La infanta Catalina
En esa fría y oscura mañana del 5 de noviembre, día de santa Isabel, madre de san Juan Bautista, Juana I de Castilla en avanzado estado de gestación, acompañada de sus damas de honor y sus escoltas, abandonó el monasterio de la Cartuja y se encaminó hacia Burgos. El cortejo cabalgó por el campo atravesando unos bosques de robles y luego un pequeño monte hirsuto, salvaje y desierto que bajo la ruda caricia del viento de la madrugada ofrecía un aspecto trágico.
Fue entonces cuando marchaban por el camino colina abajo que los caballos se detuvieron espantados por algo extraño que emergía entre los matorrales del sendero. Los escoltas aprestaron sus espadas y, bajo la luz trémula de las antorchas, arremetieron contra las misteriosas sombras. Amparados en el sigilo de la oscuridad, varios burgaleses que les habían seguido, asustados, comenzaron a levantar sus manos y a dar gritos para que no los mataran.
La reina Juana, de quien se decía se hallaba prisionera en la Casa del Cordón, había salido de madrugada con rumbo desconocido.
Ver a la reina les había producido un gran alivio, pues significaba que no se hallaba privada de su libertad y que gozaba de la buena salud que siempre la había caracterizado. Juana I de Castilla seguía montando a caballo a pesar de encontrarse en el séptimo mes de gestación.
Al ser descubiertos por la escolta real, uno de los burgaleses se animó a romper el silencio de la mañana con un grito que se fue multiplicando hasta convertirse en una ovación: «Castilla para la reina Juana, Castilla para la reina Juana». La emoción embargó a la reina al ver a su pueblo que por primera vez la aclamaba con entusiasmo y sintió en aquel eco toda la fuerza guardada entre aquellos rudos brazos que se alzaban a su paso.
Entonces develando su rostro desmontó del caballo y comenzó a saludar a cada uno de aquellos hombres que habían ido a demostrarle su lealtad.
El sol apareció sobre el horizonte iluminando con su luz los anchos campos que se extendían más allá de la vista. El río se deslizaba lentamente entre castaños y encinas, mientras los rodales de pinos ocultaban a sus ojos el lejano caserío de apretadas piedras.
Las campanas de las iglesias quebraron la quietud al echar a volar los repiques de la sexta, cuando Juana, algo cansada, ascendía por la escalinata del palacio del Cordón. Hasta allí la habían seguido, acompañándola, dándole fuerzas, vitoreando su nombre y fue entonces cuando por vez primera sintió el orgullo de ser reina de España, comparable al orgullo de ser la esposa de Felipe de Habsburgo.
Sin embargo aquella salida no logró desterrar los comentarios de que la reina visitaba por las noches la iglesia donde yacía el cuerpo de su difunto esposo. Pero sí aquel de que se hallaba estrictamente vigilada y que se le impedía tomar contacto con la gente. Solo un grupo reducido de nobles y funcionarios le respondían con fidelidad dentro de su corte. Por su parte el embajador de Fernando de Aragón, don Luis de Ferrer, aparentando lealtad, informaba sin levantar sospechas a su rey, de manera puntual y detallada, de cada uno de los pasos que iba dando la reina, su hija.
El rey Fernando no compartía la idea de que sobre Castilla se hubiera instalado una regencia en manos del arzobispo Cisneros, pues todo se prestaba a confusión y nadie sabía quién reinaba de verdad. Camino a Nápoles le había escrito a Cisneros que reconocía a Juana, y que la regencia no tenía razón de ser. Mientras el resto de los nobles se mostraba contrariado con el proceder obcecado de la reina, de no querer desprenderse de un cadáver después de tanto tiempo fallecido.
Aquel día cuando Juana desmontó del caballo, don Lorenzo Galíndez de Carvajal, su leal consejero y asesor, la aguardaba en la puerta de la Casa del Cordón. Viéndola agotada la condujo hacia el Gran Salón, le acercó un escabel para que se sentara junto al fuego y, con paternal ternura, le alcanzó una toalla tibia para que enjugara sus manos y su frente. Luego le sirvió una copa de buen jerez, que según decían era conocido por sus efectos reconfortantes.
—Majestad, os ha sentado bien esta salida, pues observo cierta serenidad en vuestro rostro.
—Sois un buen observador, don Lorenzo. Nada me ha hecho sentir tanto orgullo como el escuchar hoy mi nombre vitoreado a los cuatro vientos.
—Y como deseo que vuestro ánimo no decaiga, yo también voy a contribuir con una buena nueva, porque no siempre todas las noticias son buenas.
—¿De qué se trata, don Lorenzo?
—Vuestra salida de hoy, majestad, ha causado un gran beneplácito entre vuestros súbditos que tanto os aman.
—Con cuánta rapidez la alegría y el alivio de sentirse amada, pueden convertirse en un sentimiento nuevo y distinto, incluso transformarse en disgusto. Y esto es cuando escucho murmullos que dicen que hay muchos que reniegan de mi real autoridad. Pareciera que todavía no saben reconocer que he llegado a España para reinar sobre lo que me pertenece legítimamente.
