25

Tordesillas

La respuesta del rey fue como un milagro de resurrección para Juana. Un repentino estremecimiento del alma. En su cuerpo despertó el apetito y el deseo de asearse. Tenía que volver a estar hermosa para el pequeño Habsburgo que regresaba a sus brazos.

Arcos se llenó de alborozos cuando a principios del frío mes de febrero de 1509, el calor de los besos del infante devolvieron a Juana la alegría que creía perdida para siempre.

Ataviada con un magnífico vestido de terciopelo azul con canesú recamado en oro, que debido a sus suntuosos pliegues disimulaba su delgadez, la reina, enternecida, recibió a su hijo. En la cabeza llevaba una corona de diamantes y rubíes, majestuosa, así recibió a su padre que se alegró de verla, y ella de volver a ver a su niño. Sobre su cuello pendía de una cinta azul el brillante refulgente de la Casa de Borgoña y en sus ojos, un brillo más intenso. Era el brillo de la felicidad.

El rey Fernando le pidió que recibiese en audiencia al duque de Alba y al condestable de Castilla que llegaban a rendirle pleitesía. Audiencia que sería el último acto oficial de Juana como reina y que terminaría por descubrir la vil mentira de la que había sido objeto, otorgando al rey Fernando plenos poderes para gobernar con libertad.

Encerrada en Arcos, los vientos del reino juntaron los rumores distantes desde los cuatro puntos cardinales y, cual hojas secas, fueron esparcidos por el aire con la noticia de que Juana había muerto.

Luciendo cierto esplendor y serenidad se hacía necesario que el duque y el condestable desmintieran la versión y la echaran también a los vientos para contrarrestar los rumores nefastos de la muerte y el olvido.

Y mientras el cuerpo del archiduque de Austria seguía esperando en la iglesia su definitivo entierro en suelos de Andalucía, diariamente y por todo el reino se continuaban celebrando misas en sufragio de su alma.

Pero por aquellas cosas tremendas del destino, en el momento en que Juana se retiraba a sus aposentos, llevando de la mano a su pequeño Fernando, unas voces desconocidas, anónimas e hirientes, llegaron hasta sus oídos.

—¿Se han aplacado los nobles o continúan sublevándose?

—En algunos lugares continúan en rebelión.

—¿Y por qué ha regresado el rey a Arcos?

—Regresó por su hija Juana. La reina iba a morir de pena. Y si esto acontecía, Castilla corría peligro de caer en manos del emperador Maximiliano I, el que sin duda actuaría como regente de su nieto, el príncipe Carlos, hasta que aquel, alcanzando la mayoría de edad, sea proclamado rey.

La traición volvió a lacerar su pobre corazón. Lejos habían quedado el amor y la consideración de su padre, al que ahora solo parecían moverle mezquinos intereses políticos para usurparle su reino.

La infanta Catalina había cumplido sus dos años de edad y la alegría de volver a mecer en su regazo a sus dos niños la hizo olvidar sus angustias, mas no impidió el desenlace del trágico destino. Tampoco ignoraba el rey el nombre de Tordesillas que cual una filosa espada se balanceaba lentamente, a punto de precipitarse, sobre los cansados hombros de la reina viuda.

Pero el 14 de febrero de 1509 llegó implacable, sellando para siempre con rigor extremo el destino de la desamparada soberana. En pocos meses cumpliría treinta años. Treinta años que nunca más volverían a ver un cielo que no fuera detrás de unos barrotes.

La política que ejercía su padre denotaba un poder impuro, una declinación en el arte de gobernar. Jamás había amado realmente a esa hija. Solo albergaba para ella, dentro de su corazón, un conjunto de frías tácticas y macabras estrategias que le permitirían manipular a su antojo su alma desprotegida.

Nunca quiso ayudarla, sino condenarla. Porque ¿podía un padre condenar a una hija a prisión perpetua porel solo hecho de haber amado demasiado a su esposo? Curiosa perversión la del rey que convirtió su ambición por el trono de Castilla en un verdadero combate en contra de su propia sangre. Y así transformándose en el más severo censor de Juana, denunció a todos, cada día, cada una de sus actitudes. Como rey que gobernaba su reino su tarea consistía, entre otras, en velar por la rectitud de las opiniones y la conducta de Juana y no podía sino escandalizarse ante aquel amor sin límites que su hija prodigaba al cuerpo exánime de Felipe. Entonces juzgándole severamente, llegó al extremo de decidir enclaustrarla por el resto de su vida.

Aquel amor exaltado era a los ojos del rey una ofensa demasiado grave a su investidura de reina y en la intensidad de aquel amor no vio sino la infidelidad hacia el propio reino de Castilla. Entonces su conciencia justificó el encierro como una confirmación de que todas las faltas de Juana tenían un origen común: su desmedida adoración por Felipe de Habsburgo.

El recuento de sus faltas pasadas culminaba en cada caso en el tema de su desbordada pasión. Pasión que la había llevado a vivir poco religiosamente y, al final, a la locura.

Sin duda, Juana se defendió hasta lo último, negándose a ser enclaustrada de por vida, por eso, cuando en la madrugada anterior del 13 de febrero, el rey la despertó con brusquedad y le anunció que partirían deprisa, ella se negó.

—¡Despertad Juana, que debemos partir para que no se nos vuelva a hacer tarde!

—¿Hacia dónde partiremos, padre? —preguntó la reina sin poder abrir sus ojos de cansancio, mientras sus pies ateridos pisaban sobre las heladas baldosas.

—Partiremos de viaje hacia el sur.

Ahogada por el desconcierto y lo inesperado de la hora, Juana se terminó de incorporar en la tibia cama. El aire gélido de la madrugada le golpeó la cara, y el desamor triunfal de su padre le golpeó el recuerdo de una infancia lejana.

El rey lograba al fin llevar a cabo su cometido, aquel que demasiados disgustos le iba causando y por el cual tuvo que desterrar de su corte al viejo procurador de Toledo, don Pedro López de Padilla. Este deseaba guardar fidelidad a la reina hasta la muerte y se negaba a las pretensiones del rey de encerrarla en Tordesillas contra su propia voluntad. También se destacaron como partidarios de la libertad de Juana el duque de Medina-Sidonia, el conde de Ureña, el marqués de Priego y el conde de Cabra. Pero finalmente había logrado dominar a los nobles castellanos y andaluces; y si su esposa Germaine lograba tener un hijo, el destino incierto de los reinos divididos se encauzaría con el tiempo.

