26

Muerte de un usurpador

—¿Sabéis madre? —dijo Catalina—, le pregunté a la madre superiora, mi preceptora de religión, por qué el reloj del patio tiene una leyenda que dice: «Solo marco las horas resplandecientes de sol» y ella me respondió: «Eso princesa, significa que cuando el sol está oculto, o está nublado, o es de noche, no es posible saber qué hora es, porque no hay sombras».

—Hija querida, las horas de sombras no cuentan —di jo Juana con dulzura.

—¡Madre, esa es la verdadera respuesta! ¡Odio las horas de sombras y esas horas son las que abundan aquí!

—No os aflijáis por las sombras, mi pequeña. Daré la orden para que sean abiertas otras ventanas en los muros de vuestras habitaciones.

—Me encantaría, madre, ¿pero será posible?

—Claro que será posible, hijita mía.

Pero una duda interior asaltó el corazón de la reina, porque con la excusa de que ella buscaba nuevas oportunidades para huir de la fortaleza, le negarían la solicitud.

—¡Le escribiré a mi padre para que ordene sean abiertas esas ventanas! Ya lo veréis.

Los mensajes de Ferrer llegaron a Valladolid con la misma puntualidad de siempre.

Tengo que informar a vuestra Católica Majestad de que la reina Juana habló recientemente de introducir importantes cambios en la edificación del castillo, totalmente impracticables desde el punto de vista arquitectónico, debido al grosor y la dureza de las paredes de piedra. Al mismo tiempo os informo de que, si consideráis oportuno hacerlo, correrá peligro la seguridad de la reina.

—¡Qué olvide ese tema! —gritó el rey al leer la noticia.

Luis de Ferrer (convertido en el cruel y despiadado carcelero de una de las reinas más trágicas de la historia) disfrutaba de aquella posición y se aferraba a ella por conveniencias pecuniarias, dado que de él dependían las pagas de los doscientos servidores del castillo y los gastos relacionados con la alimentación y mantenimiento de aquella corte de leyenda. El egoísmo y el interés le impulsaban a mantener a la reina en aquellas condiciones inhumanas y de ese modo había logrado doblegarla por completo. Mantenerla aislada, en la más absoluta de las ignorancias, estando siempre pendiente e implacable de algún posible error de discernimiento, capaz de ser trocado por locura para el mundo exterior, era la consigna del rey, estrictamente cumplida por su fiel y terrible verdugo.

—Ferrer, ¿qué ha contestado mi padre sobre mis deseos de que la infanta goce de más luz en sus aposentos? —preguntó Juana, una mañana soleada del mes de octubre.

—Majestad, vuestro padre el rey ha respondido que todo cambio en la arquitectura del castillo deberá ser abonado del peculio de vuestro difunto esposo, el rey don Felipe. Pero debido a que la administración de aquellos fondos ha cesado en sus funciones, es mi consejo que pidáis autorización al emperador Maximiliano.

—¿Escribir al emperador Maximiliano por unas ventanas? —preguntó con cierta inquietud.

Pero Juana no se atrevió a solicitar a su suegro aquel insignificante pedido.

Mientras el rey Fernando perdiendo su salud a raudales cada día, se iba acercando al final de su vida. Enfermo de hidropesía, fiebres, sudores, dolores de estómago y asma, la muerte le iba siguiendo. Pero en el afán de no rendirse ante ella cabalgaba de una a otra ciudad con la excusa de cazar, aunque en realidad lo único que le aliviaba la fiebre era el aire puro de la meseta y la fresca sombra de los montes de encinas. Hacía mucho tiempo que su viejo y moribundo cuerpo no reposaba en el mismo lecho de la reina Germaine, mas ella por su parte no dejaba de alegrarse, pues el rey ya le resultaba desagradable, así es que lejos del contacto físico, aquellos días fueron los mejores.

Por las noches, al regresar de sus penosas y dilatadas cabalgatas, se dedicaba a dictar su testamento (el que llegó a contener cuarenta folios). En él, no dejó de atender a ninguno de sus allegados, pero en su mayor parte se refería al bien de España.

Dos provisiones menores hicieron referencia a Germaine y a Juana. Sobre la primera, le dotó de una renta anual que ascendía a quinientos mil florines, un usufructo de viudedad que quedaría anulado en caso de contraer enlace nuevamente. Además recomendaba a su nieto Carlos, le diera protección… «Carlos cuidará de Germaine, cual si fuera su madre…».

Y para Juana, la que en su infancia había sido su hija preferida, aquella que al mirar sus claros ojos veía los ojos de su propia madre (Juana Enríquez), no tuvo ninguna palabra en especial. Solo la mencionó sobre el final, ordenando a quienes regirían los destinos del reino, ocultaran a su hija su muerte. Solo así, creyendo que él vivía, la mantendrían sojuzgada y obediente.

La provisión en favor de Juana era muy extraña. Allí afloraban los sentimientos del monarca, mezclándose lo tortuoso con el odio y el bien de España… «Cuando muera, es de mayor importancia que la noticia de mi fallecimiento sea ocultada a mi hija Juana, pues temo que el dolor de mi pérdida perturbe su ya precaria y desequilibrada mente y prolongue todavía aún más su insania…».

Mientras su tiempo final se acercaba, los vómitos de sangre se fueron anunciando. El astrólogo real consultó los planetas y le vaticinó que moriría en una población de Castilla, llamada Madrigal, en la misma que un día lejano naciera Isabel.

Desde aquel fatídico día jamás se detuvo en aquel lugar. Otro adivino le predijo que conquistaría Jerusalén antes de morir y renunció a la cruzada para ganarle tiempo a la muerte.

Pero sus días en esta tierra se habían cumplido inexorablemente. Y fue en uno de aquellos paseos solitarios cuando iba al monasterio de Guadalupe, buscando nuevas fuerzas para seguir adelante, en que le atacó repentinamente un fuerte dolor de estómago. Sintiendo su corazón demasiado debilitado y la respiración dificultada por los constantes ahogos del asma, se detuvo en una villa para pasar la noche.

