20

La despedida

La Coruña bella y contrastante continuaba de fiesta. Extendida entre imponentes rías, suaves colinas y verdes campiñas pobladas por bosques de robles, castaños, eucaliptos, encinas y alcornoques, con sus inolvidables costas atlántica y cantábrica, estaba vinculada desde el siglo VIII a las coronas de Castilla y de León. Funciones religiosas, verbenas, romerías, toros, juegos de pelota y bolos se celebraban a diario por sus habitantes, en su mayoría pastores curtidos y pescadores rudos, para agasajar a tan honorables huéspedes. La región había dado rienda suelta a la emoción y al entusiasmo, al recibir por vez primera en su tierra a los herederos del trono.

Los jóvenes archiduques de Austria, futuros reyes de Castilla, pisaban aquel suelo rumbo a su coronación en la ciudad de Toledo. Para recibirlos con todos los honores habían disparado al aire más de mil cañonazos y la música y las fiestas populares se extendían en cada aldea por donde el cortejo avanzaba.

Desde lejos podían divisarse con total nitidez las siluetas claras y altivas de las iglesias de Santiago y Santa María, recortadas llamativamente sobre los cielos límpidos y azules del reino de Galicia.

Al pisar su tierra entrañable con el murmullo del mar en sus oídos y el suave viento acariciándole la cara, Juana parecía recuperarse de aquel viaje tan agotador como penoso. En su pecho guardaba la secreta esperanza de que aquellos días se desarrollaran sin sobresaltos, en un ambiente tranquilo y sereno. Pero muy lejos estaba de imaginar el rosario de padecimientos que le aguardaba, amenazadoramente, dentro de su propia España.

El primer contratiempo había sido la ceremonia de la promesa. Todo había sido dispuesto para que Juana jurara los privilegios de la región gallega, antes de cruzar su puerta. Sin embargo, la reina se había negado rotundamente a realizar cualquier acto de gobierno sin el consentimiento de su padre.

Y cuando todos los allí presentes preguntaron por los motivos de aquella negativa, Juana respondió:

—Quiero que sepáis que no guardo hacia vosotros ningún rencor, pero juraré vuestros fueros, después de entrevistarme con mi padre. Antes de encontrarme con él no ejecutaré ningún acto de gobierno.

Y la gente agolpada a las puertas de la ciudad la vio pasar, entristecida, en la ventosa tarde de su llegada.

Sorprendidos, los pobladores de La Coruña comentaban sobre la decisión de la reina. Decisión que revelaba el verdadero motivo del viaje de los archiduques y dejaba al descubierto el quebrantamiento de la palabra de Felipe, pues la causa inicial del viaje había sido desde el principio el encuentro entre padre e hija.

«La reina debe gobernar sola, y a partir de ahora nadie podrá acusarla de no querer gobernar», comentaron muchos.

Mas si algo había que Juana no deseaba era gobernar sola. Nunca prescindiría de Felipe, y menos aún reinaría sin él.

El segundo contratiempo en suelo español fue la noticia poco grata sobre algunos problemas surgidos en Flandes. En caso de complicarse más la situación, Felipe tendría que retornar, abandonando a Juana a merced de los vaivenes políticos.

Sin embargo, la archiduquesa se mantenía firme en su postura de no ejecutar ningún acto de gobierno antes de entrevistarse con su progenitor.

Para el rey Fernando nada había significado que la flota que trasladaba a su hija y a su yerno desde Flandes hubiese atracado en La Coruña, en lugar de haberlo hecho en Cádiz, al sur de Sevilla, como lo tenía previsto. Situación provocada por las malas condiciones de los barcos después de haber soportado la tormenta de Calais. No obstante, los esperaba en su villa de Torquemada, eufórico por el nuevo enlace y rodeado por los arzobispos de Toledo y Sevilla, su noble y fiel amigo don Fadrique Álvarez de Toledo, II duque de Alba, el condestable de Castilla don Pedro Hernández de Velazco —duque de Frías—, el almirante Fadrique Enríquez y el conde de Cifuentes. Estos nobles apoyaban incondicionalmente al rey aragonés para que hiciera cumplir lo testamentado por su fallecida esposa, Isabel I de Castilla. Todos ellos reconocían en Felipe de Habsburgo un obstáculo para el reencuentro entre padre e hija. Y ante esas circunstancias, Fernando de Aragón no tuvo prisas.

Lejanas en el tiempo habían quedado las ansias y las urgencias para estrechar entre sus brazos a su hija, la más querida. A su memoria llegaban las imágenes de cuando lo aguardaba en alguno de los corredores de los castillos del reino y él la levantaba entre sus brazos preguntándole si siempre le amaría.

Pero otros eran los motivos que hacían latir su viejo y mezquino corazón.

Recluido en la villa de Torquemada junto a su bella y joven esposa francesa gozaba a todas luces de un prolongado y apasionante romance. Y bajo aquella aparente excusa fueron pasando desapercibidos los verdaderos y ocultos motivos de evitar, a toda costa y a cualquier precio, el encuentro y la concordia con los archiduques de Austria.

El sol de cada amanecer irrumpía sobre el horizonte iluminando los campos con sus apresurados destellos, como queriendo anunciar que el tiempo político de Juana había comenzado y que las situaciones difíciles se sucederían sin pausa, configurando un futuro incierto plagado de incertidumbres.

En los días sucesivos continuaron rindiendo pleitesía los duques de Nájera, de Béjar y del Infantado; los marqueses de Villena, Astorga y Aguilar; Garcilaso de la Vega y el conde de Benavente.

Aquella actitud de la nobleza alentó la victoria de Felipe que había convertido aquel acontecimiento político en un nuevo triunfo.

El reciente desposorio del rey Fernando había despertado el rechazo de muchos, pues era demostrativo del desinterés que sentía por su reino, su hija heredera y la memoria de su difunta esposa.

Las críticas implacables al monarca aragonés no se hicieron esperar, acarreándole más de un dolor de cabeza, un nuevo estado de frustración y un deseo inclaudicable de vengarse de sus nuevos enemigos: los archiduques de Austria, futuros reyes de Castilla, que habían llegado a España para desestabilizar su reino, aquel que por más de treinta años había gobernado junto a la reina Isabel.

Por aquellos días y bajo aquellas circunstancias pasó casi desapercibida y olvidada la muerte de un grande de España: Cristóbal Colón, acaecida en la hermosa y legendaria Valladolid, en tierras de Castilla la Vieja, otrora pertenecientes al histórico reino de León. Ignorado por el mismo rey, al que tantas glorias diera, emprendía el gran almirante esta vez y para siempre, el más largo y misterioso viaje hacia la desconocida eternidad.

Después de permanecer más de dos semanas en La Coruña, el trayecto a seguir por los archiduques continuaba siendo una incógnita para Fernando de Aragón, empeñado en descifrarlo a través de sus espías y emisarios. Pronto llegarían noticias de que el duque de Alba, partidario de Fernando, vendría a cortarles el paso a los flamencos y por lo tanto los archiduques decidieron marcharse cuanto antes.

El viento de la desconfianza comenzaba a traer los rumores de una guerra civil y solo hacía falta una primera chispa para extenderse por todo el reino. Juana sintió por aquellos días el estremecimiento que causan los ecos de las conspiraciones y, decidida a indagar las causas de tanta conmoción, citó de inmediato a su despacho a su antiguo tesorero, don Martín de Moxica.

—Decidme De Moxica, ¿qué acontece? ¿Acaso el archiduque y yo no hemos retornado a España, para ser coronados como los nuevos reyes de Castilla?

—Esa es la verdad, majestad. Pero existen opiniones diversas entre dos bandos divididos, capaces de generar una guerra. Si esta situación no se soluciona, la anarquía se erigirá en la dueña y señora de Castilla.

—¿Y qué expresan esas opiniones, capaces de embarcar al reino en un baño de sangre sin sentido?

—Majestad, desean que se cumplan las disposiciones del testamento de vuestra augusta madre.

—Y se cumplirán, don Martín. Pues así lo quiero yo, que soy la reina.

—Lamento informaros, majestad, pero es vuestro padre el que ha obligado a definir con urgencia esta situación. O gobernáis vos, señora, o entonces gobernará él.

—Si ese es el dilema, no veo entonces peligro alguno sobre el horizonte político de Castilla. Gobernaré yo, junto a Felipe —respondió Juana con firmeza, y se alejó hacia sus aposentos.

La situación se fue tornando cada día más insostenible. Fernando el Católico se mantenía distante y a resguardo con la certera esperanza de que a su hija se la acusara de loca, por la sola e inaceptable justificación de unas escenas de celos vividas en su lejana corte de Flandes.