Mas si él llegaba a morir imprevistamente, Castilla y Aragón volverían a separarse y todas las luchas y todos los desvelos compartidos con la inigualable reina Isabel, todos los esfuerzos por querer legar un reinado glorioso para la humanidad, todas las guerras libradas, toda la sangre derramada, todas las muertes ocasionadas, todo, absolutamente todo, habría resultado en vano.

—Pero decidme, padre, ¿hacia dónde partiremos con el alba y tan deprisa?

—Solo debéis apresuraros, lo demás ya lo sabréis.

—Pues yo tampoco habré de obedeceros. ¿O es que habéis olvidado que aunque sea vuestra hija, soy la reina de Castilla?

Los recuerdos nublaron sus ojos. Jamás sus opiniones habían sido consideradas. Jamás sus deseos tenidos en cuenta. Siempre la prisa y las razones del reino de por medio, entre sus amores y ella.

—¡Juana!

—¡No iré con vos, padre! ¡Podéis marcharos si así lo deseáis y si la prisa os desvela, pero yo no puedo partir aún, con el alba y en medio de las sombras y este frío! Catalina es muy pequeña, podría enfermar. Además necesito alistar mis pertenencias. No soy vuestra esclava o prisionera. ¡Soy la reina, y como tal, necesito de un tiempo y de un espacio, tanto como vos los necesitáis! A todo lo nuestro debo disponer además el traslado del féretro de Felipe.

—¡Igual habremos de marcharnos, Juana!

—¿Y cuál es el destino que me tenéis reservado y le debéis tanta prisa?

—Vuestro destino es…

—Incierto, padre, ¿verdad?

—¡No! No hay nada más certero que el camino que debéis recorrer. Daos prisa, Juana.

—¿No me habéis oído, padre? ¡No partiré ahora!

Y aquella frase resonó cortante, quebrando el silencio de la madrugada. Y ante el temor de que Juana se disgustara y adoptara una postura contraria, de la que bien sabía el rey jamás se retractaría, dejó de insistirle y conservando la serenidad, producto de su astucia, decidió esperar un día más.

—Entonces Juana, ¿qué os parece si partimos mañana, con las primeras luces del alba?

—Dadme veinticuatro horas y partiremos, si así son vuestros deseos.

—De acuerdo, en veinticuatro horas emprenderemos el camino.

Dieciocho meses había estado Juana en la villa de Arcos. Constantemente vigilada y controlada, experimentaba la horrible sensación de haber perdido su intimidad. Fuera de la residencia se sentía acorralada y custodiada por los guardias reales y dentro de ella, observada por doncellas, damas de honor, tesoreros, presbíteros y escuderos.

Las veinticuatro horas de aquel día pasaron veloces, demasiado escasas para guardar en los arcones la libertad apetecida.

A las tres de la madrugada del día siguiente volvieron nuevamente las prisas, las órdenes, los desvelos, los temores. La misma asfixia que en el alba anterior.

La figura de una Juana solitaria, rodeada de espías, se dibujó en la fría madrugada. Los grandes hachones iluminaron su rostro demacrado vencido por la derrota de una larga serie de encierros. En La Mota, en Segovia, en Alcalá de Henares, en Flandes, en Burgos, en Arcos. Siempre controlada, siempre acusada, siempre culpable y condenada por el solo hecho de haber amado y seguir amando elcuerpo y el alma de su difunto esposo.

La marcha se inició en medio de las sombras. Delante de Juana iba el féretro de Felipe con los cirios encendidos y un amanecer que se había tornado más frío por el aire que soplaba sobre aquellos campos bordados por la escarcha. Como agujas heladas y penetrantes que se clavaban en los rostros, en las manos y en los cuerpos, las ráfagas de un viento helado parecían congelar al cortejo cuando abandonó Arcos y cruzó el puente recoleto siguiendo el camino que serpenteaba colina abajo.

A las orillas del sendero unos campesinos se agruparon presurosos para ver pasar a su reina. Aquella reina sobre la que se entretejían infinitas historias dolorosas, de amor y de muerte, de pasión y locura.

—¡Decían que la reina había muerto!

—No. ¡Decían que se había vuelto loca!

—¡Qué la tenían encadenada!

—¡Qué estaba hechizada!

—Pero nada de eso era verdad. Gritemos por ella: «Juana por Castilla», «Juana por Castilla».

Asentada en un pequeño escarpe sobre el Duero se levantaba la villa de Tordesillas. Y a lo lejos, entre las sombras, erguida en medio de una desolada naturaleza sobre las orillas del río, se recortaba la inmensa fortaleza. Rodeada por un profundo foso lleno de agua, había sido construida en tiempos de Alfonso XI, rey de León y Castilla. Las sombrías paredes verticales daban al lugar un carácter trágico, acorde con el alma de la reina Juana.

Después de bordear la corriente de agua, el cortejo real avanzó ladera arriba, hacia donde se alzaba, amenazador y desafiante, con sus torres envueltas por nubes de tormenta, el lúgubre e inmenso castillo.

Un grupo de labradores saludó con cautela el paso de la reina, al tiempo que agitaban sus callosas manos, pero Juana no veía nada, solo el fulgor de las frías y lejanas estrellas, testigos de su desdicha.

Con el ánimo alterado supo con certeza que en aquel día se había decidido de forma irrevocable lo que de ella sería el resto de su vida. Sin embargo la esperanza jamás abandonaba su cristiano y resignado corazón y, en aquella tenaz lucha, decidió continuar resistiendo.

Los escuderos del rey la escoltaron hasta cruzar el puente levadizo para después acampar en el llano. Su padre fue el primero en entrar al castillo por la puerta principal y Juana le siguió dócilmente, seguida por Ferrer. Dentro del patio de piedras, apenas iluminado por la luz vacilante de las antorchas, un grupo de palafreneros de caras curtidas esperaba para ayudarlos a desmontar y encargarse de los caballos.

En ese momento un trueno ensordecedor retumbó sobre sus cabezas y el cielo se rasgó atravesado por la luz cegadora de un rayo. Gruesas gotas comenzaban a caer estrellándose contra las piedras y los rostros ojerosos del rey y su hija. Al ver todo aquello, Juana sintió miedo. Un miedo negro e insondable que por unos instantes la mantuvo paralizada, movida solo por el deseo de dar media vuelta y salir corriendo, amparada por la tenebrosa borrasca. Pero una tierna voz la llamó «mamá» y Juana despertó de sus ausencias. Desde un rincón lejano ya en el tiempo, Felipe de Habsburgo la seguía mirando con ternura, a través de los ojos claros de su bella hija Catalina.

