El cortejo fúnebre
En el mes de marzo, dos meses después de que llegara a la vida la infanta Catalina, el cortejo fúnebre, encabezado por la reina de Castilla, intentó reanudar su melancólico peregrinaje camino hacia el sur. Pero fue imposible. La reina y su séquito estaban rodeados. Dos meses en Torquemada bastaron para que todos los grandes de Castilla, cada uno con sus huestes, se instalaran en el lugar. Quienes representaban a Fernando de Aragón eran un número muchas veces superior al resto. El cardenal Cisneros trajo consigo más de cuatrocientos soldados bajo el mando de un oficial italiano y don de Luis Ferrer también acudió en su ayuda.
Nadie deseaba que Juana reanudara su marcha hacia Granada y, mientras la villa estuviera rodeada, no podría salir de ella. Otra vez volvía a estar prisionera.
Y así la situación, lejos de mejorar con el tiempo, se fue complicando cada vez más dentro de su propio entorno. Los partidarios del rey Fernando eran cada día más numerosos, mientras que los partidarios de los Habsburgo, entre ellos el marqués de Villena, el conde de Benavente, el embajador del emperador Maximiliano I, Andrea del Burgo apoyaban a don Juan Manuel, señor de Belmonte, y acusaban a Cisneros y al condestable de Castilla de mantener prisionera a la reina Juana. De ese modo no tardarían en sublevarse en su contra los grandes de Castilla y el terreno quedaría abierto para los partidarios de los Habsburgo. Acceder al poder era la meta. Y en tanto Juana se demorase en llegar a Granada, más propicias se tornarían las posibilidades de sus adversarios.
Y fue don Juan Manuel, señor de Belmonte, válido de Felipe y fiel defensor del imperio, quien acusó recibo de una carta del emperador Maximiliano.
Enterado don Lorenzo Galíndez de Carvajal, con urgencia le informó a Juana.
—Majestad, su alteza el emperador Maximiliano le ha escrito a don Juan Manuel una misiva clara y breve.
—¿Y qué dice en la carta, don Lorenzo?
—La carta fue escrita desde Viena y al dirigirse al representante de vuestro esposo en España, el señor de Belmonte, le aconseja los pasos a seguir y dice así —don Lorenzo sacó una copia de la carta de la pequeña bolsa que colgaba de su cinto y comenzó a leer:
Os doy a conocer la determinación de viajar personalmente al reino de Castilla, llevando conmigo a mi nieto y heredero, el príncipe Carlos. Si las cosas allí no estuvieran en paz como conviene, para el buen desempeño del reinado de mi hija Juana, daré la orden de que sea obedecida de inmediato y la sucesión del príncipe Carlos, por siempre asegurada, bajo mi propia regencia.
Nuevas dificultades surgidas me han hecho adelantar el viaje a esas tierras, el cual emprenderé dentro de dos semanas. Os ruego sepáis encargaros de los asuntos del reino como lo habéis hecho hasta ahora y os entrevistéis con nuestro embajador y los servidores del príncipe, no dando lugar a situaciones riesgosas que pongan en peligro la libertad de Juana, la reina, ni la sucesión de mi nieto, el príncipe Carlos.
—Loable obra la de mi suegro al defender mis reinos, mi gobierno y mi sucesión. Sin embargo sé que muchos en mi propia tierra me han condenado, por negarme a considerar las cuestiones políticas, por no querer firmar decretos, por protestar con lutos y encierros, por amar apasionadamente a mi esposo, por volcar mi cariño en mis hijos, más que en mi propia tierra, y ello ha bastado para llevar a Castilla al borde mismo de una guerra civil. Entiendo a los nobles, entiendo a las Cortes y a su legislación, pero no estoy de acuerdo en innumerables cuestiones. Nuestras diferencias se han tornado irreconciliables, pero jamás dejaré que me gobiernen de acuerdo a sus propias conveniencias.
—Os comprendo majestad y os acompaño —respondió don Lorenzo, mientras guardaba la copia de la carta dentro de la bolsa.
La peste continuaba sembrando la muerte por doquier y ante el temor de contraerla, en el momento preciso que más lo necesitaba el reino, el arzobispo Cisneros abandonó a toda prisa la Casa del Cordón y corrió a refugiarse tras los altos muros de la ciudad de Palencia.