—Así es, majestad. Como vuestro padre.
—A propósito, ¿qué sabéis de él, don Lorenzo?
—En estos momentos el rey Fernando se encuentra en Italia. Después de sus esponsales con la condesa de Foix, Francia y España llegaron a un acuerdo, dividiéndose de acuerdo a lo estipulado, el codiciado reino de Nápoles. Parecía que por fin había llegado la paz para Italia, pero no fue así.
—¿Qué sucedió entonces?
—No bien se firmó la paz, Luis XII, que había sido sutilmente engañado por el rey Fernando, retiró con rapidez sus tropas, mientras España con astucia volvía a enviar apresuradamente grandes refuerzos para que se adueñaran de toda la región en litigio. El capitán Gonzalo de Córdoba, aquel que tantas glorias diera a los reinos de España, fue nombrado por la corona virrey de Nápoles, a la vez que se convirtió en uno de los amantes de Sancha de Aragón (esposa de Jofré Borgia, cuarto hijo del papa Alejandro VI y de Vannozza Cattanei y hermano menor de César, Juan y Lucrecia Borgia, siendo esta última, la duquesa de Ferrara, desposada en terceras nupcias con el duque Alfonso d’Este).
—El Gran Capitán sigue demostrando gran valor al entrar dentro de una familia tan peligrosa. Pero, ¿qué ha sucedido con Francia?
—El rey dispuso de sus guarniciones y artillería con tanta habilidad que a Francia le fue imposible volver a reconquistar Nápoles. Esta actitud del rey Fernando hizo que toda España se entregara al regocijo de volver a ver a su rey rejuvenecido por estas acciones militares. Volvió a ser el héroe de antaño, como en la época en que luchaba con valor contra los moros. Aunque sinceramente pienso, majestad, que gran parte de este rejuvenecimiento se debe a su nuevo matrimonio. Pero antes debo advertiros que vuestro padre ha reconquistado nuevamente su antigua popularidad y todo eso, a expensas vuestras, mi señora.
—¿Por qué lo decís, don Lorenzo? ¿Su gloria no se debe acaso a la conquista de Nápoles?
—No toda, majestad. Mucho han contribuido las continuas llamadas de atención del arzobispo Cisneros que le invita con insistencia a retornar a Castilla para entregarle el gobierno, bajo las mismas condiciones de paz y seguridad que gozaba antes de morir vuestra augusta madre.
—Pero olvidáis algo, don Lorenzo, mi padre se marchó disgustado de Castilla.
—Sin embargo volverá, pues el cardenal Cisneros le solicita que olvide los agravios. Pero no será de inmediato porque en estos momentos se halla ocupado recibiendo las posesiones ganadas en Italia por el Gran Capitán, para gloria de la corona española.
—Conozco demasiado bien a mi padre y sé que solo regresará a Castilla si la ve en peligro inminente. Bajo esas circunstancias sería proclamado como el héroe y salvador de Castilla y podría disponer del poder de los grandes del reino, como mejor él lo considerase.
—Entonces, majestad, pienso que lamentablemente pronto le tendremos por aquí, pues la hora del peligro está llegando.
—Don Lorenzo, no me abandonéis.
—Jamás lo haré, majestad.
Ciertamente Castilla había entrado en el caos. Juana, indiferente y doblegada por las luctuosas circunstancias no asumía su papel de reina y solo se limitaba a efectuar algunos cambios dentro de su propio séquito. Cambios que en nada beneficiaban las condiciones generales del reino. Ante esta cruda realidad (que sin dilaciones le había planteado su fiel consejero), Juana citó con urgencia al inevitable cardenal Cisneros, regente de Castilla.
Su ilustrísima no había cejado en la lucha por obtener las riendas del poder y Juana parecía haber adivinado cada una de sus intenciones. Y así se lo hizo saber.
—En primer lugar, monseñor, quiero poner en vuestro conocimiento, por si aún lo desconocéis, que mi hijo, el príncipe Carlos, es mi heredero natural al trono de Castilla y será el rey cuando yo muera. Pero ahora soy yo la soberana y dueña absoluta de estos reinos que por legítimo derecho heredé al morir mi madre. En su testamento me legó sus derechos, por tal motivo y acorde al ejercicio de mi dignidad, os exijo respondáis ¿por qué os habéis pasado al bando contrario?
—Señora, no me he pasado al bando contrario, sino que mi persona permanecerá siempre fiel al principio de fortalecer el poder real y os aseguro que toda vez me encontraréis donde haga falta para evitar la destrucción del reino.
Aquellas palabras fueron como aguijones clavándose en los oídos de Juana.
—Lo que vuestra ilustrísima acaba de hacer es definir magníficamente lo que entiende por infidelidad. Os agradezco vuestra actitud pues ella me clarifica con certeza la idea que desde hace tiempo me había forjado sobre vuestra excelencia. Y ahora, retiraos, vuestra presencia me produce náuseas.
