24

La desesperación de un rey

Los días en Arcos monótonos e iguales se transformaron en una sucesión interminable de horas cuajadas de tranquilidad y Juana se entregó con enfermiza pasión a velar el cadáver de Felipe. Errando y rezando hasta altas horas de la madrugada a través de la espaciosa estancia de espejos velados y bajo la luz indecisa de los cirios, su cuerpo enlutado parecía esfumarse entre las paredes tapizadas de negro.

Quienes la rodeaban la oían reír o hablar por las noches con su amado difunto y eso les preocupaba, porque las voces corrían a la velocidad del viento y era imposible detener aquella trama que iba tejiendo la leyenda de que el fantasma del archiduque visitaba a la reina en su alcoba, desde el mismo día de su muerte.

En aquella casa espaciosa y desierta, desprovista de muebles, Juana pasaría un año cargado de recuerdos y poblado de resonancias de una época feliz y aún no lejana vivida en Flandes. Las misas se oficiaban a diario para dar cumplimiento a lo testamentado por Felipe hasta que su cuerpo fuera enterrado en Granada y en aquel pueblo sencillo y de recio sabor castellano, Juana encontró la soledad y la paz que buscaba. Protegido por la silueta del viejo convento y rodeado de pacíficas calles de gran abolengo histórico, le daba ocasión para sentarse a contemplar, desde la acristalada y amplia galería, los dos patios gemelos, el campo llano salpicado de robles y el viejo y solitario puente que unía Arcos con la otra orilla, escarpada y silvestre.

Desde el otro lado del puente se podía contemplar la villa y mientras el viento traía el aroma de las retamas recién florecidas, Juana se aventuraba a detenerse diariamente a la vera del río, a meditar sobre el profundo sentido de su vida. Y cuando el sol comenzaba a ocultarse retomaba el camino de regreso por las silenciosas callejuelas empedradas. Sus ojos parecían perderse tras los portales de negras rejas de las austeras casonas, y allí, entre las sombras que iban llegando, le pareció más de una vez ver cruzar la sombra adorada de Felipe. Entonces esa angustiosa pesadumbre que parecía no abandonarla se convertía de pronto en una gloriosa luz de esperanza y en la definición más exacta del amor perpetuo.

Se sentía en paz. Estaba serena y en aquellos atardeceres cárdenos de la vega, bajo las alamedas rumorosas, su espíritu parecía entregarse nuevamente a los brazos de Felipe. Pero a su alrededor los ecos de aquel amor hechizado, sin tiempo y sin medida, iban creando una leyenda amorosamente trágica.

—Debéis descansar, majestad —le suplicaba con afecto la condesa de Salinas, que siempre la acompañaba.

—Yo solo descansaré en los brazos de Felipe. ¿Escucháis el viento, condesa?, ¿lo escucháis?

—Lo escucho, señora mía —respondía la condesa con temor.

—Él me trae sus ecos.

—¿Qué ecos?, ¿de quién? —preguntaba sobresaltada la noble dama.

—Los ecos de Felipe. Él me habla en el susurro del viento entre las ramas, en el rumor del agua entre las piedras, en el ruido imperceptible de la naturaleza. ¡Por eso amo Arcos!

—¡Señora, debo confesaros que me dais miedo!

—¿A qué teméis condesa? ¿Acaso teméis a un alma? ¿A un alma como la vuestra que un día dejará ese cuerpo para escapar hacia los gozos celestiales y eternos?

—No puedo explicaros, señora, pero el miedo no me abandona.

—¡Ven, vayamos a verle! ¡Siento que me está llamando!

La reina y su noble dama retomaron el camino de la iglesia. Caía la tarde. Una guitarra se oía a lo lejos. Juana iba adelante seguida por la condesa de Salinas. El recinto sagrado se hallaba en penumbras cuando las dos mujeres entraron en él rompiendo el sepulcral silencio con el ruido de sus pasos. La condesa encendió los cirios que rodeaban el féretro, pero una ráfaga de viento helado volvió a apagarlos mientras Juana besaba la caja y escudriñaba alguna señal que identificara si alguien había tocado o intentado robarle su tesoro.

—¿Lo veis? Es él. Es Felipe. Su espíritu está aquí, conmigo.

—Salgamos, señora. El ruido del viento me estremece.

—No temáis condesa y ayudadme a rezar por su alma.

Rezaron en voz alta junto al féretro hasta que se hizo la noche y los escoltas llegaron a buscarlas.

Dispuesta a salvaguardar sus más íntimos secretos, Juana dio la orden a sus guardias reales de que el féretro de Felipe fuera trasladado dentro de sus aposentos. Allí en la intimidad y en su presencia nada ni nadie podría interferirles.

