Carlos I, rey de España
El 8 de noviembre 1517 murió en Roa (una villa de Burgos) quien fuera elevado a cardenal por el papa Julio II: su ilustrísima Francisco Ximénez de Cisneros. Había regenteado España hasta la llegada del rey Carlos I y, cuando iba a recibirlo con toda la corte a un puerto del Cantábrico, enfermó y murió sin poder conocer al nuevo monarca. Su alma voló hacia la paz de la eternidad, segura de que el reino quedaba en buenas manos.
Pero la herida española estaba destinada a no cerrar. Tocados en su dignidad, los españoles presenciaron con desilusión el nombramiento de Guillermo de Croy, un joven de diecisiete años, sobrino del primer ministro, el cual, sin haber llegado aún a España, fue nombrado sucesor de los cargos y obras del cardenal Cisneros, por Carlos I.
Parecía que el difunto cardenal se había marchado llevándose consigo aquella pacífica vida de la que hasta ahora había gozado la reina.
Unos meses después de la muerte del cardenal, el sensible mayordomo don Hernán, duque de Estrada, partió de Tordesillas dejando el buen recuerdo y el ejemplo de los días de mayor bienestar que Juana I de Castilla viviera mientras estuvo prisionera.
Su salud inquebrantable pese a tantos encierros, tormentos y amarguras, pronosticaba muchos años de vida y con ella, la imperiosa necesidad de perpetuar la vigilancia en torno a la fortaleza de Tordesillas, como si la libertad de la reina fuera la misma peste de la que había que resguardarse.
Su propio hijo (aquel que usurparía de sus manos, reinos, coronas y joyas) fue el que dispuso la designación del tercer carcelero. Y a pesar de que Juana jamás perdió la noción de que la reina era ella, y como tal lo fue hasta el día de su muerte, no tuvo más remedio que aceptar al anciano y rígido don Bernardo de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y conde de Lerma, como su nuevo verdugo.
Las Cortes consultaron a la reina si autorizaba a su hijo a reinar conjuntamente con ella, y Juana no se opuso, pero ellas pusieron ochenta y ocho condiciones para reconocer la corona de su hijo Carlos. Tres de ellas se referían al gobierno del castillo de Tordesillas y trataban: Primero, sobre la dignidad que merecía Juana I de Castilla como reina propietaria. Segundo, si Dios devolvía la salud a la reina, su hijo debía retirarse y tercero, debía dejarla reinar. Carlos I llegó a Valladolid donde reunió a las Cortes de los reinos de Castilla y fue jurado rey conjuntamente con su madre.
Don Hernán, duque de Estrada el día de su partida se despidió de la reina y, después de besar su mano, le dijo tristemente:
—Ambos somos siervos de otros, doña Juana.
Ella le sonrió dulcemente, pero guardó silencio.
El marqués de Denia asumió el cargo con plenos poderes otorgados por Carlos de Habsburgo sobre el castillo, la corte en su totalidad y sobre las autoridades y pobladores de la villa de Tordesillas. Había llegado acompañado de su esposa, doña Francisca Enríquez, solo el rey debía darle las órdenes y solo a él debía rendirle cuentas. Y así, convertido en dueño absoluto de aquella isla de horror, el cuerpo de Juana comenzó a deambular por las frías galerías del castillo, mientras que su fantasma, aquel que rondaba en la imaginación de sus súbditos, traspasaba los muros de la fortaleza presa de la locura.
Todo lo que se hacía dentro de Tordesillas era bajo el expreso consentimiento de su propio hijo. Una corte de doscientas personas, que no la servían sino que la sometían, obedecían los mandatos del marqués arrastrándola hacia un estado mental que todo el reino dudaba y discutía.
El nuevo carcelero imprimió al castillo una rigurosa disciplina totalmente distinta a la impuesta por sus dos antecesores. La reina era tratada respetuosamente, pero vigilada al extremo y nada de lo que ocurría en Tordesillas debía trascender. Sin embargo, todo aquel que se animaba a pasar frente al umbral de la fortaleza se santiguaba y un escalofrío recorría su espalda pensando en los tormentos y sufrimientos a los que era sometida la pobre reina cautiva.