—Antes, señora, necesito que firméis los nuevos nombramientos destinados a cubrir las sedes episcopales que se hallan vacantes.
—Pues nada firmare, monseñor, hasta que mi padre, el rey, llegue a Castilla y me aconseje sobre las personas más adecuadas para tales cargos.
—Vuestra actitud será perjudicial para la Iglesia.
—No temáis, porque más perjudicial es la jefatura del Consejo de Regencia que vos ejercéis, confundiendo a la gente.
Cisneros se retiró con una mueca de disgusto.
Y Juana comenzó a comprender con claridad las incontables dificultades que significaba mantenerse sin apoyo en aquel reino, considerado como uno de los más importantes de Europa. Felipe le había enseñado el arte de la diplomacia, el lograr acuerdos y el tejer alianzas, porque él había sido un rey diplomático, el Príncipe de la Paz por antonomasia. Y en ese laberinto de emociones había que considerar la necesidad de un apoyo, de una persona de confianza que supiera transformar las indecisiones reales en reales concreciones. Desgraciadamente, jamás hubo ni habría persona alguna dentro del reino capaz de sostener con firmeza las quebrantadas fuerzas de la reina Juana.
Por aquellos días solo había logrado sustituir el cargo de tesorero dejado vacante por don Martín de Moxica, para reemplazarlo por aquel hombre que le había sido especialmente recomendado, el embajador y espía de su padre: don Luis de Ferrer.
Aquel Grande de España, de modales cortesanos, era el mismo que recibía puntualmente la paga del rey Fernando, por espiar a su hija, la reina Juana. Su apellido era muy antiguo, lo que significaba a todas luces limpieza de sangre e impecable linaje, atestiguado por varias generaciones de honorable historial. Don Luis de Ferrer se instaló sin sospechas dentro del grupo selecto que rodeaba a la reina y se transformó en su nuevo vigía. Los ojos de Ferrer serían los mismos ojos que vigilarían en adelante, día y noche, los pasos de la desdichada Juana, convirtiéndose en uno de sus más crueles carceleros.
Los informes secretos comenzaron a llegar a manos del rey aragonés con extrema puntualidad. Mientras en Castilla las cosas parecían desbordarse prometiendo el regreso al poder del viejo monarca.
Sobre los finales de noviembre llegó a manos del rey Fernando uno de los informes más relevantes de Ferrer:
Después del fallecimiento de su majestad el rey Felipe de Habsburgo, los asuntos de Castilla, las opiniones de los grandes de España y las cuestiones del pueblo, han caído en un gravísimo desorden. Imperan en el reino la confusión y el desgobierno, los cuales entrañan un peligro como jamás se ha conocido otro. Cito aquí solo algunos de los ejemplos más flagrantes:
El duque de Medina-Sidonia ha cercado Gibraltar, plaza de la que le hiciera merced el rey Enrique IV, pero que le fue quitada después por vuestra majestad. Ahora el duque pretende restituirse por la fuerza en aquel señorío.
En Toledo, el conde de Fuensalida, ha cometido varios actos de violencia para despojar a don Pedro de Castillo del gobierno, sin que nadie se haya atrevido a impedírselo y las Cortes son impotentes para hacer frente a la situación.
En Madrid hay dos familias rivales, los Zapata y los Arias, que se disputan entre sí el dominio de la ciudad y luchan en las calles. Cada mañana se descubren cadáveres apuñalados a traición por la espalda.
La marquesa de Moya, Beatriz de Bobadilla, se ha levantado en armas y sus tropas particulares luchan encarnizadamente contra las tropas privadas de un rival, para vengar el insulto inferido a la reina Juana, cuya conducta criticó en términos indignos el enemigo de la marquesa. Como es de vuestro conocimiento, la marquesa de Moya fue amiga de la infancia de la reina Isabel de Castilla, quien le entregó el alcázar de Segovia para que lo tuviese bajo su custodia. Además conoce a la reina Juana desde que esta era una niña, e intenta recobrar las propiedades de Segovia, especialmente el alcázar.
En Córdoba, el marqués de Priego ha abierto las prisiones de la Inquisición, librando a toda clase de herejes y traidores. La reina Juana no hace nada para impedir todo ese desorden y nadie puede decir quién es en realidad el gobernante de Castilla, o si tal gobierno existe. Pero el pueblo desea unánimemente uno.
—Y lo tendrá —dijo el rey con firmeza al leer el informe—. Pero aún es demasiado temprano. No intervendré hasta que la situación se torne realmente insostenible. Entonces, sabrán reconocer quién debe gobernar Castilla.
Era verdad. Castilla se debatía en el caos y el desgobierno, mientras Juana, desconsolada, se debatía en el tormento de aquella soledad sin final frente a un sinnúmero de solicitudes y prontos despachos sin resolver. Aquella difícil situación le permitió al arzobispo Cisneros prolongar su estadía sin problemas en la estancia de los duques de Frías, con el único objetivo para Juana, de contar en todo momento con un consuelo espiritual, pues a decir verdad, en el terreno personal, se trataban con un odio cordial.