Juana, buscando la libertad tan apetecida, dio orden de proseguir el camino que seguiría por la villa de Santa María del Campo, donde residiría un periodo corto y luego continuaría a Hornillos, a donde llegarían a principios de la primavera.
Su escaso patrimonio se iba de a miles de maravedíes, solo para comprar las velas que a diario ardían alrededor del féretro de Felipe.
La dilatada tierra de Castilla de amaneceres azules y crepúsculos rosas, con sus compactos pueblos de piedra y adobe, vio pasar lentamente aquel cortejo real envuelto entre el polvaderal de los caminos y flanqueado por salmos y letanías. Atravesaron tierras de pinares oscuros y suelos pedregosos encharcados de agua y de rocío. Siempre viajando de noche en medio de las sombras con los cirios ardiendo al viento. Así lo había ordenado la reina Juana y así correspondía a su alma doliente que había perdido la luz que alumbraba su vida y el fuego que alimentaba su pasión. Solo sus despojos humanos aún le pertenecían. Y mientras tuviera vida, los mantendría a su lado. Él era suyo y, después de muerto, lo era más que nunca.
Con los ojos siempre clavados sobre el cuero de la caja, Juana marchaba acosada por las preguntas sin respuestas que desvelaban sus sueños: «¿Qué será de mí cuando lleguemos a Granada y deba dejarlo para siempre bajo una tumba de mármol? ¿Qué fantasmas lejanos vendrán a buscarlo y se lo llevarán consigo hacia el abismo infinito de esta soledad que me carcome? ¿Qué voy a hacer sin él?».
Pero solo en aquel andar interminable Juana encontraba el consuelo de ver que vencía a la muerte implacable, a la inmutable quietud eterna, pues al menos el cuerpo de Felipe seguía en movimiento. Y fue por esa precisa y única razón que decidió postergar su llegada a Granada.
Los solitarios caminos, los puentes recoletos, los silenciosos castaños, los campos de viñedos, los cerezos silvestres, los serenos olivos fueron convirtiéndose en los mudos testigos de aquellos días en que la reina de Castilla arrastraba su dolor por este mundo con un destino preciso, pero indefinido en el tiempo, llevando vida adelante los despojos de su amado.
—¡Tened cuidado, no sacudáis su cuerpo! ¡Más despacio que podéis perturbar el descanso del rey! —exclamaba temerosa.
Y con aquella mágica ilusión de conservarle a su lado fue inventando excusas para dilatar el viaje: «Que estaba enferma» o «que la pequeña infanta Catalina se encontraba afiebrada» o «que el pequeño Fernando se sentía cansado de tanto andar». De ese modo la reina fue prolongando las estancias deliberadamente en cada pueblo al que llegaban.
Siempre con solemnidad y cortesía los altos dignatarios que la acompañaban le sugerían que apresurara su andar, mas Juana rechazaba siempre de plano cualquier consejo o sugerencia ante la idea obsesiva de que solo buscaban arrebatarle el cuerpo de Felipe.
Tal vez fueran los flamencos o quizá los austríacos o, por qué no, los húngaros, si de todos ellos había sido su rey. Tal vez querían llevárselo a Flandes, o a Viena o a Budapest, entonces tendría que estar atenta y vigilante, pues de ella no solo había sido su rey, sino que lo había sido todo.
Instalada en aquel pueblo de Hornillos, la reina otorgó audiencias que lograron despertar elogios por la inteligencia, el ingenio y la lucidez de sus respuestas, dejando sorprendidos a los que, habiéndose dejado llevar por los rumores de su incapacidad, ponían en duda su prudencia y su buen juicio.
Como siempre, reuniendo las fuerzas necesarias, Juana volvió a tomar las riendas del gobierno, pero los acontecimientos habían llegado demasiado lejos. Quienes la rodeaban no respondían a ella, sino al bando del rey Fernando, o al de Cisneros, o al del emperador Maxi mi liano, mientras Ferrer continuaba incesante con su tarea de vigilarla.
Entre aquellos oscuros laberintos de ambición y de poder, Juana fue descubriendo con tristeza un mundo de intrigas y envidias que se iba entretejiendo amenazadoramente a su alrededor. Su leal amiga doña María de Ulloa, como los obispos de Mondoñedo y de Málaga, este último su amigo y confesor desde la adolescencia, don Diego Ramírez de Villaescusa y Pedro Mártir de Anglería, el famoso autor de las Décadas del Orbe Novo, inspiradas en el descubrimiento de América, respondían al rey Fernando de Aragón.