Tomándola entre sus brazos, besó sus rosadas mejillas, apretándola con fuerza contra su pecho. Al menos aún podía gozar de aquel tesoro y de aquella tibieza, de su última y pequeña hija nacida en suelo español, pues por aquellos días, su pequeño Fernando había vuelto a Simancas, a los brazos de su ayo para continuar con su estricta educación. Las manitas tibias de la infanta acariciaron su rostro dándole calor y entereza. Por el amor de Catalina quería seguir viviendo.

—¡Apresuraos Juana, que la tormenta ya está sobre nosotros! —ordenó el rey.

—¡Catalina y yo estamos demasiado cansadas, os ruego nos tengáis paciencia!

Avanzaron por uno de los corredores laterales y luego comenzaron a subir lentamente la angosta escalera que se alzaba al final. Delante de ella ascendía el rey Fernando II de Aragón y V de Castilla, Cataluña, Sicilia, Nápoles, Rosellón y Cerdeña, duque de Atenas y Neopatria, conde de Barcelona, Sobrarbe y Ribagorza, marqués de Oristano, Gociano y Católica Majestad, por derechos especiales, otorgados por el papa español de Roma, Alejandro VI. La sangre real que corría por sus venas no podía negar todo el poder que detentaba, pero si de poder se trataba, Juana llevaba consigo toda la sangre de un mismo linaje, aumentado por la herencia de su madre, a través de la cual había heredado los títulos de reina de Castilla, León, Granada, Toledo, Valencia, Galicia, Sevilla, Cerdeña, Mallorca, Córdoba, Murcia, Jaén, Algarves, Algeciras, Gibraltar, Islas Canarias y todas las tierras desconocidas e inconmensurables que se hallaban disponibles para la corona de Castilla en el nuevo mundo.

Pero Juana había cruzado el umbral del castillo de Tordesillas y aquel hecho equivalía a renunciar a todos sus títulos, a todos sus reinos, a toda su vida.

Como en vísperas de su nacimiento, aquel 5 de noviembre de 1479, la naturaleza volvía a estremecerse como si la Providencia Divina hubiera querido avisar al mundo de que Juana había nacido y que ahora tendría que partir nuevamente para desandar el largo camino de los despojos. Despojos de ternura que le irían sumergiendo en el más vil de los sometimientos.

El Duero se desbordó sobre los barrancos de la orilla, igual que el Tajo cuando Juana había llegado al mundo, mientras las seis torres de la imponente fortaleza castellana eran iluminadas brevemente por una sucesión interminable de relámpagos. Pero Juana aún debía aprender la trágica lección.

Temblorosa de frío y de miedo se detuvo de repente.

—Este lugar no me agrada. Así es que en cuanto pase la tormenta, reanudaremos la marcha hacia Andalucía. Debo llegar a Granada.

Ferrer dirigió una mirada al rey que se hallaba en el último de los peldaños observando en silencio el lento ascenso de Juana por las escaleras. Un viento lúgubre, cargado de agua, se filtraba como un aullido por las angostas ventanas del frío pasadizo, mojando los arcones que transportaban los guardias.

—¡Mucho me temo que permaneceréis en Tordesillas más tiempo del que tarden en desaparecer los nubarrones! —respondió el rey.

—Reveladme la causa del retraso —exigió Juana y clavó sus ojos en los suyos. Desafiante.

—No os preocupéis, hija. Es necesario que descanséis unos días para reanudar después la marcha hacia Granada. Ferrer seguirá siendo vuestro tesorero y responsable del castillo y vuestra querida amiga María de Ulloa vuestra dama de compañía, siendo el resto de las señoras del cortejo vuestras damas de honor. Instalaos en el castillo y descansad. Yo me marcharé mañana muy temprano.

Una sensación de alivio embargó a Juana al escuchar la respuesta.

La fortaleza parecía encontrarse en total abandono. ¿Quién habría vivido allí antes?

Juana se instaló en la torre de homenaje. Las habitaciones eran inmensas, de gruesas paredes y ventanas altísimas, desprovistas de lujos y comodidades. El escaso mobiliario estaba cubierto por el polvo de varios años de ausencias. Dio orden para que los aposentos contiguos a los suyos fueran acondicionados para la pequeña Catalina. Desde las altas ventanas de sus habitaciones podía divisar el monasterio de Santa Clara que había sido fundado en 1363 por las hijas de Pedro el Cruel, y la iglesia de San Antolín de estilo gótico y artesonado mudéjar recubierto de oro. A través de sus ventanas custodiaría la irremediable soledad de Felipe.

—Juana, ¿necesitáis algo más? —preguntó el rey.

El alba se insinuaba con una claridad sobre el Este, cuando Fernando II de Aragón se despidió de su hija para partir raudo hacia Valladolid, que se había convertido por aquellos días en la capital cultural y política de España.

—Solo un poco de vuestra ternura —respondió con tristeza la reina.

Pero el rey no comprendió la profunda dimensión de aquella frase.

—La tenéis —le respondió y besándola en la frente, igual que el viento helado, se fue huyendo con las sombras. Cruzó la puerta de la vieja muralla poblada de búhos y cubierta de polvo. Atravesó el foso y llegó al puente de piedras con sus diez arcos reflejándose en el Duero. Y a todo galope se perdió en el espacio infinito de la desolada meseta castellana sin llegar a comprender la súplica de Juana.

Solo un poco de ternura hubiera bastado para que su desamparado corazón se rindiera con docilidad. Pero el rey jamás pudo entenderlo.

El eco de las plegarias en la iglesia cubrió el otro eco, más terrenal e interesado, de los goznes de la pesada puerta de la fortaleza que chirriaron con fiereza. Mientras el galopar de los caballos, inversamente, se iba perdiendo en la lejanía, ocultando en aquel sordo retumbar el trágico girar de las llaves y el chasquido de la inmensa tranca de hierro al caer pesadamente sobre sus soportes.

Juana llevó consigo al encierro de Tordesillas todas las pertenencias que poseía en España. Entre ellas se destacaban más de setenta tapices bordados en oro y plata, de los que sobresalían los seis paños llamados «de oro» que había adquirido en Flandes y que representaban escenas de la Santísima Virgen: El Triunfo de la Madre de Dios, Dios envía al Ángel Gabriel a la Virgen, Coronación de la Virgen, Nacimiento de Cristo, Anunciación y Episodios de la Vida de la Virgen. Llevó también consigo cinco retratos, uno de su madre, otro de su hermana Isabel, dos de su hermana Catalina cuando era princesa de Gales y uno de ella.