—¿Qué pueblo es este? —preguntó entre los estertores, a un labrador.

—Madrigalejo, majestad —respondió humildemente aquel hombre, sin saber que con aquella respuesta el destino del rey se había cumplido con la fuerza implacable de la muerte. Muerte que arrancaría de este mundo a su amada flor, la vida, llevándola al más allá.

—Es Madrigal en diminutivo —sonrió con ironía débilmente el rey y dio por descontado que allí moriría.

Fray Tomás de Matienzo, monje dominicano y antiguo espía de Juana en la corte de Flandes, confesó, otorgó la eucaristía y la extremaunción al rey Fernando II de Aragón, que dejó de existir a la edad de sesenta y cuatro años, pasada la medianoche del 23 de enero de 1516.

Su fiel amigo, el duque de Alba, le cerró los ojos para siempre. Aquellos ojos que en los últimos años solo habían vivido alucinados ante el temor de tener que delegar sus reinos. Y fue otro de sus amigos y primo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y conde de Lerma, quien acompañó su cuerpo hasta Granada. Estaba casado con doña Francisca Enríquez, y pertenecía a una de las veinticinco familias grandes de España.

La reina Germaine le lloró sinceramente, pues él había sido el único que le había dado más cosas de las que ella jamás había soñado, aunque no tardó en programar, años más tarde, en 1521, su segundo matrimonio con el marqués Fernando de Brandenburgo del séquito del príncipe Carlos. Pronto volvió a quedar viuda y a casarse por tercera vez con otro Fernando de Aragón, duque de Calabria, siendo nombrada virreina de Valencia.

«… Mulier, ecce filius tuus…» fueron las últimas palabras que el rey dirigió a Germaine en su lecho de muerte. Y aquella viuda, a quienes todos odiaban y era causa de risa para muchos, fue encomendada a la protección del futuro heredero, Carlos I de España.

El rey dejó al morir como regente de Aragón y Nápoles a su hijo natural, Alfonso, arzobispo de Zaragoza, y al cardenal Cisneros, como regente de Castilla.

Unos días después de su muerte, cuando ya sus restos mortales descansaban en Granada, Ferrer se dirigió a la reina Juana.

—Es mucho mi pesar, majestad, informaros de que vuestro padre, el rey Fernando, se halla muy enfermo.

—¿Qué sucede? ¿Qué enfermedad padece mi padre?

—Aún se desconoce, pero una carta vuestra calmaría su agotado corazón.

—Le escribiré de inmediato. Que me traigan pluma y papel —pidió Juana con cautela, pero lo pensó bien y dado que hacía tiempo no tenía noticias suyas, cambió de opinión.

—Lo mejor será no distraerlo, así es que cuando vos le escribáis, enviadle mis cariñosos saludos y decidle que rezo por él todas las noches.

Pero Ferrer, que perseguía un objetivo, insistió:

—Vuestra carta le ayudaría a restablecerse.

—Le escribiré entonces y aprovecharé para solicitarle que ordene autorizar la apertura de las ventanas en las gruesas paredes de los aposentos de Catalina. Sé que será una gran alegría para la infanta.

—Vuestra idea es excelente, majestad —respondió astutamente el carcelero.

Y así fue que al día siguiente, el traidor Ferrer tenía en su poder la carta de Juana dirigida a su padre muerto.

En Castilla las campanas de todas las iglesias no habían dejado de llamar a duelo y Juana se perturbó pensando en Catalina. De inmediato mandó llamarla y la pequeña infanta apareció al final del corredor vestida de riguroso luto.

—¡Hijita! —le interrogó Juana—, ¿a qué se debe vuestro luto en el vestir?

—Ferrer me ha informado de que un terremoto ha sacudido Andalucía produciendo gran cantidad de muertos. Tenemos que vestir luto, madre, ¿no os lo dijo don Luis?

—Claro que me lo dijo, pero lo había olvidado —mintió la reina—. ¡De inmediato ordenaré que me traigan un nuevo vestido de color negro!

La reina —informaba Ferrer a Cisneros— ha concebido la idea de que en Andalucía se ha producido un terremoto. Y a pesar de que el último se produjo hace muchísimos años se ha vestido de luto por las víctimas y ha obligado a la infanta Catalina ¡a vestir también de negro! Esto ha ocasionado nuevos gastos al tener que confeccionar los flamantes atuendos.

Ferrer también escribió una misiva al joven Carlos, coronado en Flandes, aquel mismo mes, como el rey de España.

Vuestra majestad, que pronto se hará cargo de la real heredad tan dignamente merecida, puede desear antes de visitar a vuestra augusta madre, la reina Juana, propietaria de Castilla, consultar a este vuestro humilde servidor que más abajo firma, teniendo en cuenta que nadie puede reinar, gobernar o administrar este reino, como no sea «en su nombre». Yo, que conozco y sirvo a la madre de vuestra majestad desde hace muchos años, en su lamentable enfermedad que todavía persiste, me encuentro en condiciones de informar a vuestra majestad de muchas cosas que nadie más sabe, así como de guiar a vuestra majestad por la senda de conducta y conversación que menos probabilidades ofrezca de causar dolor a vuestra madre, la reina de Castilla.

Cuando Carlos I de España recibió aquel informe, concluyó:

—¡Ferrer debe de ser un hombre muy fiel a mi madre!

Un día, de repente, cual un milagro del cielo, la situación cambió radicalmente para la reina Juana. De nada sirvió acallar a las doncellas y soldados sobre las penurias padecidas dentro del castillo porque las noticias traspasaron los gruesos y húmedos muros de Tordesillas y se esparcieron, salvadoras, por todo el reino que la amaba y que exigía su libertad.

El rey Fernando estaba muerto y aunque aquella noticia no había llegado a los oídos de la reina, sirvió para que el pueblo enardecido clamara clemencia por su soberana y pidiera la destitución y la cárcel para su carcelero.

El pueblo de Tordesillas se sublevó arrastrando con él a los guardias y doncellas del castillo. Se incendiaron las puertas, se rompieron las trabas y se arrojaron las llaves en los fosos de agua.