En la mañana del 15 de marzo de 1518 en que don Bernardo de Sandoval y Rojas asumió el cargo, se dirigió hasta la sala donde lo esperaba la reina para saludarle, y él en persona le leyó las nuevas disposiciones que regirían el castillo a partir de aquel día:
A su majestad, la reina Juana I de Castilla, le será prohibido a partir de hoy:
Primero: asistir a la misa diaria en la iglesia de San Antolín del convento de Santa Clara, colindante al castillo y unido a él a través de un pasillo que será clausurado. Solo podrá hacerlo, si lo desea, dentro de sus propias habitaciones.
Segundo: tampoco le será permitido caminar libremente dentro del castillo. Solo podrá hacerlo en el sector destinado a sus aposentos.
Tercero. No se le permitirá recibir visitas, cartas u otros informes, si previamente no son inspeccionados por mí, evitando así cualquier peligro hacia su majestad.
Y así, desde aquel triste día, dos mujeres custodiaron a la reina dentro de sus habitaciones durante las veinticuatro horas, invadiendo su privacidad, y una docena de damas la rodearon permanentemente con la escusa de ocuparse de sus cosas. Veinticuatro soldados armados montaron guardia para impedir que la reina visitase la iglesia o cualquier otro lugar del castillo que no fueran sus aposentos, y el marqués de Denia controló absolutamente todos los movimientos del castillo.
A partir de entonces como un acto de rebeldía, Juana se negó a oír misa y aquella actitud levantó una ola de falsas acusaciones que no tardaron en hacerse oír. El marqués hizo despertar sospechas en el rey al comunicarle que su madre se había refugiado en el protestantismo, motivo por demás valedero para que la reina continuara prisionera.
Día a día, Juana veía cada vez más reducida su aprisionada libertad hasta que terminó por recluirse totalmente, dentro de las cuatro paredes de su habitación.
Desesperada por aquella opresión intolerable e ignorando aún que su padre había muerto le pidió al marqués de Denia le escribiese al rey Fernando de Aragón para que la visitara.
—Escribidle vos, marqués, a mi padre, que sois su primo.
Pero el tiempo fue pasando y al no tener noticias del rey Fernando, ella misma le escribió una carta. En dicha misiva le imploraba que la tratasen mejor, pues aquella vida, su vida, era un verdadero calvario. La carta por supuesto jamás fue enviada y terminó siendo destruida por el fuego. A cambio se extremó aún más la vigilancia. Las dos doncellas vigilaban permanentemente sus aposentos y los veinticuatro soldados controlaban su puerta. Y aquellos ojos extraños, mirándola día y noche, interfiriendo sus sueños y sus horas de vigilia, su soledad y su tristeza —pues hasta el consuelo de escuchar misa junto al féretro de Felipe se le negaba— se inmiscuían en su intimidad total y enteramente, terminando por hacer enfurecer a Juana y alterando el frágil equilibrio de su mente.
Desde sus ventanas de gruesos barrotes pedía auxilio a todas horas. Esto motivó que el marqués de Denia la hiciera trasladar a un cuarto sin ventanas para que nadie pudiera escuchar sus gritos.
Hacía tiempo que Juana no se preguntaba el porqué de su enclaustramiento, solo deseaba saber los motivos por los cuales habían dejado de prodigarle aquel excelente trato que le otorgara don Hernán, duque de Estrada. Jamás imaginó y tampoco nunca llegó a saber que su hijo Carlos, su primogénito, deseoso de poder y decidido a hacer realidad el viejo sueño de su abuelo paterno (continuar con toda grandeza la fundación de la casa de Austria en territorios españoles), proclamaba a los cuatro vientos de la península ibérica, que su madre, la reina Juana I de Castilla, afectada de demencia, estaba incapacitada para reinar y tampoco deseaba hacerlo.
Los nobles castellanos, hartos del favoritismo del círculo flamenco que rodeaba al rey (el cual necesitaba de traductores para poder comunicarse con ellos), y cansados de los atrevimientos con que el joven Habsburgo decidía sobre los destinos de su pobre madre, presionaron al monarca de tal manera que lo obligaron a jurar que restituiría a la reina los tronos de Castilla y Aragón si recuperaba su deteriorada salud, fruto de la tortura psíquica y física a que era constantemente sometida.
Primero había sido el rey Fernando, su padre, y después, el rey Carlos, su hijo, los que sabiendo de los derechos que gozaba, no le permitirían reinar.
La sangre flamenca ardió en las venas de Carlos I de España a punto de cumplir sus diecinueve años. Ávido de ambiciones y dispuesto a hacer cumplir sus órdenes, instauró en Tordesillas normas de trato aún más duras.
