21

Juana, la Reina

En medio de una extensa planicie de trigos y viñedos la luna daba su tono de plata a los campos y en la lejanía, algunos árboles altos y delgados salpicaban el paisaje simple y despojado.

Era la hora que mediaba entre los maitines y laudes, cuando Juana, la reina, velaba amargamente el cadáver de su adorado Felipe que pasaría a la historia sin ninguna victoria ni honor más importante que los de haber sido conocido y llamado por todos como el Hermoso. Lo velaron a la usanza borgoñona. Yacía sobre un estrado vestido con sus mejores galas y rodeado de tapices.

Pasó la noche, llegó el día y el mundo seguía girando implacable con su rosario perpetuo de horas infinitas repetidas hasta el cansancio. La espaciosa residencia del Cordón se fue llenando de gente. Muchas de ellas que bien creían conocer a Juana esperaban que la hija heredera de Isabel de Castilla estallara en sollozos o en gritos de desesperación, mas la reina, impávida y sin lágrimas, asistía con valor al último y más triste de los actos oficiales de los que participaría su esposo, Felipe de Habsburgo.

Amparados bajo aquellas circunstancias hubo quienes no dejaron pasar al olvido las escenas de celos vividas por Juana en la corte de Flandes, cuando con unas tijeras de plata cortó la hermosa cabellera de la que irónicamente se había convertido en su madrastra. Y serían aquellas conversaciones las que más tarde con el correr de los días, cuando algunos actos de gobierno fueron necesitando de ciertas explicaciones, darían origen a nuevas calumnias y falsas habladurías.

En verdad, Juana se encontraba aturdida por el dolor y el sufrimiento. Todavía no alcanzaba a comprender ni estaba convencida de que aquella muerte era cierta, de que ya no volvería a ver más a su joven Hermoso, a tocar su cuerpo, a escuchar su voz, a sentir su calor. Ella deseaba haber muerto con él, o que hubiera sido su cuerpo, y no el de Felipe, quien inaugurara la muerte. Lo lloraría hoy y lo lloraría toda la vida sin poder resignarse, pues si algo opuesto existía en la vida, eso era Felipe y la muerte. Sin embargo desde el 25 de septiembre de 1506 serían una sola cosa por toda la eternidad. Entonces se reprochó no haberle dicho más cuánto le amaba, o haberle amado más aún.

El avanzado estado de su embarazo y el cansancio de ocho días de agonía la habían ido sumiendo en un estado de total indiferencia. Pero aunque impasible ante las miradas que la escudriñaban, respondía con cortesía y amabilidad a todos cuantos la interrogaban.

Sus ojos observaban aquel escenario sin cambiar de expresión. Su mirada perdida y vacía parecía buscar anhelante la mirada del ausente y si algún feliz recuerdo se deslizaba por sus pensamientos sacándola del letargo, sus labios esbozaban una sonrisa serena, sin motivos aparentes.

Así sumida en la enajenación de su ánimo parecía molestarle cuando alguien la interrumpía. Entonces hablaba del cielo como el lugar de su reencuentro con Felipe, donde él estaba esperándola y ella, preparándose para unírsele de inmediato.

El destino parecía burlarse constantemente y el rostro de Felipe seguía intacto en su memoria, su risa y su voz constantes en sus oídos. El día de su muerte había sentido que lo amaba más que nunca. No le interesaba ver a nadie, no le interesaba comer, solo quería partir hacia la eternidad para que la muerte de él no estuviera acechándole a su espalda. Entonces pensó que la única manera de terminar con su dolor era que el dolor terminara con ella, pues el sufrimiento del alma era tan intenso que le trasminaba los huesos, la carne y el ánimo.

Con sigilo y diligencia constante, los sirvientes iban y venían llevando y trayendo caldos e infusiones calientes para reconfortar los cuerpos en aquella otra noche tortuosa que se avecinaba, mientras las figuras del cardenal Cisneros y del sacerdote Villaescusa iban cobrando una inusual importancia para Juana, pues en esas horas de soledad y desesperanza trataba de aferrarse a ellos como si la sola presencia de aquellos representantes de Dios en la tierra e intercesores del cielo le produjeran cierto consuelo y alivio.