Juana escuchó los ruidos y temblando de miedo se sentó en la cama. Se oían pasos por las escaleras que luego avanzaban por el corredor de sus habitaciones. Movida por la intuición se levantó deprisa y corrió hasta los aposentos de Catalina. La infanta dormía apaciblemente. De pronto la puerta cayó derribada por una gran multitud que la aclamaba y que portaba picos, palos y lanzas.

Curtidos pobladores, pálidas doncellas y valientes soldados se encontraban en el corredor detrás del umbral y aquella infinidad de ojos se clavó victoriosa en los ojos desolados de su reina cautiva.

—¿Dónde está nuestra dignidad de castellanos si permitimos que nuestra propia reina viva prisionera en esta fortaleza? ¿Dónde está nuestro coraje, si no sirve para derribar las trabas y otorgarle la libertad a la reina Juana I de Castilla?

—Venimos todos humildemente a salvaros, señora —di jo uno de los cabecillas de la revuelta con tono apremiante.

—¡No debéis perder un segundo, majestad!

—¿Qué ha pasado? —preguntó Juana, mientras cubría sus hombros con una manta.

—¡Solo queremos que seáis libre y que libremente reinéis sobre Castilla, señora nuestra! Hemos abierto una brecha en la muralla para entrar al castillo. Tal vez vengan por nuestras cabezas, tenedlo por seguro, pero queremos que sepáis que nuestro amor y lealtad hacia vos, señora, son inalterables. Exigimos vuestra liberación a cambio de nuestra vida.

Aprovechando aquellos confusos momentos, hubo quien entre tantos intentó exorcizarla, porque según decían la reina había sido hechizada en su reino de Flandes. Mientras su dama de honor, María de Ulloa, alcanzó a despachar a un mensajero con una carta al cardenal Cisneros, informándole de la insurrección producida en Tordesillas.

Con la urgencia del caso y considerando la gravedad de la situación, el cardenal envió a la fortaleza al obispo de Málaga, don Diego de Villaescusa. Curiosamente aquel sacerdote siempre estuvo presente a lo largo de la vida de Juana, en los momentos en que el destino parecía poner a prueba su temple y fortaleza.

Don Diego de Villaescusa llegó al día siguiente, aplacó los ánimos, investigó y descubrió las silenciosas vejaciones a las que era sometida la reina Juana.

Cuando el cardenal Cisneros recibió los informes del obispo, no dudó en destituir del cargo a Luis de Ferrer, uno de los más temibles verdugos que la reina tuvo en su vida. Junto con él también fueron despedidas todas las personas a su mando, aquellas que nunca la habían respetado. Pero lamentablemente todo había sucedido demasiado tarde y los largos años de trato indigno y despiadado jamás pudieron restituirse ni borrarse del noble corazón de Juana. Aquel corazón que seguía latiendo gracias a un rico y sensible mundo interior, por el que se escapaba a veces, através de los inmensos jardines de Flandes, de los umbrosos bosques de Brujas, de las terrazas del palacio de Bruselas, de aquellos senderos bordeados de rosas de los parques de Borgoña, para poder así seguir viviendo.

Durante aquellos años nunca la abandonaron los besos, las caricias, las palabras y los ojos de Felipe, que le siguieron siempre, fuese por donde fuese, deambulando acorralada entre aquellas paredes infinitas, monótonas y grises de su prisión, a través de la persona de su pequeña hija Catalina. A veces una vaga sonrisa dejaba ver sus blancos dientes y sus ojos sin brillo parecían escabullirse a jugar con las aguas de algún estanque lejano. Solo su cansado cuerpo quedaba en Tordesillas, porque su mente hacía tiempo que había volado muy lejos de allí.

Carlos de Habsburgo fue proclamado rey con el nombre de Carlos I, rey de las Españas, de las dos Sicilias y soberano de América, conjuntamente con su madre, en la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, en Bruselas, aquella catedral donde sus padres se habían desposado, veinte años atrás, «… doña Juana y don Carlos, hijo suyo, Reina y Rey Católicos…». Aquella fórmula conjunta era una original manera de adueñarse del trono de su madre, aún viva en Tordesillas. Sin embargo faltaba ser reconocido por los reinos de España y no todos estaban conformes. Algunos preferían a su hermano Fernando, nacido en suelo español y que se hallaba por aquellos años con su pequeña corte en Aranda del Duero.

Rey de España en los primeros meses de 1516, contaba entonces con dieciséis años de edad. Hasta su llegada al territorio español, producida el 19 septiembre de 1517, sería regente de España el cardenal Cisneros, quien moriría sin conocer al nuevo heredero de los reinos españoles (Por error del almirante, la escuadra que traía al joven Carlos, arribaría a Villaviciosa y no a Laredo donde lo iba a esperar una importante comitiva, y aquello fue considerado, posteriormente, como un mal presagio para su reinado).

El cardenal Cisneros había mandado llamar al nuevo heredero que se embarcó con urgencia hacia su nuevo reino, con todo el protocolo diplomático heredado de su padre y de su abuelo. El nuevo rey de España y futuro heredero del Sacro Imperio Romano Germánico, nacido en Prisenhof, Gante, dio la orden de que, en el palo mayor de su nave, fuesen izadas las banderas de todos los países por donde navegaría, pero por sobre todas ellas, ondearía la de la arrogante águila bicéfala del imperio.

Carlos I fue saludado con todos los honores a su paso por las costas de Inglaterra y de Francia desembarcando finalmente en Asturias, otrora el primer reino cristiano de la península ibérica. Establecía así su primer contacto con un país cuyas costumbres y lengua le eran desconocidas. Lamentablemente no iba a saber hacerse querer por sus súbditos españoles, a quienes no tardaría en agobiar con excesivos impuestos, originados en su ambiciosa política exterior.

Llegó rodeado por el círculo de sus favoritos asesores flamencos que conformaban la corte, causando un profundo desagrado en la nobleza española. Este clima de hostilidad fue creciendo lentamente hasta provocar, en 1519, grandes conmociones internas que culminaron con el levantamiento de las comunidades castellanas y de las germanías valencianas.