—Jamás os dejaré —susurraba amorosamente y en voz baja sobre la caja mortuoria, como si su adorado Habsburgo pudiera oírla.

Tampoco cambió de idea cuando su padre le comunicó los pedidos de mano que se iban acumulando a sufavor.

—Juana —le comentaba su padre—, cuando volvimos a vernos después de cuatro años, os dije que solo el tiempo suaviza las heridas del alma. El tiempo ha pasado, sois joven, hermosa y con un gran poder. El duque de Calabria: Gastón de Foix y señor de Narbona, don Alfonso de Aragón y Enrique VII de Inglaterra, el suegro de vuestra hermana Catalina, han solicitado vuestra mano y desean desposaros. ¿Qué decís a esto, Juana? ¿Cuál de estos tres nobles es de vuestra preferencia?

Al rey de Aragón le agradaba la idea de que su hija volviese a contraer nuevas nupcias. De ese modo al marcharse de Castilla, dejaría el trono libre y él podría erigirse en el rey absoluto de las Españas.

Juana le miró con asombro.

—¡Por el amor de Dios, padre! ¿por qué me lo preguntáis?

—Porque creo, Juana, que no tenéis otra salida.

—Aún no he sepultado el cadáver de mi esposo, así que no me pidáis una respuesta. Pero si deseáis saberla, os diré: jamás me volveré a casar. Sabéis muy bien que Enrique VII, como el resto de los pretendientes a mi mano, solo ven en mí el medio para lograr sus ambiciosos fines. Una boda con Juana I de Castilla les otorgaría poder y riquezas. Pero yo, padre, me desposé solo una vez con el amor de mi vida y nunca más volveré a hacerlo.

El rey guardó silencio. Juana no era fácil de convencer y tal vez nunca aceptaría desposarse de nuevo.

Desde aquel día Fernando de Aragón dejó de insistir con aquellos argumentos. Juana olvidó aquella conversación y continuó su tranquila estancia en Arcos pero no por demasiado tiempo, porque las amarguras comenzaron a caer sobre ella unas tras otras, hasta agotar su serenidad y su discernimiento.

Su madrastra, la joven reina de Aragón, Germaine de Foix (aquella que arrojaba su hermoso cuerpo en una balanza de lujuria y poder), entraría pronto en acción perturbando su alma, porque el viejo rey continuaba fiel a su propósito de engendrar un hijo que pudiese heredar todos sus dominios.

—Dios me ha proporcionado en vos, querida Germaine, un medio saludable para traer un nuevo príncipe al mundo. Lo cual me demuestra cuánta razón tengo en oponerme a las pretensiones de Juana de reinar sobre Castilla —le repetía el rey cada día a su joven esposa, para darse seguridad a sí mismo.

Afanoso en reunir pruebas que acreditaran la locura de Juana, su padre trataba de ocultar con su conducta el terror que la inminencia de una vejez impotente le producía.

Por su parte, Germaine de Foix, joven simple y astuta, adoptó el papel de una vulgar cortesana con el solo fin de obtener el éxito rotundo en su relación amorosa con el rey.

—Haré todo lo que Fernando desee y seré lo que piensa que soy. Aunque viejo, él es mi esposo, está vivo y, sobre todo, me ama y su amor es respetable. Es el rey de Aragón y yo soy su esposa, la que en menos de un año logró ocupar el lugar que dejara vacío una de las reinas más grandes de la historia de España.

Pero lo que más le excitaba era que el viejo rey, treinta y cinco años mayor que ella, le diera un hijo. Solo por ese motivo estaba dispuesta a hacer lo imposible por complacerlo en todos sus deseos. Aquel cuerpo joven y sano estaba preparado para otorgar todo cuanto el rey temía perder.

Los informes de Ferrer continuaban llegando a las manos del rey, puntualmente.

«Gracias por vuestros informes —le escribía el rey a Ferrer—. Continuad bien alerta, no dejéis que se os escape nada y no temáis decir toda la verdad por repugnante que os parezca a quien os pregunte por la insana conducta de mi querida hija Juana».

Mes a mes la reina Germaine recuperaba su esperanza con rapidez, considerando el hecho de no quedar embarazada como un accidente casual o fortuito. Ella tenía toda la vida por delante para seguir intentándolo, pero debía darse prisa, dado que el tiempo del rey se iba consumiendo con extraordinaria celeridad.

Por aquellos días volvieron a la memoria del rey Fernando los acontecimientos protagonizados por su hija Juana en el reino de Flandes, cuando en el afán de reconquistar el amor de Felipe, encandilado por los ojos de Germaine de Foix, su actual esposa, había recurrido al sortilegio moro, incitándolo al amor. Los filtros afrodisíacos de las mujeres árabes habían dado como resultado una reconciliación amorosa cuyo fruto palpable era la pequeña infanta María.