Pero la inmediatez de su ilustrísima, que ejercía la jefatura del Consejo de Regencia con voluntad férrea, en nada ayudó a la reina, pues no supo brindarle ningún consuelo a su dolor, ni sabios consejos a sus indecisiones. Lejos de aquello lo único que lograba Juana era que el cardenal Cisneros se entrometiera cada vez más en su vida privada.
De aquel humilde fraile franciscano nacido en Torrelaguna, dedicado con fervor a sus religiosos deberes y confesor de la reina Isabel, nada había quedado. Fundador en 1508 de la Universidad de Alcalá de Henares y el mismo que emprendiera la férrea tarea de escribir la Biblia Políglota Complutense, lo cual supuso un magistral esfuerzo de los orientalistas y clasicistas para fijar los textos bíblicos. Aquella obra sin igual se acabó de imprimir en sus primeros volúmenes, en 1517, interviniendo en su redacción Elio Antonio Nebrija, Demetrio Ducas Cretense, Núñez Pinciano y López de Stúñiga. Su delgada y alta figura de gesto autoritario iba ocupando día a día el vacío dejado por Felipe. Con decisión había empuñado las riendas del gobierno y por todos los medios trataba de imponerle a la reina Juana su propia voluntad, manejando y decidiendo antojadizamente sobre cada uno de los asuntos del reino de Castilla. Era una manera de desafiar la autoridad real, a la par de hacerla vigilar, como el rey, a toda hora.
A partir de entonces, intuyendo sus verdaderas intenciones, Juana comenzó a librar contra el prelado una verdadera batalla, donde diariamente ella era la única vencedora. Porque para que cada decreto o ley tuviera la verdadera fuerza real que lo respaldara, Cisneros necesitaba de la sacramental firma de Juana. La reina. Todo debía hacerse siempre en nombre de ella.
Personificada en la ilustre y augusta figura del cardenal Cisneros, arzobispo de Toledo y primado de España, se escondía la tan temida Inquisición del reino. Con sus ochenta años a cuestas aún mantenía vivo el fervor para condenar a los sospechosos de herejías. Pero con la misma firmeza con que condenaba, también defendía. Fue él el que insistió en que los «caribes» de las Nuevas Tierras (caníbales en el idioma castellano) fuesen tratados como seres humanos con almas inmortales y no como esclavos, y también fue él el que hizo fundir toda la platería ancestral de España y los cálices de la catedral de Toledo, a fin de proveer los fondos para equipar un ejército particular que combatió y aplastó a los moros del Norte de África, dispuestos y armados para retornar a la península.
Aquella fría mañana de principios de diciembre de 1506 amaneció luminosa. El sol apuntaba directamente sus rayos sobre el río Arlanzón cuando Juana salió al patio de los naranjos y caminó hasta un banco de piedra, más allá de las cocinas y el huerto. Con los ojos entornados por los efectos de la intensa luz, no vio acercarse al cardenal, por eso se sobresaltó cuando este le habló.
—Buenos días, majestad.
—Buenos días, ilustrísima —respondió con disgusto.
—Debo reclamaros que pidáis de inmediato el regreso de vuestro padre a Castilla, por lo que os solicito firméis el despacho apresurando su retorno.
—Mi padre no retornará a Castilla. Demasiadas ocupaciones le atan en Italia y yo no deseo imponerle otras urgencias. Además debéis saber que en nada me placen las incoherencias. No veo por qué, siendo yo reina de Castilla, deba existir un regente. Vuestra regencia es ilegal, pues no solo os habéis instaurado como regente sin pedir mi parecer, sino que además habéis sembrado la confusión dentro del reino. Nadie sabe si soy yo, o sois vos, su verdadero soberano.
—Majestad, os juro por mi honor y a Dios pongo como testigo, que haré todo lo que esté a mi alcance para salvar a Castilla de la incertidumbre y el caos.
Y haciendo una reverencia, dio media vuelta y se marchó, tal como había llegado.
Era de esperar que nada bueno resultara de aquellos enfrentamientos. Y mientras Juana se resistía a la dominación de Cisneros que no cedía, otra figura aguzaba su vista y sus oídos, dispuesta a comunicar cada detalle en el momento justo en que el rey aragonés se decidiera retornar a Castilla. Esa figura no era otra que la de Luis de Ferrer.
Solo aquel grupo de nobles señoras que como un muro rodeaba a Juana, cuidaba de su cuerpo y de su alma con verdadera compasión.
El mes de diciembre había comenzado demasiado frío pero Juana caminaba descalza por los pasillos y corredores, por las escaleras y salas, sobre las heladas baldosas del palacio, durante las largas e interminables horas de la noche, hasta cubrir mentalmente la distancia que la separaba del cuerpo amado de Felipe. La marquesa de Denia siempre pendiente de ella, le acercaba sus escarpines de piel para abrigar sus ateridos pies.
—¡Majestad, debéis cuidar vuestra salud! ¡El invierno es helado en España y podéis enfermar!