Y los soldados de su guardia real, aquellos que tenían el deber de defenderla, jurando protegerla hasta la muerte, incluso a costa de sus propias vidas, habían prestado juramento de fidelidad al arzobispo de Toledo, y era él quien, desde ese momento en adelante, les pagaría y mantendría. ¿Qué pretendía entonces su ilustrísima? ¿Proteger su puerta o impedir que salga?
El cardenal Cisneros fue preparando el camino durante toda su vida con extrema rigurosidad para afrontar el momento en que le tocara actuar por el bien de España. Y estaba convencido de que había llegado la hora.
Aquella trama urdida (producto de una cábala monárquica en contra de la persona de Juana) sería la que finalmente triunfaría, condenándola al confinamiento para toda la vida.
Las constantes negativas de la reina a entrevistar al cardenal y las continuas invitaciones cursadas por este al rey Fernando, incitándole a regresar, dieron sus frutos.
El rey anunció su retorno, mas ninguna voz se levantó en su apoyo y ninguna campana repicó en Castilla, divulgando su regreso. Un grupo de nobles firmó un documento de lealtad a la reina mientras manifestaban su disconformidad por el retorno del rey de Aragón al reino de Castilla.
Preocupados ante estos acontecimientos desagradables, los partidarios de Fernando se encargaron de anunciar que el rey volvía a pisar el suelo de su antiguo reino, en pleno acuerdo con su hija, la reina Juana I de Castilla. Y mientras los hechos se precipitaban, el embajador del rey y espía de la reina, don Luis de Ferrer, le sugirió a Juana mandase a rezar por su padre las oraciones del buen viaje, en todas las iglesias castellanas.
Pero una dolida hija se plantó ante él, respondiéndole con una negativa.
—No necesito órdenes de embajadores para saber lo que yo, como reina, debo hacer. Pero que os quede bien claro, solo rezaré por el alma de mis amados muertos, jamás por los que en nombre de Dios y del reino actúan dentro de mis dominios desconociendo mi autoridad.
A medida que las dificultades se sumaban y se iban acumulando unas tras otras, también el alma de Juana se iba marchitando día a día. Había vivido la terrible experiencia de perder en plena juventud lo que más amaba, y con aquella muerte parecía haberlo perdido todo. El destino estaba en su contra y a partir de entonces, comenzó a verse a sí misma como víctima de un conjuro.
El cortejo salió de Hornillos a principios de agosto con rumbo a Tórtoles, lugar fijado para encontrarse con su padre, el rey Fernando II de Aragón. Pero el séquito de Juana había realizado desmanes en aquel sitio, por lo cual la reina tuvo que indemnizar a los pobladores del lugar para reparar en algo el daño ocasionado.
Hacía calor y la tierra reseca se levantaba como nubes de harina depositándose sobre todas las cosas, cuando llegó la hora de la partida. Y aunque muchos eran los afectos que se agolpaban en el corazón de Juana, no podía alejar de sus pensamientos aquellos ingratos recuerdos de la muerte. Ya no estaban en el mundo de los vivos ni su madre ni su esposo, ambos se habían marchado para siempre después de que viera al rey, su padre, por última vez.
Cuatro largos y dolorosos años habían transcurrido sin haber podido mirarlo a los ojos. Aquellos ojos que ya no serían los mismos. El dolor de la vida les habría quitado los destellos, opacando el brillo de los felices días.
La marcha como siempre se realizó por la noche, volviendo a reavivar los apagados rumores y mentiras que en la boca del pueblo corrían de uno al otro confín.
Y mientras tantos males acosaban al reino, Juana hacía cuanto podía por gobernar con el escaso poder que poseía. Bajo la ardiente temperatura de un tórrido verano continuó valerosa su camino a Tórtoles.
Idéntico peregrinar siguió su padre, a quien la peste le fue impidiendo atracar en los puertos del Mediterráneo a su regreso de Italia. No pudo hacerlo en Barcelona, tampoco en Tarragona y en Castellón de la Plana. Desembarcó en El Grao, puerto libre del flagelo y cercano a la ciudad de Valencia del Cid.