El tesoro en joyas era impresionante. Cien perlas grandes como avellanas, un balax grande como una castaña con tres diamantes, collares de oro, entre los que se destacaba el de las bellotas de oro que pesaba 1.818 gramos de oro. Cadenas de oro, la de «las ruecas» de casi dos kilos de oro. Sortijas de oro, azabache, coral, algunas con pedrerías, diamantes y rubíes, medallas, pulseras y todo tipo de objetos como preciosos espejos, marcos, retablos, lámparas y peines. Entre sus cosas personales también había llevado un pequeño cofre cuadrado con cerradura de oro e incrustaciones de rosicler. Juana mantuvo durante muchos años una larga lista de piezas de plata para su servicio como platos, cubiertos y fuentes. Pero aquellas cosas materiales no lograron jamás alegrar su alma, despojada de todo y prisionera de las ambiciones mezquinas de su padre, el rey (quien al llegar a Tordesillas tomó del tesoro de su hija Juana mil quinientos marcos de plata —345 kg— y en el año 1512, otra cifra similar).

Desde aquel fatídico 14 de febrero de 1509, Juana no pudo salir jamás de Tordesillas. Solo lo haría después de muerta.

En la torre de homenaje en cuyas almenas de piedras anidaban los búhos y los cuervos, se hallaba la sala. De ventanas más amplias que el resto de los aposentos podía verse desde allí, a través de los pequeños cristales circulares, el patio y su guardia real, el río, el campo y hasta un pedazo de cielo. Una gran chimenea se alzaba sobre una pared lateral donde unos inmensos troncos encendidos se veían forzados a entibiar el aire helado que se filtraba por las rendijas de puertas y ventanas. Un viejo libro de autor anónimo cubierto por el polvo y las telarañas descansaba sobre un arcón. Era el único ejemplar dentro de toda la estancia. Alguien lo había dejado allí desde hacía mucho tiempo, tal vez olvidado.

Juana sacudió sus tapas llenas de polvo por el paso de los años y abriendo sus amarillentas páginas, comenzó a leer: «La Leyenda de Tordesillas… cuyo castillo, viejo e inexpugnable, construido para imponer el terror en la región, cual un gigante animado, necesitaba en cada siglo alimentarse de algún alma cautiva… El siglo XIV albergó a la esposa de Juan I de Castilla, que murió desterrada, prisionera de la fortaleza. El siglo XV albergó otra notable reina, Leonor de Castilla, esposa de Carlos III de Navarra, que murió en 1416… Y el siglo XVI está esperando a la reina de la leyenda, que de acuerdo a las premoniciones de los astrólogos reales será reina de Castilla por herencia materna y heredera de los reinos de Aragón a la muerte de su padre…».

Juana sintió que estaba al borde del desmayo. El libro resbaló de sus manos y cayó sobre los leños encendidos de la gran chimenea que en un instante hicieron presa de él, convirtiéndolo en cenizas.

Haciendo un esfuerzo por sobreponerse agitó con desesperación su campanilla de plata y al instante apareció Ferrer.

—Quiero partir mañana. No me importa si los cielos están cubiertos, si está lloviendo, si llega la peste, si hace frío o si hay sequía. ¡Quiero marcharme de aquí y cuanto antes!

—Majestad —respondió Ferrer con tono severo—, ¡deberéis permanecer en Tordesillas hasta que os sintáis mejor!

—¿Mejor? ¡Ordeno que os expliquéis!

—Majestad, quiero deciros hasta que mejoréis vuestro discernimiento.

—¿Con qué autoridad habláis así de vuestra reina? ¿Quién os ha dado esa orden?

El rostro de Juana se volvió pálido mientras su mano derecha se extendía hasta un pesado candelero de hierro, con la intención de arrojárselo al cruel tesorero que la miraba con ironía. Entonces gritó con furia.

—¡Sois un traidor! ¡Un verdadero conspirador!

Ferrer asustado retrocedió, mientras el candelero se estrellaba contra la gruesa pared y rodaba por el piso.

—Vuestro padre, el rey don Fernando de Aragón, regente de Castilla, y las Cortes del reino han acordado conjuntamente que seáis confinada hasta que Dios, en su infinita bondad, restituya a vuestra majestad el pleno dominio de vuestras facultades.

—¡Sois unos traidores! ¡Pretendéis decirme que me he vuelto loca! ¡Jamás les perdonará la historia el insulto con que me habéis coronado!

—¡Me temo que no, señora!

A partir de entonces Tordesillas no solo se convirtió en el sinónimo del célebre tratado, sino también en la cárcel de Juana I, la noble reina de Castilla, puesta en prisión por su propio padre.

Sometida a reclusión perpetua antes de cumplir los treinta años, custodiada, vigilada, espiada, intimidada, abandonada, castigada y condenada de por vida a una angustiosa soledad, Juana terminó por enloquecer.

En tanto el rey Fernando y la reina Germaine no cesaban de esperar al hijo que salvaría la herencia de los reinos.

Una mañana al despertar, Fernando invitó a salir de caza a su joven esposa.

—Tesoro mío, deseo que hoy salgamos de cacería. Haré que preparen los caballos, los perros y los halcones. ¡Cuento con vuestra compañía! —dijo el rey a su esposa, mientras la condesa le miraba tendida desde la gran cama.

—¡Amor! —contestó melosa—, me temo que por varios meses no podré montar a caballo.

La esperanza transfiguró el rostro del viejo y astuto rey, mientras fingía un aire de cautelosa indiferencia y se gloriaba interiormente por tanta buena suerte.

—Mi reina, esta es mi victoria. ¡Dios lo quiere! ¡Por fin llegará el príncipe que ocupará el trono de Castilla! ¡Descansad, mi bien, que seré yo quien vele por vosotros!

Desde entonces el rey no hizo otra cosa que preocuparse por la salud de Germaine y de su futuro hijo. Si debían trasladarse de una ciudad a otra, la reina siempre lo hacía en litera, mientras los escoltas iban informando a quienes se agolpaban en las orillas del camino que aclamasen a la reina sin demasiados gritos para no perturbar su tranquilidad.

Muy lejos en el recuerdo habían quedado los meses de gravidez de la reina Isabel, cuando sumergida dentro de su férrea armadura y montada en su brioso caballo marchaba a la guerra, empuñando con fiereza la espada de la conquista.

El tiempo había reblandecido al rey, quien anunciaba de inmediato el estado de su nueva reina, mientras ordenaba fuesen elevadas las plegarias en todas las iglesias por la salud de la madre y del futuro heredero.

