la muerte. Solo que el fin llegó demasiado temprano, pues María apenas tenía treinta y cinco años de edad cuando murió. Nuevamente viudo, Manuel I volvería a casarse por tercera vez con su sobrina política, Leonor, la hija belga de Juana y de Felipe. Tres años después, en 1521, moría el rey, ascendiendo ese mismo año al trono Juan III. Aquel rey estaba destinado a contraer enlace con su prima, la infanta Catalina de Austria, rescatándola de la prisión que sufría en Tordesillas.
El bondadoso corazón de la infanta se vio sacudido una vez más por la fuerza de la contradicción. La esperanza de una vida feliz despuntaba con gran esplendor desde el otro lado de la verde frontera, pero una tremenda angustia instalada en su pecho le abrumaba continuamente al pensar que su madre quedaría para siempre sola y desamparada, librada a su propia suerte.
Envuelta en la más grande oscuridad y en el más impenetrable de los silencios, la reina Juana deambularía sola, buscándola; lloraría sola, clamándola; gritaría sola, nombrándola y Catalina se sentía aterrada de solo pensar que ya no podría volver a abrazarla, a consolarla o a responderle, jamás.
—Mi pobre madre, inmersa en la más terrible de las soledades afectivas, se sentirá desamparada y no quiero ser yo la causa de tantos dolores para su corazón —había rogado la infanta a su hermano, antes de la partida.
Desconsolada, Catalina, no quiso hablar con su madre sobre el futuro trono en Portugal, aquel trono que la esperaba, con aquel primo y rey que la amaba y deseaba convertirla pronto en su esposa y en su reina.
Acongojada, Catalina pidió a Carlos la ayudase en tan doloroso deber. Al borde de derrumbarse por la culpa y los temores de herir a su madre, pues bien sabía que solo una cosa la mantenía viva, y era ella, hizo que aquel verano de 1524, el emperador se presentara en Tordesillas.
Había salido de Valladolid para cruzar la desolada y ardiente meseta castellana, acompañado de un numeroso grupo de flamencos. En el castillo de Tordesillas, después de descansar y refrescarse, el emperador entró en el salón del Trono rodeado de su corte extranjera. La reina había sido aseada, vestida y peinada para aquella ocasión, luciendo digna y austera. Tenía cuarenta y cinco años y un hermoso rostro sin arrugas. Solo sus cabellos dejaban ver algunas canas, tornándola más interesante. Juana miró más allá de su hijo con los ojos heridos por la gran claridad del lugar que le impedía mirar y presintió lo temido.
Llamativas le resultaron las largas horas de diálogo que su primogénito le dedicó, pues Carlos jamás tenía tiempo para dedicarle a ella. Conforme fueron pasando los minutos el emperador fue detallando pormenores de su imperio y, como al descuido, dejó escapar la necesidad de expandir la divisa de los Austria.
—Para eso he venido, madre. Para que España siga el camino de la grandeza y de la gloria que soñaron nuestros antepasados. Nuestra divisa debe flamear en la casa de Avis.
—¿Qué intentáis decirme? —preguntó Juana con desconfianza.
—Intento deciros que es necesario que Catalina sea desposada con vuestro sobrino, el rey Juan III de Portugal.
La reina escuchó impávida y en silencio.
—Madre —dijo Carlos—, también yo habré de desposarme un día con la princesa Isabel, hermana de Juan III, en Sevilla, y con quien estoy comprometido. Mi boda se realizará varios meses después de la de mi hermana Catalina. Este doble compromiso matrimonial con la dinastía lusitana permitirá hacer realidad los fervientes deseos de vuestra augusta madre, Isabel I de Castilla, de poder reinar sobre toda la península ibérica.
La aparente serenidad de Juana terminó de repente.
Desesperada, imploró con un grito.
—¡No me dejéis sin Catalina! ¡Por favor os lo suplico!