Valencia se vistió de fiesta para recibir a la nueva reina y esposa de don Fernando, la joven francesa Germaine de Foix. Por el camino del Guadalaviar hicieron su entrada triunfal bajo palio, por ser la primera vez que la reina de Aragón llegaba a aquellas tierras. Y recibir con palio era un atributo de la soberanía que ostentaba.
En la puerta de Serranos, abarrotada por el gentío curioso que se agolpaba a comparar a su nueva soberana con la magnánima reina Isabel, fueron vitoreados dándoles la bienvenida, mientras las campanas de la catedral se unían a los festejos. En la plaza fue levantado un arco triunfal y en una ceremonia solemne se les hizo entrega de las llaves de la ciudad.
Aquella entrada era verdaderamente una fiesta en la que los símbolos políticos hacían visible la doble relación que unía a la sociedad española con el rey y consigo misma. El pueblo se ofrecía en espectáculo al recibir y honrar a los monarcas y mientras en Valencia reinaba la fiesta y el júbilo, en Tórtoles persistían el luto, las oraciones y las misas diarias por el alma de Felipe.
La historia de padre e hija parecía nunca dispuesta a coincidir. Aquella vida discontinua, hecha de saltos y caídas, sonrisas y llantos, trajines y letargos, solo interrumpidos por un súbito y violento despertar, fue marcando dos vidas, con dos sendas opuestas que más tarde se tornarían irreconciliables. La del rey Fernando, como la más gloriosa para la humanidad. La de la reina Juana, como la más trágica de la historia de España. La muerte estaba esculpiendo su obra en la vida de aquella, haciéndole conocer todos los matices amargos de la pena, mientras la vida se le presentaba al rey colmada de gozos, celebraciones y placeres, junto a un torrente de ambiciones guardadas que esperaban el momento de hacerse realidad.
El viejo monarca y su joven esposa se dirigieron hacia la catedral, ante cuyas puertas se elevaba otro arco triunfal y allí, en un solemne Te deum, el pueblo entero agradeció a Dios el retorno de don Fernando.
Al salir de la catedral se dirigieron hacia el palacio que oficiaría de residencia real, mientras permanecieran en Valencia. Dos días más tarde el rey iniciaba el camino del reencuentro.
Su joven esposa permaneció en Valencia, mientras él, atravesando a todo galope sus reinos, se dirigía a Castilla a encontrarse con su desconsolada hija. En aquel galopar se le adhirieron con gran beneplácito los duques de Medinaceli y Alburquerque y el arzobispo de Zaragoza, mientras dejaba a sus espaldas las aclamaciones de júbilo y entusiasmo de los nobles y campesinos.
Montado en un corcel árabe negro galopó a toda prisa, sumergido en una gran cota de brocado gris, con las armas de sus reinos bordadas en la espalda, mientras el caballo lucía la insignia de Aragón en la testera protectora. Iba flanqueado por los duques, el arzobispo y cuatro lugartenientes que enarbolaban el estandarte del reino, seguido por sus hombres de armas. Y tres días después de tan larga ausencia, pisaba nuevamente la tierra de los castillos y fortalezas, que imponentes recortaban sus siluetas sobre el azul límpido del cielo. Entró a Castilla por Monteagudo y siguió el camino de Aranda, Almazán y Villavela.
El río, las nubes y el paisaje se fundían en una especie de espejismo que flotaba sobre el camino abrazado por el intenso calor de aquel verano.
Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Juana al contemplarle a lo lejos avanzar por el camino, desde una angosta ventana de la torre. Envuelta por el polvo de los caminos, la real comitiva estaba llegando a Tórtoles, bajo el calor abrasador de la siesta. Los rebaños se guarecían a la fresca sombra de los robledales, los perros ladraban al tropel de los caballos que se acercaba y Juana sentía el desconsuelo de cuatro años de ausencias y desamor.
El rey desmontó deprisa y entregó el freno a uno de los palafreneros que le aguardaba en el patio empedrado del castillo. Juana se apresuró a bajar las angostas escaleras que parecían no tener fin, siempre vestida de negro, pero con el rostro sin velar. Al cruzar el umbral de la puerta, cayó de rodillas a punto de desvanecerse a los pies de su padre. El rey también cayó de rodillas frente a ella y así, rindiéndose honores, mutuamente, padre e hija se fundieron en un abrazo que trataba de borrar los mil cuatrocientos sesenta días que habían demorado en encontrarse. Era el 29 de agosto del año del Señor de 1507.