Con las ilusiones propias de quien desea que sus sueños se realicen, el viejo rey hizo buscar a los magos y a las hermosas moras veladas, los cuales, atraídos por el oro real, aparecieron como un ejército dispuesto para la lucha.

Expertos en todos los misterios del amor, leían el porvenir en las palmas de las manos, en las bolas de cristal y en las borras de infusiones aromáticas, y Fernando cayó en las redes de aquella hueste de magos, mientras la reina, incrédula, exclamaba para sí:

—No importa a quién le consulte, si a los físicos, alquimistas o adivinos, el resultado terminará siendo siempre el mismo.

Los magos recetaron pociones mágicas, baños calientes y masajes suaves. Y mientras el rey se sometía a todas las indicaciones, la reina, que estaba dispuesta a intentarlo nuevamente, pensaba en la gran importancia que un hijo tendría para los planes del monarca y también, ¿por qué no? para los suyos.

El viejo rey dejaba sus baños calientes, tomaba las pociones que a diario le preparaban los magos y después de los masajes que le daban con esencias de Oriente las bellas moras, corría envuelto en toallones hasta el lecho real a encontrarse con su ardiente esposa. Pero todo resultaba en vano y el tiempo transcurría sin pausa y sin producirse ningún embarazo.

La ansiedad comenzó a torturar a la reina, que jamás había podido tener un hijo de ningún amante. ¿Tal vez Dios solamente concedía hijos a los rectos de corazón? Como Juana, tan prolífera. Por lo tanto sería inútil ampararse en el secreto, buscar un amante, engendrar un niño con él y hacerle creer al rey que era su hijo. Mejor sería buscarlo honestamente, por medio de plegarias y habilidades propias.

El castillo de los reyes de Aragón albergó por algún tiempo aquel séquito de magos, moras y eunucos que continuaba tratando al rey, quien a cambio les entregaba generosas pagas. Pero la tiranía del tiempo comenzó a desesperarlo y cansado ya de tantos tratamientos sin resultados concretos buscaba consuelo en el corazón de su joven esposa francesa que al verle desprotegido sintió que podría amarle.

—Deberemos buscar otros consejos —dijo un día alegremente Germaine.

—¿En quién?, ¿en los eunucos?, ¿en los magos? ¡Estoy cansándome de no obtener resultados!

—No, amor mío. A ellos no les pediremos nada. He pensado en alguien más. En alguien distinto.

—¿En quién, entonces?

—En vuestra hija. En Juana. ¡Seis hermosos retoños paridos sin problemas, bien justifican nuestra visita para pedirle consejos!

—Es una sugerencia muy digna de tener en cuenta —respondió el rey, ilusionado.

En la villa de Arcos los llanos se cubrieron de flores de verbena, dando al paisaje un resplandor violáceo y un aire apacible de belleza simple. Fue entonces cuando Juana pensó que ya era tiempo de reanudar el viaje hacia Granada.

Antes de que sacaran el féretro de sus aposentos se encargó personalmente de colocar imperceptibles briznas alrededor de la triple tapa. Y así cada noche sus ojos buscaban el código secreto de su seguridad. Si las secas y pequeñas gramíneas permanecían en su lugar, ella sabía que nadie había osado tocar aquel cuerpo.

Los días continuaron y las diminutas pajas permanecieron inalterables en el mismo lugar donde las había dejado. Entonces poco a poco la confianza volvió a anidar en su corazón. Pero al ordenar los preparativos para reiniciar la larga marcha hacia el sur, pudo comprobar que muy pocos nobles habían quedado a su lado, y que de aquel grupo la mayoría eran mujeres.

El obispo de Jaén había tenido que retornar a su sede episcopal para atender las urgencias de su despacho. El Nuncio Apostólico alegó que le habían mandado llamar desde Roma. El embajador del imperio había viajado a Viena porque el emperador Maximiliano I había sufrido un ataque al corazón, aunque sin consecuencias graves, pero impidiéndole viajar a España. El embajador de Flandes había retornado mucho tiempo atrás acompañando el corazón de Felipe cuando fue enviado a Gante en una caja de oro; y el delegado del rey de Aragón había sido llamado por el propio monarca con urgencia, a Zaragoza.

El único que permanecía imperturbable a su lado era Luis de Ferrer, aparentando estar preocupado por el bienestar de la reina y no dejándola sola en ningún momento.