—¡De ahora en adelante nadie podrá visitar a la reina! —ordenó el rey— ¡Y ay de aquel que se muestre adicto a su causa! La reina debe ser olvidada hasta que recupere su salud. Nadie podrá verla, ni hablarle, ni comunicarse de otro modo con ella.
Y el silencio en torno a Juana creció como una hiedra silvestre, trepó por los muros, se encaramó a los techos, invadió el aire y también el alma de una Juana exasperada por querer comprender lo incomprensible.
Pero el secreto jamás se supo. Carlos I de España y V de Alemania se lo llevó en 1558, cuando murió, a su tumba. Solo él y nadie más conocía la verdad. ¿Se había vuelto loca la reina Juana? ¿O Tordesillas ocultaba, bajo aquel silencio aterrador impuesto por su hijo que quería ser rey de las Españas, la cordura de una reina capacitada para reinar? Nunca quedó claro y jamás nadie nunca pudo ni podrá saberlo.
Las cartas reveladoras de don Bernardo de Sandoval y Rojas, dirigidas a Carlos de Habsburgo, carcomen de dudas.
Ha hecho bien majestad en no dejar que la reina se comunique con alguien. Sus ideas convencerían a cualquiera. Nadie debe saber lo que ocurre en Tordesillas… Me cuesta mucho trabajo resistir a sus conmovedoras palabras y sus súplicas y quejas inspiran la mayor piedad…
Aquellas palabras, sin duda, revelaban los tormentos que la reina soportaba con notable entereza.
Mientras el tiempo transcurría, Juana seguía sufriendo demasiado. Nieta, hija, esposa, madre y finalmente abuela de reyes, no se resignaba a llevar aquella vida tan dura y sin ninguna libertad. Sin embargo su fortaleza espiritual era admirable, comparada a la de los santos mártires, aquellos que tanto trató de imitar en su adolescencia.
Con el tiempo, todos los integrantes del castillo pasaron a pertenecer a la familia de Sandoval y Rojas. Doncellas, oficiales, maestresalas, palafreneros, mayordomos, encargados de los guardarropas y cocineros, que como crueles verdugos, mantuvieron en el más insano de los sometimientos a la indefensa Juana, la reina de Castilla cautiva y a la que nadie visitaba, a la que jamás nadie defendía y a la que nunca nadie recordaba. Doscientos verdugos trabajaron diariamente para que la historia la cubriera con el manto del olvido. Pero nada de eso sucedió y la verdadera justicia, la justicia divina, llegaría un día lejano para la reina de España, la reina olvidada, enalteciendo su nombre a través de la leyenda, sin que las generaciones que siguieron en la historia de la humanidad pudieran jamás olvidarla.
Por aquellos años infames, Juana solía decirle a su hija Catalina:
—Mi vida podrá ser del carcelero, hijita, pero el honor es patrimonio del alma y el alma es solo de Dios.
Los años fueron pasando atroces, oscuros, mientras la reina continuó en vano siempre clamando por justicia. Justicia que solo llegaría con la propia muerte.
La historia jamás pudo explicar con exacta profundidad su comportamiento, mientras Juana no dejó nunca de preguntarse con tristeza por qué desoyó aquella fatal madrugada la voz premonitoria de su conciencia que le anticipaba la prisión de Tordesillas. Pero el amor que sentía por su padre había sido más poderoso que la penosa traición anunciada, terminando así con su vida para siempre.
La coronación a tantos dolores aún estaba por producirse y fue cuando Carlos I de España, ayudado por su hermana Leonor, decidió llevarse consigo a la infanta Catalina de doce años de edad. El plan urdido debía ser efectuado con la máxima prudencia para evitar terribles desequilibrios en la reina prisionera.
A partir de aquella decisión, sordos ruidos comenzaron a escucharse por las noches en el castillo de Tordesillas. El marqués de Denia proseguía en su puesto y aprovechaba aquel hecho como una nueva tortura para su víctima.
—Marqués, ¿escuchasteis anoche golpes en los muros? —preguntaba Juana con inquietud.
—No he escuchado nada, majestad.
—Eran golpes de hierro contra las piedras. ¿Verdad, que no los habéis escuchado?
—Os aseguro, majestad, nada he oído. Tal vez han sido truenos.
—¡Es extraño! Anoche no había tormenta —respondía Juana.
Pero en las noches sucesivas el ruido continuó y solo en el castillo podía oírlo Juana, pues nadie más escuchaba aquellos golpes.
El marqués de Denia escribió de inmediato una carta a Carlos de Habsburgo.