—Debéis comprender, madre —dijo con frialdad el rey—, que todo lo que hago es por el bien de los reinos.
Un sollozo incontrolable dominó a la reina y mientras el sol se ponía detrás del horizonte, sus gritos desgarradores continuaron resonando por toda la fortaleza.
—¡Por el amor de Dios, no me llevéis a Catalina! ¡Ella es mi vida! ¡Es lo único que me queda! ¡Por ella sigo viva! ¡Tened piedad de mí! ¡No me matéis!
Pero todo fue inútil. Carlos sabía que Catalina saldría de Tordesillas definitiva e imperiosamente para casarse con el rey de Portugal.
Apelando a todos los argumentos la reina recurrió a lo último que le quedaba.
—Hijo, ¿por qué no puedo yo también salir de aquí? Os prometo que seré dócil, obediente y no molestaré —suplicó una vez más, llorando desconsolada.
Pero Carlos solo atinó a decir.
—¡Me marcho madre, yo no puedo con vos!
Y renunciando a la misión de convencer a la reina, abandonó el salón por la puerta más lejana, mientras escuchaba los desgarradores sollozos de su madre. Para no escucharla, cubrió con sus manos sus oídos, hasta que finalmente se alejó del lugar y ya no pudo oírla llorar.
Atormentado por aquellas circunstancias, Carlos envió al general de los Franciscanos para que tratara de convencerla, mientras Juana, con su ingenio e inteligencia, impediría por todos los medios que se llevaran a Catalina.
Transcurrió el verano, también el otoño y cuando el invierno comenzó a esparcir sus grises y frías nubes sobre el inmenso y desolado cielo castellano, Carlos retorno a Tordesillas con el fin de lograr el beneplácito de su madre.
Ataviado de pies a cabeza con su refulgente armadura y portando su divisa personal, con treinta lansquenetes y sus escuderos por detrás, enarbolando las banderas del imperio y del reino de España, el emperador parecía preparado para desafiar al mundo y no para tratar de convencer a su madre prisionera.
Mansamente y con paciencia, Carlos se dirigió nuevamente a ella.
—Ha llegado el momento, madre —anunció con firmeza, y Juana supo que no había más remedio. No obstante seguiría luchando hasta el final.
—¿Por qué lo hacéis? —preguntó con tristeza la reina— .Disponéis de mis reinos, saqueáis mi casa llevándoos mis joyas, ¿y aún no os basta? Ahora pretendéis llevaros a mi Catalina.
—Madre, sé que finalmente lo aceptaréis. Sabéis que sí, y yo por ello siempre estaré en deuda con vos.
Después los pasos apresurados del emperador se perdieron por los fríos corredores y el corazón, una vez más herido y destrozado de Juana, se sumió entre las nieblas de la sinrazón.
Era el día 2 de enero de 1525 cuando Carlos partió de Tordesillas, llevándose para siempre a Catalina.
Todos los habitantes del castillo y también los de la villa les vieron pasar. El frío y el silencio eran implacables.
Catalina tenía dieciocho años cuando su cortejo silencioso inició la marcha lentamente, rumbo a Portugal.
A Juana, su madre, solo le fue permitido mirar desde una ventana a través de los barrotes. Quizá para torturarla más, para que jamás olvidara su condición de prisionera. Con los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto, contempló el cortejo que descendía por la suave ladera hasta cruzar el puente de arcos de piedras sobre el Duero y bordeando el río, cual una cinta de seda multicolor ondeando con la brisa, se fue alejando en el campo, hasta perderse en la nada.
Entre jirones de recuerdos, Juana fue rescatando el rostro de Catalina, que a fuerza de tanto pensarlo se le fue volviendo borroso. Sus ojos claros, sus rubios y largos cabellos que tan amorosamente trenzaran sus manos cuando niña, aquellos cabellos del mismo color que los de Felipe y con los cuales tantas veces había secado sus lágrimas, ya no volvería a acariciarlos entre sus manos.