—Hace algún tiempo tuve un tesorero que me traicionó. Espero que no suceda lo mismo con vos. Me preocupa el esmero que ponéis en mi cuidado. Puedo deciros que me resulta excesivo, pues no delegáis en nadie tareas que otros bien podrían cumplir —le cuestionó Juana.

—Vos señora, sois mi reina y jamás podré sacar de mi corazón esa costumbre de estar pendiente de vuestras solicitudes —respondió un sonriente Ferrer—. Sin duda, majestad, para mal de muchos que se ven privados del placer de serviros.

—La lealtad no es un defecto, Ferrer, sino, por el contrario, una de las virtudes más escasas —respondió la reina con un gesto de fastidio y de amargura.

Sin embargo los fuertes deseos de proseguir la marcha hacia Andalucía se vieron perturbados por las dificultades. La peste y la sequía asolaban las tierras del sur y los consejos de Ferrer hicieron postergar la partida por varias semanas más.

—Majestad, no es aconsejable aún la partida. Podríais contraer la peste, o vuestros pequeños infantes podrían contagiarse. Además, según noticias llegadas de Zaragoza, vuestro padre proyecta haceros una visita.

—¡Qué bondadoso es mi padre! Pero lo más sorprendente y extraño es el hecho de que ninguno de sus emisarios me haya anunciado su venida.

Juana percibía que cada vez eran menos frecuentes los emisarios que llegaban trayéndole sus noticias.

—¿Cuándo llegará?

—Dentro de pocos días, majestad.

—A propósito, ¿cómo sigue su reina Germaine?

—Bien, majestad y será ella quien le acompañe en este viaje.

El rostro de Juana no denotó entusiasmo y los informes de Ferrer con esas noticias llegaron a las manos del monarca.

La reina no manifiesta la menor animosidad sobre vuestra visita, majestad, y yo pondré en juego mi reputación al afirmar que no se producirá ninguna escena desagradable cuando vuestras majestades visiten a la reina, en Arcos.

Germaine de Foix escuchaba atenta mientras el rey Fernando leía en voz alta. Pero al terminar la carta con un gesto de contrariedad, exclamó:

—No puedo olvidar cuando en Flandes cortó mis cabellos, humillándome como jamás ningún mortal lo había hecho antes. Sin embargo simularé que lo he olvidado y trataré de sacarle el secreto de su fertilidad. Podéis estar tranquilo, mi rey y señor, que vuestra pequeña Germaine conseguirá todo lo que quiera saber.

—Cuanto antes lo consigáis, querida, mucho mejor será para nosotros. Y para que no os sintáis indigna, no olvidéis nunca que vos sois mi esposa, ¡una Católica Majestad!

—¡No lo había pensado! ¡Tenéis razón! Lo soy. Y todo os lo debo a vos, mi amado esposo.

Pero los tiempos del rey no eran los mismos de Germaine y aquella prisa terminó por molestar a la joven condesa francesa, reina y esposa del rey de Aragón.

Con el informe de Ferrer, el ánimo del monarca se vio contrariado y poco dispuesto a buscar una entrevista con su propia hija. En cambio Germaine se volvió repentinamente ansiosa por lograr su cometido, pues muy cerca estaba el reino de condenarlos: a ella por estéril y al rey por impotente.

—Me extraña en demasía la tranquilidad manifiesta de Juana —dijo el rey a su esposa—. Pero creo que todo se debe a que desconoce aún que no podrá salir de Arcos, aunque lo desee. Las puertas se han cerrado para ella —concluyó con tono áspero.

Se hizo un silencio absoluto. Y ninguno de los dos volvió a pronunciar una sola palabra.

Desde hacía bastante tiempo los reyes de Aragón habían abandonado Zaragoza y se habían trasladado a Valladolid para vivir, gobernar, reinar y administrar en nombre de la reina Juana. El gobierno de Castilla parecía haberse encarrilado bajo el férreo puño del experimentado rey aragonés.

Pero la monotonía de los días en Arcos y las ansias de partir de Juana se vieron rotas por la llegada a la villa del rey y su joven esposa.

Fernando ponía todo el empeño para que Germaine fuese aceptada por los grandes nobles castellanos, pero para que aquello aconteciera, primero debía ser recibida en audiencia por Juana I, reina propietaria de Castilla.

La nueva reina de Aragón y de Nápoles se presentó ante Juana vestida al más puro estilo francés.

Su vestido era de seda color violeta y la falda formaba delicados pliegues que caían graciosamente desde su apretada cintura. Un broche de oro y perlas sostenía y levantaba la seda de la falda sobre el lado derecho, formando una onda impecable que dejaba ver sus blancas medias. Sus pechos, altos y apretados, se insinuaban desde el provocativo escote cubierto de encaje, haciendo las delicias del viejo rey.