—Padre —dijo Juana con voz acongojada.
—Hija mía. Mi pobre Juana —y lleno de ternura y compasión le besó las mejillas y secó las lágrimas con sus rugosas manos.
—No debéis llorar. Lo pasado, pasado es. Debéis seguir adelante, lo demandan el reino y vuestros hijos.
—Por ellos he jurado continuar.
—Y entonces, ¿por qué tanta amargura en vuestros ojos?
—Mi vida es un duelo perpetuo, padre. Todavía no he podido asumirlo.
—El tiempo lo hará en cuenta vuestra, Juana. No hay dolor por grande que parezca que el tiempo no logre suavizar.
—Entonces, bienvenido sea su devenir, aunque dentro de mí no lo desee. Tarde o temprano deberé enterrar el cuerpo de Felipe y, ¿quién sabe el destino que me aguarda?
—El tiempo será el único remedio para vuestra gran pena de amor.
—Y una rápida pendiente hacia mi muerte.
El rey solo se limitó a acariciar sus cabellos, mientras sus pensamientos le hicieron estremecer al evocar la irrevocable marcha del destino y el desenlace de los acontecimientos. No alcanzaba a comprender cómo alguien podía dejarse caer en tan profunda tristeza, cuando, en comparación con él, tenía toda la vida por delante.
No lograba admitir que su hija se sintiera más Habsburgo que Trastámara y que se rehusara a buscar consuelo a su duelo interminable, porque todo destino, por más duro que este fuera, podía llevar implícita una misión fructífera.
Durante siete días padre e hija permanecieron en la residencia de Tórtoles. Fueron días de plenitud familiar junto a los niños, cada vez más demandantes de cuidados. En el ambiente reinaba una súbita paz y alegría y Juana iba recuperando su buen aspecto y su noble presencia, pero no podía alejar de sus pensamientos la gran carga que sobre ella pesaba como reina. Pero había sido bueno delegar por unos días en las manos de su padre los asuntos del reino.
Una semana después, antes del amanecer, el rey partió de Tórtoles rumbo a Santa María del Campo, poblado cercano a Burgos donde fijaría la residencia oficial de la corte. Antes de partir le había confiado a Juana sus intenciones de entregar solemnemente el capelo cardenalicio, traído desde Roma, al arzobispo Ximénez de Cisneros, además de concederle el título de gran inquisidor.
—Tengo fe en Dios —había dicho Juana a su padre antes de que se marchara—, en que sabrá ampararme de las falsedades tras las cuales se esconde el arzobispo y puesto que no deseo celebrar absolutamente nada que signifique honores para el gran inquisidor de España, os hago saber que no asistiré a esos festejos.
Cisneros recibió el capelo en el pequeño pueblo de Mahamut, lejos de la grandeza que el escenario de Burgos le hubiera otorgado, pero lo hizo ante la presencia del rey, del Nuncio Apostólico y un sinnúmero de nobles y prelados que dieron el brillo y esplendor que el severo inquisidor ambicionaba.
Antes de que Castilla terminara por hundirse en un abismo, el rey Fernando había retornado a la conducción del gobierno. Esto simbolizaba para Juana el esperado descanso, al delegar el reino en manos de su padre. Sin embargo el rey planteó en términos algo duros la necesidad de mudar la corte a una ciudad más importante, dado que pasaría a ser la capital política del reino —y la más cercana no era otra que la amurallada Burgos.
Este hecho sorprendió a Juana que de allí en más se mantendría alerta. ¿Por qué Burgos? Tal vez porque de Burgos no podría escapar tan fácilmente. Sus altas y gruesas murallas la convertían en la gran fortaleza donde muro con muro terminarían encerrando su propia libertad. Cuando el rey manifestó la necesidad de trasladar la capital del reino a dicha ciudad, Juana se negó terminantemente, aludiendo que le traía muy tristes recuerdos.
—Jamás regresaré a Burgos. ¡En esa ciudad perdí a Felipe!
Desde Tórtoles la reina ordenó a su cortejo proseguir hacia Arcos, un pueblo aislado y tranquilo donde sería bueno detenerse a meditar sobre el profundo sentido del porvenir. Allí residiría alrededor de un año. Pero ocultas ataduras la terminaron ligando definitivamente a las decisiones de su padre.