Carlos I de España solo permanecería en España hasta mayo de aquel año, cuando tras la muerte de su abuelo paterno, el emperador Maximiliano, debió partir hacia Alemania para ser elegido emperador.

Ya en suelo asturiano se sintió incómodo.

—Me resultará muy extraño reinar en nombre de otro. Aunque ese otro sea mi propia madre —había comentado Carlos a su fiel asesor Adriano de Utrecht. Pero si mi madre ha enloquecido, entonces creo que no opondrá dificultades. ¡Además Ferrer me ayudará, pues mucho conoce de ella y aunque ya no esté a su cargo, sabrá guiarme en el desenvolvimiento y trato que yo no conozco!

—Confiad en Dios y en vuestro buen tino —le aconsejó su fiel consejero.

En Valladolid se entrevistó con Ferrer, quien acudió a brindar sus informes y sus versiones sobre la realidad a pedido del monarca.

—Vuestra pobre madre le ha escrito una carta a vuestro abuelo muerto —dijo Ferrer, enseñándole al joven Carlos la carta de Juana a su padre, solicitándole fueran abiertas unas nuevas ventanas en los aposentos de la infanta Catalina.

Con su rostro de mentón prominente, sus claros ojos y sus cabellos rubios heredados de los Habsburgo, Carlos afirmó con su cabeza y permaneció en silencio.

—¡Es grave! —concluyó finalmente.

—¿No habéis informado a mi madre de la muerte de su padre? —interrogó el joven rey.

Fingiendo inocencia, Ferrer respondió:

—Majestad, he sido yo mismo el encargado de anunciarle sobre la trágica pérdida, pero la reina se ha negado a aceptar la realidad. Confunde a los vivos con los muertos y la realidad con sus fantasías.

—Comprendo —respondió el rey con dificultad, pues no hablaba bien el español y debían traducirle—. Iré a ver a mi madre.

—Os ruego majestad, no informéis a vuestra madre que el rey Fernando ha muerto, puede caer víctima de un ataque de ira.

—Sé muy bien lo que debo decir —respondió en tono cortante el monarca.

—Además, majestad, debo advertiros de que fingirá estar cuerda, para que de ese modo, jamás vos podáis gobernar España.

—Descuidad, me mostraré comprensivo.

—Majestad —prosiguió el que fuera su carcelero—, respecto a vuestra hermana, la infanta Catalina, me permito aconsejaros que seáis prudente en el decir, ¡pues la niña vive dominada por vuestra pobre madre!

—¡Pobrecita Catalina! ¿Por qué permitisteis eso?

—Las Cortes de Castilla lo han dispuesto, majestad. Los españoles tenemos puntos de vista demasiados rigurosos.

—¡Lo estoy comprobando!

Diciendo esto el rey despachó a Ferrer que se retiró con la certeza de que el joven Carlos de Habsburgo ya estaba preparado para ver, después de once años, a su madre. Pero no pensó en el profundo alcance que su visión despectiva sobre los puntos de vista rigurosos de los españoles, tendría sobre el nuevo rey.

Aquella frase lo había condenado y destituido definitivamente en la mente del futuro emperador, pero él ni siquiera lo sospechaba.

Otro caballero tendría en su poder, de allí en adelante, las llaves de Tordesillas. Aquellas llaves que encerraban con doble vuelta a la reina de Castilla y, desde la muerte del rey Fernando, también reina de Aragón.

Don Hernán, duque de Estrada, asumiría como el nuevo carcelero de la reina. Por su parte, Carlos decidió visitar de inmediato a su madre en Tordesillas.

Al enterarse Juana de que su adorado hijo Carlos estaba por llegar a verla, fue presa de una crisis de nervios. Once años habían pasado. Once años de amargos sinsabores donde la presencia del pequeño, ahora joven, evocaba en su recuerdo la etapa más feliz de su existencia. Volver a verlo sería como volver a transitar el pasado. Se veía corriendo por detrás del pequeño al comenzar a dar sus primeros pasos por los espaciosos salones alfombrados de su palacio de Gante, entonces, tomándolo entre sus brazos y levantándolo bien alto para que el Principito se viera reflejado en los espejos comenzaba a reír atrapado por la curiosidad. Lo recordaba cantándole canciones de cuna en castellano antiguo acompañada por su clavicordio en la tibia sala de Música; y sobre todo lo recordaba en aquella tarde cuando le regalaron el caballito árabe y junto a Felipe le enseñaron a montar por vez primera. ¡Cuántos recuerdos! Sin embargo, entre tantas bellas imágenes jamás había podido olvidar la del instante de la despedida, cuando las lágrimas bañaban aquellas tiernas mejillas sonrosadas y sus bracitos regordetes querían aferrarse a su falda y ella, contra sus deseos, debía partir presionada por las circunstancias históricas, hacia una España que la reclamaba. Tanto dolor, tanto suplicio ¿para qué? Para confinarla después de castillo en castillo hasta terminar recluida en un oscuro rincón del mundo, desarraigada contra su voluntad de sus amorosos retoños. Bellas simientes del árbol de la vida que había plantado con Felipe, pero que tuvieron que crecer amparadas bajo la sombra de una madre postiza. Aquella madre que la había reemplazado con sus besos y caricias, mientras ella, obligada en España, sentía desgarrársele el corazón con cada día que pasaba, separándola más y más en el recuerdo de sus hijos, hasta que la olvidaran.

¡Qué distinta hubiera sido la vida si desafiando el destino se hubiese negado a retornar! ¡Si pudiera volver atrás en el tiempo! Tal vez Felipe hubiera continuado viviendo y amándola y sus hijos no hubieran sufrido la necesidad de llamar «mamá» a la tía Margarita, una mujer a la que Dios nunca le dio hijos propios, pero que tomó como suyos a sus queridos sobrinos, pequeños herederos de inmensos Imperios, de diversos reinos, de preciosas coronas, pero desheredados a poco de nacer de lo más sublime de este mundo: del amor de madre.