Las sombras fueron llegando y dentro del castillo, poco a poco, se fueron encendiendo los candeleros. El sol ya se había ocultado totalmente en el horizonte, mientras Juana, inmóvil, de pie frente a la ventana, continuaba mirando el infinito.
Así la sorprendió la noche, una noche de la que jamás volvería a salir.
Dos días permaneció de pie mirando la nada de aquel espacio vacío. Aquel mismo espacio que por dieciocho años poblara de risas y cariño su inolvidable Catalina. Un tiempo lejano que jamás regresaría.
Al tercer día, doblegada por las circunstancias, se dejó acostar dócilmente y pensando en ella, decidió resistir. Jamás se doblegaría aunque la quisieran sumergir en la locura. Su destino no era fácil, tendría que acomodarse a él y lo iba a lograr a pesar de que el cansancio y el desasosiego se apoderaran de ella por breves periodos. Tampoco Dios la abandonaría, sino que la asistiría como siempre, mientras ella con resignación se inmolaría por el bien de sus reinos, en el nombre de Felipe y por la felicidad de sus seis hijos.
—¿Qué edad tenía vuestra majestad cuando aprendió a montar a caballo?
Aquella voz era la de la misteriosa doncella de siempre. La que en tiempos del duque de Estrada ponía flores lilas sobre su tocador y la que en tiempos del marqués de Denia había hecho salir la carta de Catalina, en combinación con la sierva de las cocinas, pidiendo auxilio. Los años habían pasado también para ella, sin embargo el amor y el respeto hacia su reina no habían variado.
—Aprendí de pequeña —contestó la reina, buscando en la oscuridad el rostro de la doncella. Y evocó en el recuerdo aquellas imágenes de su infancia—. Tenía tres o cuatro años, no recuerdo bien. Mi padre solía llevarme a cabalgar con él, era en Segovia. Después fue en Granada, Toledo, Medina del Campo transformándome en una buena amazonas y cuando me desposé con Felipe, también en Flandes. Salíamos a cabalgar por aquellos verdes prados, por sus colinas. ¡Galopábamos a gran velocidad! Aquello encantaba a Felipe, pues yo siempre perdía los tocados y mis cabellos caían sueltos sobre mi espalda; entonces él me decía: «Nada me produce tanto placer, como veros con los cabellos al viento».
Y mientras los recuerdos iban aflorando a borbotones, sus ojos se iban iluminando con los destellos de la felicidad que parecía volver en retazos más o menos nítidos, cual si fuera un camino que volvía a conducirla hacia sus años más felices. Los compartidos en Flandes junto a Felipe.
—Pero decidme mi buena amiga, ¿quién sois? —preguntaba la reina con curiosidad, y su boca dejaba asomar una sonrisa melancólica.
—Dios me envía, majestad.
—¿Qué significa eso? —preguntaba Juana asombrada.
—Que Dios me usa como instrumento para que yo cuide de vuestra majestad.
—Sois mi ángel de la guarda y yo agradezco a Dios que así sea —respondía la reina. Pero la doncella siempre volvía a marcharse y ella quedaba sola, contemplando la nada, viviendo de recuerdos, como el único modo de no morir.
Juana jamás supo que su hijo había sido coronado emperador. De habérsele comunicado se hubiera sentido muy feliz.
Diez años permanecería en Tordesillas, don Bernardo de Sandoval y Rojas y al morir en 1528 le sucedería su hijo, Luis, transformándose la reina de Castilla en una pertenencia absoluta y perpetua del feudo de los marqueses de Denia.
Con los años se fue borrando de Castilla el nombre de la reina olvidada. Solo aquellos que atinaban a pasar por las cercanías de Tordesillas decían de ella: «La reina Juana es una mujer creada como ninguna, para soportar indoblegable lo bueno y lo malo, sin el menor desfallecimiento de ánimo en su corazón…».