Majestad, la reina, vuestra madre, se queja constantemente de los golpes que escucha por las noches, así es que me he permitido ordenar a vuestros camareros, envuelvan las herramientas con trapos, para evitar el estruendo y las sospechas.
Desde aquel día los ruidos mermaron y el plan sobre el rapto de la infanta Catalina permaneció en el más estricto de los secretos. Para llegar a las habitaciones de la princesa no existía otro camino que atravesar la habitación de la reina, entonces los camareros flamencos al servicio del rey Carlos I abrieron un boquete en la pared que daba a uno de los corredores. Siempre trabajaban de noche para evitar sorpresas y cuando todo estuvo listo, también en medio de la noche, entraron los flamencos y despertando a Catalina y a su doncella les hicieron vestir a toda prisa. Salieron del castillo sin hacer el menor ruido, rumbo a Valladolid.
Era necesario para los intereses de los reinos y del imperio, que Catalina se casara algún día, de manera conveniente, con el rey de alguna de las casas reinantes de Europa.
Con mordaza, ahogando los gritos de la niña que se resistía a abandonar a su madre con la que había compartido toda su vida, sin conocer otra cosa que no fuera aquel impenetrable y legendario castillo, el séquito de Catalina no se detuvo hasta llegar a su destino.
En la residencia de la corte vallisoletana le esperaba ansiosa su hermana Leonor dispuesta a brindarle todo su amor y la suntuosidad propia de los Habsburgo, que no tardó en deslumbrar a la pequeña.
En el transcurso de sus tristes doce años de infancia no hizo otra cosa que educarse en un clima austero, oscuro, en perpetua compañía de una madre viuda y doliente y el féretro de un padre muerto, al que nunca conoció, pero al que jamás había abandonado.
Carlos ideó aquel plan conjuntamente con su hermana Leonor. Los dos coincidieron en que su madre, en aquel estado de enajenación, jamás volvería a recordar a la niña si dejaba de verla.
Mientras tanto, Catalina, sería preparada para desempeñar el papel de reina. Aquel que le tocaría ejercer cuando llegase el momento.
La hija póstuma de Felipe no tuvo una infancia feliz. Jamás pudo compartir sus juegos con otros niños de la corte, ni con sus propios hermanos. Los pequeños de la villa se acercaban hasta el castillo y Catalina, para poder verlos, arrojaba monedas por entre los barrotes de las altas ventanas. Los niños, allá abajo, se arremolinaban para recogerlas, entonces ella, aprovechando la ocasión, les interrogaba con una sonrisa.
—Vosotros que estáis allí afuera, decidme ¿cómo es el campo?, ¿cómo es el río?, ¿cómo es el aire en libertad?
Los niños, mirándola con compasión, le contestaban:
—Venid, princesa, bajad. Venid con nosotros que os enseñaremos los pájaros, los peces, las ovejas, las palomas y también los perros. ¡Venid, jugad con nosotros!
—No puedo. Si pudiera salir, allí estaría. Pero no puedo, debo estar con mi madre. Ella también me necesita.
—¿Y queréis que subamos nosotros a jugar con vos?
—No os dejarán. ¡Nadie puede visitarnos!
—¿Y por qué nadie pude visitaros, princesa?
—Porque no quieren que alguien pueda ver a mi madre. ¡Dicen que está muy enferma!
—Y vos princesa, ¿qué decís?, ¿está enferma de verdad?
—Ella no está enferma, solo un poco triste, pues aquí no hay sol, no hay río, no hay pájaros. Mi madre siempre me cuenta que en su palacio de Gante, donde ella también es reina, hay jardines con flores, árboles gigantescos y fuentes de agua donde los pájaros beben.
Los niños la miraban enternecidos y le sonreían. Pero no bien los guardias veían a los pequeños les obligaban a retirarse.
—¡Deprisa niños, salid de inmediato! ¡No os está permitido que habléis con su alteza!
Los niños asustados corrían colina abajo seguidos por varios perros, mientras Catalina les miraba alejarse con nostalgia, deseosa de poder correr tras ellos, entonces sacando sus manos por entre los barrotes les decía adiós a la distancia. Desde lejos, los niños se paraban sobre una colina y le seguían haciendo señas con sus manos hasta que la princesa era llamada por su doncella y cerraba la ventana.