—Descuida mi buena amiga, pero primero debo velar por el alma de Felipe.
Y así Juana veía pasar los días y las horas que inevitablemente la conducirían a Felipe. Si las horas de la noche transcurrían sin descanso, la condesa de Salinas la persuadía para que se acostara.
—Majestad, debéis descansar. Nadie es capaz de soportar todo un día sin unas horas de reposo.
—Felipe es quien me sostiene. No quiero doblegarme al sueño, ni al reposo, ni al deseo de muchos de sentirme vencida. Eso esperan de mí los que vigilan mis actos, noche y día. Pero mi voluntad no se doblega. Resistiré. Velaré por él hasta el día de mi propia muerte, aunque esto me cueste el terrible dolor de que me llamen loca.
Lo único que Juana deseaba era visitar diariamente la Cartuja de Miraflores, lo cual acrecentaba el escándalo. Gobernar, calzarse o descansar, todo carecía de sentido para ella. Nadie parecía comprender que la muerte de Felipe había arrastrado consigo también a la reina Juana, la que ante tantas insistencias respondía:
—Solo hay algo que yo nunca dejaré de hacer, y eso es rezar y velar por el alma de mi esposo y cuidar de sus restos hasta que yo me muera.
Con su lánguido cuerpo cubierto por suntuosos camisones de encajes de Bruselas, con sus rubios cabellos sueltos a la espalda, con los pies descalzos y los ojos perdidos en algunos de los jardines, estanques, bosques o palacios de su reino de Flandes, aquel de los maravillosos años compartidos, iba por la casa durante las noches, sola con su voz, nombrándolo. Y cuando sobre el filo de la madrugada la abandonaban sus fuerzas y caía sobre el piso con sus pies helados y su garganta ronca de tanto llamarle, su hermanastra Juana de Aragón y la marquesa de Denia, la condesa de Salinas y su nuera María de Ulloa, se acercaban con ternura y levantándola en los brazos, la depositaban sobre el vacío e inmenso lecho frío, mientras Juana, la reina, solo pensaba que ella también deseaba morir.
Con cada nuevo amanecer, nuevos castillos eran rodeados, nuevos ejércitos reclutados, nuevos caballeros armados, nuevas plazas tomadas y nuevas luchas callejeras se multiplicaban dentro del territorio de Castilla. Y todo, «en nombre de nuestra reina Juana, prisionera».
La sombría hora de la guerra civil estaba próxima agotando la paciencia y desvelando los sueños del cardenal Ximénez de Cisneros, a quien le urgía imperiosamente, la necesidad de restablecer el orden dentro del destrozado reino castellano. Pero tropezaba con un grave problema, pues para hacerse obedecer, Cisneros necesitaba declarar incapaz a la reina de Castilla. Incapacidad que debería ser probada dentro de las solemnes Cortes del reino, y el solo hecho de convocarlas necesitaba de un decreto real con la firma de la reina Juana, a quien se la quería culpar precisamente de insana.
La rotunda negativa de Juana sumió a su ilustrísima en el desasosiego, dado que el notable prelado había maquinado su estrategia, perfeccionando el modo de sacar diplomáticamente a Juana de su camino de ascenso al poder.
Alterado, decidió vengarse y no vio mejor manera de hacerlo que arreciar con una lluvia de comentarios adversos sobre la desprotegida reina.
«No desea gobernar». «No le importa nada de su reino». «Solo le importa su difunto esposo». «La reina es indiferente a nuestros problemas»…
En aquellas horas cruciales solo los grandes nobles de Andalucía fueron los únicos que apoyaron a su legítima reina. Y fue allí donde a Juana le pareció encontrar su cuerda salvadora, pues si se rodeaba de partidarios, estos evitarían que fuera declarada incapaz y encerrada en un castillo.
Ese era el camino. Pero lo más difícil de lograr sería llegar hasta ellos sin ninguna interferencia y sin levantar sospechas. Esta era la única y quizá la última de las oportunidades que se le presentaba, por lo que consideró necesario ocultar sus verdaderas emociones e intenciones y valiéndose de los deseos testamentados de Felipe, que su cuerpo fuese enterrado en Granada, trató de llevar a cabo el difícil cometido.
Durante una semana Juana permaneció encerrada en sus habitaciones sin recibir a nadie, meditando y rezando. Al cabo de la misma citó a su despacho a cuatro de los miembros del Real Consejo de Estado y, ante el asombro de aquellos, presentó una orden donde revocaba las mercedes y donaciones efectuadas por Felipe, después que falleciera Isabel I de Castilla. Además ordenó que el gobierno se condujera del mismo modo en que lo hacía en épocas de la difunta reina, excluyendo del Consejo de Estado a todos los miembros nombrados por don Juan Manuel, señor de Belmonte, partidario de Felipe de Habsburgo.
Las cosas regresaban al mismo punto de partida en que las había dejado Isabel al morir. Y mientras la confusión seguía creciendo, Juana planeó su huida de Burgos.