Ella también lo había padecido y sabía el dolor que provocaba en el alma de un niño.

Por eso ahora que Carlos había venido a verla, aquel hijo primogénito que ya ni conocía y en el que tantas esperanzas habían cifrado Felipe y el emperador, no sabía qué hacer, ni qué decir. ¿Cómo sería? ¿A quién se parecería? ¿Aún la recordaría y amaría, tanto como ella a él?

Suponía que Carlos ya sería rey de Flandes. Después de fallecer Felipe, la corona habría pasado a su poder. Sí, no cabían dudas, ¡los flamencos ya deberían haberlo coronado! ¡Carlos era rey! Si, ¡Su hijo era rey!

Tímidamente pidió por favor a una de las doncellas que le acercara un espejo. Quería verse, era urgente. ¿Cómo luciría? ¿Cuántos años tendría? ¿Treinta y ocho? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? ¿Cuántos años había vivido ya? Fueran los que fueran, le parecían un siglo. Pero no recordaba bien, ¡Carlos debería de tener diecisiete años, o tal vez menos!

—¿Qué le habrán dicho de mí? —se preguntaba ansiosa—, ¿le habrán dicho que me encerraron por loca? ¿Qué mentiras y qué verdades le habrán contado sobre mi existir? Esta es la oportunidad. ¡Ahora podré conseguir que abran las nuevas ventanas para mi buena Catalina! ¡Mi hijo es rey! no podrá negármelas. ¡Y qué cruel mi padre no responder a mi carta! Le pediré a Carlos que ordene abrirlas. Catalina necesita sol, luz, claridad y yo también. Este castillo es demasiado frío. ¡Tengo mucho frío! ¡El tiempo de las sombras ha pasado, ha quedado en el olvido, en un rincón! ¡Le pediré a mi hijo haga abrir las ventanas, pero no debo despertar sospechas!

—Sin despertar sospechas me llevaré de Tordesillas a nuestra hermana Catalina —dijo Carlos a su hermana Leonor que le había acompañado a España. Es por su propio bien.

Los ojos de Ferrer, que continuaban rondando al monarca, se iluminaron cuando se enteró por labios del rey de que al partir se llevaría consigo a su hermana menor Catalina. ¡El único eslabón que unía a Juana, la prisionera, con el mundo real, era la infanta Catalina! y si se la llevaban, ¡por fin podrían aislarla totalmente!

—¡Majestad —dijo Ferrer con asqueroso servilismo—, vuestra sagrada persona reúne la sabiduría de los Césares, a quienes sucederá algún día en el trono imperial y la piedad de un buen cristiano, herencia de vuestra inigualable abuela materna!

—¡No hago otra cosa que cumplir con mis deberes! —respondió diplomáticamente el rey, mientras la desconfianza hacia Ferrer iba en aumento. Además el rey había sido informado por carta del cardenal Cisneros que Ferrer había sido destituido, siendo nombrado en su lugar Hernán duque de Estrada. Lamentablemente Cisneros no había podido entrevistarse con el joven rey y en breve moriría, sin poder conocerlo.

La sala del castillo de Tordesillas había sido suntuosamente decorada con tapices, alfombras, muebles y escudos. Y sentada en su trono, con los hombros cubiertos por una capa de pieles grises, sujeta sobre el pecho con un broche de esmeraldas que simbolizaba el águila imperial y dejando ver debajo un magnífico vestido color verde oscuro, luciendo sobre su cabeza una sobria diadema de oro, se hallaba la reina Juana. Extremadamente nerviosa, aguardaba la entrada de su hijo.

Con la incomodidad de aquel que se siente tremendamente solo, separado del mundo, miraba constantemente a la selectísima asamblea allí reunida, integrada por los más grandes del reino, diplomáticos, extranjeros, altos dignatarios de la iglesia, representantes del imperio y el séquito flamenco del rey, los que sumaban unas trescientas personas. Aquella multitud de ojos se había clavado sobre ella, paralizándola. Era el 4 de noviembre de año del Señor de 1517. En dos días más cumpliría treinta y ocho años y llevaba nueve años ya de prisionera.

Pero la reina Juana de Castilla y su hija, la infanta Catalina, ignoraban —pues se les había ocultado— que aquel hermoso y joven rey que avanzaba con seguridad y aplomo sobre la larga alfombra roja, acompañado de aquella bella joven, vestida al más puro estilo centro europeo, eran el nuevo rey de Castilla y Aragón y su hermana, la princesa Leonor de Austria.

Juana no solo ignoraba que había llegado a suelo español su hija mayor, sino también que Carlos ceñía sobre sus sienes todas las coronas de los reinos españoles. Habían llegado dos días antes sin que Juana lo supiera. Los allí presentes habían sido advertidos para guardar celosamente el secreto.

—Majestad, el rey Carlos de Habsburgo y su alteza la princesa Leonor de Austria —dijo su fiel amiga, María de Ulloa al oído de la reina.

A Juana aquel instante le pareció sublime, mientras confundida y desorientada veía avanzar por el medio de la inmensa y repleta sala, a sus dos hijos, Carlos de diecisiete y Leonor de diecinueve años. Los había dejado de ver cuando Carlos tenía seis años y Leonor ocho. Once años perdidos, lejos de sus vidas.

La princesa poseía un rostro nórdico heredado de sus antepasados alemanes y lucía un hermoso vestido celeste con una pequeña capa de armiño, mientras que Carlos vestía una brillante armadura con manto de seda amarillo, rojo y blanco con su divisa Plus Ultra bordada en hilos de oro y, sobre su cabeza imperial, un gorro de terciopelo negro con plumas blancas.

Entre el asombro y la emoción, Juana les veía acercarse lentamente, mientras su precipitado corazón se agitaba como queriendo salírsele del pecho. El esfuerzo era enorme, debía contenerse para no lanzarse a correr, a estrechar entre sus brazos a aquellos dos hijos suyos y besarlos hasta cansarse, devolviéndoles en un instante los once años de besos perdidos y ausentes de ternura. Guillermo de Croy, señor de Chriève, consejero de Carlos, le anunció en voz alta la llegada de sus hijos. Y fue quien horas más tarde opinó que Juana debía abdicar en favor de su hijo Carlos.