En Valladolid la infanta se sintió feliz por primera vez, junto a sus tres hermanos, aunque poco pudo compartir con ellos, porque Carlos partió para Austria y Fernando tuvo que partir a Bélgica de acuerdo a las órdenes impartidas por el emperador antes de morir. Aquel prudente alejamiento se debía a que Fernando, el hijo español de Juana, era afable y cortés y gozaba del amor de todos los españoles, mientras que Carlos, nacido en Gante, iba cosechando cada día más impopularidad y disgustos por todo el reino de España. (Cuando en 1556, Carlos V abdicó, su hermano Fernando le sucedió como emperador de Alemania. Por aquellos años Fernando se había casado con Ana Jaguellón y a la muerte de su cuñado, Luis II de Hungría, Bohemia y Croacia —casado con su hermana María, el 29 de agosto de 1526—, también heredó las coronas de Hungría y de Bohemia).
Cuando la reina Juana despertó a la tarde siguiente, víctima de un soporífero agregado a su cena, Catalina y su doncella habían desaparecido. Nadie pudo explicarle lo sucedido y cuando penetró en la habitación de la infanta se detuvo para mirar a su alrededor. Descubrió entonces bajo un inmenso tapiz, el gran hueco hecho en el muro. Una espantosa sucesión de gritos y lamentos brotaron de su garganta y no se apagaron más. Sus sollozos resonaban día y noche, a toda hora, y aunque ronca y ya sin voz, continuó llamándola y llorando su inmenso dolor.
Juana volvió a dejar de comer, de dormir y de asearse. Catalina, su pequeño sol, la única persona que la mantenía viva, ya no estaba a su lado y si no se la devolvían, ella prefería morir.
La crueldad de aquel acto sacudió de arrepentimiento el corazón sensible de Carlos, cuyo tutor y asesor, el holandés Adrian Florensz Boeyens (conocido como Adriano de Utrecht), le formara en las máximas virtudes. (Aquel hombre sería el que, el 9 de enero de 1522, asumiría como papa de Roma con el nombre de Adriano VI)
Adriano se hallaba en España desde el año 1515, en que había llegado reclamando el poder del reino español para Carlos de Habsburgo. En 1517 había recibido el cardenalato y se lo tituló obispo de Tortosa y en 1520, cuando Carlos tuvo que abandonar España para hacer valer sus derechos al trono imperial, Adriano asumió las funciones de regente de la corona. (Como tal, enfrentó la sublevación de los comuneros de Castilla que se oponían a los intereses extranjeros del nuevo emperador y que terminó con la derrota de Villalar, pues las ciudades, desanimadas, se fueron rindiendo una tras otra. Solo resistió Toledo, bajo la inspiración de María de Pacheco, hija del conde de Tendilla y esposa de Juan de Padilla; pero finalmente terminó por rendirse en 1522. Sin éxito habían tratado de ganar para su causa a la reina Juana, contra la política de su hijo, el emperador Carlos V).
Preso del remordimiento, pensando que aquella actitud suya podía ocasionar la muerte de su madre, Carlos optó por restituir a su hermana Catalina a la vieja fortaleza de Tordesillas. Pero esta vez, una corte de damas de compañía y de doncellas aliviaría su soledad. Ordenó que los aposentos de la infanta fuesen reacondicionados, amueblados y embellecidos y que se diera más luz con nuevas ventanas, aquellas que tantos desvelos causaran a su madre. Además Catalina estaba autorizada a salir del castillo y a cabalgar por el campo. La reina Juana se alegró mucho y alentó expectativas de una pronta liberación, pero esta nunca llegó. Catalina permaneció con ella en Tordesillas hasta 2 de enero de 1525, fecha en que salió definitivamente para contraer enlace con el rey Juan III de Portugal, en la ciudad de Salamanca, el 2 de febrero de aquel mismo año y ocupar así el trono que anteriormente habían ocupado dos de sus tías, Isabel y María (hermanas de Juana) y su hermana Leonor.
Un año más tarde, el 11 de marzo de 1526, también contraería enlace, en el alcázar de Sevilla, Carlos I de España y V de Alemania, con Isabel de Portugal, su prima, hija de Manuel I de Portugal y de María, y hermana del rey Juan III.
En el año 1557, al morir su esposo, el rey de Portugal, y hasta el año 1562, Catalina asumiría la regencia del reino con energía y se caracterizaría siempre por ser una mujer muy religiosa y resuelta. En aquel año le cedería la regencia a su cuñado el cardenal Enrique, pues todos sus hijos habían muerto y su nieto Sebastián era muy pequeño. Los años junto a su madre no habían pasado para ella en vano.