Escapar del cautiverio se tornaba imperioso para ella. Con un decreto despojó a los favorecidos en vida por Felipe, se enfrentó con los partidarios de Fernando de Aragón, a la par que le enviaba una misiva a su padre donde le comunicaba con firmeza que las riendas de Castilla estaban en sus manos y que no necesitaba de él para gobernar.
Un día después de haber dictado las órdenes al Consejo Real, decidió marcharse. Aquella decisión había sido largamente meditada y Juana estaba dispuesta a convertirse en una reina independiente y responsable.
Era la tarde del 20 de diciembre de 1506, las luces del crepúsculo se desvanecían rápidamente dando paso a las sombras que penetraban imperiosas, cuando Juana tomó la decisión de escapar de Burgos. Bajo la excusa de que llegaba la epidemia de la peste informó sin dilaciones de su inmediata partida, ocultando a los ojos de todos los verdaderos motivos de falta de libertad y de apoyo, puesto que si demoraba en marcharse, tendría que aceptar los ofrecimientos, capaces de mantenerla a salvo del flagelo de la peste.
Trágico y doloroso fue abandonar aquella estancia, la que había albergado entre sus gruesas paredes los últimos minutos de vida de Felipe. Trágico fue también comprobar las dificultades de costear los gastos del cortejo fúnebre que debía trasladar el cuerpo de Felipe hacia las tierras del sur. Pero don Lorenzo, siempre dispuesto a servirle, prestó el dinero necesario de su patrimonio para realizar el viaje.
Y antes de que nadie pudiera demorar la partida, Juana se puso en camino.
El clima se había enrarecido y los nobles, molestos ante tantas marchas y contramarchas en los decretos, se sintieron dolidos. Y eso bastó para que se convirtieran en una amenaza latente para el reino.
Juana de Aragón había insistido a su hermanastra, la reina, para que la incluyera dentro del cortejo. Pero su esposo, el duque de Frías era un fiel partidario de Fernando de Aragón, motivo por el cual la reina Juana no aceptó llevar consigo a la esposa de uno de aquellos espías o mercenarios, pagados por el rey o por Cisneros.
La noche iba llegando trágicamente fría y un cielo azul oscuro como flores de violetas se reflejaba sobre las gélidas aguas del río, mientras un viento fuerte dispersaba las nubes que ocultaban las constelaciones, cuando Juana detuvo su caballo en el portal del monasterio de la Cartuja. Le seguían las cien personas del cortejo, todas vestidas de luto.
Los monjes del convento salieron a recibirla amablemente y mientras Juana desmontaba, ayudada por uno de sus palafreneros, les manifestó su intención de llevarse el cuerpo de Felipe consigo, para darle la sepultura definitiva. Aquella noticia sorprendió a los monjes y sus rostros se volvieron de pronto, adustos y serios.
—No será posible, majestad. Y unánimemente rechazamos vuestra petición. Según las leyes, el cuerpo no debe ser trasladado hasta tanto se cumplan los seis meses de enterramiento —observó el prior del convento.
—Lo que vosotros tratáis de hacer es ocultarme que alguien se adelantó y robó el cuerpo de Felipe de Habsburgo. Por eso vuestra negativa.
—Debéis confiar en nosotros, majestad. Nadie ha entrado a la iglesia, aparte de los monjes y, por ellos, doy fe.
—Para seguir confiando en vosotros debo comprobar que no me estáis engañando. Y dado que coinciden en su estancia en la Cartuja el obispo de Málaga, Ramírez de Villaescusa, y los de Jaén y Mondoñedo, junto con los embajadores de su santidad, el papa Julio II; del rey Fernando II de Aragón y del emperador Maximiliano, quiero que sean testigos de la apertura del féretro y certifiquen que es el cadáver de mi esposo el que ocupa su interior. Recién entonces, partiré hacia Granada.
Todos los allí presentes confirmaron que el cuerpo del ataúd era de Felipe de Habsburgo y cuando la noche cubrió totalmente con sus sombras los silenciosos claustros del convento, Juana dio la orden de partir, llevándose consigo el cadáver venerado.
Tanto los altos dignatarios civiles como los eclesiásticos, pidieron a la reina que retrasara la partida para la mañana siguiente. Pero la negativa fue rotunda.
—Partiré por la noche, porque «mi sol» ya no está en este mundo y porque cada hora que pasa es preciosa y no debo desaprovecharla. Además una viuda no debe dar lugar a murmuraciones, por eso me amparo entre las sombras, como corresponde al luto que llevo dentro del alma.
A una sola orden de la reina los soldados de la guardia real portaron el féretro en andas, mientras que el grupo de lanceros alistó las antorchas encendidas para alumbrar el camino. Y así, envuelto por las sombras de la noche e iluminado por los resplandores de las teas ardientes, salió el cuerpo de Felipe de la iglesia del convento rumbo a un largo peregrinar por las tierras de Castilla.
Juana había ordenado se hicieran las provisiones de hachas (teas de esparto y alquitrán) así como de una gran cantidad de cirios y velas grandes que se utilizarían para el trayecto y para velar el cuerpo de Felipe de Habsburgo en aquellas iglesias donde tuvieran que pasar la noche.