Y aunque ambicioso, distribuyó generosamente fondos en todas las instituciones benéficas, rogando en favor de un feliz alumbramiento. Lo que no pudo ordenar, lo compró, procurando que no faltaran los ruegos por la reina y su anhelado hijo. Si los que llegaban hasta él solicitando favores así lo hacían, ¿por qué entonces él no podría emplear la misma estrategia para llegar hasta Dios?

Sopas de legumbres, truchas del Tormes y naranjas de Tánger, nutrían a la reina Germaine que descansaba en el castillo de Zaragoza, entre mullidas almohadas, inmaculadas sábanas de hilos y cobertores de pieles.

El astrólogo real había asegurado que la criatura sería un varón, pero antes de que la reina diera a luz, el mago desapareció misteriosamente de la corte con una bolsa repleta de oro del nuevo mundo.

Mientras los meses transcurrían y conforme iba avanzando el embarazo, el rey dejó de requerir los amores de Germaine ante el temor de malograr el tan ansiado feliz alumbramiento.

—Venid, tonto —le decía la reina sonriente, mientras con sus dedos desordenaba los cabellos encanecidos del monarca—. No sucederá nada, pues soy fuerte y joven como un roble. Amadme y no temáis.

—Sois un ángel para mí. ¡Un ángel que ha venido a salvarme! —decía el monarca mientras se sumergía entre sus tibios brazos.

Pero el rey, viejo y apasionado, buscaba consuelo por aquellos meses de relativa abstinencia en una oscura mujer, sierva del castillo. Su frenética actividad tanto física como política, parecía no detenerse esperando la hora de retornar al trono de Castilla.

El día del alumbramiento llegó para Germaine. Era el 3 de mayo de 1509. Médicos y comadronas fueron llamados con urgencia al altivo y vetusto castillo de Zaragoza. Como un padre primerizo el rey padeció de los nervios igual que cualquier mortal, mientras los nobles y cortesanos le contemplaban compasivamente.

Una hora después la vieja comadrona apareció en la puerta y con voz entrecortada le pidió al rey que entrase para presenciar el bautismo del infante moribundo, a quien le fue impuesto el nombre de Juan, igual que aquel otro hijo, muerto doce años atrás.

El pequeño había nacido con deficiencia respiratoria. Poco a poco se fue tornando de color violáceo y unas horas más tarde dejaba de existir. Fue entonces cuando el rey, cayendo de rodillas al lado del lecho de su esposa, rompió a llorar desconsoladamente como un niño. Todas sus esperanzas parecían haberse esfumado de repente. Pero él no era de los que se entrenaban sin pelear y ante aquella trágica jugada del destino, se aferraría a la vida y lucharía hasta el final.

En los años que siguieron, el viejo rey no cesó de buscar un heredero para sus reinos, por los que temía quedaran a la deriva el día de su muerte. Mientras Juana, encerrada en el impenetrable castillo de Tordesillas, se convirtió en una leyenda. Una misteriosa leyenda donde Ferrer se erigió en su famoso carcelero, y todas las damas de su cortejo en sus vigías.

De muy poco o nada se enteraba la reina y aquellas escasas noticias, insuficientes e inconclusas, nunca sirvieron para que supiera cómo marchaba en realidad su reino de Castilla. En Tordesillas no existían privilegios para ella y durante cuarenta y seis años imploraría en el vacío, en una atmósfera repleta de injusticias y engaños hasta terminar perdiendo también su identidad.

Alejada brutalmente del mundo, maltratada y olvidada, no era extraño que la reina terminara enloqueciendo, tratando de descifrar aquel juego macabro al que la habían sometido. Toda su vida se había visto, de repente, reducida a unas cuantas habitaciones desnudas y frías en una fortaleza abandonada en los confines de Castilla. Siendo ella la verdadera soberana de los reinos más importantes del mundo cristiano, penosamente subsistía en silencio a los castigos corporales a los que Ferrer la sometía, cuando negándose a comer, permanecía inmóvil y en ayuno. Incapaz de defenderse, Juana solo atinaba a amenazarlo con vengarse algún día, avisándole a su padre, el que en el transcurso de siete años solo la visitó dos veces. Sin embargo Ferrer no dejó jamás de informar al rey, hasta el día de su muerte, de cuanto acontecía en el castillo. Él era su representante en Tordesillas, gozaba de todos los poderes y nadie podía contradecir sus órdenes.

Hay días —escribía Ferrer al rey— en que la reina se sienta en el suelo, llora, grita y su habitación se halla en un completo desorden, pues cuando es presa de la ira derriba y rompe todo aquello que por su propio peso no ha podido arrojar contra la puerta. Por momentos su aspecto es deplorable, sus cabellos están revueltos, sus vestidos convertidos en harapos y su boca no deja de proferirme insultos. Cuando me ve, grita: «Infierno, infierno, fuego del infierno, consumid a los traidores». Parece que la reina hubiese conjurado con los poderes del mal. Cuando se calma, comienza a lamentarse: «Fuegos del infierno, consumidme a mí también». Al desmayarse y perder el conocimiento, los médicos le administran soporíferos. Mi secretario se sentó a su lado para escuchar las palabras que la reina, en medio del sopor e inmersa en el delirio, exclamaba: «Dios mío, no queméis a Catalina, ni a mi padre, ni a mi madre, ni a Felipe». Esto demuestra que la reina confunde el mundo de los vivos con el mundo de los muertos. Majestad, solo me limito a informar; pero según los expertos, el santo exorcista, los médicos y el astrólogo oficial dicen que vuestra hija se referiría probablemente al fuego del purgatorio. Se sugiere que la reina Juana está manchada de herejía, y el Tribunal del Santo Oficio podría intervenir en esta cuestión. Majestad, quedo a la espera de vuestras instrucciones.

Pero el rey Fernando respondió con violencia.

Tocadle un solo pelo de la cabeza y os haré quemar vivo. Juana será loca, pero no es hereje y si en algo teméis de vuestra posición y vuestra vida, no olvidéis lo que acabo de deciros, también válido para todo el séquito de mi hija.

Yo, el rey.

—Por menos motivos habéis enviado a la hoguera a otras personas —le reprochó Germaine.

—¡Callad!, ya no tolero vuestras sutilezas. ¡A veces me repugna lo que habláis! —respondió el rey con dureza.

Sin embargo a Germaine de Foix poco o nada le importaba la reina prisionera, pues mientras Juana pasaba sus jóvenes años tras los gruesos muros de Tordesillas, ella iba cosechando numerosas satisfacciones, aunque cada día se le hiciera más difícil soportar al rey.