La plazuela de Arcos silenciosa e íntima, rodeada de sólidas construcciones en cuyas portadas los escudos y remates le daban una nota de mágico atractivo y melancolía, le produjo a Juana una emoción profunda. Recorrió sus callejuelas en busca de la claridad para su espíritu y la luz para su alma, aquella luz que Felipe se había llevado al marcharse. Y en aquellos rincones silenciosos le pareció escuchar el eco de su voz, el pasado y el presente de un tiempo que parecía sin medida, monótono e interminable.
Insistentes fueron los argumentos de su padre por hacerla desistir, pues el pueblo de Arcos no reunía las condiciones y las comodidades para que viviera la reina de Castilla. Allí llegarían diariamente nobles y embajadores, prelados y funcionarios a solicitar las audiencias reales. Protegida por la silueta de su viejo convento era una villa demasiado pequeña para servir de residencia a la corte castellana.
Esto no le impidió a Juana imponer su decisión por encima de los deseos de su padre que, ante el temor de herirla, cedió a sus requerimientos.
El camino parecía allanarse para el rey. Don Juan Manuel, el señor de Belmonte, del bando del emperador Maximiliano había huido desde Burgos hacia Flandes disfrazado de monje para no ser reconocido, dejando el campo libre para don Fernando y sus partidarios.
Y fue por aquellos días en que el séquito llegó a Arcos, donde se produjo un error increíble que hizo reír en silencio al rey y le sirvió para aprovechar las circunstancias de manera cruel, en su propio beneficio.
El arribo a Arcos se produjo cerca de la madrugada, entre las últimas sombras de la noche y las primeras luces del alba. A orillas de un gran barranco se levantaba el convento de La Magdalena de monjas de clausura. Pero la reina Juana, cansada y en la oscuridad, lo confundió con un monasterio de monjes, interpretación que su propio padre le dio al error y que hubiese avergonzado a cualquier noble castellano que se preciara de serlo.
En cambio sirvió a los propósitos que anidaban en su duro corazón provocando en Juana otro confinamiento y echando a volar el rumor de una ilegítima enajenación mental. Como resultado de todo aquello los restos mortales del rey Felipe de Habsburgo jamás llegarían a Granada, bajo la amorosa y atenta mirada de su enamorada esposa.
La noche en que Juana llegó a Arcos hizo depositar el féretro de Felipe en la iglesia del convento, aquel que en medio de las sombras supuso era un monasterio. Conducida por sus doncellas a las habitaciones contiguas al recinto sagrado, podía ver desde allí, por la angosta ventana lateral, la caja mortuoria colocada en la nave central. Siempre cuidadosa a cualquier movimiento ante el temor de que conspiradores flamencos le robasen el cadáver, se había vuelto desconfiada.
Los hechos acontecieron de manera sencilla pero tratados con saña se convirtieron en trágicos, dando un giro a la historia del mundo, donde el rey Fernando de Aragón fue el vencedor y su hija, la vencida.
Los acontecimientos reales se fueron tiñendo de insensatez, tergiversándose de tal modo que el cardenal Cisneros no dejó pasar la ocasión para declarar demente a la soberana. Con astucia, Luis de Ferrer informó a la reina Juana de que aquel apretado edificio que se levantaba sobre el barranco, entre las nubes y las sombras en medio del viento de la noche, era uno de los mil setecientos monasterios con que España contaba en aquel siglo. Juana le creyó y sin sospechar que era víctima de una trampa, entró en él.
En marzo el clima de Arcos aún era riguroso y el cortejo se iba resguardando detrás de las fogatas y el aguardiente para calentar los huesos. Aquella bebida daba al cuerpo un agradable calor y hacía desaparecer el entumecimiento de manos y pies predisponiendo la mente a buscar otras comodidades aún más gratas.
Juana se había vuelto desconfiada. De pronto escuchó desde la iglesia el coro de las monjas y se sintió horrorizada pensando en la imprudencia que había cometido al dar la orden de que pernoctaran bajo el mismo techo. En su mente se agolpaban las imágenes de todas las criadas, lavanderas, porteras, cocineras y aquellas hermanas legas que hacían las haciendas caseras para las monjas de la clausura. Casi todas aquellas jóvenes, fuertes y hermosas, observaban venirse con la noche y el frío, un cortejo de nobles libados y alegres, buscando en sus brazos placeres y consuelos a su desventurado peregrinar.