Los nobles especulaban con aquella situación pues ante el más mínimo error, Castilla caería en sus ávidas manos restableciendo sus poderes y privilegios alrededor del trono del que saliera triunfante.

Esta vez fue el viento de la desolación el que sacudió las faldas de Juana y entonces comprendió que había llegado el momento de actuar sin demora, ayudada por Felipe, buscando un acercamiento con su esquivo contrincante: su propio padre.

Ante estos hechos sin definición que conmocionaban al reino, Felipe de Habsburgo decidió tomar las riendas de aquella confusa situación y entrevistarse con Fernando de Aragón. Y sin que Juana lo supiera, planificó aquella convergencia.

Se encontraron en las tierras verdes que domina el Duero, entre Puebla de Sanabria y Asturianos, en la comarca de Villafáfila, tierra de pastos tiernos y ganado bravío.

El fuerte sol del verano bañaba el viejo y curtido rostro del rey Fernando que había arribado acompañado de una reducida comitiva de doscientos caballeros, totalmente desprovista de armas. Una vez desmontado, el rey esperó bajo la fresca sombra de un monte de castaños (cercano a la fortaleza.)

Felipe apareció sobre el horizonte armado como para la guerra, con más de dos mil picas y mil alemanes a caballo. El rey palideció ante la presencia del archiduque, su declarado enemigo, pero al encontrarse frente a frente, ambos disimularon con ojos inexpresivos el odio que mutuamente se profesaban. Se abrazaron, se estrecharon las manos y haciendo gala de sus dotes diplomáticas, cruzaron el portal de la vieja iglesia de Villafáfila, adornada a ambos lados con los pabellones de las facciones en pugna.

Más allá, bajo la sombra de los árboles, les observaba el numeroso séquito del archiduque de Austria, enfundado en sus cotas de malla y, más alejada aún, la escasa comitiva del rey aragonés, resguardándose a la sombra de un viejo muro.

El ruido de las botas reales resonó en el frío recinto, redoblado por el eco. Seguidos por dos pajes, el arzobispo de Toledo y el señor de Belmone, don Juan Manuel, el rey y el archiduque se encaminaron hasta la sacristía, donde tres escribientes vestidos de negro les aguardaban, para dar inicio a lo pactado.

Cuando el último de los pajes hubo entrado, la puerta se cerró tras ellos.

Era el 22 de junio de 1506 y los rumores de paz comenzaban a circular con insistencia. Felipe de Habsburgo se había erigido en el artífice de la concordia. Durante varias horas permanecieron reunidos concertando las diferencias hasta llegar finalmente al arreglo que daría por terminados todos los enfrentamientos. Una vez conciliados los términos, ambos monarcas firmaron el documento que la historia conocería más tarde como el Tratado de Villafáfila. Estuvieron presentes durante toda la reunión el arzobispo de Toledo y el señor de Belmonte. En dicha concordia se manifestaba el acuerdo de paz entre los dos reyes, la negativa de Juana a gobernar y la decisión de ambos monarcas de impedírselo si así lo hacía. Fernando marcharía a Aragón y Felipe asumiría la regencia de Castilla.

Con la llegada del crepúsculo los séquitos continuaban esperando pacientemente, mientras el sol se ocultaba bajo amenazadores y oscuros nubarrones. Por aquellas horas ningún paso había vuelto a resonar por la vieja iglesia. Los grandes hachones fueron encendidos de uno en uno y con las primeras sombras de la noche, Fernando de Aragón y Felipe de Austria, acompañados por sus ilustres visitantes volvieron a aparecer bajo el arco de la puerta. El rey Fernando se detuvo un momento y, mirando a los soldados presentes, les habló.

—El encuentro ha concluido. Tanto el archiduque de Austria como yo hemos jurado que en el futuro estaremos en paz el uno con el otro. Caballeros, podéis celebrarlo si así lo deseáis. Yo por mi parte me marcho y me despido de vosotros.

El rey reaccionó con la falta de comprensión con que suelen encararse los asuntos desagradables. Aquel encuentro, más que un acuerdo, parecía una conspiración; y, sintiéndose derrotado ante la tremenda inferioridad numérica en que se había desarrollado, salió de la iglesia, montó en su caballo y junto a sus hombres galopó a toda prisa hacia Puebla de Sanabria. A lo lejos se escuchaban los gritos y vítores del séquito flamenco.

A pesar de aquella aparente victoria diplomática y rodeado por el júbilo de sus hombres, Felipe sintió que una terrible sospecha iba creciendo muy dentro de él. Sospecha que se iría incrementando durante el resto de vida que le tocaría vivir.

Juana desconocía aquel encuentro producido entre su padre y su esposo. Nadie se lo había comunicado. Nadie la había tenido en cuenta.

Cinco días más tarde, el 27 de junio, el rey Fernando de Aragón, acompañado por el arzobispo de Toledo y el señor de Belmonte, juró la concordia ante el altar de la iglesia de Villafáfila donde se habían reunido y tres días después, en la confluencia del Órbigo con el Esla, muy cerca de Zamora, en la villa condal de Benavente, Felipe hacía su juramento.

Por aquel acuerdo se establecía la paz entre ambos monarcas y se manifestaba la rotunda negativa de Juana a gobernar sola, advirtiendo que en caso de ser incitada por terceras personas a tener que hacerlo, fuese impedida hasta por la fuerza o privándosele de la libertad, si eso fuera necesario, «Así —concluía— se evitará la destrucción de los reinos».

Aquel tratado era para ambos monarcas una moneda de dos caras.

De un lado, el triunfo y del otro, la derrota. Allí se establecía que «Juana no podría reinar sola» y Felipe se aferró a esa frase, sintiéndose embargado por aires de triunfalismo, dado que se convertiría en el rey consorte de Castilla y si por lo ya acordado, Juana se negaba rotundamente a gobernar sola, solo restaba que él manejase convenientemente la situación, para poder reinar sin contratiempos… «De tener que hacerlo sola, le será impedido por la fuerza o hasta privándosele de la libertad…», y de esto se aferró su padre.

El rey Fernando planificó los pasos a seguir. Se desharía primero de su yerno, Felipe de Habsburgo, principal escollo para lograr sus propósitos y una vez que su hija Juana quedara sola, no sería difícil recluirla de por vida en alguna vieja fortaleza castellana. Pero mientras Felipe estuviera vivo, jamás consentiría que se privara a su hija de la libertad y de los derechos que le correspondían, pues no quería que su esposo y rey consorte asumiera como dueño y señor de los reinos castellanos.

Sin embargo, no había que despertar sospechas y mientras Felipe retornaba junto a Juana, Fernando de Aragón, antes de partir a Torquemada, daba a conocer un manifiesto dirigido al reino de Castilla, firmado por él, ante Tomás Malferit, Juan Cabrero y Miguel Pérez de Almazán, donde impugnaba y declaraba nulo el Tratado de Villafáfila. Aquel tratado, que obligadamente había firmado por encontrarse en desventajosas condiciones, era el resultado de una verdadera conspiración en su contra.

Juana, atónita, asistía al desarrollo de aquella lucha encarnizada entre su padre y su esposo por apoderarse de sus reinos. Llena de melancolía y en soledad, se encerró en sus aposentos vestida de riguroso negro, manifestando así, como un reproche, la profunda tristeza que la embargaba. Decidió escribir a su padre implorándole ayuda, pues ante tanta soledad, intrigas y ambiciones, necesitaba de su abrazo cariñoso y de sus palabras rectoras. Envió la misiva con su capellán pero fue interceptada por el archiduque.

Un dolor agudo punzó su corazón y atravesó su vientre, y el niño que llevaba dentro desde hacía tres meses se agitó con fuerza. Entonces recordó su estado. El sexto vástago Habsburgo-Trastámara se hacía sentir con real firmeza.