Para herir más aún el alma de la reina, el carcelero Ferrer se atrevió a hablarle sobre la terrible posición en que se encontraba como prisionera en Tordesillas y que había sido declarada legalmente incompetente para reinar, gobernar y administrar, mientras otros eran designados para hacerlo en su nombre. La brutal realidad golpeó duramente a Juana que se sumergió en un profundo pozo de melancolía, negándose a comer y gritándoles a las doncellas que pretendían asearla, vestirla o peinarla.

Una mañana al despertar corrió hasta las ventanas del ala oriental para poder ver, entre el titilar de las velas de la iglesia, el ataúd de Felipe, pero se encontró con la sorpresa de que en todas las ventanas del castillo habían hecho colocar, mientras ella dormía, gruesos barrotes de hierro. Entonces se negó a dormir en el lecho, rompió las sábanas, las almohadas de plumas y los cobertores y los fue arrojando en jirones a través de las rejas. A partir de aquel día se le administró una mayor cantidad de soporíferos que le hacían pasar cada vez más horas en un estado de sopor o de sueño profundo.

Juana I de Castilla era víctima de un tiempo histórico. Conducida traidoramente hasta una encrucijada fatal depresiones políticas insostenibles, terminaron usurpándole sus reinos, su trono y su vida.

El comportamiento de Juana fue siempre informado a su padre, el rey Fernando II de Aragón y V de Castilla; a su esposo, Felipe de Habsburgo, rey de los Países Bajos y de Borgoña; a su hijo, Carlos I de España y V de Alemania, heredero del grandioso imperio que pasaría a sus manos, una vez muerta su madre, dado que en vida Juana jamás legaría sus derechos al trono de Castilla; y a quien sería el sucesor de Carlos I, su hijo Felipe II, nieto de la reina Juana. Pero ni su padre, ni su esposo, ni su hijo, ni su nieto, nadie, absolutamente nadie escuchó nunca sus súplicas. Súplicas que solo clamaban por un poco de justicia y de piedad.

Sin embargo la salud inquebrantable de Juana, después de tantos sufrimientos, malos tratos, castigos y sometimientos; seis hijos, cuatro de ellos belgas, siempre ausentes y alejados de su vida, un esposo muerto y la indiferencia de su padre al que tanto había amado, hizo que resistiera.

En sus primeros años de encierro se aferró a la pequeña Catalina, en ella volcaba todo su amor y su ternura pues la preciosa niña resumía todo un pasado feliz que no deseaba olvidar. Y fue su intensa vida interior, poblada de bellos recuerdos, la que le ayudó a sobrellevar hasta los setenta y seis años, sus días de cautiverio en soledad.

Los años fueron pasando y la pequeña infanta se transformó en una adorable niña de ocho años, de mente curiosa e inquisitiva que dejaba admirados a todos sus preceptores, los que elevaban periódicamente sus informes al rey, sobre los progresos de la princesa.

—Madre Teresa, no me gustan las sombras, prefiero siempre la luz del sol —decía Catalina a la monja encargada de enseñarle religión.

—Las sombras y el sol son obras de Dios —respondía con una sonrisa la religiosa.

—Pero prefiero la luz del sol —reiteraba la niña.

La raíz más profunda de aquel rechazo a las sombras se encontraba en Tordesillas. La sórdida fortaleza atrapaba la umbría desde horas muy tempranas para iluminarse apenas durante el mediodía. Luego, cuando el sol volvía a declinar, las frías sombras penetraban presurosas cubriendo con su oscuridad las altas paredes. El musgo trepaba por las piedras del foso y ascendía por los arcos de las puertas y ventanas, mientras el frío de las habitaciones se iba instalando definitivamente para no abandonarlas nunca.

En materia de religión, educación y ciencia médica, las mentes más destacadas de Castilla se habían unido para asistir bondadosamente a la pequeña infanta, hija de un padre difunto, de una madre sometida, hermana de cinco príncipes ausentes y desconocidos, princesa de las Españas y futura reina de algún país europeo.

La niña crecía feliz junto a su madre en una vida saludable y normal. Había aprendido a rezar, escribir, leer, bordar, coser, montar a caballo y a tocar el clavicordio. Esto último se lo había enseñado su madre que siempre permanecía a su lado, con su amorosa y atenta mirada, ante el temor de que quisieran llevársela lejos.

Todo aquello estaba de acuerdo a lo expresado por las Cortes que no se habían rectificado: «Doña Catalina tendrá libre acceso, y en todo momento, a las habitaciones de vuestra majestad. Es nuestro deseo que la infanta viva y sea cuidada y criada por su propia madre, de acuerdo a las leyes, tanto naturales como divinas».

El rey, su esposa Germaine, el cardenal Cisneros, las Cortes y, con el tiempo, también el príncipe Carlos, educándose por aquellos años en Flandes, tenían puestos sus ojos en Tordesillas, aunque sus corazones jamás traspasaron las altas murallas del aquel siniestro castillo.

El cardenal Cisneros declaraba orgulloso por aquellos días que España era cada vez más poderosa y más rica y eso en realidad era lo único que importaba, aunque esto fuera a costa de un ser inocente e injustamente condenado a reclusión perpetua. Pues según palabras del propio cardenal: «Dios perdona y acoge siempre en su seno, a los dementes».

En cuanto a las Cortes, se mantuvieron siempre en la misma posición: «Doña Juana de Castilla sigue siendo la reina, nuestra señora y soberana, y si bien no le es posible reinar, retendrá todo su séquito de doscientas personas, así como su dignidad y posición. ¡Ay de aquel que intente reinar, gobernar y administrar de otra manera que no sea EN SU NOMBRE!».

La reina por su parte logró preservar dentro de sí los recuerdos felices de su vida en Flandes, aquellos recuerdos que habían quedado suspendidos sobre los jardines de sus palacios, con sus estanques inmóviles, sus bosques umbrosos, sus senderos bordeados de lavanda. Aquellos por donde sus pies nunca más volverían a pisar, pues jamás se le iba a permitir regresar hacia aquellos días acrisolados. Jamás volvería a caminar sin prisa por las galerías acristaladas de Brujas, buscando con sus ojos verdes el verde destello del agua. Jamás volverían los labios de Felipe a convocar su nombre al final de las sombreadas avenidas de los parques imperiales, ni sus trémulas manos a acariciar su rostro, ni su huérfana boca a besar sus cabellos.

Solo de ese modo podía volver. En la memoria feliz de aquellos días fugaces, prolongando el recuerdo, comprimiendo el dolor.

Su hijo heredero, Carlos, había cumplido quince años y con el tiempo llegaría a ser el heredero más grande que conocería la historia. Heredero de un imperio donde el sol jamás se ponía dentro de sus extensos dominios, a lo largo y a lo ancho de los dos hemisferios del planeta.