El clérigo Diego de Villaescusa siempre había admirado y elogiado la notable piedad de Juana, confirmándoselo su comportamiento en aquellas horas luctuosas. Al llegar otra vez la madrugada, las damas de honor de la reina lograron que Juana se sentara. Parecía que sus pies ya no podían sostenerla y apoyando la cabeza sobre el alto respaldar de un sillón perdió su mirada en medio del gentío. Al verla así, el padre Diego, vino a hacerle compañía y se sentó a su lado con un gesto paternal.

—Padre Diego.

—Sí, majestad.

—¿Qué debo hacer para seguir viviendo?

—Debéis ser fuerte y pensar en vuestros hijos y en vuestro reino. Estoy seguro de que le agradaría a vuestro esposo.

—Solo pienso en él y no puedo apartarlo de mis pensamientos.

—Querida Juana, todos tendremos que partir de este mundo, tarde o temprano. Y para que comprendáis la dimensión de ese momento, quiero dejaros un pensamiento atribuido a san Agustín que nos ubica ante el verdadero sentido de la vida y de la muerte.

No lloréis si me amáis… ¡Si conocierais el don de Dios y lo que es el cielo! ¡Si pudierais oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si por un instante pudierais contemplar como yo, la belleza ante la cual las bellezas palidecen! ¿Me habéis amado en el país de las sombras y no os resignáis a verme en el de las inmutables realidades?

Creedme, cuando llegue el día que Dios os ha fijado y vuestra alma venga a este cielo en que os ha precedido la mía, volveréis a ver a este corazón que siempre os ama, con todas las ternuras purificadas, transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vos por senderos de luz. Enjugad vuestro llanto, no lloréis si me amáis…

Cuando el padre Diego concluyó aquella plegaria, el rostro de Juana irradiaba una paz serena.

Pero el oleaje político que parecía no haberse detenido con las horas se fue volviendo más violento e impetuoso. La fuerza del edicto de Cisneros irrumpía sobre cualquier ilusión de los partidarios de Juana para efectuar un levantamiento a su favor.

Los rumores de que el pequeño infante Fernando (aquel hijo de Juana y de Felipe nacido en Alcalá de Henares, que se estaba educando en España como un príncipe español) sería llevado por un grupo de flamencos para desarmar el ardid de Cisneros, también crecieron. Pero así como crecieron se fueron apagando con los días sin ningún fundamento. El infante Fernando había sido retenido en España cuando Juana partió hacia Flandes, por orden de sus abuelos maternos y se hallaba en Simancas, educándose bajo la mirada atenta de su ayo, don Pedro Núñez de Guzmán. Pero ante los temores de que el niño fuera reclamado por los flamencos como el hijo de Felipe y nieto del emperador Maximiliano, o por los españoles como el nieto castellano de sus Católicas Majestades, don Pedro Núñez de Guzmán se trasladó hasta Valladolid llevándose al niño y poniéndolo a resguardo en el colegio de San Gregorio.

El sol había vuelto nuevamente al cenit derramando su fina capa de barniz dorado sobre todas las cosas, cuando don Lorenzo Galíndez de Carvajal, asesor y consejero de la reina Juana, pidió le hiciera llegar a los aposentos que ocupaba el cuerpo de Felipe las prendas con que habrían de vestirle para su definitivo viaje.

Ayudada por sus doncellas, Juana fue abriendo de uno en uno los grandes arcones, aquellos que contenían las lujosas vestimentas del que fuera en vida el único hijo varón del emperador Maximiliano I, el yerno de los Reyes Católicos, el rey de los Países Bajos, el esposo de Juana I de Castilla, el cuñado del futuro Enrique VIII de Inglaterra y de Manuel I de Portugal, pero, sobre todo, el hermoso amante a quien ella había amado con locura.