Y era verdad. Enclaustrada durante cuarenta y seis años, soportó todo con extrema valentía, resistiendo al cruel destino que le había tocado en suerte.
En todo ese periodo solo salió una vez de su reclusión y fue en el año del Señor de 1533. Juana se fue caminando atravesando el campo, y alejada de cualquier población, para regresar prontamente de nuevo a Tordesillas custodiada por los soldados y vigilada por el marqués y las doncellas.
En la Navidad de 1536 su hijo Carlos V llegó a visitarla con su esposa, la emperatriz Isabel de Portugal y la pasaron junto a su madre en Tordesillas. Fue una fecha que Juana jamás pudo olvidar.
En 1538 murió la reina Germaine de Foix, a la edad cincuenta años.
Pero la muerte para Juana tardó en llegar, mas no así los informes que periódicamente y a lo largo de aquellos años, el marquesado de Denia, dueño absoluto de Tordesillas, hacía llegar a Viena, informando sobre la reina, a su hijo Carlos, el emperador.
Es doloroso para mí, majestad, pero al mismo tiempo alentador —escribía el marqués de Denia— observar de vez en cuando lágrimas en los ojos de la reina. Opino que se está produciendo un cambio favorable para su majestad, doña Juana, pues ha permitido que sean exterminadas las ratas que infestaban su lecho. Ahora se deja bañar, cortar las uñas y peinar, aunque por momentos se niega a sentarse en la silla y lo hace en el suelo, como siempre, o se acurruca en un rincón, con el mismo vestido lleno de agujeros que tenía puesto el día en que se marchó la infanta Catalina, hace ya veinte años.
Don Luis de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y conde de Lerma.
Vuestras noticias son alentadoras y reconfortantes —respondía el emperador, (que hacía casi treinta años, reinaba en nombre de su madre)— pero no permitáis que ninguna noticia alentadora sobre la salud de la reina traspase los muros de Tordesillas.
Deseo que continuéis al servicio de mi infortunada madre, cuidando muy especialmente de que ni una sola de las personas que la rodean introduzca en el castillo moda nueva alguna, que pueda ser vista por la reina. Por su propio bien y por el reino, mi querida madre no debe ser arrancada de la época en que eligió vivir.
Carlos V de Alemania y I de España.
Aquel hijo de Juana cumplió sus ambiciosos sueños.
El azar de la historia decidió que vinieran a reunirse en su persona las herencias de sus cuatro abuelos, forjando así uno de los más vastos Imperios hasta entonces constituidos en Europa y en el mundo, erigiéndose en el primer monarca que reinaba sobre ambos hemisferios.
De su abuela materna, Isabel I de Castilla, heredó los reinos de Castilla, Navarra, Islas Canarias, las plazas africanas y los territorios recién descubiertos en el nuevo mundo.
De su abuelo materno, Fernando II de Aragón, la corona de Aragón, Baleares, Cerdeña, Sicilia, Nápoles y Rosellón.
De su abuela paterna, María de Borgoña, los Países Bajos, el ducado de Borgoña, el más importante de toda Francia, Flandes, Artois, Luxemburgo, el Franco Condado y Charolais.
De su abuelo paterno, el emperador Maximiliano I, heredó Austria, Estiria, Carintia, Carniola, el Tirol y los derechos al Imperio y al Milanesado.
Como rey de Castilla, Carlos tuvo que dominar las sangrientas insurrecciones de Castilla, Valencia y Mallorca y proseguir con la conquista del nuevo mundo, conquistando México en 1519; Perú en 1531; Chile en 1535 y la Amazonia en 1540.