Educándose en Malinas junto a sus hermanos, bajo la tutela de su tía Margarita, ya no recordaba a su madre, a quien había dejado de ver cuando tenía seis años. Casi no la conocía, pero temía por ella, pues más de una vez había comentado a su abuelo, el emperador Maximiliano I:

Mucho me temo que la enfermedad de mi madre sea una herencia de familia. Mi bisabuela, la reina Isabel de Portugal, murió completamente loca, después de un largo confinamiento en Arévalo y mi pobre tío abuelo, el rey Enrique IV de Castilla, terminó volviéndose loco, pues muchas veces le vieron en la corte paseándose vestido con ropas de mujer. Pero por mis venas también corre la sangre de los Habsburgo, fuerte, victoriosa y arraigada a la costumbre de reinar, y que yo sepa, ningún Habsburgo padeció de demencia.

Según las leyes del Sacro Imperio Romano Germánico los dieciséis años le darían a Carlos la madurez para reinar. En 1514 había sido nombrado gobernador de los Países Bajos y el 5 de enero de 1515 en la gran sala de los Estados del palacio ducal de Bruselas (en el mismo lugar donde cuarenta años más tarde abdicaría), fue nombrado por los Estados Generales duque de Borgoña y proclamado mayor de edad. (Este fue el primero de los setenta títulos reales y principescos, enumerados por orden de importancia en el preámbulo de la Dieta de Worms, de 1521). El burgomaestre Jan Van de Werbe le recibió el juramento. Durante aquel acto se dirigió a sus súbditos con las siguientes palabras: «Sed buenos y leales súbditos y yo seré para vosotros un buen príncipe».

Nodum fue la divisa elegida por el joven Habsburgo hasta que más tarde la reemplazó por Plus Ultra, la cual lo identificaba con Hércules y el mito de las columnas.

Su aspecto físico, donde una barba cuadrada disimulaba el prognatismo de los Habsburgo, su inocultable ambición y su mente sutil eran todos atributos heredados de esta casa, aunque también la ambición había dominado a sus antepasados Trastámara. Sin embargo poseía buenos sentimientos que aún no habían sido contaminados por el deseo ingobernable de reinar… «Algún día visitaré a mi madre, pobrecita…».

La otra hija de Juana, Leonor, la mayor de todos, había cumplido diecisiete años y era la que más la recordaba, pues tenía ocho años cuando vio a su madre por última vez (cuando sus padres debieron partir hacia España). Destinada a ser reina de Portugal y Francia, pues se casaría dos veces (la primera con su tío, Manuel I de Portugal, viudo dos veces de sus dos tías maternas Isabel y María, ambas hermanas de Juana, y la segunda vez, con Francisco I, rey de Francia).

Isabel, de catorce años, era la tercera de las hijas de Juana y Felipe. Tenía cinco años cuando la vio por última vez. Más tarde llegaría a ser reina de Dinamarca, Suecia y Noruega, por sus esponsales con el rey Cristian II, quien en 1523 (año en que los tres reinos se rebelaron contra él, marcando el fin de la unión), fue hecho prisionero.

Su cuarto hijo era Fernando, español, nacido en Alcalá de Henares. Tenía tres años cuando sus padres retornaron a España. Acababa de cumplir doce y continuaba educándose en territorio español. Años más tarde se uniría al séquito de su hermano Carlos y el 23 de febrero de 1518, para evitar posibles escollos, sería embarcado a Flandes. Posteriormente ascendería al trono como Fernando I, rey de Bohemia, entre 1526 y 1564, al desposarse con Ana Jaguellón, hija de Ladislao VII de Hungría y Bohemia. Aquella era una de las dinastías más poderosas de Europa, fundada en 1386 por Ladislao II, el cual había incorporado a la corona a Lituania y a Polonia y sus antepasados habían ocupado los tronos de Polonia, Lituania, Bohemia y Hungría. Desde 1558 hasta su muerte, fue también emperador germánico, designado por su hermano Carlos V.

Su quinta hija era María, la más pequeña que dejó en Flandes, cuando apenas contaba con un año de edad. Tenía diez años y no recordaba absolutamente nada de sus padres. María sería reina de Hungría y Bohemia al desposarse con Luis II y, al quedar viuda en 1526, sería gobernadora de los Países Bajos.

A Juana solo le quedaba a su lado la pequeña Catalina de ocho años de edad. El último de los frutos de su amor compartido. La única hija que tenía a su lado y a quien podía besar y abrazar y la que un, día no muy lejano, partiría a desposarse con el rey Juan III de Portugal, siendo ella también reina del vecino país, donde ya lo habían sido dos de sus tías y lo sería Leonor, una de sus hermanas.

Y mientras el mundo continuaba girando y los hechos se iban sucediendo sin pausa, los días dentro de Tordesillas transcurrían muy lentamente para Juana, pues aquel era un lugar donde se podía llorar o gritar sin importunar ni molestar a nadie. La reina terminó por convertirse tan solo en un problema administrativo para el reino.

La conciencia de Juana, cada vez más sumergida entre las sombras, y su corazón, cada vez más abandonado de afectos, contribuyeron a terminar por borrarla de la memoria de sus súbditos. Juana no existía. Era solo una leyenda que se iba esfumando con el tiempo, sepultada tras los altos muros del castillo de Tordesillas.

Ante las tremendas injusticias y siendo incapaz de sublevarse, aceptó con entereza y estoicismo las calumnias que sobre su indefensa persona arrojaron cuantos la rodeaban: hereje, hechizada, loca o enferma.

Con todas las esperanzas perdidas acudió al último recurso que le quedaba, suplicar a su padre le restituyese la dignidad de reina. Pero el rey solo aceptó visitarla dos veces en el encierro y por muy breves periodos. ¿En tan poco tiempo dedicado, cómo explicar las angustias padecidas? ¿Cómo explicar los castigos corporales recibidos, las perpetuas injusticias, las constantes blasfemias, la injustificada incomunicación, la tremenda despersonalización a la que la habían sometido y la cruel desconsideración sufrida? ¿Cómo explicarle a su padre tantos padecimientos, si cuando el rey llegaba, el orden, el buen trato, los buenos modales y la limpieza eran astutamente extremados por orden del carcelero Ferrer? Pero apenas el caballo del rey traspasaba el puente levadizo, el rigor volvía a imperar como único señor dentro de la fortaleza.

Nadie le hablaba, nadie le informaba de nada, nadie le visitaba. Pero sobre todo sentía que nadie la amaba. Tan solo Catalina, también cautiva como ella.