—No seré yo quien profane este lugar sagrado, ni la memoria de mi difunto esposo, con ocasiones de pecado y escándalo. Os doy la orden de que todos salgáis del convento de inmediato y pernoctéis en la vega.
Luis de Ferrer, alegre por el aguardiente, se sintió tremendamente molesto por los escrúpulos de la reina. Les estaba negando la posibilidad de pasar una velada placentera y tibia, frente a las grandes chimeneas de las cocinas crepitantes o en los sótanos del convento, entre los brazos rollizos y bien dispuestos de las jóvenes y lindas campesinas que harían lo indecible por deleitar a los nobles caballeros del cortejo de la reina. Con tono mezquino e indigno se dirigió a la soberana mientras el odio crecía dentro de su mente y de su corazón, al tener que levantar en la vega, en medio de la madrugada y el frío, las tiendas de campaña.
—Vuestra majestad hubiera hecho mejor en pasar el resto de la noche dentro del convento, pues si teme que le roben el cadáver de su venerado esposo, corre más riesgos en campo abierto que tras los gruesos muros de la abadía.
—Jamás aceptaré conductas de las cuales tenga después que arrepentirme. Y respecto al robo del cuerpo de mi esposo, responded don Luis, ¿quién quiere robármelo?, ¿los flamencos?, ¿los austríacos?, ¿quién? Contestadme.
Aquella impetuosidad de la reina terminó por avergonzar a Ferrer, cuyo solo propósito había sido quejarse y no desencadenar los temores y desconfianzas en la mente sensitiva de Juana.
—Cada rey, majestad, debe ser enterrado según las antiguas costumbres, dentro de su propio reino. Es tradición de Inglaterra sepultar a sus soberanos en suelo inglés, de los austríacos en Austria, de los franceses en Francia. Yo solo he querido expresar los deseos del embajador de Flandes: que los restos del extinto rey don Felipe de Habsburgo, soberano de los Países Bajos, deberían ser sepultados en Gante. Y creo que unas humildes y sencillas monjas enclaustradas jamás podrían ser utilizadas como instrumento para robar el cuerpo del rey de los flamencos.
—En primer lugar debo deciros —respondió Juana con indignación— que Felipe de Habsburgo era el rey de los Países Bajos pero también era el rey consorte de Castilla. Y en segundo lugar hay quienes, por las ambiciones desmedidas de poder, utilizan cualquier medio para llegar al fin propuesto. He aprendido a ser desconfiada pues la vida me ha demostrado que no sirve confiarse demasiado. Así es que desconfío de una monja, tanto como de un embajador o un tesorero.
Ferrer se llevó una gran sorpresa ante la tempestad que había provocado y se asustó. ¿Habría descubierto la reina que su padre le otorgaba una paga por espiarle? ¿O solo era una intuición? De todos modos la idea le dio coraje al pensar en el valor que aquellas noticias tendrían para el rey Fernando.
Las palabras de Juana despertaron en Ferrer una gran impresión y dadas las circunstancias las aprovecharía en su favor modificándolas de tal modo que pareciera locura.
La reina bajó sigilosamente por las escaleras que separaban sus aposentos de la iglesia conventual y, dirigiéndose sin vacilar hacia donde se hallaba depositado el féretro de Felipe, quiso comprobar de nuevo que aquella caja contenía el cuerpo de su esposo y, sacando la llave que atesoraba en su pecho, la abrió. El resultado fue inmediato, pues colocó a la reina, inconscientemente, en una insostenible posición. El sufrimiento la atormentaba, y los designios natales se iban cumpliendo. ¡Tantas cosas podría haber dado a su reino! Sin embargo se hallaba rodeada de un entorno hostil y asfixiante que solo pensaba en destruirla. Mientras en Zaragoza una extraña combinación de expresiones surcó el rostro del rey Fernando al leer aquel informe.
—¡Solo una necrófila puede hacer lo que hace mi pobre Juana! —exclamó disgustado. Y entre el falso acento de piedad que le dio a sus palabras, fue emergiendo la cruel condena que, implacable, se propagó por todos los confines del reino.
«La reina Juana ha besado los pies del rey muerto —informaba Ferrer— y los acarició largamente como si él estuviera vivo, aunque la pura verdad era que el cadáver ya despedía un hedor insoportable».