Con manos nerviosas buscó en el arcón de las finas y holgadas camisas, una de lino blanco bordada con sus iniciales. En el arcón de los jubones buscó el más suntuoso de brocado azul con el águila bicéfala del imperio bordada sobre la espalda con hilos de oro. En el arcón de las calzas-pantalón, unas de terciopelo negro y en el cofre de los zapatos, unos escarpines azules realizados en cuero de Rusia y perfumados con esencias de abedules. Eligió guantes negros bordados con hilos de oro. De todos los sombreros, buscó uno de paño negro con plumas de pavo real azules, doradas y negras; y como último deseo, ordenó a don Lorenzo le fuese colocado sobre el pecho la gruesa cadena de oro con el medallón del ducado de Borgoña.

Entre el humo de las velas y el olor de los inciensos, manos desconocidas desvistieron y volvieron a vestir aquel cuerpo que ella con tanto amor acariciara, guiadas por las precisas instrucciones de don Lorenzo Galíndez de Carvajal.

El último acto oficial de Felipe de Austria iba a tener lugar en Burgos, ciudad del reino de Castilla.

La pasión acallada de golpe en su pecho por la muerte traicionera hizo estremecer a la reina de frío. El frío de la última noche junto a Felipe. Jamás lo había sentido durante el tiempo que estuvo a su lado, cuando sus cuerpos desnudos se amaban entrelazados el uno con el otro. Pero en esos momentos Felipe estaba bajo el mismo techo y ella sin embargo sentía frío, un frío intenso que traspasaba sus huesos. Felipe, el único, el irrepetible, el que había colmado su corazón de un amor inigualable hacía más de veinticuatro horas que se había marchado con el alba. Definitiva e imperiosamente.

Con el corazón desgarrado por la desesperación Juana no encontraba el camino a seguir dentro de aquel laberinto que parecía haberse abierto dentro de su mente, confuso y oscuro. Había perdido su sol, su brújula, su timón. No soportaba la luz del día, ni el bullicio de la gente, se había vuelto frágil, débil. ¿Por qué Felipe se escondía amparado en las sombras de la muerte, privándola de su presencia tangible? Ya sin fuerzas interrogó a su consejero.

—Decidme don Lorenzo, ¿habéis ordenado ungir el cuerpo antes de vestirlo?

—Lo han ungido, majestad, con almizcle, ambarina y agua de nardos.

—¡Con almizcle! ¡Es el perfume de los esponsales! Él y yo seguiremos unidos más allá de la muerte —afirmó con orgullo.

Los veinticinco cirios consumidos fueron reemplazados por otros veinticinco nuevos cirios. Así se debía efectuar el funeral, riguroso y austero, de acuerdo a las últimas disposiciones de Isabel la Católica. El luto observado debía ser solo de color negro, anulando el blanco para no ocasionar mayores gastos. Y dando cumplimiento a la ley pragmática denominada de Luto y Cera, publicada en Madrid el 10 de enero de 1502, no se podían llevar en el funeral más de veinticinco velas.

De todos modos, la comitiva del duelo no iría muy lejos. Apenas una legua separaba a Burgos de la Cartuja de Miraflores, construida en 1441 por Juan II de Castilla, abuelo materno de Juana. En el interior de la iglesia se alzaban los mausoleos del rey y su esposa, Isabel de Portugal, como también el de su hijo Alfonso, el único hermano de padre y madre de la reina Isabel I de Castilla, bajo cuyo mandato se habían mandado construir aquellas tumbas por el escultor y arquitecto español Gil de Siloé.

En su lecho de muerte, Felipe había expresado el deseo, incluido en su testamento, de ser sepultado en Granada. De ese modo permanecería siempre cerca de su amada Juana. Y aquel último deseo se volvió para ella una orden de tan enorme preferencia que todo lo demás quedó relegado en el olvido.

Juana vistió de luto no solo su cuerpo sino también su alma y todo cuanto la rodeaba. Los amplios y fríos salones se cubrieron de colgaduras negras. En los corceles y en las carrozas reales se colgaron crespones negros y toda la corte de damas de honor de la reina vistió y veló sus rostros con velos negros por consideración a la joven viuda, su majestad, Juana I, reina de Castilla.