Corría el año 1516, Juana aún no había cumplido sus treinta y siete años y las paredes de sus aposentos habían sido acolchadas y se habían retirado todos los objetos frágiles y cortantes por temor a que llegara a lastimarse durante los ataques de ira y de furia que le producían el verse privada ilegítimamente de su libertad. No poseía espejos y los extrañaba. Acostumbrada a mirarse, ¿Cómo estaría su rostro? ¿Y sus cabellos? ¿Cuántos años tendría? ¿Cuánto tiempo hacía que había muerto Felipe? ¿Qué año sería? También en sus aposentos habían dejado de existir los candelabros, los jarrones, las flores, los cristaleros, como en Flandes. Flandes. Flandes. ¿Había existido Flandes? o ¿sería solo un sueño?

No. No era un sueño. El cuerpo helado de Felipe en la cripta de San Antolín lo atestiguaba. Y Catalina, su pequeña, era el epílogo de aquella maravillosa etapa de su vida que había terminado demasiado temprano, sepultándola viva ¡Solo habían sido diez años junto a Felipe! ¡Qué escaso el tiempo compartido y cuántos años de sufrimientos en soledad!

Sus cabellos habían crecido demasiado y seguían completamente revueltos pues continuaba negándose a que los peinaran.

—¡No me peinaré hasta que no me devuelvan mis espejos, mis cepillos de nácar y mis peines de plata! ¡Soy la reina, no una mendiga! —clamaba Juana a quien quisiera escucharla.

Por las noches dormía acurrucada en un rincón sobre el piso duro y frío y sus ropas sucias y arrugadas despedían mal olor.

Con distintas excusas los preceptores de la infanta Catalina y sus damas de honor mantenían a la niña alejada de su madre, ante el temor de que la princesa la viese en ese estado.

Sin embargo la reina poesía periodos de lucidez y fue en uno de aquellos que dándose cuenta del paso del tiempo, recordó a su hija. ¿Dónde estaba Catalina? ¿Porqué no dejaban que la viera?

Recorrió lentamente todas las habitaciones y observó con tristeza la desolación de la estancia. Ningún mobiliario, paredes acolchadas, desorden y suciedad por los rincones, oscuridad y olores nauseabundos. No había luz, no había espejos, no había una pluma para escribir, no había una campanilla para llamar, para pedir ayuda, pero, ¿quién acudiría?, ¿quién?

Se paró sobre una silla y a punto de perder el equilibrio se alcanzó a mirar a través del reflejo en el vidrio de una alta ventana, advirtiendo su lastimoso estado. El sol de la razón había comenzado a abrirse paso entre las nubes de sombra de la locura. Peinó con sus dedos lo mejor que pudo sus largos cabellos, alisó con sus manos sus harapos y golpeó suavemente la puerta que estaba cerrada por fuera con llave. Una doncella acudió deprisa a su llamado.

—¿Deseáis algo majestad? —preguntó la joven.

Juana, dando a su voz el tono más normal posible, respondió:

—Mucho me agradaría que alguien viniese a limpiar mis habitaciones —pero en aquel pedido no solo se traslucía astucia, sino miedo, mucho miedo de que le arrebataran a su adorada hija Catalina. Y se juró a sí misma mantenerse prudente.

«La reina Juana ha experimentado una leve mejoría —escribía Ferrer al rey envejecido y enfermo—, y, a excepción de los momentos de alienación de su mente, su comportamiento demuestra lucidez, siendo una madre normal, amante de su hija y una dama digna y cortés…».

Las escasas visitas que recibió Juana mientras duró su cautiverio, coincidieron en afirmar «haber hallado a la reina, por casualidad, en uno de aquellos momentos lúcidos…». Si tan casuales eran aquellos periodos de lucidez, más llamativo era aún que siempre coincidieran cuando alguien la visitaba, ¿O era que Juana al verse privada de su libertad, apelaba a la locura, como un recurso para obtener un trato más justo y más afable?

Sin embargo en Valladolid al recibir el rey el periódico informe de Ferrer, el comentario de la reina Germaine fue implacable:

—¡Jamás volverá a curarse! ¡Esa experimentada lucidez no ha de ser duradera!

—¿Y qué es lo que dura para siempre? —preguntó con tristeza y nostalgia el rey de Aragón— nada. ¡Nada es para siempre! Ni coronas, ni reinos. Nada. ¡Absolutamente nada!

Mucho le molestaba a Fernando pensar que cuando ya su cansado cuerpo se fuera a reposar para siempre a la ciudad de Granada, junto a su primera esposa, Isabel I de Castilla, con los leones de la victoria rendidos a sus pies yen su rostro la serenidad que solo la muerte otorga, su nieto, el príncipe Carlos, educado como flamenco, sin conocer el idioma español, bajo la tutela de quien fuera en tiempos pasados su nuera, Margarita de Austria (esposa de su único hijo varón, Juan, príncipe de Asturias, que murió a la temprana edad de diecinueve años), heredaría todas las coronas de los reinos españoles, sin el más mínimo sacrificio.

Pues si de preferir se trataba, prefería que el trono de España fuera ocupado por el príncipe Fernando, segundo hijo varón de Juana, nacido en suelo español, en el año del Señor de 1503 y bautizado con su mismo nombre, por él impuesto. Pero las leyes establecían otra cosa. La herencia magnífica en reinos pertenecía por legítimos derechos al príncipe primogénito, siempre y cuando muriese Juana. Mientras el príncipe Fernando solo recibiría como legado una renta vitalicia de cincuenta mil ducados procedente del reino de Nápoles. El único camino que le quedaba era ceder su herencia a Juana, su hija heredera, o a su nieto, Carlos de Habsburgo.

Los intentos por desheredar a la dinastía de los Habsburgo de la corona española no habían dado sus frutos. Germaine había perdido en el parto al único niño capaz de destronar a su hija y a sus nietos extranjeros, no pudiendo obtener jamás el secreto inviolable de Juana sobre su fertilidad. Mientras, experimentaba con dolor que estaba llegando el momento de abandonar este mundo. Cansado, enfermo, padeciendo de fiebres e inapetencias, el rey se aprestaba con miedo a enfrentar el destino final. Pero por el bien de España, Juana tendría que continuar loca, aislada y confinada de todos. Confinada de sus reinos, de su pueblo, de Europa. Así, el mundo pronto la olvidaría. O tal vez, ya la había olvidado.

Buscando la salud y las fuerzas que lo habían abandonado, el rey se dedicó a visitar las distintas ciudades del reino, pero siempre lejos de Tordesillas, donde malvivía su abandonada hija, la reina.