El camino a Toledo debía proseguir sin demoras. El séquito llegó a Benavente en vísperas de san Juan y se detuvo por quince días en el castillo aquel, desde cuyas ventanas se dejaban ver sus dos ríos, el Órbigo y el Esla que rodeaban aquella comarca, como abrazándola celosamente. En uno de esos días, Felipe asistió a la plaza de toros. Esa tarde, el cardenal Cisneros, que también asistía a la corrida, casi fue envestido por un toro, pero él permaneció imperturbable mientras el animal hería a otras personas que lo acompañaban. Y fue ese día al quedar sola que Juana sintió de pronto todo el peso del destino que se precipitaba sobre sus hombros. Avizoró que la tarde se iniciaba luminosa y soleada y decidió escapar. Escaparía a buscar consuelo en los brazos de su padre, el rey. Y guardando el secreto dentro de su alma pidió dar un paseo por los jardines que rodeaban el castillo. La guardia de la reina preparó los caballos y dio aviso a los nobles que la escoltarían, el marqués de Villena y el conde de Benavente. El paseo se inició serenamente. Al paso iniciaron la marcha bajo la sombra de los añosos árboles que se alternaba con extensos espacios de sol. El olor del campo, del pasto, las flores silvestres y la tierra húmeda penetraba por todos los poros de una Juana ávida de libertad. Pronto su caballo se fue adelantando como al descuido y los dos nobles fueron quedando atrás, conversando sobre la situación del reino. La reina, creyendo oportuno el momento, espoleó su caballo e inició su carrera hacia la liberación. Saltaría el foso y galoparía hasta Torquemada en busca de su padre para pedirle ayuda. Cruzó el abismo a la velocidad de viento y en un instante estuvo al otro lado de la profunda zanja. A la velocidad del viento escaparía del castillo donde la tenían prisionera. Escaparía de su esposo que solo pensaba en recluirla, de sus guardias que no dejaban de escudriñar todos sus movimientos, de sus nobles escoltas que actuaban delante de ella tratando de ocultarle la confabulación política en que se debatía el reino de Castilla. Pero sobre todo, escaparía del peso que aquella herencia ejercía sobre su discernimiento, enajenándola, acorralándola, sin darle tiempo a pensar y apartándola de quienes ella más amaba: de sus adorados hijos.

Dispuesta a escapar, galopó hasta el atardecer, pero sin rumbo ni camino seguro que seguir. Pasó por Villafáfila donde gritó el nombre de su padre a los cuatro vientos. Solo el eco de su voz le respondió y el ladrido de un perro al pasar a su lado. Siguió al galope y atravesó una aldea y, cuando ya la abandonaba, vio un molino de harina con una casa humilde y sencilla y allí se apeó del caballo y golpeó la puerta. Las primeras sombras de la tarde se alargaban sobre las paredes. La puerta se abrió y una tahonera se asomó por ella. Juana, cansada, le pidió refugió. La mujer se asustó al verla atravesar el umbral y, a punto de desvanecerse por lo imprevisto de aquella visión, interrogó con timidez a la reina.

—¿Quién sois, señora?

—Soy Juana. La reina.

La mujer retrocedió espantada. No daba crédito a lo que oía.

—¿Y vos, quién sois? —le interrogó la reina.

—María, la tahonera.

—María, necesito que me alojéis en vuestra casa. Necesito de vuestro techo.

—Majestad, me honráis con vuestra presencia, pero mi casa no es merecedora de vuestra dignidad.

—Sí que lo es, pues aquí me siento libre —respondió la reina.

Dos días permaneció Juana en casa de la tahonera.

Pero al segundo día, un estruendoso galopar puso a Juana en sobre aviso de que los guardias reales estaban llegando a buscarla. Felipe, mezclado entre todos ellos, desmontó del caballo. Con un gesto altivo avanzó despacio por el camino bordeado de piedras y empujó la puerta. En medio de la penumbra agudizó la vista, pero no distinguió a Juana, oculta entre las sombras de un rincón. Entonces interrogó a la mujer, que no podía articular palabra, sobre el paradero de la reina de Castilla.

—¿Habéis visto a la reina de Castilla?

Pero fue Juana quien respondió sumisa.

—Estoy aquí.

—¿Por qué habéis huido?, Juana.

—Buscaba el camino que me llevara a mi padre.

—¿Por qué lo habéis hecho?

—Necesito reencontrarme con él. Necesito que me ayude a gobernar Castilla.

—¡Os habéis vuelto loca, Juana!

—¿Por qué me agraviáis así?

—No lo digo yo, Juana. Lo dice la gente.

—¿Qué gente? Mi tesorero De Moxica que escribió el maldito diario que vos le obligasteis. O mi padre que divulgó nuestra vida ante las Cortes del reino. Vosotros sois quienes me estáis volviendo loca.

—Regresemos a Benavente. Se está haciendo la noche.

—No regresaré a ese castillo, simplemente porque no ingresaré en ningún castillo del reino de donde me sea impedido salir.

—Sois la reina. Y vos ordenáis.

—Pero vos os empecináis en hacerme pasar por loca y quedaros con el trono. Mas no podréis, Felipe. Porque nunca podréis quedaros con algo mío y que yo no tengo.

—¿Qué estáis diciendo, Juana? He firmado hace unos días con vuestro padre el Tratado de Villafáfila, por el cual él se retirará a Aragón y nosotros reinaremos sobre Castilla.

—Os digo que no podréis quedaros con mi reino, si yo aún no he sido jurada por las Cortes. Y todo lo que hagáis a mis espaldas nunca dará frutos buenos.

—Me acusáis de confabulación, de que deseo dejaros prisionera en un castillo y reinar solo sobre Castilla. Pues estáis equivocada. Y para que veáis el error que estáis cometiendo, voy a deciros que no regresaremos al castillo de Benavente. Partiremos de inmediato a Valladolid.

Juana miró el fondo de aquellos ojos azules que parecían sinceros y el amor afloró con la pasión de aquella noche lejana en el convento de Lier. No podía dejar de amarlo. No podía dejar de creer en él. La tahonera los miraba asustada. Juana, sacándose una sortija de su dedo, se la obsequió a la mujer que se mostró agradecida y asombrada.

—Jamás olvidaré el haberos conocido, majestad.

—Tampoco yo —respondió con tristeza Juana.

El séquito montó en sus caballos y partió raudo en medio de las sombras. La noche se aproximaba aceleradamente. Se alejaron al trote flanqueados por los guardias, el marqués de Villena y el conde de Benavente, mientras los perros ladraban al repiquetear de los cascos.

El viaje continuó hasta Mucientes, poblado cercano a Valladolid. Ante tantas intrigas y conspiraciones urgía que Juana fuera coronada reina. El archiduque se esforzaba para conseguir su consentimiento, mientras ella se negaba a aceptar. Sin embargo ocultas intenciones favorecían el accionar del Hermoso, pues si Juana era jurada reina, él sería coronado rey consorte y gobernaría sobre Castilla.

Después de reflexionar en la situación en que se hallaba, Juana decidió actuar y presentarse ante las Cortes de Valladolid dos días más tarde, para ser jurada como reina propietaria de Castilla. Los archiduques avanzaron frente a las perpetuas Cortes del reino tomados de la mano, pero antes de prestar el juramento, Juana se saltó las normas de la ceremonia y dirigiéndose hasta las gradas donde se hallaba el trono, ante el gesto de sorpresa de todos los presentes, los interrogó:

—Vosotros, todos los que hoy os habéis reunido ante estas Cortes castellanas, ¿me reconocéis como la hija legítima de Isabel I de Castilla, reina vuestra ya fallecida?

—Sí, majestad, todos los aquí reunidos, en representación de todo el reino, os reconocemos como su legítima heredera —respondió quien presidía las Cortes.

—Si así lo hacéis, entonces os ordeno que marchéis a Toledo y me esperéis para jurarme fidelidad, pues en Toledo seré coronada. Y yo juraré allí todas vuestras leyes y derechos.

Los comentarios brotaron en el recinto. Reconocían la capacidad de la reina Juana de elegir Toledo, para ser coronada reina de Castilla, ya que Toledo era la ciudad más adicta a la reina, así como la capacidad para discernir ejercer el gobierno de su reino con entera decisión. Después de haber dado esta respuesta, el peso abrumador de la responsabilidad de reinar le invadió el alma. Nunca reinaría sola, nunca prescindiría de Felipe, aunque las intenciones del archiduque o de su padre fueran apartarla del camino abierto por su madre, en sus últimas decisiones testamentarias.

El miedo y la confusión la invadieron nuevamente. Volvió a vestirse de negro y ordenó cubrir de paños negros las paredes de sus aposentos. Vestir de luto, rodearse de oscuros, le daban tranquilidad y entendimiento a su alma.

Ante aquellas circunstancias los procuradores del reino solicitaron a Juana los atendiera en audiencia. Audiencia en la que estuvo presente Felipe de Habsburgo. Las inquietudes con que se presentaron ante la reina afloraron de inmediato. La interrogaron si pensaba reinar sola o con su rey consorte, a lo que Juana respondió que no tenía interés de que Castilla fuera gobernada por flamencos, y dado que ella era la esposa de un rey flamenco, pediría ser reemplazada por su padre, hasta que su hijo Carlos cumpliera la mayoría de edad.