El joven rey y su hermana se detuvieron varias veces en aquel andar que parecía irreal para inclinarse en profundas reverencias, como un gesto hacia su madre de sumisión y respeto.

¿Vendrían sus hijos a devolverle la libertad perdida?

Pero el duro carácter del joven Carlos no logró enternecerse con los padecimientos de su madre. Solo le produjo una gran impresión a su espíritu abúlico y ambicioso el conocer la existencia de su hermana Catalina, enclaustrada en Tordesillas, junto a la reina demente.

Apartada del mundo, la niña tenía como misión acompañar a su madre y aquello causó una gran conmoción en su alma.

La infanta Catalina era retraída y esquiva con la gente que no pertenecía al castillo. Así había vivido desde su nacimiento, sin conocer nada del mundo. No conocía el mar, ni las lejanas montañas, ni los bosques imperiales, ni los alegres y espléndidos palacios de Flandes poblados de risas, música y fiestas fastuosas. Su sórdida realidad conmovió entonces a aquellos dos hermanos que llegaban desde muy lejos.

La mayor autoridad del reino en aquella ceremonia, era la propia Juana, reina de Castilla y también de Aragón, Navarra, Nápoles, Sicilia y las tierras del nuevo mundo. Sin embargo ella no lo sabía. Por expreso deseo de su padre, manifestado en su testamento, la mantuvieron ignorante de sus reinos y en la creencia de que el rey Fernando seguía vivo, jamás se le ocurrió reclamar el ejercicio del poder.

—¿Quién es de mis hijas, la hermosa joven que avanza junto a Carlos, que no recuerdo? —preguntó Juana a su dama de honor, María de Ulloa.

—Vuestra hija Leonor, majestad. ¿No sabíais que vendría?

—Nadie me lo había dicho —dijo Juana con los ojos nublados por las lágrimas.

Y en aquel momento creyó que iba a desmayarse. ¡Pero no, tenía que ser fuerte!

El silencio era profundo. Todo el mundo estaba pendiente de aquel encuentro demorado por once largos años.

Su hijo Carlos bien asesorado por Ferrer, en el papel que debía desempeñar, habló en aquella oportunidad en francés, muy cortésmente y con piadoso tacto. Pues aunque los hijos de Juana disfrutaban de una excelente cultura y un notable talento, desconocían la lengua materna. Ante el asombro de la concurrencia, que finalmente los aprobó con una sonrisa, Carlos y su hermana llegaron hasta el trono donde se hallaba su madre y después de abrazarla y besarla, se arrodillaron ante ella, besándole la mano.

Una Juana emocionada hasta las lágrimas, de pie frente a ellos, los tomó de las manos y los obligó a levantarse, volviendo a besarlos en ambas mejillas. Por un momento, bajo sus labios, sintió el palpitar de la piel de sus dos pequeños, aquellos que se habían quedado mirándola, llorosos, cuando ella se marchara de Gante. Su mente estaba ahora en las ventanas del carruaje que corría velozmente por el parque, mientras sus manos se agitaban al viento, respondiendo a aquellas manitas desesperadas y aquellos ojitos desconsolados, hasta perderlos de vista en un recodo del camino. Once trágicos y largos años, que ahora llegaban a su fin, en este tierno abrazo.

—Madre, ¿en qué pensáis? —preguntó Carlos.

—En vosotros. ¡Y en que el rey de Flandes no tiene motivos para arrodillarse delante de la reina de Castilla! —di jo Juana, con dignidad, a su hijo Carlos de Habsburgo.

—¡Pero un hijo debe demostrar siempre el amor y respeto que merece su madre! —respondió el rey visiblemente emocionado y dominando su voz, aquella voz que sonaba igual a la voz de Felipe, grave, tierna, pero al mismo tiempo, firme y decidida. Era su misma voz, aquella que tantas cosas hermosas le había susurrado en sus oídos. El espectro de Felipe rondaba en el aire, en los ojos, en los gestos, en la voz y en las sonrisas de sus hijos.

Entonces tuvo que contener el deseo irrefrenable de apretar entre sus brazos a aquellos dos seres de su propia sangre y de la adorada sangre de Felipe. Tuvo deseos de besarlos, de devolverles las caricias guardadas solo para ellos, pero se contuvo, porque no era conveniente. Sus hijos ya no eran suyos. Ya no le pertenecían. Él, era el rey de los Países Bajos y su hija, una princesa, futura reina consorte de algún reino europeo.

Con voz clara y notable, que los allí reunidos pudieron oír, Juana les preguntó algunas cosas, que aunque limitada en su información sobre el mundo exterior, pudo hacerlo con perfecta lucidez.

Les preguntó sobre las minas de plata del nuevo mundo, del estado del tiempo en Flandes, de la marina de guerra española. Y mientras duró aquella amable conversación con sus hijos, su corazón parecía gritarles en silencio, un silencio que jamás podría haber roto: «Ayudadme hijitos, que aquí en Tordesillas suceden cosas demasiado injustas, de las que vosotros no estáis enterados».

La conversación derivó de los asuntos políticos a los asuntos familiares, pues a Juana le parecieron menos peligrosos. Ansiosa preguntó por su hermana Catalina de Aragón, reina de Inglaterra y se alegró, porque había sido madre de una niña, a la que habían puesto por nombre María (Con el tiempo, sería la reina María I Tudor). Desgraciadamente, Catalina de Aragón correría su misma suerte al terminar sus días en cautiverio, repudiada por su esposo, el rey Enrique VIII, por no poder engendrar un heredero varón. En 1527 se divorciaría de ella, casándose con Ana Bolena y enviando a Catalina, cautiva, a la torre de Londres, donde sería atormentada a diario, con constantes amenazas de ser asesinada.