El impresionante cortejo partió de Burgos a media mañana del tercer día de la muerte del archiduque. Cual una cinta negra que la brisa parecía agitar suavemente se extendió bajo el sol a lo largo del angosto camino que conducía hasta Miraflores. Los cantos religiosos y el olor a incienso se fueron perdiendo lentamente entre aquel espacio infinito que separa la tierra de los cielos, llevados por el viento de la desolación.

Caballeros de negras armaduras enarbolando en sus yelmos los escudos de armas más antiguos de las casas de Castilla, encabezaban la marcha, precedidos por crucifijos, teas, dignatarios oficiales y religiosos, cuyas oraciones y salmos mortuorios, el aire parecía llevarse por momentos. Atravesaron el arco de Santa María y ascendieron por la pequeña colina y cuando los primeros caballeros llegaron a la Cartuja, los últimos integrantes del cortejo aún no habían terminado de transponer las murallas de la ciudad.

Bajo el gran pórtico de Miraflores adornado con los escudos de León, Castilla y del rey Juan II, esperaban en fila los cartujos para dar la bienvenida al mausoleo al rey de los Países Bajos y consorte de Castilla.

Juana avanzaba derrumbada en un carruaje negro, tirado por caballos negros. El viento se filtraba por las pequeñas ventas sacudiendo las suntuosas cortinas negras bordadas en hilos de oro con los escudos de Castilla, León y Granada. Junto con el viento también se filtraron hasta los oídos de la reina, las palabras de dos de los médicos que cabalgaban a la par del carruaje real. Aquella conversación llegó impunemente hasta Juana, perturbándola.

—Oí decir que embalsamaron el cuerpo de Felipe de Habsburgo.

—Habéis oído bien. Lo han embalsamado.

—También se comenta que le han extraído el corazón, el que a estas horas irá viajando dentro de un precioso estuche de terciopelo y oro rumbo a Bruselas.

—Se le ha extraído el corazón y enviado a su padre, el emperador. No olvidéis que don Felipe fue el rey de los Países Bajos, durante mucho más tiempo que rey consorte de las Españas. Por lo tanto es el lugar donde debería dársele sepultura.

—Sin embargo donde está el cuerpo, debe estar el corazón.

Juana escuchaba atónita aquellas afirmaciones que parecían ser verdaderas y aunque el corazón de Felipe le pertenecía totalmente, más peligrosa era la posibilidad de que también le quisieran robar su cuerpo. Pero le dolió profundamente que no hubieran solicitado su autorización para extraerle el corazón amado.

Los flamencos no solo se habían llevado el corazón de Felipe de Habsburgo, sino cuanta pertenencia había traído consigo a España, arcones con tapices, armaduras, joyas, cuadros, caballos y vajilla, como un modo de cobrarse por los servicios prestados al difunto rey y que su doliente esposa no podía abonarles.

Aquello del corazón lo establecía el protocolo y sus médicos y embalsamadores se habían preocupado muy bien de no omitir tan terrible detalle.

Detenido el cortejo a las puertas de la iglesia del monasterio en medio de las letanías y rezos en latín de los monjes, el séquito fue ingresando dentro del recinto. Juana se ubicó detrás del féretro y caminó tras él hasta el altar. Allí se detuvieron todos, mientras los prelados movían ceremoniosamente sobre el ataúd los enormes incensarios de plata. Entonces Juana, con voz firme, dio la orden de que lo abriesen de inmediato.

—¡Abrid el féretro! Es una orden.

El temor de que le hubieran arrebatado el venerado cuerpo le produjo el vehemente deseo de comprobarlo y ante el numeroso y sorprendido cortejo se procedió a cumplir con la orden de la reina, abriendo la triple caja de plomo, madera y cuero.