La otra inquietud que movilizaba a los procuradores era si la nueva reina de Castilla se vestiría a la usanza castellana, a lo que Juana contestó que lo haría desde el mismo día en que fuera jurada en Toledo. La tercera pregunta fue sin duda la que más conmoción produjo, ya que al interrogarla sobre si tomaría a su servicio a las damas y doncellas de la nobleza castellana, Juana se opuso tajantemente y manifestó que mientras ella viviese, ninguna dama o doncella pisaría su casa, pues nadie mejor que ella conocía a su Hermoso Habsburgo.

Felipe asistió sorprendido a las respuestas de Juana. Ya partir de aquel momento, la incomunicación entre los esposos fue total.

Juana recibió las confidencias de su secretario privado de que el archiduque aprovechaba ese periplo por las tierras castellanas, para levantar las opiniones y firmas de los grandes, influenciados por él, para declarar demente a Juana y recluirla en un castillo. Juana insistió en saber el nombre de aquellos que apoyaban a su esposo en el intento por relegarla detrás de los gruesos muros de una fortaleza. Su fiel secretario decidió no herirla y le dio los nombres de aquellos nobles y grandes de España que apoyaban su coronación, como reina legítima de Castilla. Uno de ellos era el almirante don Fadrique Enríquez, que se negó rotundamente a firmar un documento repleto de acusaciones que le tendía Felipe de Habsburgo, y solicitó con justicia entrevistarse con la soberana.

El almirante se presentó ante la reina quien lo recibió en la residencia de Mucientes, acompañada por el arzobispo de Toledo, Francisco Ximénez de Cisneros, por quien Juana seguía sintiendo un rechazo instintivo. La audiencia fue extensa y durante las horas que se prolongó, Juana mostró interés y conocimiento de todos los temas tratados. Se acordó continuarla al día siguiente. Las conversaciones se extendieron por un total de doce horas, al cabo de las cuales, el almirante elevó un informe al archiduque, donde daba su palabra de honor de que durante las extensas audiencias que les fueron concedidas por la reina Juana, jamás escuchó de su boca nada inapropiado. Se mostró muy atenta a todo lo que el almirante le dijo y cuando don Fadrique le aconsejó que tratara de tomar las riendas del reino, dejando atrás todas las desavenencias con su esposo, que tanto mal causaban a Castilla, Juana se declaró dispuesta a corregir sus actitudes.

Sin embargo la terquedad del archiduque afloró una vez más, disintió con el gran almirante y ratificó sus deseos de encerrar a Juana, presentarse solo en Valladolid y ser coronado en solitario, para solucionar de una vez por todas los problemas del reino castellano. Lo que Felipe deseaba era ser rey efectivo, no rey consorte.

El bueno y noble almirante defendió a Juana y respetuosamente aconsejó al archiduque no la separase de sí, pues la hija de Isabel I de Castilla había venido a España para reinar y no para ser encarcelada. El hecho de querer enclaustrarla en un castillo causaría sin duda la perturbación del reino y, si así sucedía, solicitaría su pronta liberación. Y si los celos eran una de las causas de sufrimiento de la reina, el aislamiento sería mucho más perjudicial para su mente y su alma. Pero fue en vano. Todo consejo de parte del gran almirante hacia el archiduque resultó infructuoso. Las conversaciones fueron inútiles y las palabras cayeron en un abismo que se perdió en la indiferencia de un esposo ambicioso que solo aspiraba a reinar solo.

Juana volvió a autorecluirse, a no hablar. Estaba segura de ser espiada, controlada, vigilada, en cada una de sus acciones. Cada día que pasaba su libertad se iba restringiendo un poco más, hasta ahogarla y oprimirla. Todos los grandes que apoyaban con su fidelidad a la reina fueron paulatinamente sufriendo el escarmiento. El procurador de Toledo, don Pedro López de Padilla y leal caballero de la reina Isabel, fue desterrado de la corte, al igual que el duque de Medina-Sidonia, el conde de Ureña, el conde de Cabra y el marqués de Priego, que le habían jurado fidelidad y no permitir jamás que su reina fuera encarcelada. Ante la gravedad de la situación, Juana desistió de seguir hacia Toledo y decidió regresar a Valladolid para ser coronada soberana. El archiduque aprobó de inmediato la intención, pues plantearía ante las Cortes la necesidad de que le otorgaran cuatrocientos mil ducados para el mantenimiento de su séquito y los hombres de su guardia.

Entraron en Valladolid el 12 de julio de 1506. Varios nobles les esperaban para acompañarlos bajo palio y con los estandartes de los reinos ondeando al viento. Pero Juana ordenó que se retiraran los que precedían al archiduque, pues solo ella era reina propietaria de Castilla y ante quien podían flamear las banderas reales. Vestida de negro, con un velo que le cubría el rostro y montada sobre un caballo blanco, era la viva imagen de la tristeza.

Frente a la iglesia de Valladolid y ante el arzobispo Cisneros, Juana advirtió que al salir de la iglesia, Felipe, por ser su legítimo esposo, sería el rey consorte de Castilla, y su hijo Carlos su heredero. Pero solo ella sería la soberana total de sus reinos, incluidos todos sus súbditos, el rey consorte y el príncipe heredero, pues sin su presencia en este mundo, ellos no tendrían ningún poder sobre aquella herencia. También le reprochó al prelado su actitud de haberse adherido al bando de Felipe de Habsburgo, a lo que el arzobispo respondió que no apoyaba a ninguna facción, sino el fortalecimiento del poder real.

Juana recibió la fidelidad de sus súbditos, pero no fue coronada en Valladolid. El acto de la coronación se llevaría a cabo en Toledo, la ciudad más adicta a la reina castellana. De este modo daría inicio en España la dinastía de los Austria.

Pero la soledad tremenda de su alma era imposible de sobrellevar ante tantas horas despojadas de afectos y pobladas de incomprensión. Hasta los oídos de Juana llegaron nuevamente los rumores de que Felipe insistía en encerrarla, argumentando su incapacidad para gobernar. Pero una vez más salió en defensa de la desdichada reina el almirante de Castilla y los partidarios de Juana, quienes le denegaron a Felipe la posibilidad de recluirla. Sin embargo el archiduque continuaba adelante con su plan. Nada ni nadie iba a cambiar el rumbo de sus decisiones.

Por aquellos días, la marquesa de Moya, Beatriz de Bobadilla, amiga de la infancia de Isabel I de Castilla, fue forzada por el Hermoso Habsburgo a abandonar el alcázar de Segovia, con el solo propósito de poder recluir en él a la reina Juana.

Felipe deseaba que aquel magnífico castillo pasara a manos de su favorito e inseparable amigo, don Juan Manuel, señor de Belmonte. Pero la anciana mujer, negándose, adujo que solo la reina podía disponer de aquel castillo, el cual había sido cedido a su custodia por la inolvidable Isabel. El alcázar fue sitiado, mientras el séquito continuaba el camino hacia la villa de Coceges del Monte.

A la entrada de aquella villa, intuyendo Juana las ocultas intenciones de su real esposo, decidió no pernoctar allí. El temor a quedar prisionera en aquel desconocido y olvidado castillo, hizo que se quedara sobre su caballo toda la noche en vela y a la intemperie, trotando de un lado a otro, presa de la desesperación. Desesperación que se acrecentó cuando fue informada de que el alcázar de Segovia estaba en manos del señor de Belmonte. El séquito se alojó en el monasterio de La Armedilla de los Jerónimos.

No muy lejos de allí se hallaba Burgos, ciudad a la que Juana puso de manifiesto el deseo de visitar. El archiduque, cumpliendo con las órdenes, no se opuso, con el solo propósito de no despertar sospechas. Tarde o temprano alcanzaría su propósito. Y desistiendo de continuar la marcha hacia Segovia, Felipe aprobó el camino hacia Burgos.

El frío de la noche en la villa de Coceges del Monte enfermó a Juana y los forzó a detenerse en Tudela del Duero para que la reina reposara. Felipe montó en cólera. Obligado a permanecer junto a ella, a vigilarla, a no perderla nunca de vista, tuvo que dar las audiencias a los nobles que le visitaban en un lugar nada apropiado a su dignidad real.

Aquel año había sido para España de malas cosechas y la propagación de la peste sumía a la población castellana en una grave situación de hambre y mortandad. El clima ya no era festivo y los ecos de la llegada de los reyes se iban apagando poco a poco.