Y aquellas razones fueron suficientes para el rey y bastaron al cardenal Ximénez de Cisneros, para otorgar a Juana el insultante título de loca.
Ante estos hechos, sin duda los más graves, las Cortes de Castilla obraron con prudencia como siempre lo habían hecho, pues la reina podía padecer demencia por haber actuado de ese modo, pero seguía siendo la reina de Castilla y de acuerdo a lo informado (canallescamente) ante ellas por el rey de Aragón sobre su conducta, produjeron el siguiente informe.
Hasta que llegue el momento en que nuestra soberana y señora doña Juana, reina propietaria de este reino, se restablezca y vuelva al pleno dominio de su razón; es decisión de este cuerpo que vuestra majestad permanezca en Arcos o en cualquier otro lugar seguro, por su propio bien y el del reino. Dicha permanencia se hará con el respeto y la dignidad que merece su investidura, rodeada de por lo menos doscientos servidores y grandes de España, para que sea debidamente atendida; y dado que no acusa síntomas de locura violenta, sino por el contrario, solo manifestaciones de un amor que no ha logrado vencer ni la propia muerte, la infanta doña Catalina y el infante don Fernando tendrán libre acceso, y en todo momento, a las habitaciones de vuestra majestad. Es nuestro deseo que los infantes vivan y sean cuidados y criados por su propia madre de acuerdo a las leyes, tanto naturales como divinas.
Pero aquellas recomendaciones de las Cortes que habían asegurado un tratamiento compasivo para Juana, no habían previsto nada respecto al gobierno del reino.
Alguien tendría que gobernar en Castilla, ¿pero quién? ¿Quién?, sino el mismo rey que durante treinta años había compartido aquel feudo matrimonial con la excelsa Isabel I.
Decididamente monárquico, el cardenal Ximénez de Cisneros volcó todo su incondicional apoyo, influencia y poder, en favor del rey de Aragón.
La leyenda de la «reina loca» había terminado por convertirse en España en una verdad absoluta y las Cortes decretaron entonces que «su Católica Majestad, el rey Fernando, gobernará, reinará y administrará, hasta tanto Dios se sirva devolver la razón a nuestra soberana y señora doña Juana, todos los reinos, dominios, principados y posesiones del viejo y del nuevo mundo, en nombre de la mencionada reina».
—¡Esa maldita cláusula no me abandonará jamás! —ex clamó con furor el rey al leer lo estipulado.
Pero pasado el primer momento, el júbilo volvió a invadirlo como antaño, como cuando contrajo enlace con la hermosa Isabel de Castilla convirtiéndose en el soberano de dichos reinos.
Ya nadie podría oponerse a que tomase nuevamente las riendas del poder. La locura de su hija estaba comprobada con la muestra concluyente de besar aquellos pies en descomposición, y él haría todo lo posible para que Juana continuara loca.
Con la autoridad conferida por las Cortes de Castilla, el más alto tribunal del reino, que le permitía y autorizaba a confinar a la reina Juana «en Arcos o en cualquier otro lugar seguro», el rey Fernando obró con astucia y rapidez, las mismas que durante tantos años había ensayado.
Con el rechinar de las pesadas puertas sobre sus goznes, las rejas de una verdadera prisión se habían cerrado una vez más, sobre la infortunada joven reina.
Primero había sido su madre, luego su esposo y ahora su padre. Los tres seres que más había amado la habían confinado en otras tantas fortalezas o palacios, disimulados, pero prisiones al fin, tratando de ocultar las presiones que procedían de la inmensidad del más vasto de los reinos.
La misericordia exigía que aquel destino marcado por el dolor pusiera fin a su desventurada vida. Pero ese fin piadoso estaba muy distante en el tiempo y aún faltaban muchas gotas amargas por tragar.
«Ir a la gloria a reunirme con Felipe es lo único que anhelo. Pero sé que Dios me dejó viva para que la historia pudiera recordarme, aunque de muy triste modo, ya que jamás lo hará por el desempeño de mi reinado. De ese reinado al que jamás me ha sido permitido acceder libremente, aunque por legítimos derechos maternos me pertenece en toda su integridad». (Había dicho Juana sobre el final de sus días casi cincuenta años más tarde de que sucedieran estos acontecimientos).