También se conmovió con el nacimiento de su sobrino, el príncipe Alonso de Portugal, hijo de su hermana María, reina de aquel país y se entristeció con la muerte de Enrique VII de Inglaterra, volviéndose indiferente con la de Luis XII de Francia, pues jamás olvidó los desplantes que la esposa de aquel le había hecho durante su viaje a Francia.

Carlos le habló a su madre sobre el libro: Institutio Principis Christiani, que Desiderio Erasmo, autor de Elogio de la locura, le dedicó, alegrándola sobremanera. Pero la conversación concluyó en un error fatal, cuando Juana preguntó por su padre.

—¿Habéis visitado a su majestad, el rey Fernando? ¿Cómo le habéis encontrado?

Con disimulada piedad, uno a uno los presentes fueron abandonando la sala. Algunos miembros de las Cortes movieron tristemente sus cabezas. Era evidente que la reina se había vuelto loca. Otros ojos seguían brillando con gran intensidad, mientras la voz de la conciencia le repetía a Carlos en sus oídos «Será muy fácil reinar, en nombre de vuestra madre».

—Madre —respondió Carlos—. ¡Vuestra majestad, el rey Fernando, ya no sufre de ninguna enfermedad!

—¡Eso me da alegría!, pues no he tenido noticias recientes de mi padre. Estoy alejada de todo, aquí en Tordesillas, esperando el día en que pueda reiniciar mi camino a Granada, pues debo llevar el cuerpo de vuestro padre para que sea enterrado allí. Sé que mi padre es un rey muy ocupado y no quiero causarle molestias distrayendo su atención por cosas sin importancia. Pero, ¿sabéis algo, hijo?, necesito que autoricéis la apertura de algunas ventanas para los aposentos de vuestra hermana Catalina. ¡Si vierais qué oscuras son sus habitaciones, estaríais en todo de acuerdo conmigo! ¡Excesivamente oscuras, para una infanta tan pequeña!

De pronto, Juana sintió que la invadía el terror. Sin querer, sus palabras habían ido demasiado lejos y en el rostro de Carlos le pareció ver el rostro de Felipe, cuando se tornaba adusto y serio si algo le disgustaba.

—Tenéis razón, madre mía —respondió cariñosamente el rey—. La oscuridad no es alegre ni sana, y Catalina es aún muy pequeña para vivir entre las sombras. Haré que abran de inmediato las ventanas en el muro.

—Pero deberíais consultarle primero al rey Fernando, podría disgustarse mucho si no lo hacéis —respondió Juana temerosa.

—No temáis madre, jamás me atrevería a causar un disgusto al rey de Aragón.

—¡Gracias hijo mío! ¡Muchísimas gracias y bendiciones para el que algún día será el rey de España y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico! ¡Seréis muy bueno, pues sois audaz!

—¡Qué Dios escuche vuestros ruegos, madre, pues en Él he puesto mis esperanzas!

—¿Qué Carlos seréis, hijo mío? No lo recuerdo.

—Seré Carlos I de España, madre —y dio a su voz el tono seguro de aquel título, que todos conocían, menos su madre.

—¿Y si sois emperador? ¿Carlos IV? ¿Carlos V?

—Carlos V, madre —respondió el noble rey y sintió unos tremendos deseos de escapar corriendo de aquel castillo terrible y tenebroso, habitado de intrigas y poblado de búhos que no dejaban de sisear no bien entraba la noche.

Con Leonor la conversación giró en torno a sus estudios y a sus otras dos hermanas, María que había quedado en Malinas, e Isabel que era reina de Dinamarca desde el 11 de junio de 1514. Leonor respondió con cariño cada una de las preguntas que le hacía su desvalida madre.

—¿Y el infante Fernando? —preguntó Juana.

—Madre, vuestro hijo Fernando pronto se unirá al cortejo de Carlos, así es que en poco tiempo, lo volveréis a ver.

—No dejo de dar gracias a Dios —respondió Juana con una sonrisa.

Una hora después, Carlos y Leonor se retiraron de la sala, seguidos por todo el séquito flamenco con que habían llegado y con una sola idea. Raptarían a Catalina.

Juana se les quedó mirando con tristeza, mientras sus hijos se alejaban, perdida en el recuerdo de aquellos ojos, a los que no deseaba borrar jamás de su memoria.

—¡Se han marchado demasiado pronto! ¡Muy deprisa! —dijo Juana a la doncella que se hallaba a su lado.

—Ya es hora de que vuestra majestad también se retire a descansar —respondió la joven.

Juana, irritada, olvidó por un instante su condición de prisionera.

—¡Es grande mi soledad cuando me dejan sola!

—Majestad, será mejor que os retiréis a descansar, hoy ha sido un día muy agotador y estáis demasiado cansada.

Juana sintió unos tremendos deseos de llorar, pero se contuvo. No deseaba separarse tan pronto de sus hijos, después de tantos años de ausencias, pero una multitud de ojos la miraba y la noticia de que la reina continuaba loca hubiese cruzado España a la velocidad del viento. Entonces haciendo un gran esfuerzo, trató de mantenerse serena, pues su hijo, el rey de Flandes se molestaría mucho y su hija Catalina ¡volvería a quedar sin sus ventanas!

—Es verdad, Catalina y yo nos hemos fatigado demasiado con tantas emociones.

Y mientras Juana y Catalina se retiraban hacia sus aposentos, la reina le habló alegremente a su pequeña infanta.

—¿Sabéis hijita?, tendréis las habitaciones más bonitas del castillo. Llenas de luz y de sol. ¡Desde ellas veréis el Duero, las iglesias de San Antolín y Santa María, la llanura con sus viñedos y sus rebaños! Vuestro hermano Carlos dará la orden y así podréis disfrutar al fin de una buena vista. Dicen que en los días muy claros se ve desde aquí Medina del Campo.

La niña soñolienta bostezó y, mientras se frotaba los ojos con sus manitas, respondió.

—¡Madre, ya no deseo esas ventanas!

—¿Qué no deseáis las ventanas? —preguntó Juana contrariada.

Catalina se dio cuenta de que había cometido una imprudencia y trató de enmendar el error.