En aquellos estremecedores momentos, la ansiedad parecía consumirle. Y cuando finalmente la triple tapa de la caja mortuoria se abrió, le vio allí, nuevamente, con el gesto sereno, como en sueños tranquilos y sobre su pecho, entre sus manos frías y apretadas, las dos flores de amaranto, símbolo de sus dos almas unidas para siempre.

Con manos ligeras y nerviosas rasgó los sudarios, pero ante la belleza insondable de aquel rostro, las fue aquietando y con la suavidad de un amoroso encuentro, abrió con delicadeza de una en una, las prendas que lo cubrían. Primero fue el jubón y luego sus camisas blancas y resplandecientes, en tanto el sol, filtraba sus destellos cegadores a través de los vitrales, hiriéndole los ojos.

De pronto sintió el dolor instalársele en el pecho a la vez que el corazón empezaba a latirle de un modo irregular, agitado. Entonces, sin saber por qué, metió sus dedos por debajo de la última camisa y abriéndola palpó su pecho helado, silencioso y la enorme herida le golpeó los ojos con su violencia. Allí, donde latiera su amado corazón de cuatro cavidades, no había más que una sutura cruel. Se lo habían arrancado brutalmente, ignorando su propia voluntad. Sin consultarle, ni tenerle en cuenta. Ignorándola.

—¿Por qué? ¿Por qué le habéis quitado su corazón que era mío? —y aquel grito acalló las plegarias y se estrelló entre las ojivas, volviendo a caer, para herirle los oídos con su eco.

Debió haberse desmayado porque al abrir sus ojos estaba mirando en dirección al sol, aunque una sombra se lo impedía y una voz resonaba cerca de ella.

—¿Juana qué os sucede?

De repente el murmullo de las oraciones y de los cantos creció hasta aturdirla. A lo lejos, perdiéndose entre el follaje de los altos pinos, la voz seguía repitiendo con el viento.

—Juana… Juana…

Quiso volver a mirar pero no pudo, la luz la enceguecía. De pronto volvió la oscuridad y creyó desvanecerse, mientras que por sus pensamientos daba vueltas la sombra, aquella sombra que se había colocado entre ella y el sol. Era la sombra de Felipe que volvía a marcharse nuevamente. Don Lorenzo Galíndez de Carvajal la sostenía con firmeza, tratando de que se recuperara. Los prelados la miraban con una actitud entre atónita y reprobadora. Juana se incorporó sobre el banco de piedras, bajo el sol del jardín de la Cartuja. El viento agitó los viejos y delgados cipreses y su silbido entre las ramas fue como un lamento fantasmal. Entre tambaleante y decidida, la reina se puso de pie y volvió a ingresar a la iglesia. Después de observar el rostro amado de su Habsburgo, dio la orden de que cerraran el féretro nuevamente.

Con frialdad y cortesía solicitó al obispo de Burgos le fuese entregada la llave del ataúd. Y fueron sus propias manos las que dieron la doble vuelta sobre la cerradura, colgándola de su cuello con una gruesa cadena de oro cual si fuese la joya más preciada. En tanto la llave se agitó en su pecho al compás de su angustiado corazón, Juana, dirigiéndose a los presentes, les habló:

—¡Ya tienen su corazón que podrán sepultar dónde lo deseen! Pero el resto es mío y jamás podrán quitármelo.

Y dando media vuelta salió del recinto sagrado en completo silencio, rodeada de sus damas de honor y su noble consejero. Subió al carruaje y ordenó el retorno a Burgos.

Septiembre finalizó como el peor de los meses vividos. El otoño se encargó de pintar todo de gris y la desolación comenzó a barrer la meseta burgalesa con su carga de nostalgia y soledad. El dolor se había apoderado de su cuerpo y de su alma, envolviéndola y transportándola a su feudo sombrío, inhabilitándola para aprender o entender otro idioma que no fuera el estar junto al cuerpo exánime de Felipe. Ahora recién comprendía que ningún dolor era igual a otro, ni el mismo dolor volvía a repetirse. El dolor que sentía por Felipe no lo había sentido jamás ni por sus hermanos Juan e Isabel, ni por su abuela la reina de Portugal, ni por su sobrino Miguel, ni por su propia madre.