Dos meses más tarde y después de varias horas de camino, la noche, cual manto de terciopelo tachonado de luces, los sorprendió a las puertas de Burgos. Era septiembre, el otoño se insinuaba en el aire frío, en las hojas secas que se arremolinaban en los recodos de los caminos y en los cielos límpidos despejados de nubes. El río Arlanza corría mansamente, mientras la luna con su palidez bañaba el viejo monasterio de las Huelgas, fundado por Alfonso VIII, tres siglos antes.

Aunque la situación política interna no lo aconsejaba, Juana había pedido a Felipe que tomaran unos días de descanso debido a su estado. Felipe la había complacido a la vez que aprovecharía la oportunidad para recibir, en cada ciudad en que se detenían, a nobles y embajadores partidarios de su causa. En el verdadero corazón de Castilla, de la Castilla del Cid nacido en Vivar, en el Valle del Arlanza, a orillas del Arlanzón, se levantaba sobre una meseta la bella ciudad burgalesa. En su magnífica catedral gótica descansaban para siempre los restos mortales del Cid Campeador y de su esposa doña Jimena. Un poco más lejos, los campos cultivados de trigos y de vides, silenciosos y mágicos durante la noche, se transformaban durante el día en el centro de la vida diaria de cientos de campesinos. Parecía que la ciudad tenía algo inexplicable de fortaleza, de altivez, de melancolía y misticismo. Allí descansarían unos días y, si el buen tiempo no los abandonaba, llegarían a Toledo para cuando los ciruelos, higueras y durazneros preñados de sus frutos ofrecieran sus jugosas pertenencias a quienes quisieran cortarlos con sus manos.

El séquito cruzó el arco de Santa María, la famosa puerta de Burgos, desde donde miraban con sus ojos de piedra al visitante las estatuas de los grandes de Castilla. Era el 16 de septiembre del año del Señor de 1506. Se hospedarían en la suntuosa residencia del duque de Frías, don Pedro Hernández Velazco, condestable de Castilla y su esposa, Juana de Aragón (una de las tantas hijas e hijos ilegítimos del rey Fernando, por cierto, todos ellos poseedores de una inmensa fortuna y hermanastra de la reina Juana).

La espaciosa Casa del Cordón, que así se llamaba el palacio, era una magnífica construcción que había sido diseñada por el arquitecto musulmán Mohamed y debido al cordón franciscano de la Tercera Orden que decoraba siempre las fachadas de las casas de los condestables de Castilla, era conocida en Burgos por aquel nombre singular. (La reina Isabel había recibido allí, en una oportunidad, al almirante Cristóbal Colón).

Felipe no deseaba ni tenía las mejores intenciones de mantener un trato afable y cordial con aquella hermana bastarda de su esposa, por lo que consideró conveniente enviar una misiva por adelantado, con la orden tajante pero cortés, informando a los duques de Frías de que los reyes de Castilla serían los huéspedes de su palacio por una o dos noches, a partir de aquella.

«No deseando incomodar, ni obligar a pasar incomodidades a los honorables duques de Frías, en vista de lo numeroso de nuestro séquito y dado que tan amablemente ponéis a nuestra disposición vuestra confortable residencia, aprobamos vuestros deseos de residir en otra parte durante nuestra visita a Burgos, lamentando privarnos de vuestra amable presencia».

De manera poco afectuosa y por demás estricta, los duques de Frías habían sido expulsados de la Casa del Cordón y la atmósfera política había vuelto a enrarecerse. Solo pusieron como condición que Juana no fuera privada de su libertad. Con maldiciones y protestas guardadas en su interior, el condestable de Castilla y su esposa se marcharon por una puerta, mientras Juana, Felipe y su corte entraban por la otra.

Burgos, la antigua capital del condado y del reino de Castilla, se hallaba enclavada en la ruta de peregrinaje a Santiago de Compostela. Monjes mendicantes, peregrinos, mendigos, penitentes, bufones, campesinos, prostitutas y juglares transitaban por aquellos caminos que conducían a la tumba del apóstol.

Era época de uvas maduras y la primera mañana en aquella ciudad mostró una tierra casi roja de cielos cárdenos que, con el transcurso de las horas, fueron poniendo livideces sobre las apretadas construcciones. Por la tarde el archiduque salió de caza y al regreso hizo un partido de pelota con un fornido vizcaíno llamado Juan de Castilla y otros amigos. El calor insoportable tentó al Hermoso a beber un vaso de agua helada. Por la noche, los archiduques de Austria y flamantes reyes de Castilla dieron una gran fiesta, a la cual fue invitada toda la nobleza local, afanosa por demostrar su evidente aprobación a los jóvenes monarcas.

Juana sería una reina eficiente que obraría en consecuencia con mano firme. Tal energía manifiesta auguraba un buen futuro para una España unificada. Junto a Felipe de Habsburgo formaban una joven pareja y no hubo quien no pensó que aquel reinado sería largo, próspero y tranquilo. La monarquía española parecía que estaba a punto de alcanzar una dimensión casi universal, y España estaba indudablemente en posición de desempeñar el rol de cabeza de la cristiandad.

La fiesta transcurrió entre el brillo de las velas y los acordes de los laudes, el bullicio de los invitados y las fuentes repletas de faisanes asados. Y el vino corrió por las copas que se alzaron para brindar, por los futuros reyes de Castilla. La luz mortecina del alba sorprendió a los flamencos y burgaleses embriagados y soñolientos después de aquel festejo de bienvenida.

En los campos cercanos los viñedos habían comenzado a cambiar sutilmente el color de sus hojas, mientras los racimos fermentaban en los lagares esperando el momento de volverse vino. Un vergel de limoneros se reflejaba sobre las cristalinas y mansas aguas del río y un grupo de mujeres trasegaba el esparto sobre la orilla. El viento del poniente, caluroso y seco comenzaba a soplar, mientras una bandada de tórtolas, cegada por el sol, se posaba sobre los olivares.

Cuando las campanas de Santa Gadea, en cuyo solar había hecho el Cid su histórico juramento, llamaron a tercias, Felipe se levantó cansado por las escasas horas de reposo. Sus sentidos estaban embotados y tenía la espantosa sensación de no poder respirar profundamente. Algo mareado salió al inmenso patio de los naranjos y aspiró con dificultad el aire tibio y perfumado de sutiles aromas. Juana aún dormía, entonces decidió salir a cabalgar. Tal vez el campo, la brisa suave de los últimos días del verano y el paisaje sereno, lograrían reanimarlo. Pero nada de esto sucedió y regresó temprano a la fresca sombra de la espaciosa estancia.

—Juana —dijo casi en un susurro—, no me siento bien. Por momentos estoy con escalofríos y, por otros, muy afiebrado. Me cuesta respirar y me cuesta tragar. ¡Tal vez anoche me excedí con manjares y bebidas! El estómago me duele y la cabeza no deja de darme vueltas.

Juana le miró y en aquel rostro demacrado y sudoroso vio unos ojos azules que parecían mirarla desde el otro mundo. De un salto estuvo de pie.

—Venid amor mío, descansad. Llamaré al médico. No creo que os hayáis excedido, apenas habéis comido y casi nada habéis bebido —y poniendo una mano sobre su frente, notó que la fiebre era muy alta.

—¿Recordáis cuando os brotasteis con el sarampión?, también os dio la fiebre —dijo para tranquilizarlo.

El médico del archiduque, Ludovico Marliano Milanés (posteriormente obispo de Tuy), certificó que la causa de aquel malestar provenía del exceso de ejercicio, en clara referencia al juego de pelota que gustaba practicar el Hermoso. También le revisaron otros médicos de la corte, pero no arriesgaron ningún diagnóstico certero, tal vez era una indigestión o una angina.

Junto al lecho de Felipe, Juana pasó el resto del día y la noche siguiente. La frescura del alba de un nuevo amanecer se filtró por la ventana. Detrás de las murallas los pastores y sus rebaños se alejaban, atraídos por las verdes hierbas de la meseta. Mientras, el duro bronce de los cencerros parecía envolverlo todo con su música clara y sonora.

Sin embargo las luces del nuevo día, lejos de traer alivio para el enfermo, trajeron un calvario.

—Juana, ¿qué miráis?

—Miro los pastores y sus ovejas.

—Mirad mis ojos, Juana, que tal vez nunca puedan volver a miraros.

—Quise mirarlos, pero dormíais. Toda la noche estuve velando a vuestro lado.

—Permanecí con los ojos cerrados, pero no he dormido. El sufrimiento que padezco es imposible de describir. Es como si un fuego me quemara el estómago y una espada atravesara mis entrañas.