Como emperador de Alemania el comienzo de su imperio se vio alterado por la propagación de la Reforma luterana que escindió Alemania y determinó una guerra civil de carácter religioso. También tuvo que luchar contra el enemigo turco que amenazaba gravemente a la cristiandad. Como heredero de Borgoña y de los Países Bajos, luchó contra las aspiraciones de Francisco I, rey de Francia, con el cual sostuvo cuatro guerras. La primera desde 1521 a 1526, la segunda desde 1526 a 1529, la tercera desde 1535 a 1538 y la cuarta desde 1542 a 1544, concluyendo con la tregua de Niza y la paz de Créspy.
Ese mismo año de 1544 murió en Bruselas Barbe Servel, el aya del emperador, aquella mujer que lo había acunado en sus brazos siendo apenas recién nacido, lo había cuidado cuando niño y le había aconsejado y guiado siendo un adolescente. El emperador la había querido como a su segunda madre, por eso dispuso que fuera enterrada en el coro de la catedral de Santa Gúdula.
Carlos I de España y V de Alemania ostentaba entre los muchos títulos el de rey de Aragón, rey de Castilla y sus dominios, rey de las dos Sicilias, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante, conde de Flandes, del Tirol, de Barcelona y emperador de Alemania.
Durante casi un siglo la monarquía hispana nacida de la política de unificación de los Reyes Católicos desempeñó un papel de primera línea en la historia del mundo, bajo los reinados de Carlos I y, más tarde, de su hijo y sucesor, Felipe II.
Ya sobre los finales de su larga vida, Juana continuaba revelándose contra las injusticias. Desamparada, volvía a aflorar en ella la rebeldía de su juventud.
Su nieto, el príncipe Felipe (el que sería más tarde, rey de España, con el nombre de Felipe II), sintió siempre profunda pena por la rebeldía de su abuela hacia las cuestiones religiosas. Él era un hombre en extremo piadoso y, sintiéndose responsable de la salvación del alma de la reina, envió en 1554 al comisario general de la recién fundada Orden de la Compañía de Jesús para las provincias españolas: Francisco de Borja, cuarto duque de Gandía y marqués de Lombay. Aquel santo sacerdote era sobrino nieto del papa Alejandro VI, sobrino de César y Lucrecia Borgia y célebre por las conversiones que realizaba.
(Al morir en 1539 la emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos I de España y V de Alemania, Francisco de Borja fue encargado por el emperador de conducir el cadáver de Toledo a Granada. Allí al ser descubierto el féretro y al ver el estado de descomposición de la Emperatriz, sufrió su vida un cambio total y juró «nunca más servir a un señor que se pueda morir». Antes de ser sacerdote había sido virrey de Cataluña entre 1539 a 1544 y al fallecer su esposa, doña Leonor de Castro, ingresó en 1546 a la Compañía de Jesús. Rehusó al capelo cardenalicio y se dedicó a predicar junto asan Ignacio de Loyola, hasta ser nombrado en 1554 comisario general de su orden).
El encuentro entre Francisco de Borja y Juana I de Castilla estuvo marcado por los afectos, pues la reina al verlo pudo recordar.
—Os conozco bien —dijo cariñosa—, ¡habéis sido paje de mi bien amada hija Catalina!
—¡Mucho me alegra, señora, que me hayáis reconocido! ¡Y así, como no os habéis olvidado de mí, supongo que tampoco os habéis olvidado a Dios!
—Suponéis bien. A los ojos del mundo me muestro como una rebelde. Esa es mi estrategia, mi defensa. Una forma de despertarlos de la indiferencia que me profesan. Pero muy dentro de mi corazón siempre estoy cerca de Él. Sin embargo el mundo ya me ha olvidado.
—El mundo no olvida a una reina, majestad.
—Sin embargo nací signada por la desgracia de un futuro que me predestinó a cargar con el peso de más de doscientas coronas, las cuales, lejos de elevarme a la gloria, me hundieron en la desesperanza y el olvido.
—No debéis temer, señora. He venido a ayudaros para que nadie vuelva a mostrarse indiferente con vuestra dignidad.