Nada le importaba a Juana después del adiós a Felipe, por lo tanto resultaba extremadamente difícil comunicarse con ella para las cuestiones políticas del reino. En vista de estas circunstancias la desesperación se iba adueñando de los altos dignatarios que llegaban a diario hasta la Casa del Cordón. Cada nuevo día debían esperar interminables horas para poder entrevistar a la reina, que permanecía encerrada en sus aposentos y, una vez que lograban ser recibidos, les agradecía por sus servicios volviéndolos a despedir, mientras ella acumulaba distraídamente sobre las mesas los despachos, sin siquiera mirarlos.

Ante la inconmensurable dimensión de lo eterno, donde se había marchado Felipe, todo lo terrenal carecía de sentido. Las leyes que elaboraban las Cortes y sin las cuales el gobierno se veía imposibilitado de funcionar, debían ser presentadas ante la reina una y otra vez, hasta que después de tantas insistencias lograban que las firmara.

Entonces volvió a resurgir, amenazadoramente, el antiguo rumor de que Juana había perdido la razón. La locura atribuida a razones de hechizos y brujerías envolvió a la reina que desconsolada se iba consumiendo en una total indiferencia hacia la vida, olvidándose hasta de comer.

Sus camareras reales, asustadas ante tan extraño comportamiento, decidieron cambiar de tácticas. Todos los días, cual una atractiva ceremonia, en el espacioso comedor del palacio, rodeado por tapices pertenecientes a la reina Isabel I de Castilla, se encendían sobre la gran mesa dos magníficos candelabros de plata. (Desde el castillo de La Mota habían sido traídos varios tapices para deleitar los ojos de la reina triste. Entre ellos estaba aquel tapiz flamenco que ella le regalara a su madre en su primer viaje, siete años atrás: «La Misa de San Gregorio». Al morir la reina Isabel el tapiz había vuelto a Juana. Sus damas de honor no se habían animado a traer conjuntamente el tapiz tejido en oro, obsequio de la condesa de Ribadeo y los tapices que obsequiaran a su madre las hermanas de Juana. Tampoco descolgaron de los muros del castillo los famosos paños de Arrás, que Isabel de Castilla heredara de sus antepasados castellanos. Temían que la reina se disgustara. Pero lejos de causarle pesares, aquella actitud de sus damas hizo despertar en ella felices recuerdos que no deseaba dejar en el olvido. El resto de los tapices de la reina Isabel habían sido vendidos en la villa de Toro en una subasta, según la costumbre; y lo más exquisito de la colección enviado por orden testamentaria a la capilla real de Granada, mientras que los de menor valor habían sido comprados por personas desconocidas).

Una gran mesa, cubierta por un magnífico mantel de Damasco que llegaba hasta el piso, ofrecía a la indiferencia de Juana manjares exquisitos, tratando de atraerla.

Una suntuosa vajilla de plata reflejaba la luz de las velas y entre aquellas fuentes, Juana descubrió un día el manjar preferido de Felipe. Las pechugas de faisán en salsa frutada de almendras se ofrecían a su tentación.

—¡Faisán en salsa frutada! ¡Desde hoy y cada día quiero comer de este manjar!

Y su boca sintió el deleite de aquellos mismos sabores que daban al paladar de Felipe un gozo sin igual. Aquel plato era el preferido del archiduque y desde aquel momento también sería el suyo. La receta heredada de un viejo cocinero de Carlos el Temerario figuraba siempre entre los papeles más importantes del Felipe de Habsburgo, pues donde viajaba se la hacía preparar.

«Las pechugas de faisán deben ser doradas en mantequilla, condimentadas con sal, pimienta, jengibre y nuez moscada. Luego se cubren con frutas de la estación y se les agrega una pequeña cucharadilla de miel y otra de canela. Cuando la fruta ya está cocida, se las retira del fuego y se las cubre con una lluvia de almendras tostadas, finamente picadas».