—Felipe, ¿qué dicen los médicos? ¿Qué os ha causado tanto daño?

—Ellos no dicen nada. Pero yo sé que es la muerte que viene a buscarme, Juana. Siento dolores de infierno y temo que todo vuestro amor no logre salvarme, ni modificar mi destino. En estos momentos, a los cuales siento como los postreros, solo un pensamiento domina mi mente: perdurar. Dejar una huella. Esto es lo que más deseo al llegar al final del camino, por encima de todo. Y es aquí, en España, de donde yo espero, aunque más no sea, una sombra de supervivencia. Cuando haya muerto y también hayan pasado los años y con ellos los siglos, mucha gente vendrá a contemplar esta tierra y a recordar nuestra vida. Y me gustaría que mi nombre, mi recuerdo, se uniera a todas estas cosas, pero sobre todo, se uniera a vos, Juana y, al contemplarlas, ayudaran a pensar en nosotros.

Juana ocultó sus ojos llenos de lágrimas y guardó silencio.

Felipe ansiaba fervientemente que aquellos dolores desaparecieran, porque la marcha debía proseguir hasta Toledo, a fin de que se llevase a cabo la ceremonia de la coronación.

De pronto Juana tembló de miedo al recordar aquel sueño, donde nueve años atrás lo había soñado muerto. Sintió que la invadía la desesperanza, el miedo y el terror, pero trató de sobreponerse y demostrar serenidad. En el claustro había aroma de alcanfor.

—Nada debéis temer, amor mío. Sois fuerte. Pocas veces habéis enfermado y siempre habéis sanado.

—Esta vez no sanaré, Juana.

Al verlo sufrir así ella olvidó el cansancio. Olvidó su sexto mes de embarazo. Olvidó sus hijos de Flandes. Olvidó sus reinos. Olvidó todo.

Si Felipe llegaba a morir, ella también moriría.

Y un poema, aquel que escribieran sus manos temblorosas el día en que se conocieron, resbaló de sus labios hasta desvanecerse en el aire.

«Si murieseis algún día,

no quiero saberlo nunca,

quiero morir yo primero

para esperar en la tumba.

Mis frías manos dormidas,

querrán apretar las vuestras,

y en aquel trágico encuentro

de manos y labios yertos,

volver a amarnos de nuevo

en el mundo de los muertos».

La agonía de Felipe continuaba y la desesperación de Juana no lograba aliviar en nada aquellos tremendos dolores.

—Juana… mi Juana… —repetía Felipe. Y fue empeorando aún más, en los días que siguieron.

La fiebre devastadora lo iba consumiendo lentamente, mientras los vómitos se incrementaban hasta dejarlo agotado. Por momentos su rostro era un fuego, rojo e hirviente y, por otros, un hielo, blanco y helado.

Los síntomas parecían intensificarse con el transcurso de las horas, a tal punto que parecían sobrepasar los límites de la tolerancia humana. El trágico diagnóstico de los médicos se contrapuso a los deseos de Juana, mientras Felipe soportaba aquel suplicio con varonil resistencia, ahogando en su interior los gritos de dolor.

—El cardenal primado nos estará esperando con las coronas en sus manos. Espero que vuestra excelencia no se canse demasiado —dijo Felipe con voz agotada, tratando de alegrar en algo las angustias de Juana—. Y tendrá que seguir esperando, pues no me creo con fuerzas de reemprender el camino mañana.

—Descansad amor mío, no os preocupéis. No hay prisa alguna, solo vuestro bienestar es lo que cuenta —y con un pañuelo, Juana secaba las gotas de sudor del rostro cansado y moribundo de su amado esposo.

Su médico personal, Ludovico Marliano Milanés, seguía expresando que la enfermedad que aquejaba al archiduque era el exceso de ejercicios. A un partido de pelota y a un enfriamiento, se le había sumado un viaje agotador desde Flandes, partidas de caza, ceremonias en cada una de las poblaciones, fiestas y agasajos. Mientras el médico de cabecera del rey Fernando, el doctor Parra, afirmaba que era una inflamación de los pulmones, complicada con anginas.

A Felipe se le llenó el cuerpo de manchas negras. Los vómitos prosiguieron cada vez con más frecuencia y las cataplasmas frías, las purgas de euforbio y las dolorosas sangrías, terminaron por martirizar aún más su suntuosa agonía.

Como un rayo destellante, una palabra mortal cruzó por la mente de Juana: envenenamiento. Tal vez el condestable y su hermanastra, al ser expulsados sin demasiados miramientos. Tal vez los nobles partidarios de su padre, o tal vez su mismo padre, al que motivos no le faltaban para deshacerse de Felipe. Pero, ¿quién, de todos?

Para llevar adelante tan desleal accionar, en aquel lugar y sobre la persona del rey, esposo de la reina de Castilla, hijo del emperador y yerno de los Reyes Católicos, el golpe solo podía ser dado por alguien tan poderoso o más poderoso que él.

Y así, al verle morir de a poco, también Juana olvidó sus ausencias y rencores, olvidó su obsesión por arrebatarle sus reinos, olvidó los suplicios sufridos por causa de sus celos y olvidó los enclaustramientos a que la había sometido.

A partir de aquellas trágicas horas de agonía, traducidas en una amorosa congoja, viendo escurrirse la vida de Felipe a través del último aliento que le quedaba, Juana comenzó a probar las medicinas y alimentos que los médicos le daban. Y mientras él resistía estoicamente y en silencio los terribles espasmos que lo agobiaban y le obligaban a doblar las rodillas sobre su dolorido vientre, ella permanecía a su lado, día y noche, durmiendo apenas unas pocas horas, sin siquiera desvestirse.

Los rumores de que Felipe de Habsburgo había sido envenenado llegaron hasta el imperio. El conde de Fürstenberg escribió al emperador Maximiliano comentándole los temores que embargaban al archiduque respecto a este tema, y el emperador, con honda consternación, envió una misiva a su hijo y a Juana, preguntando si se habían tomado los suficientes recaudos para defender a los futuros reyes de Castilla de los posibles y traicioneros atentados.

El rumor corrió por toda Europa, pero lejos de desvanecerse fue tomando vigor, mientras el estado de Felipe se tornaba desesperante.

—Debéis comer algo para poder vivir. Esforzaos, por el amor de Dios —imploraba Juana y probaba cada uno de los manjares, antes de ofrecérselos.

Felipe entró en agonía. Agonía de muerte.

Consciente de la gravedad del caso, Juana rechazó el destino. Rechazó la muerte, porque la muerte era la nada, el desprendimiento de la vida, de la vida de Felipe por la cual ella vivía. Si él se marchaba dejándola para siempre sola, nada volvería a tener sentido. Ni siquiera su propia existencia.

Rezaba en cada momento, mientras Felipe parecía marcharse inexorablemente por el largo y oscuro camino que deben transitar todos los que dejan este mundo. Con sus jóvenes veintiocho años, se iba definitivamente de su lado.

Y aquellos labios afiebrados, los mismos que la habían sumergido en una constante de amor y de placer, en medio de los soporíferos que le suministraban los médicos, no dejaba de repetir hasta el cansancio: «Juana… amor mío…».

La fortaleza puesta de manifiesto ante tan terribles dolores y su varonil entereza, al no claudicar ante el mal, ocultaban a los ojos de los médicos síntomas que bien podrían haber sido de otro modo, reconocidos por los galenos, como la inflamación mortal de intestinos, que si bien no se curaba con ninguna intervención quirúrgica, se conseguía sanar, en contadas ocasiones, con aplicaciones constantes de hielo sobre el vientre.

Juana, en su desesperación, deslizó secretamente a sus médicos las sospechas del envenenamiento. Los viejos facultativos, acariciando sus mentones, afirmaron con sus cabezas.

El archiduque de Austria, hijo del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, rey consorte de las Españas, resultaba ser un blanco aglutinador de poder, muy probable de sufrir un asesinato.

Mientras la existencia de Felipe se iba extinguiendo demasiado a prisa, los nobles del reino, partidarios del archiduque, acudieron al castillo de Ximénez de Cisneros, convocados por orden del influyente arzobispo de Toledo. El problema sucesorio fue planteado con claridad por el augusto prelado y las opiniones se dividieron como las aguas de un delta. Los españoles y flamencos adictos al archiduque decidieron nombrar rey sucesor, al príncipe Carlos de Habsburgo que continuaba recibiendo una esmerada educación en Flandes. Las encargadas de este especial esmero eran su bisabuela Margarita de York (fallecida en el año 1503) y su tía Margarita de Austria. Carlos tenía apenas seis años de edad y a esa edad, el niño prefería la caza, los deportes y los torneos. Por tal motivo se tornaba imperiosa la necesidad de un regente, y ante esa circunstancia, nada mejor que su abuelo paterno, Maximiliano I.