—Madre, no es que no las quiera, lo que he querido decir es que ya no me interesan tanto como antes.

—Comprendo hijita. Lo único que lamento es el haber rogado como una sierva a dos reyes para que autoricen las ventanas ¡y ahora vos, no las deseáis como antes!

Pero todo el amor de Catalina no pudo preservar a Juana de su cruel destino. Su rostro cansado, tras un día demasiado difícil, se tornó en otro rostro totalmente desconocido para la candorosa infanta. Y cuando Carlos y Leonor de Habsburgo se marcharon de Tordesillas, el castillo volvió a convertirse en una mole de piedras y de sombras, aislada del mundo, donde solo reinaban la inclemencia y la injusticia.

El ataúd de Felipe continuaba descansando imperturbable en la nave principal de la iglesia y Juana seguía buscando siempre para visitarle las horas oscuras de la medianoche. Cuando todo se sumergía en el silencio, abandonaba descalza sus habitaciones y envuelta en su negra capa, corría por los pasillos que llevaban hasta el recinto sagrado. Aferrada a una pequeña vela encendía el resto de los cirios que rodeaban al féretro y bajo aquel tembloroso resplandor, rezaba de rodillas sobre las piedras, hasta que sus piernas, ya cansadas, se tornaban insensibles por el frío y los calambres. Entonces se arrastraba, moviéndolas de apoco, hasta lograr ponerse nuevamente de pie, apoyándose en los altos candeleros de hierro. Así lentamente, volvía a desandar el camino que la separaba de sus aposentos.

En las últimas noches había logrado atrapar algunas arañas y colocándolas entre las ranuras de la tapa del ataúd, al igual que aquellas briznas secas, unos años atrás, esperó con paciencia que tejieran su tela. Entonces con la excusa de rezar sus nocturnas oraciones, penetraba en silencio dentro la iglesia y después de mirar hacia todas partes, por si algunos ojos vigilantes la hubiesen seguido, corría hasta el féretro para ver si estaban rotas las telarañas. Jamás lo estuvieron, pero la atmósfera en la que Juana malvivía, continuaba plagada de mentiras, malos tratos e indiferencia.

Ferrer había sido reemplazado por un segundo carcelero, don Hernán, duque de Estrada, antiguo mayordomo de corte del rey Fernando de Aragón, que llegó dispuesto a tratar a la hija de su difunto rey, ahora su reina, con gran consideración.

Las ventanas de Catalina no se abrieron, pero las ventanas del alma, aquellas por donde penetraba la luz de la esperanza y de la felicidad, esas sí se volvieron a abrir para la pobre e inocente Juana.

Don Hernán trató de recuperar todo el tiempo perdido, cumpliendo hasta con los mínimos deseos de la reina. Le mudaron a otra ala del castillo más amplia y más luminosa. Ahora Juana podía gozar de espejos, candelabros y alfombras, como correspondía a su alcurnia, recibir gente, escuchar misa diariamente en la iglesia del castillo junto al féretro de Felipe, mientras todos los habitantes de la fortaleza le tributaban los honores de una reina.

Pero una pregunta le laceraba el alma. ¿Por qué el destino la aguardaba siempre agazapado, para coronarla como prisionera?

Prisionera en Segovia y en La Mota, prisionera en Flandes y en Tordesillas, prisionera de los celos, de sus amores, prisionera de todos los que la juzgaban con verdadera injusticia, prisionera de los recuerdos, de las penas, de las sombras.

Desde que el nuevo carcelero tomó el gobierno del castillo, las cosas cambiaron radicalmente para el bien de Juana.

La limpieza se extremó dentro de los aposentos destinados a la reina y a la pequeña infanta. Todo lucía impecable y armoniosamente en orden. El fuego de la chimenea volvió a perfumarse con semillas de espliego y la reina volvió a bañarse junto a las llamas, en una gran bañera de madera. Volvió a cambiar diariamente su ropa interior, a vestir dignamente, a dormir en el lecho real, ahora con inmaculados velos que pendían del elegante baldaquino. Sobre el tocador brillaba un inmenso espejo veneciano en forma de medialuna y sobre un costado le fue instalado el oratorio de su amada madre. Aquel era un conjunto delicioso de tablitas pintadas por Juan de Flandes, el pintor flamenco preferido de la difunta reina, referidas a la vida de Jesús, resaltando entre ellas, la inferior de la parte central: Non me tangere, alusivo a las palabras que pronunció Jesús cuando se le apareció a María Magdalena: «No me toques, porque aún no he subido a mi Padre». Aquel altarcito, había sido un regalo de boda de su madre.

A un lado de este emotivo recuerdo, Juana comenzó a encontrar, diariamente, un ramillete de lilas, tréboles y violetas. La hacedora de tan delicado presente era una misteriosa doncella.

—¿Por qué lo hacéis? —preguntó la reina con dulzura una mañana— .Nadie me ha tratado aquí con tanta delicadeza y cariño, como lo hacéis vos.

—Nunca olvidaré, señora, que os debo mi vida.

—Decidme por qué.

—He sido yo quien alertó a los pobladores de Tordesillas sobre las injusticias a la que estabais sometida en los años en que gobernó el castillo don Luis de Ferrer. Descubierto mi proceder, aquella bestia amenazó matarme y fue el día de la insurrección, ¡bendita sea!, el mismo que Ferrer había elegido para ahorcarme. De no ser por vos, mi reina, que salisteis de vuestro encierro seguida por quienes os juraron fidelidad, ¡yo estaría muerta!

—Ya no debéis temer, entonces —dijo Juana, y acarició con maternal ternura los cabellos de la joven—. ¡Dios todo lo puede!

La doncella, emocionada, se hincó en el suelo.

—Ofrezco a Dios mis plegarias y a vos mis flores, señora, para que Él, en su infinita bondad, os otorgue larga vida.

Y así diciendo, la joven besó las manos frías de la pobre reina y desapareció tras la puerta. Juana dejó escapar de sus labios una sonrisa y luego, cerrando sus ojos, su mente voló hacia Flandes.