Y así los rumores siguieron creciendo. Los trastornos que Juana sufría eran el blanco de todas las intrigas, pues no solo la reina ordenaba abrir el féretro de su esposo muerto para contemplarlo, sino que además solo comía hasta la saciedad de un solo manjar.

«La reina —decían las malas lenguas— espera cada día que su esposo abandone el mundo de los muertos y vuelva junto a ella».

«No hace otra cosa que pensar en él. Vive para él. Se olvida de que el rey está muerto».

Las calumnias seguían creciendo y quienes ambicionaban el poder y deseaban destruirla se vieron favorecidos con aquellos comentarios. Su padre, Fernando II de Aragón, aunque distante y recluido en Zaragoza, se mantenía informado a través de un nuevo espía perteneciente al séquito de Juana, López de Conchillos.

La reina volvía a ser espiada. Eternamente espiada, se encontrara donde se encontrara.

Sin embargo Juana gozaba de muy buena salud, lo que no quería decir que pudiera perderla si continuaban las fuertes presiones de los partidarios del rey Fernando que, tratando de intimidarla, afirmaban que padecía de locura.

Mientras tanto el reino se iba sumergiendo lentamente dentro de un oscuro abismo, demasiado abrupto y peligroso, pues la reina no tomaba las riendas del poder, descuidaba sus deberes y amontonaba sobre los escritorios despachos sin resolver. Siendo la suprema autoridad de España se negaba a obrar considerando que todo aquello carecía de importancia, comparado con el deber ineludible de trasladar a Granada los restos mortales de su adorado Felipe.

Llegar a Andalucía y dar sepultura oficial a su esposo excluía todo lo demás. Y para no sentirse sola y contrarrestar en parte aquel círculo de poder que tramaba despojarla de todo, se rodeó de un grupo de nobles damas, entre las que figuraban su hermanastra, Juana de Aragón; la marquesa de Denia; la condesa de Salinas y su nuera, doña María de Ulloa. Aquel grupo de solícitas mujeres sería el que la ayudaría a soportar en los días sucesivos las presiones y reclamos que todo el séquito flamenco le haría, al solicitar el pago de seis meses atrasados de sus respectivos salarios, para poder retornar a Flandes. Las arcas se habían agotado antes de morir Felipe, pues las Cortes no le habían concedido los cuatrocientos mil ducados para hacer frente a los gastos de aquel séquito y el mantenimiento de los dos mil hombres de su guardia. Y ante el temor de que aquellos flamencos, heridos en su orgullo, llegaran a profanar la tumba de Felipe exigiendo el pago de sus salarios, hizo que Juana tomara una drástica decisión.

Con un trazo de su pluma y el sacramental «Yo, la reina», despidió a todos los flamencos junto a los austríacos y húngaros, entre ellos al incondicional amigo de Felipe, el conde de Pest.

Solo un reducido grupo de altos dignatarios y eclesiásticos, junto al embajador de Flandes en España, Philibert de Veyre, fueron exceptuados, como los elegidos para acompañarla en España.

Las sospechas de que pudieran llegar a profanar la tumba de Felipe a modo de venganza, creció con las horas. Y antes de que el sol asomara sobre el horizonte, todavía en medio de las sombras, Juana, la reina, salió de la Casa del Cordón acompañada por Juana de Aragón, María de Ulloa y una reducida comitiva de escoltas.

Vestida de luto y montada en un caballo con gualdrapa de terciopelo negro, Juana y su comitiva atravesaron la puerta de Burgos. El frío del alba le golpeó la cara y la niebla y las sombras le golpearon su alma en completa soledad. Las tres mujeres vestidas de negro, con sus caras cubiertas por negros velos, se confundían entre las oscuras figuras de sus escoltas, todos cubiertos por largas capas con capucha. El silencio del viaje era denso, tremendo, triste. Solo se oía en aquella madrugada el ruido de los cascos de los caballos. Juana miró hacia la Cartuja y aquel pensamiento que durante las veinticuatro horas había intentado anular dentro de su mente, emergió en toda su lógica, sombría y terrible. «Estoy sola en Burgos, acusada de loca, junto a un esposo muerto, del cual también me quieren despojar».