Sus cabellos rubios se recogían prolijamente bajo un tocado blanco y sobre él, una pequeña diadema de perlas y oro le enmarcaba sus ojos claros y sus mejillas rosadas y pecosas.

La reina Juana los recibió imperturbable con un austero y riguroso vestido negro de doble manga y velo de luto. Solo un pequeño cuello de encaje de Malinas, color blanco, hacía resaltar su bello y demacrado rostro marcado por el rictus del desconsuelo.

Cuando estuvieron frente a frente y los ojos de ambas reinas volvieron a encontrarse, Juana sintió un rechazo instintivo, no solo hacia aquella mujer, sino también hacia su padre. Un denso silencio parecía quebrar el aire y la sangre que corría por sus venas parecía agitarse palpitante pulsando por salirse de su cauce. Frente a ella se encontraba de nuevo la que un lejano día, allá en Flandes, había compartido el lecho con Felipe. La que había compartido sus besos, sus abrazos, sus caricias, su piel, su boca y sus manos. Y luego, con el tiempo y como una bofetada del destino, ocupaba el lecho sagrado de su madre, compartiendo otra vez, pero con su padre, sus besos, sus abrazos, sus caricias, su piel, su boca y sus manos.

Sin embargo, Juana, mostrando gran entereza y dignidad, saludó a su padre con afecto, y a su nueva esposa con diplomática frialdad. Mientras los nobles castellanos observaban atentos cómo las puertas de Arcos se habían abierto para recibir a la nueva reina de Aragón.

Después de los saludos de rigor y un poco más relajado, el rey Fernando, impaciente, fue directamente al objetivo causante de la visita.

—Hija, motivos tendréis de preguntar el porqué de nuestra presencia. Voy a deciros que responde a una inquietud compartida con Germaine. Nosotros deseamos que nos reveléis el secreto de vuestra admirable fertilidad. Seis hijos sanos y fuertes demuestran lo prolífera que sois.

Germaine permanecía en silencio percibiendo la manera absurda con que el rey se comportaba. Sin duda Juana se negaría a dar razones y no le respondería. ¿Qué le sucedía a Fernando, uno de los reyes más diplomáticos de toda Europa? ¿La desesperación y el miedo a la vejez lo habían atrapado entre sus redes?

Cuando el rey terminó de hablar, con una avergonzada y fingida sonrisa, dijo a su hija:

—Soy un verdadero fracaso, pero os agradecería nos reveléis todos vuestros secretos.

Juana escuchaba atónita aquella solicitud, tan extraña como singular y, sin responder ni una sola palabra, se les quedó mirando.

Impaciente, el rey, volvió a intervenir, pero esta vez en tono más duro.

—¡No es necesario que os diga qué verdaderas e importantes razones para el reino urgen a Germaine y a mí para que tengamos un heredero!

Imperturbable, Juana, respondió esta vez.

—Perdonadme, padre, pero no os comprendo.

—Será mejor que este tema lo tratéis entre vosotras —dijo el rey, mientras que con un ademán señalaba a su esposa—. Mi corazón interfiere y no me deja razonar con lógica.

Fue entonces cuando, para ayudar al rey, intervino con timidez Germaine de Foix.

—Puesto que comprobado está que tanto el rey Fernando como el rey Felipe, vuestro esposo, han engendrado varios hijos, debe haber algo que yo no sé hacer correctamente y que impide mis embarazos. Algo sin duda que vuestra madre y vos habéis hecho de maravilla. Decidnos entonces, por Dios, ¿qué es?

—¡Desearía que al dirigiros a mi hija lo hagáis llamándola majestad! —le reprochó el rey.

—¡Vos mismo me habéis dicho que soy yo la Católica Majestad!

—¿Eso le habéis dicho? —preguntó Juana a su padre.

—No he dicho eso —mintió el rey con brusquedad.

Con los ojos cargados de indignación, Juana presidió la comida que fue servida en el espacioso y austero salón de la residencia, adornado con colgaduras negras. De las paredes pendían los blasones de los Habsburgo, de los Trastámara y el escudo de Borgoña. El mantel inmaculado y la vajilla de plata, sobrios y sencillos, hacían juego con el dolor de su duelo. La reina de Castilla permaneció toda la comida en inmutable silencio. Apenas tocó los platos y no respondió a ninguna de las preguntas que le hizo su padre. Finalmente cuando la cena hubo concluido y los tres se levantaron de la mesa, Juana se acercó a ellos y, tomándolos a ambos del brazo, comenzó a caminar en dirección a la puerta que comunicaba con los aposentos.

—Para lo que solicitáis, no hay secreto alguno. Pero sí estoy convencida de que el secreto radica solo en la voluntad de Dios. Rezaré por vosotros para que Dios en su infinita bondad os dé el hijo que tanto ansiáis, si esa es su voluntad.