Juana sintió un gran alivio y un gozo sereno dentro de su angustiado corazón.
En su segunda visita, don Francisco de Borja celebró en un pequeño altar improvisado una misa privada para la reina. El olor del incienso impregnó el ambiente, mientras las velas pequeñas y llameantes hacían revivir en Juana dulces momentos de felicidad perdida.
Atraída por la bondad y el misticismo de aquel santo, Juana se confesó y comulgó. Después pidió una pluma, tinta y papel, pues deseaba antes de morir escribir a sus hijos. Y aunque públicamente siguió manifestándose hostil hacia la religión y acusando a sus doncellas de brujas, por impedirle rezar y tirarle su agua bendita, muy íntimamente, ella y san Francisco de Borja sabían que no era así.
Finalmente la muerte llegó implacable, cansada y sedienta, buscando aquella vida que tantas batallas le había ganado.
Las piernas de la reina se hincharon y los ataques de calambres se hicieron cada vez más frecuentes e intensos, hasta que llegó el momento en que se le paralizaron, después se le ulceraron y le atacaron los vómitos y el insomnio. Sin embargo antes de morir, la serenidad y la lucidez que demostró fueron incomprensibles para aquellos que durante cuarenta y seis años la habían sepultado bajo el insultante título de loca.
Confesó, comulgó y recibió la extremaunción asistida por san Francisco de Borja. Después pidió como último deseo que la llevaran en una silla de mano hasta la iglesia del castillo, aquella a la que los marqueses de Denia le habían prohibido asistir, para rezar por unos breves minutos por el alma de Felipe… De vuelta en sus aposentos, tres horas más tarde, mientras el sacerdote rezaba las letanías de los moribundos, Juana supo con certeza que había llegado la esperada y gloriosa hora de volver a reunirse con su esposo.
Fue entonces cuando clavando sus ojos perdidos en quienes la rodeaban, Juana habló:
—Sin la intervención de un esfuerzo especial de la memoria, los muertos solo se reducirían en los recuerdos a la proclamación de un nombre escrito sobre una lápida de piedra. Y eso fue lo que yo jamás quise para mi amado Felipe… Jesucristo crucificado, sea conmigo…
Ninguno de sus seis hijos estuvo a su lado en los momentos postreros. Por eso apretó muy fuerte entre sus viejas y arrugadas manos, aquella carta destinada a ellos.
Solo que ahora no soñaba con la sorpresa de ver entrar por la puerta de sus aposentos a su madre, Isabel I de Castilla, resplandeciente de gloria, seguida de sus jóvenes hermanos Isabel y Juan, y más atrás, como en un sueño, magnífico y majestuoso, Felipe. Sí, su adorado Felipe, que le tendía sus brazos, sonriéndole con dulzura, y delante de todos iba corriendo alegremente el principito Miguel. Habían venido a llevársela. A salvarla, para que nunca más volviera a sentirse sola.
Un túnel de luz cegador e infinito se extendía ante ella.
—Venid a mí, Juana. Venid a mí, mi amada reina, mi único bien —le pedía Felipe dulcemente, mientras se acercaba a su lecho.
Aquella sensación era maravillosa, inexplicable. Escaparía para siempre de Tordesillas de la mano de Felipe. Escaparía a la vigilante y atenta mirada del marqués de Denia y de sus terribles injusticias.
Era el alba del Viernes Santo, 12 de Abril de 1555, cuando el alma de Juana voló a la eternidad a las siete de la mañana. Tenía setenta y seis años de edad.
Las campanas doblaron por ella en todos los confines del mundo.
En España y el nuevo mundo donde reinaba su hijo Carlos I de España y V de Alemania, como también en todos los dominios del imperio. En Portugal donde reinaba su hija Catalina. En los Países Bajos donde gobernaba su hija María. En Noruega, Dinamarca y Suecia, donde había reinado su hija Isabel; en Polonia, Bohemia y Hungría, donde reinaba su hijo Fernando; en Francia donde Leonor había sido reina. En Inglaterra, donde su nieto Felipe II había estado casado en segundas nupcias con la hija de Catalina de Aragón y Enrique VIII, María Tudor, siendo príncipe consorte.