La reina junto al obispo de Málaga encabezaban el cortejo, seguidos por el espía del rey y tesorero de la corte de la reina, don Luis de Ferrer. Detrás de ellos marchaba el marqués de Villena. Los cánticos fúnebres acompañaron el inicio de la partida y luego cesaron para dar paso a las oraciones en latín.
Atravesaron los campos, colinas y arroyos y antes del amanecer se detuvieron en Cabia.
Juana envuelta en su amplia y abrigada capa negra no dormía ni descansaba, apoderándose de ella una extraña premonición de cambio. Por ratos cubría con su capa de paño la caja mortuoria, como deseando transmitirle algo de su calor al amado que yacía dentro. Las circunstancias se movían en dirección inapropiada al fin y ella debía estar alerta.
En la nave central de la iglesia depositaron su precioso tesoro y antes de que terminaran de hacerlo, una gran multitud se había agolpado para ver a la reina, la desventurada hija de Isabel la Católica, la que moría de amor consumida por la pasión y los celos hacia su esposo muerto y al que cada día, según decían, besaba amorosamente.
Juana ordenó a los guardias que desalojaran el recinto sagrado y, descolgando de su cuello la pequeña llave, la puso en la cerradura y abrió el cajón.
Solemnemente, como cada día, volvió a repetir el amoroso rito e inclinándose sobre aquel rostro helado y amado, lo besó. Un murmullo recorrió el recinto. Después cerró la tapa, pero no levantó sus ojos, pues bien sabía que si lo hacía encontraría siempre otros ojos que, escondidos detrás de los gruesos pilares, no dejarían de mirarla.
En adelante tendrían valederos motivos para divulgar. Divulgar a los cuatro vientos la repulsión que les producía que su reina besara un cuerpo con tres meses ya de muerto. Pero no encontraba fuerzas para pedir ayuda. ¿Para qué? ¿Para que su dolor no fuera suyo?, si no solo era suyo y de nadie más, sino que ella era solo dolor y nada más. A él se aferraba todo su ser, porque era el único punto de unión con su amado. Tener el pensamiento siempre puesto en Felipe, que ya no estaba a su lado, era su dolor más profundo.
Mientras en Burgos una sola voz se alzaba y una sola orden se imponía entre las paredes de la Casa del Cordón. Era la voz de Cisneros informado en todo momento de la marcha del cortejo.
—¡Olvidadla! ¡Es una orden! —había dicho el cardenal en tono áspero—. Dejad tranquila a la reina que conduzca a su esposo según el testamento a la ciudad de Granada. Mientras ella marcha desconsolada por las tierras de Castilla, nosotros tendremos paz y tranquilidad para arreglar los graves problemas en que se debate el reino.
Y así Juana continuó su largo y arriesgado viaje. Con cada legua que dejaba atrás estaba una más cerca de sus fieles andaluces. Aquel pueblo era su única esperanza pues siempre la había defendido y hacía todo «en nombre de nuestra reina Juana».
Antes de que Felipe muriese, los andaluces se habían pronunciado en contra de los flamencos y en contra del rey Fernando de Aragón y habían formado una liga en pro de la liberación de Juana. Y serían ellos, no cabía dudas los que la ayudarían a establecerse en el trono.
A la noche siguiente el cortejo reanudó la marcha y, con él, los rumores que no dejaron de acompañarla y fueron creciendo cada vez más, como queriendo ahogarla. Se decía que la obstinada reina Juana se desplazaba solo entre las sombras para no ser vista, pues a esas horas de la noche la gente se resguardaba detrás de los gruesos muros y al amparo del fuego de sus hogares. Pero el verdadero motivo era que, al morir Felipe, había perdido el sol de su alma.
Y sobre aquella legendaria piel de toro que simbolizaba España, se fueron grabando los surcos de aquel cortejo fúnebre compuesto por sacerdotes, caballeros, soldados y una reina que, vestidos totalmente de negro y enarbolando crucifijos, estandartes y grandes hachones encendidos, escoltaban un cadáver que era llevado en angarillas. Mientras la reina, embarazada, marchaba detrás en una silla de mano, ausente, silenciosa, abrigada con paños y pieles negras, pensando en aquel hijo que llegaría a este mundo sin su padre, antes de que el cortejo fúnebre pudiera llegar a Granada.
El viento esparcía las plegarias, los salmos y el olor a cera de las velas por aquella tierra de páramos, a la par que el eco incesante de los rumores proseguía: «La reina espera que su difunto esposo se levante de entre los muertos», decían unos. «La reina está loca de amor pues se niega a enterrar a un cadáver por no tener que separarse de él». «La reina ya es una leyenda y la historia algún día la conocerá como Juana, la reina Loca»… decían otros.
Durante el día el cortejo se detenía en iglesias o monasterios, siempre que no fuesen de monjas. Juana no deseaba que sus soldados entorpecieran ninguna comunidad de religiosas y aquello volvió a dar pie para los nuevos rumores.