Por su parte el condestable de Castilla, el duque de Frías y sus adictos se declararon fieles a la causa de Fernando de Aragón. El resto de la nobleza española se mostró reacia a la regencia, tanto de Maximiliano I, como de Fernando II de Aragón. Cisneros fue quien atemperó los ánimos proponiendo renunciar a regencias extranjeras, pues en Castilla existía quien bien podía asumir aquella responsabilidad, en una clara advertencia sobre su propia persona. Y así el 24 de septiembre de 1506 se instauró la regencia en Castilla, bajo el mando del arzobispo primado de Toledo: Francisco Ximénez de Cisneros. El antaño confesor de la reina Isabel había sido nombrado, por disposición de los nobles de Castilla, gobernador general del reino. Toda Castilla buscó sucesor para Felipe, pero nadie recordó nombrar a Juana, la reina y legítima heredera de esas tierras.

Un áurea de silencio rodeó su nombre y nadie más se acordó de ella. Mientras los médicos, con inútil afán, buscaron, estudiaron y echaron mano de cuantos recursos y conocimientos medicinales pudieron encontrar, para sacar a Felipe del inevitable camino de la parca. Habían salvado muchas vidas, mas aquella tan preciada se les apagaba si poder remediarlo.

El doctor Juan de la Parra pulverizó en un mortero un puñado de jade (pues el jade contiene silicato de magnesio y cal), luego, humedeciendo aquella mezcla grisácea y nauseabunda con vino, la colocó en una copa de plata y se la dio a beber. Sus efectos purgantes contrarrestarían los efectos del veneno al eliminarlo cuanto antes y reducirían sin duda los fuertes espasmos estomacales. Para bajarle la fiebre continuaron con las sangrías, pero estas hicieron que Felipe se volviera más débil y su vientre se tornara demasiado sensible al tacto.

Juana estaba pendiente de la preparación de toda la medicación, ante el temor y la desconfianza de que alguno de los médicos hubiese sido sobornado para continuar envenenándole. Empeñada en desafiar todos los riesgos, fue probando de uno en uno todos los remedios, hasta que ella también terminó por enfermarse. No obstante no claudicó y continuó junto al lecho de Felipe, día y noche.

—Juana —apenas balbuceó Felipe—. Voy a morir.

—Si vos habéis de morir, yo me moriré con vos. ¡No me dejéis, Felipe! ¡No me dejéis sola!

—Mi destino termina en Burgos, junto a vos, pero lejos de nuestros bien amados hijos y lejos de mi reino. Creedme Juana, me muero. Pero decid a los niños lo mucho que les he amado. Que todo cuanto he hecho, lo hice pensando en ellos y que jamás tendrán que arrepentirse por llevar el nombre Habsburgo. Y a vos, amada mía, mi dulce Juana, por siempre habéis sido el amor de mi vida. Que sean vuestras manos las que cierren mis ojos cuando muera.

—Felipe, amor mío, confiad en Dios.

—En Él confío y en sus manos encomiendo mi espíritu.

Con tremenda desesperanza, con horror, con desasosiego, con la desesperación de quien se aferra a la vida que termina, Juana se aferró a Felipe.

—Juana… —balbuceó, y le quedó mirando, desde sus ojos perdidos en la infinita dimensión de una eternidad desconocida.

—Felipe —le llamó Juana, pero Felipe ya no respondió, solo atinó a tomar su mano y, colocándola sobre su pecho, dio un profundo suspiro, el último soplo de la vida que aún latía en su pecho.

Los fantasmas de la muerte rondaban los aposentos.

Los príncipes Juan y Miguel caminaban detrás de las reinas Isabel de Castilla e Isabel de Portugal. El cortejo había llegado buscando a Felipe, mientras las manos heladas de aquellos seres queridos, parecían acariciarle como dándole consuelo y calmado sus dolores.

En aquella sombría y suntuosa agonía, los hachones permanecieron encendidos durante todo el día y toda la noche.

Dentro, la muerte, alterando el ritmo del corazón amado. Y fuera, el ritmo inalterable de la naturaleza. La luz del amanecer era la misma de siempre, bañando con su blanco resplandor cada cosa, embelleciéndola. El mundo seguía girando, mas el mundo de Juana estaba a punto de detenerse.

Dentro, el silencio, aferrándose a Juana y a Felipe en un intenso y desconocido destino. Silencio en la vida para Juana y silencio en la muerte para Felipe. Silencio en los días por venir para Juana y silencio eterno y sepulcral para Felipe. Y fuera, la vida, bullendo en cada insecto, en cada flor, inalterable, inagotable.

Tanta vida afuera y tan escasa dentro.

Y fue en aquel silencio de muerte cuando apareció don Diego de Villaescusa, el confesor de Juana. Con sus vestimentas negras se acercó hasta el lecho del enfermo y haciendo la señal de la cruz en su frente, esparció agua bendita sobre su afiebrado cuerpo. Juana permanecía de rodillas en uno de los reclinatorios colocados a los pies de la cama. El padre Diego se acercó hasta la cabecera del enfermo y, arrodillándose, comenzó a rezar las letanías del buen morir. Cuando hubo terminado, preguntó al moribundo.

—¿Alteza, deseáis confesaros?

Felipe asintió con la cabeza y el sacerdote, haciendo un gesto a Juana, le indicó que se retirara. Ella salió de inmediato, cerrando la pesada puerta tras de sí.

—¿Qué pecados habéis cometido?

—He pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión… Con palabras y obras he conocido a una doncella… antes de que se acercara al tálamo nupcial… y esa joven es ahora… la esposa de mi suegro…

El sacerdote guardó silencio y Felipe prosiguió con dificultad.

—Me arrepiento verdaderamente, pues solo fue una aventura… He amado, amo y amaré, por siempre y, sobre todo, a mi esposa Juana. La amo… desde el mismo instante… en que la conocí. Y pido a Dios… que me dé valor… para afrontar el final… en el que seré juzgado por toda la eternidad… con verdadero dolor y arrepentimiento de mis culpas…

—En el nombre de Dios, Padre Misericordioso, perdono todos vuestros pecados. Recibid la absolución y si Dios llama a vuestra alma en este día, irá a reunirse con Él, absuelta de toda mancha.

—Amén —respondió Felipe con el último aliento.

El sacerdote le dio la bendición y luego abrió la puerta de los aposentos e indicó a Juana, que esperaba de pie, que podía regresar.

Cuando Juana entró, Felipe ya no podía hablar. Ella se arrodilló a su cabecera agobiada por tanto dolor, mientras apretaba con desesperación aquellas manos que durante diez años la habían acariciado. El moribundo afirmó, con un movimiento de su cabeza, el rezo de las letanías.

Entre las luces del alba y de las velas, Juana pudo observar los rostros conocidos de muchos nobles que permanecían sentados dentro de la recámara en completo silencio.

Dos criados entraron trayendo varios reclinatorios más, para quienes desearan unirse a los rezos de las invocaciones. Pero Juana no podía concentrarse para pronunciar aquellas frases como un rito. Solo pensaba en Felipe.

—Por aquella boca que ya no volverá a convocar mi nombre, ni a besarme con pasión, ni a murmurar tiernas frases de amor en mis oídos, ora pro nobis. Por aquellos ojos que ya no buscarán los míos entre las frescas sombras de los parques, o entre las luces vacilantes de los salones palaciegos, o en la suave penumbra de un amanecer. Ora pro nobis. Por aquellos brazos que ya no aprisionarán con pasión mi cintura. Ora pro nobis. Por aquellos cabellos despeinados que mis dedos no volverán a peinar. Ora pronobis. Por aquel pecho que ya no latirá agitado de tanto amarme. Ora pro nobis. Por aquellas piernas y aquellos pies que ya no me seguirán para protegerme por tantas ciudades y reinos, por tantos jardines, por tantos palacios, por tantos atardeceres y amaneceres juntos, como este, que quizá sea el último… ora pro nobis.

Aquella era la despedida definitiva. La última. Porque después, aquel hermoso cuerpo dejaría la vida para quedar transformado solo en cenizas.

Los prelados rodearon el lecho aplicando sobre la helada y sudorosa frente los santos oleos de la Extremaunción. En medio de las plegarias y cantos fúnebres le fue administrado el Viático que lo fortificaría y reanimaría para su último y definitivo viaje.