Las campanas de la iglesia llamaron a primas quebrando el aire de la madrugada y los monjes se disponían a celebrar su misa diaria, cuando la reina y su cortejo entraron en el recinto. El silencio que se hizo fue absoluto. Juana caminó por la nave central sin despegar sus ojos del féretro que descansaba cercano al altar mayor.

A simple vista todo estaba en perfecto orden. Nada parecía indicar que aquella orda de enfurecidos flamencos hubiera pasado por allí, violando el eterno reposo del archiduque.

Su mente, ocupada de nuevo en el misterio y en el horror de aquella muerte temprana e injusta, dibujó una imagen y luego otra y otra, sin un esfuerzo consciente de su voluntad. La imagen de Felipe, lujosamente arropado y yaciendo en la fría caja de plomo, la invadía. De pronto su esbelta figura se paseaba por la nave central, pálida y fantasmal. Y como esperándola, extendía sus brazos cual dos alas, abrazándola. Felipe le sonreía y ella se abandonaba a ese amor intenso y desesperado que le daba la bienvenida a un mundo misterioso y oscuro. Entonces se aferraba a él, reteniéndolo, porque tarde o temprano se esfumaría en la nada. Era un vacío insoportable que la ahogaba y no la dejaba respirar. Era algo incomprensible, inabarcable. Felipe se había convertido después de su muerte en la nada, en la carencia absoluta de todo ser. Pero en su mente y en su corazón viviría para siempre y desde aquel lugar, la muerte no podría arrebatárselo.

—¡Quiero ver a mi esposo! —ordenó la reina imperativamente al prior de la Cartuja.

El religioso hizo una leve inclinación asintiendo con la cabeza.

Uno de los monjes se adelantó al resto y acompañó a las tres mujeres enlutadas. Juana, presurosa, descolgó de su pecho la pequeña llave en cadena de oro y extendiéndosela, esperó a que el fraile abriera la caja mortuoria.

Deseaba percibir cada detalle. Saber si el féretro había sido abierto. Si alguien lo había tocado o mirado. Los latidos de su corazón eran más intensos que nunca. El aire mismo parecía emitir pulsaciones cuando por fin la tapa se abrió y pudo verlo.

Felipe se hallaba en idéntica postura tal como lo había dejado, mansa y amorosamente entregado a ella. Y así rendida ante tanta belleza, no pudiendo contenerse, lo besó en la boca. Deseaba más que nunca que las luces del alba no se escurrieran a través de los vitrales, porque con las horas llegaría también el tiempo del regreso, de la despedida.

Volver a dejarlo solo, volviendo a quedarse sola.

El silencio era conmovedor. Las velas se reflejaban en mil destellos sobre el oro del altar y llegaban hasta los frescos donde una Virgen de los Dolores sostenía en sus brazos al Hijo muerto.

El mes de noviembre recién se iniciaba y los últimos pimpollos apretados de las rosas colgaban de sus espinosas ramas. Entonces Juana corrió hasta el jardín y, cortando seis de ellos, los depositó suavemente sobre las apretadas manos de Felipe que sostenían los dos incólumes amarantos. Aquellas manos también contendrían aprisionadas para siempre, su alma y su amor, desesperados.

—¡En nombre de nuestros seis pequeños infantes! —balbuceó con su voz entrecortada por la emoción.

Lo volvió a besar con ternura y dirigiéndose a doña María de Ulloa le pidió:

—¡Cerrad el féretro, doña María!

La mujer tomó la llave y dando una doble vuelta a la cerradura, volvió a entregarse a Juana, que la colgó de su cuello sobre su dolido pecho.

Reina de medio orbe, solo era dueña absoluta de una caja mortuoria. Aquella que guardaba los despojos de su amor y de su nada.

Cuando salieron al atrio, la claridad del alba había llegado bajo un cielo gris de plomo. El agua de la fuente parecía sólida, como de plata fundida y en ella se reflejaban las rosas y los árboles del huerto.