Un año y medio más tarde, el 28 de septiembre de 1556, Carlos arribó a Laredo procedente de Flandes. Cuando a mediados del mes de octubre las puertas de Tordesillas se abrieron para el emperador Carlos V, el marqués de Denia dijo al recibirlo:
—Majestad, cuánto siento la muerte de vuestra majestad, la reina Juana.
—Gracias, marqués, ¿ha dicho algo mi pobre madre antes de morir? —preguntó el emperador con tristeza.
—Majestad, en el instante de su muerte, la reina pronunció «Jesucristo crucificado sea conmigo» y sonrió, mientras apretaba entre sus manos una carta que aquí os entrego.
—¿Recibió los sacramentos?
—Si majestad, el prelado Francisco de Borja le administró los santos sacramentos antes de morir.
—Eso me tranquiliza.
Con gran solemnidad y vestido de riguroso luto, el emperador Carlos V comenzó a leer la carta que el marqués de Denia le había entregado. Y mientras sus ojos recorrían las últimas letras que su madre escribiera en su agonía, las lágrimas brotaron incontenibles.
A mis amados hijos:
A lo largo de todos estos años fui descubriendo con tristeza que todo lo que alguna vez había soñado, no como lo deseado, sino como lo temido, se iba cumpliendo paso a paso, inexorablemente. Me sentí aterrada, pues si todos mis sueños llegaban a tomar estado real, todas mis ilusiones junto a mis ansias de permanecer y pertenecer se esfumarían en un abismo sin final.
Me sentí perdida sin saber qué hacer, aunque sabía. Mas lo temido se esquiva ante el desasosiego de futuros dolores y los que me esperaban, en nada se parecían a los ya sufridos. Aquellos fueron tremendos, pero estos serían desgarradores, insoportablemente imposibles de resistir. Era el dolor de sentirme despojada de lo más amado, carne de mi propia carne, sangre de mi propia sangre, de mis amores, de mis adorados hijos.
No hay dolor en el mundo comparable a este. Mas si es terrible el sufrimiento de ver morir a los que amamos, al menos nos queda el consuelo de que el alma gozará del Paraíso. Pero al vernos despojados de ellos cuando vivos, no existen palabras que puedan describir ese suplicio.
Quise morir, pero no había yo pagado aún mis culpas en esta tierra y la muerte hubiese sido demasiado premio para mí. Viendo pasar los días en un sucesión infinita de horas vacías, mis ojos se cansaron de mirar, pero no veían, mis oídos se cansaron de escuchar, pero no oían, mi lengua se cansó de hablar, pero no entendía, mis manos se cansaron de tocar, pero no sentían. Sufrí maltrato físico, psíquico y se me obligaba a hacer cosas contra mi voluntad, tales como impedirme salir del palacio al monasterio a rezar frente el féretro de vuestro padre Felipe. Hasta ese consuelo me habían quitado.
Me lo habían quitado todo, absolutamente todo. Pero no podían quitarme la vida. Una vida que se prolongó en cautiverio durante cuarenta y seis años, que se transformaron en 16.790 días sin final, en los que viví prisionera de los poderes terrenales. Pero aquellos poderes que encerraron mi cuerpo jamás pudieron encerrar mi alma, que siempre permaneció libre, que cada día voló junto a vosotros y que, al final de mi vida, volará junto a Felipe.
Os amaré por siempre.
Vuestra madre, Juana.
La reina murió en 1555, pero en realidad había desaparecido en 1509 al llegar a Tordesillas.