Todos los médicos, entre los que se encontraban el dela reina Isabel, don Francisco Álvarez; el del rey Fernando, don Juan de la Parra y el del imperio, don Ludovico Marliano Milanés, habían fracasado por salvarle el cuerpo, pero los prelados intentaban salvarle el alma.

Absorta y descompuesta por tanto dolor contenido, Juana escuchó su voz débil y ronca, doblegada por la agonía de la muerte.

—Juana… Os confío a Dios… Ya no puedo seguir entre vosotros… No puedo… seguir… defendiéndome… por más tiempo…

Juana acercó su oído hasta su boca.

—Juana… yo…

Volvió a mirarlo y sus ojos ávidos y desesperados se clavaron en los suyos para siempre, suspendidos en un instante de eternidad.

El filo del amanecer cortaba con su luz mortecina la recién estrenada mañana suntuosa del noveno día en Burgos. Era lunes 25 de septiembre del otoño de 1506. Felipe había muerto a los veintiocho años de edad.

Juana se irguió y con voz decidida se dirigió a todos los que se encontraban junto al lecho mortuorio.

—Señores, mi esposo el archiduque de Austria, Felipe de Habsburgo y rey consorte de Castilla, acaba de morir. Os ruego me dejéis a solas con él, en nuestra última despedida.

El conde de Pest, sin duda uno de los mejores amigos de Felipe, fue el primero en retirarse y dirigiéndose a sus habitaciones escribió una misiva urgente a sus amigos de Hungría.

En la trágica hora del dolor, sobre los últimos instantes de vida de Felipe, su esposa, la reina Juana, le fortaleció constantemente con expresiones animosas sobre el porvenir. No hubo ningún momento en estos ocho días de dolorosa agonía, en que vuestra majestad, Juana de Castilla, flaqueara, doblegada por las terribles circunstancias, ni se dejara vencer por la desesperación.

Como un ángel protector le sonrió y sirvió hasta el postrer momento. Felipe le devolvía aquella sonrisa, a pesar de los atroces tormentos que soportaba, con la valentía que siempre caracterizó a mi noble y fiel amigo de juventud. Con extraordinaria fortaleza y devoción, cumplió abnegadamente el deber de esposa amante, haciéndonos temer por el estado avanzado de gestación de su sexto vástago. Pero Juana parece ser una mujer hecha para soportar todo lo que el destino le depare, felicidades o tristezas, con una devoción y una resignación dignas de una santa.

El ángel de Juana no había podido con el ángel de la muerte, indestructible, imperativo e impaciente, el que venciendo, había arrancado de este mundo a su esposo, Felipe, el Hermoso. El archiduque de Austria, sin saberlo, había seguido el mismo destino de su abuelo, Carlos, el Temerario, el cual había intentado persuadir al emperador Federico III, padre de Maximiliano, para que lo coronase como rey de Borgoña. Pero la muerte, adelantándose, le había arrebatado la vida, con sus mortíferas, negras y pavorosas alas y, con ella, la corona de aquel reino.

Cuando el último de los presentes se hubo retirado, Juana cerró tras de sí la oscura y pesada puerta de los aposentos con doble llave y en medio del silencio sepulcral se dirigió hasta el frío lecho donde yacía su esposo.

Detrás del traslúcido velo del baldaquino observó su cuerpo exánime. Parecía dormir serenamente descansando al fin de los atroces tormentos. Entonces, suavemente, descorrió el blanco cortinado y con extrema delicadeza, como si el más leve ruido pudiera despertarlo, entró en el lecho y se tendió a su lado. Con sus tibias manos le rodeó la cara, con sus labios trémulos le besó la boca, con su pecho desconsolado quiso darle el calor que le faltaba, mientras los recuerdos desfilaban por su mente en una sucesión que parecía infinita.

—Adorado esposo mío, estará vuestra voz detenida en mi nombre la última vez, mi palabra quebrada en las mil luces de mis lágrimas y vuestra ausencia siempre estará presente en mí. Os lo juro.

Cerró sus ojos dulcemente y cuando el frío del cuerpo delató el cruel transcurso del tiempo, Juana le besó tiernamente para su último viaje. Le colocó las manos sobre el pecho y con un blanco lienzo cubrió su amado rostro inmóvil.

Felipe acababa de marcharse para siempre y ella se encontraba de repente en la línea divisoria entre la vida y la muerte. Siempre en el límite, como cuando le amaba, entre el amor y los celos. Entre el amor y la locura. Entre la vida y la muerte.

Dos caminos parecían bifurcarse por delante y tendría que optar por uno: o se encerraba con sus recuerdos, convirtiéndose en una reliquia negra que iría pasando los días hasta que la muerte viniera también por ella, o desafiaría el tránsito de la senda más difícil, aceptando el destino que la vida de allí en más pudiera depararle.

Vestida totalmente de negro con un velo que le tapaba el rostro y le llegaba hasta los pies, Juana apareció en la puerta, erguida e incólume.

Al verla salir los médicos que la esperaban, le ofrecieron una copa de jerez que ella bebió al borde del desmayo. Pero aquel vino contenía una poción soporífera que de inmediato le obligó a dormirse para descansar.

Preocupadas por la expresión de aquel rostro, sus doncellas la acostaron por primera vez en ocho días y en ocho noches, cuando la luz del mediodía otoñal entraba por los cristales hiriendo los ojos cansados y las campanas de la catedral tañían gravemente a muerto.

Con su característico olor a funeral, teas, cirios, velas, hachones, antorchas, lámparas de aceite y todo cuanto fuera necesario, fueron encendidos en la espaciosa Casa del Cordón para velar a Felipe, en la interminable noche de su inexistencia, mientras una multitud de siervos y nobles, flamencos y españoles, deambulaban por la estancia en completo silencio, aturdidos por tanto dolor.

Con la muerte de Felipe a Juana le parecía que se había hundido el mundo. Todo le parecía inimaginable e injusto pues su adorado Habsburgo solo había reinado oficialmente en Castilla menos de dos años: desde la muerte de la reina Isabel el 26 de noviembre de 1504 hasta su muerte acaecida el 25 de septiembre de 1506, pero su reinado efectivo había sido más breve ya que había llegado a la península el 26 de abril de 1506.

Tres horas más tarde, Juana se encontraba de pie nuevamente y, acercándose hasta el cuerpo de Felipe, levantó el velo con que lo había cubierto y sobre sus manos frías colocó dos flores aterciopeladas de amaranto, símbolo de la inmortalidad de sus almas unidas para siempre.

En aquel instante las luces de las velas oscilaron, como si un hálito invisible las hubiese soplado, y comenzaron a parpadear a punto de apagarse. Juana contuvo una exclamación y después emitió un prolongado gemido de horror que retumbó en el silencio del recinto. En aquel momento era fácil creer que nada importaba. No importaba la vida, ni la muerte, ni el sufrimiento, solo el rostro de Felipe, detenido y cristalizado para siempre dentro de sus pensamientos, la perseguía. La desorientación era tan intensa que ella necesitaba luchar para rechazarla y repetirse por qué estaba allí en España y cuál era su obligación.

La muerte de Felipe de Habsburgo produjo una honda consternación y una profunda conmoción en todo el reino.

Con el débil resplandor del crepúsculo en el horizonte y las sombras de la noche invadiendo los cielos presurosas por instalarse, los partidarios de Cisneros ingresaron a la residencia del Cordón. Traían la orden de acondicionar suntuosa y rápidamente ciertos aposentos para el establecimiento, por un tiempo no preciso, del regente general del reino, el arzobispo Cisneros. El cuerpo de Felipe no se había terminado de enfriar, cuando todo fue dispuesto, con tanto sigilo y tanta prisa que al retirarse las huestes del palacio, nadie había notado su paso por él.

Aquella noche, con toda rapidez, fue publicado un edicto por la regencia, estipulando que toda persona que fuese sorprendida robando alimentos sería condenada a prisión y sin comer durante cuarenta días, en memoria de la abstinencia de Cristo, para que muriese de hambre si no podía resistir. Si se la encontraba circulando por las calles de Burgos con armas, sería sometida a la pena de los azotes. Si portaba daga o espada, perdería la mano con la cual la esgrimía; y si ocasionaba derramamiento de sangre, sería ajusticiada de inmediato por estrangulación, pues el cardenal Cisneros no aprobaba nada que significara tortura, salvo que el bien de las almas o del reino entrara en juego.

Después del edicto llegó la vigilancia. Todo un ejército fue el encargado de custodiar cualquier levantamiento que se produjese en favor de la reina y que, lógicamente, impediría que Juana I de Castilla, comenzara a reinar.