Germaine y Fernando guardaron silencio.

Dos días más tarde los reyes de Aragón emprendían el retorno. Cuando la villa de Arcos fue quedando atrás, una dolida Germaine le reprochó al rey.

—¡Vuestra hija está realmente loca! Dice que va a rezar por nosotros. ¿Solo con eso piensa ayudarnos?

—¡Podría haber sido con menos! —respondió el rey con voz apagada.

—¿Qué os sucede? ¿Os sentís mal?

—No. No es eso. Solo pienso en Juana. Cuando era niña su carácter era dulce y alegre. «Suegrita» le llamaba Isabel, porque se parecía extraordinariamente a mi madre. Pero la vida la ha endurecido demasiado.

La reina Germaine miró con desprecio e intolerancia al monarca y estalló en carcajadas. Se estaba cansando de incitar las ya agotadas energías del viejo y lastimoso rey y cada día odiaba con más fuerza a su hija Juana, la que a todo respondía siempre con una sola respuesta: «Dios».

Lo que contestaba la reina «loca» equivalía para ella a no contestar.

—Ahora comprendo que he sido demasiado indulgente con Juana —prosiguió el rey con voz cansada e ignorando aquellas risas—. Arcos es demasiado abierto y peligroso. Tendré que ordenar la trasladen a un lugar con mayores seguridades.

—No veo razones para que Juana necesite de doscientas personas que le sirvan —replicó Germaine con falsedad.

—Ya veréis como será muy necesario —contestó pensativo el rey.

Si bien Juana había sentido un profundo desagrado al haber tenido que ofrecer su hospitalidad a la ambiciosa e impúdica mujer de su padre, las Cortes castellanas se sintieron complacidas con aquel encuentro y el efecto que surtió no solo fue beneficioso para el rey, sino también para su hija. Aquel tribunal no solo perdonaría la urgencia con que Germaine de Foix había venido a sustituir a la inigualable Isabel I de Castilla, sino que en todo el reino se acallaron los rumores sobre los trastornos mentales de la reina Juana, olvidando por completo la idea injusta de confinarla en alguna fortaleza.

Y fue por aquellos días en que el reino de Castilla pareció reencontrar el camino de la razón y la confianza.

Las riendas del gobierno estaban en las férreas manos del monarca aragonés quien visitaba asiduamente a Juana en Arcos. Y la reina con su firma rubricaba los actos de su gobierno.

Pero el camino de Juana no estaba hecho de pétalos de rosas sino de punzantes espinas. Y un episodio desgraciado vino a empañar la reciente estrenada pacificación del reino. El rey Fernando terminó de una manera abrupta la fiel, leal y sostenida amistad que mantenía con aquel que cosechara en vida los triunfos más resonantes de Europa para la corona española: el gran capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba.

Aquel desencuentro había sido producto de un crimen cometido por el marqués de Priego y señor de Aguilar, sobrino del Gran Capitán. Y pese a los pedidos de perdón de su viejo tío, el marqués de Priego fue condenado al destierro perpetuo de Andalucía. Todas sus propiedades pasaron a manos del rey Fernando de Aragón, que ordenó además derribar las estancias de los rebeldes encerrados en prisión, don Alonso de Cárcano y don Bernardino de Bocanegra y ahorcar en la plaza pública a varios de los regidores de Andalucía, por haber cerrado la villa de Niebla a uno de sus emisarios.

Estos actos de extremo rigor endurecieron también a los nobles del sur, aquellos a los que Juana iba a apelar para que apoyaran su causa cuando llegara a Granada. Y aunque una vez restaurado el orden, el rey Fernando se dedicó a continuar con su acostumbrada política de astucia y disimulo, los nobles súbditos de Andalucía comenzaron a murmurar que el rey había usurpado a su hija el trono de Castilla.

Coincidentemente por aquel tiempo, el rey entregó a Diego de Colón, hijo del gran almirante y educado en el convento de la Rábida, el gobierno de las Indias, hecho que hizo despertar las sospechas de que la reina Juana no tenía absolutamente ninguna intervención en los actos de gobierno.

Previendo el rey que aquella situación iba a volver a empeorar, le propuso a Juana acudir a Valladolid para ser coronada.

—Ya es hora de que vuestra cabeza ciña la corona de oro que perteneció a vuestra digna madre. Además en Valladolid estaréis más cerca de mí para llevar a vuestra consideración cada acto de gobierno.

Pero la mente del rey, demasiado mezquina, no albergaba coronas de oro para Juana, sino coronas de encierro y confinamiento en el castillo de Tordesillas.