Condenada a la locura nunca fue declarada incapaz por las Cortes ni se le retiró, mientras vivió, el título de reina, convirtiéndose en la primera mujer titular de las coronas de Castilla y de Aragón y en la primera reina de España.
Después de su fallecimiento se procedió a hacer un inventario de sus pertenencias. Increíblemente no quedaba nada, todo había desaparecido de una manera extraña. Tal vez nunca iba a llegar a saberse lo que sucedió con todas sus joyas, manteniéndose el secreto, pero un incidente sin importancia descubrió todo el proceso. Unos meses antes de morir, previendo que sucedería lo inevitable, se recontaron todos sus bienes. En aquel momento la reina Juana guardaba con entrañable esmero un arca de pequeñas dimensiones, pero repleta de joyas de oro, plata y pedrería. En el momento de su muerte, había desaparecido misteriosamente. Su nieto, Felipe II, ordenó investigar qué había sucedido y dado que los métodos eran severos, los sirvientes de la reina contaron todo lo acontecido. Nunca se aclaró la pérdida del arca que desapareció ocho días antes de morir, pero sí se dijo cómo había salido del castillo de Tordesillas la totalidad del tesoro de la reina.
Los sirvientes más viejos testimoniaron que en el año 1524, el rey Carlos I había pasado un mes en Tordesillas preparando el estado de ánimo de su madre para que aceptara sin demasiados problemas la boda de Catalina. Durante ese tiempo el emperador mandó tomar todas las piezas de valor para su patrimonio y para cumplimentar la dote obligada de su hermana menor.
Así fue que de noche, utilizando cuerdas para bajar los arcones desde los aposentos de la reina y en el más impenetrable de los silencios, para evitar que su madre se diera cuenta, fueron vaciados de uno en uno. Con el fin de encubrir el vil despojo, los arcones fueron llenados con piedras, de modo que si la reina trataba de mover alguno, supondría que estaban repletos y que nadie los había tocado. Pero la reina apenas tardó unos días en darse cuenta del robo, entonces llamando al camarero responsable de sus bienes le exigió una respuesta. Aquel hombre no supo qué responder. Por un lado, él era el responsable, pero por otro, era su rey quien había dado la orden de sacar todas las joyas de la reina. Juana comprendió de inmediato lo que sucedía y, para gran sorpresa de todos que esperaban una reacción airada, dijo que estaba bien que, si su hijo lo había ordenado de ese modo, ella no tenía nada que objetar. El rey Carlos I debió haber sentido vergüenza, porque no solo había despojado del trono a su madre, sino que además se apropiaba sin pudor de todo su tesoro. Él era el mismo que ordenaba que su madre no abandonase Tordesillas, «aunque la peste estuviera llamando a la puerta de sus aposentos y se hubiera evacuado toda la villa». (Cuando llegaba la peste, lo único que se podía hacer era abandonar la población y quemar todos los enseres y los muertos. Varias veces la peste asoló Tordesillas en cinco décadas, matando hasta sirvientes de la reina. El marqués de Denia escribió al emperador para evacuar el palacio, pero Carlos se negó a que su madre abandonara el encierro para evitar que fuera vista).
Lo único de valor que le había quedado a la reina era un cáliz de plata sobredorada que fue donado al monasterio de Santa Clara, al morir Juana.
El cuerpo de Felipe permaneció en Tordesillas hasta 1525. El 15 de diciembre de ese año sus restos llegaron a la Capilla Real de Granada donde descansan hasta hoy.
El cuerpo de Juana descansó en la cripta del convento de Tordesillas hasta 1574, momento en que su nieto Felipe II lo trasladó al Escorial, y años más tarde, a la Capilla Real de Granada, junto a su esposo Felipe. Y como si el destino hubiese querido aliarse con Juana I de Castilla, el palacio de Tordesillas en el que vivió prisionera durante casi cinco décadas, comenzó a arruinarse hasta desaparecer total e irremediablemente en el siglo XVIII.