«La reina no desea que las monjas se acerquen a su esposo. Sigue igual de enamorada y de celosa, como cuando estaba vivo».
Pero fue en el pueblo de Torquemada donde el cortejo tuvo que detenerse, pues Juana estaba a punto de dar a luz. Instalada en la casa del clérigo, los dolores del parto apresuraban un nacimiento difícil y se temía por las vidas de la madre y del vástago. Ante tantos contratiempos sufridos y no bien enterada de que el parto sería inminente, Juana ordenó que trajeran, para su consuelo y compañía, a su querida dama de honor, María de Ulloa, a quien hizo instalar en el aposento contiguo. Aquella mujer solidaria y afectuosa sería la que oficiaría de partera, recibiendo en sus nobles brazos a la hija póstuma de Felipe, último recuerdo amoroso de su fugaz paso por el mundo.
En la helada madrugada del jueves 14 de enero de 1507, antes de que las campanas llamasen a prima, nacía Catalina; nombre dado en homenaje a su tía, Catalina de Aragón, a punto de ascender al trono como reina de Inglaterra, y que al igual que su madre, Juana de Castilla, correría una suerte desgraciada. ¿Qué extraña maldición pesaba sobre los hijos de aquellos Reyes Católicos? Si la hubo, piadosamente se la ocultaron a Juana hasta el día de su muerte.
En el instante en que Juana daba a luz, ocho soldados de la guardia real y una de las doncellas de Juana morían contagiados por la peste negra. Irónicamente habían huido de Burgos para evitar encontrarla, pero ella, traicionera, les había esperado agazapada en Torquemada.
Después de Leonor, Carlos, Isabel, Fernando y María, Felipe había querido, aun estando muerto, obsequiarle desde la eternidad aquella hermosa hija, la segunda nacida en suelo español, cual un bello y tierno presente de su amor eterno.
El pequeño Fernando también iba con su madre. Juana había implorado reunirse con el niño que le fue alcanzado en Burgos. Había llegado de Simancas acompañado por don Pedro Núñez de Guzmán, su ayo.
Aquellas criaturas eran el epílogo de un pasado feliz que había puesto el placer en sus días y al que ya no se le permitiría volver jamás. Entonces sacando fuerzas de donde podía decidió proteger a los pequeños de la epidemia y de la muerte que por aquellos días estaba causando estragos.
La pequeña infanta Catalina era una niña sana, robusta y hermosa, como lo habían sido todos sus anteriores hijos. La última criatura que Felipe había podido engendrar y también Juana, pues nadie había existido en su corazón antes que él y nadie existiría jamás en adelante.
Aquel nacimiento la había sumergido en una sensación extraña. Era como querer aquella niña sin padre, más que a sus otros hijos y mientras la amamantaba, la besaba tiernamente y se decía a sí misma.
—Catalina es el postrer regalo de Felipe. Él me la ha enviado desde el cielo.
Resguardada de los ruidos, pestes y calumnias, los días que siguieron al nacimiento de la infanta, Juana los dedicó al reposo, a la atención de la pequeña recién nacida y del pequeño Principito. En la casa del clérigo descubrió una gran biblioteca y sobre el escritorio encontró aquellos libros que, impulsados durante el reinado de su madre, habían visto la luz en esos gloriosos años, otorgando a Castilla una magnífica y notable literatura. Artes de Gramática Latina y Castellana y Tratado de la Gramática Castellana de Antonio de Nebrija; Historia de los reyes de Granada de Pulgar; Crónica de Diego de Varela y el Diccionario de Alonso de Palencia.
Aquellos días de solaz y gozo ocupados solamente en cuidar de los niños, leer y meditar; dieron a Juana la tranquilidad de conciencia necesaria para encontrar nuevamente un sentido a su existir. Primero estaba el reino, su gobierno, su política y el futuro de aquel ramillete de niños belgas y españoles, fruto del amor y el éxtasis compartidos con Felipe. Aquel cuerpo que ahora trasladaba penosamente a través de la extensa y desolada llanura de Castilla, el mismo que la había sumergido en el placer y en el gozo de un amor único e irrepetible, era el que la sometía ahora, con sus veintisiete años, al trágico e inagotable mundo de las sombras.
Pero mientras la mente de Juana se debatía entre los laberintos de la trama secreta de aquel oscuro destino, era imperioso salvar el reino. Para ello era urgente llegar a Granada, obtener el respaldo de los nobles andaluces y asumir como soberana de Castilla.
En la nave central de la iglesia de Torquemada, envuelto entre nubes de incienso y el olor de los cirios, el cuerpo de Felipe seguía esperando, mientras Juana reponía sus debilitadas fuerzas para volver a reiniciar la marcha, acompañada solo por la curiosidad de quienes la rodeaban.
La epidemia seguía multiplicando por aquellos días de 1507 las muertes precoces y las muertes penosas. Muertes tanto más abrumadoras y capaces de exacerbar las sensibilidades, cuanto que caían con golpes redoblados sobre los más pequeños y los más inocentes.