Aquella severa fortaleza se alzaba sobre una colina en la pequeña villa, a orillas del Duero. En ella habían firmado el 7 de junio de 1494 el célebre tratado, los reyes Isabel y Fernando de España y Juan II de Portugal, mediante el cual sometían al arbitraje del papa el establecimiento de una línea imaginaria que corría de norte a sur por el meridiano situado a trescientas setenta leguas al oeste de las Islas de Cabo Verde. Esta línea separaba los dominios españoles, recién descubiertos, de los portugueses, en el océano Atlántico.

El navegante y cosmógrafo catalán, Jaime Ferrer, fue el que trazó la línea del Tratado de Tordesillas y en lo sucesivo serviría para delimitar lo que le correspondía a España y a Portugal.

—No deseo trasladarme —respondió Juana.

Pero el rey cargaba sobre su vieja y cansada espalda las presiones constantes del emperador Maximiliano I, que no estaba dispuesto a ceder la herencia que le pertenecía a su nieto mayor, Carlos de Habsburgo, el hijo primogénito de Juana y Felipe. El emperador sospechaba que los nobles castellanos, cansados del rey de Aragón, no tardarían en hacer sentar en el trono de Castilla, al segundo hijo varón de los archiduques, el infante Fernando, nacido en Alcalá de Henares en tierras de España.

A estas noticias siguieron otras. La de don Pedro de Guevara, espía al servicio del emperador, que fue sorprendido vestido de siervo, por los emisarios del rey Fernando, entrando por Vizcaya, recién llegado de Alemania. De inmediato y como acción ejemplificadora, el rey de Aragón le mandó a Simancas, donde sufrió los tormentos para purgar su castigo de infidelidad. Y fue en medio de aquellas torturas que don Pedro de Guevara confesó que varios nobles, entre ellos el gran capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, el duque de Ureña y el duque de Nájera, conspiraban en alianza con Maximiliano I, en contra del rey de Aragón.

La noticia de que el duque del Infantado se oponía también al monarca y que el cardenal Cisneros, sabiendo de aquellas conspiraciones, nada le había comunicado, hizo temer al rey Fernando.

—¿Es que nadie necesita de mí? —preguntó a su viejo secretario—. Una mitad de España pareciera estar con el emperador y mi nieto, el príncipe Carlos, y la otra mitad prefiere a la loca de mi hija Juana. Pero yo no estoy dispuesto, después de haber luchado durante treinta años junto a Isabel, a que los reinos de Aragón y de Castilla vuelvan a desunirse en un futuro, que por el momento se presenta incierto. ¿Entendéis lo que digo?

—Os comprendo y me hago cargo, majestad —con testó el viejo y leal secretario del rey.

De pronto la villa de Arcos se tornó para el monarca demasiado peligrosa a sus propósitos. Cualquier conspirador podría entrevistarse con Juana, conseguir su consagrado «Yo, la reina» y, bruscamente, despojarlo de todo el poder que había logrado sobre Castilla.

Presentía que un solo traidor que llegara hasta ella podría hacerle perder todos sus años de esfuerzos para volver a reinar sobre aquellas tierras. Entonces él también tendría que conspirar para obtener lo que deseaba y mientras galopaba nuevamente hacia Arcos junto a su esposa, ideó un plan macabro.

—¿No deseáis retornar a Valladolid? —preguntó el rey a su hija, no bien hubo llegado.

—En Arcos me siento bien —respondió Juana— y cuando el tiempo cambie y la peste desaparezca, reiniciaré mi marcha hacia Granada.

—Pero Arcos no es una villa para que viva una reina.

—Para una reina a quien tratan como vos me tratáis a mí; sí, padre.

—¿Qué significa ese reproche, Juana?

—Significa que me estáis tratando como vuestra prisionera. Siempre hay una excusa que impide que continúe mi marcha. Siempre un obstáculo que no me deja que llegue hasta Granada.

—Cometéis un error al acusarme pues solo cuido de vuestra salud.

—Estoy sana, soy fuerte, jamás tuve problemas en los embarazos, tengo seis hijos sanos, ¿a qué salud os referís?, ¿a mi salud mental?

—Es posible.

—¿Qué es posible?

—Que vuestra mente esté enfermando, Juana.

—Vos sois el que me acusa de que estoy volviéndome loca y ordenasteis la lectura del diario de Martín de Moxica frente a las Cortes del reino. También me acusó mi madre cuando quería separarme de Felipe, obligándome a permanecer aquí en España y sé que este rumor, difundido, mucho podría beneficiaros.

El rostro del rey mudó de color y, no pudiendo responder a la verdad, dio media vuelta y desapareció. Cuando con el alba se marchó, envuelto entre las nubes de polvo por el camino de Ávila rumbo a Valladolid, el infante Fernando no se encontraba en la estancia de Arcos.

—¡Quiero ver a mi hijo! —ordenó Juana a sus doncellas, pero nadie se perturbó ante aquella orden suya, ante aquel pedido, ante aquella súplica— ¡Por Dios!, ¿qué sucede con mi hijo? ¡Decídmelo! —gritó presa de la desesperación.

Su dama de compañía, María de Ulloa, se acercó a ella y con cariño trató de consolarla.

—Majestad, no desesperéis, nada grave sucede con la vida del infante Fernando.

—¿Nada grave me decís y el niño no aparece en casa junto a su madre? —preguntó llorando la reina—. De eso se enterará mi padre. Y haré que aquel que se lo haya llevado sea castigado como lo merece. ¡Ordeno busquéis al rey!

—El rey se ha marchado con el alba —respondió la dama en medio del trágico silencio.

—¿Y la reina Germaine?

—También se ha marchado.

—¿Y sin despedirse de mí?

—Los reyes de Aragón no se han despedido de vos, señora —dijo María de Ulloa—, pues son ellos los que se han llevado consigo a vuestro infante.

El dolor le golpeó de forma tan brutal e inimaginable, cual si le hubieran arrancado el corazón estando viva. ¿Por qué? ¿Por qué la iban despojando de todo? Amores, bienes, honor, todo. Primero se habían marchado con la muerte sus dos hermanos, después la habían alejado de sus hijos que continuaban educándose en Flandes bajo la tutoría de su cuñada Margarita, más tarde le habían arrebatado a Felipe y el trono de Castilla. Y ahora al pequeño Fernando. Lo único que le quedaba en la vida para no morir eran sus dos hijos españoles. Lo único que le quedaba para poder besar y estrechar entre sus brazos vacíos de todo. Pero también a él, a su niño, se lo habían llevado lejos.

Descompuesta por tanto dolor y desbordada en su amor de madre desvalida, Juana gritó hasta quedar sin voz. Encerrada en sus habitaciones permaneció inmóvil por varias semanas. No hablaba, no comía y por horas enteras lloraba sin consuelo, mientras día a día su salud se iba debilitando, esperando inútilmente el regreso del infante. Era el invierno de 1508.

Su deteriorado estado la obligó a guardar cama, pues su cuerpo no podía resistir tanta tragedia. Mientras el rey, su padre, divulgaba a los cuatro puntos cardinales del reino que había separado al niño de su madre, llevándoselo a Córdoba, por las consecuencias que le podía acarrear su perjudicial locura. Quería evitar así una conspiración y cumplir con sus fervientes deseos de arrebatarle el trono a su nieto mayor (Carlos), porque él deseaba que el infante Fernando (quien llevaba su mismo nombre y había nacido en suelo español) fuera el heredero de sus reinos.

Pero Juana sabía con certeza que mientras su padre tuviese a Fernando, temerosa de no verlo jamás, ella obedecería ciegamente todo lo que él le ordenara.

Las tropas de los guardias reales que llegaron desde Valladolid custodiaron la residencia de Arcos, aislando nuevamente a Juana y garantizando así la imposibilidad de nuevas conspiraciones. Todos cuantos la rodeaban obedecían fielmente las órdenes del rey.

Juana estaba sola en este mundo. Tan sola como jamás lo había estado hasta ese día y como en adelante lo estaría. Pero estoicamente decidió resistir. Resistir por lo único que le quedaba: su hija Catalina. Resistiría a los brutales tratos, a la soledad, a la muerte. Resistiría con sufrimiento, como en sus años de infancia, cuando con flagelaciones y tormentos deseaba alcanzar la santidad. No dormiría, no comería, no se asearía, no se abrigaría, no hablaría.

Tirada sobre las frías baldosas del piso en un rincón de sus desoladas habitaciones, estrellaba contra el suelo los platos de comida que las doncellas le dejaban. Mientras tanto escribía y escribía, unas tras otras, cartas a su padre, peticionando le fuera devuelto su amado hijo Fernando.

El silencio se tornó abismal. Nadie contestó a sus reclamos y nadie respondió a sus cartas. Juana enfermó gravemente. Tan gravemente que, dolido por el arrepentimiento, el obispo de Málaga, el viejo confesor de su infancia, Diego de Villaescusa, escribió atribulado una misiva urgente al rey Fernando.

«Vuestra hija, la reina Juana I de Castilla, se muere».

Ante aquella fulminante noticia, el rey respondió con la misma urgencia.

«Decidle a la reina Juana que en breve estaré en Arcos con mi nieto, el infante Fernando».