Un viaje sin retorno
Sobre los últimos días del año del Señor de 1505, casi trece meses después de la muerte de Isabel, Felipe de Habsburgo cedió ante las fuertes presiones de la situación internacional. La inmensa flota española permanecía amarrada en el estuario del Escalda frente al puerto de Flessinga, desde hacía más de un mes, a la espera de levantar las anclas nuevamente, llevando consigo de retorno a España a los archiduques de Austria.
El tiempo había corrido a la par de los incesantes y crecientes rumores de que Juana, la heredera de Castilla, se hallaba prisionera dentro del lujoso palacio de Bruselas por orden expresa de su rey consorte.
A todos estos acontecimientos se les sumaban los decretos contrapuestos que tanto Fernando como Felipe emitían a diario en nombre de una reina cautiva, a través de los cuales trataban de manejar individualmente la confusa y desorientada situación política española. Este comportamiento ambivalente había paralizado el accionar de las Cortes y el desempeño de la justicia. Los desmanes y desórdenes estaban a la orden del día causando una verdadera conmoción. Y mientras Felipe efectuaba las negociaciones para lograr una paz duradera con Italia, Fernando las anulaba por decreto, ordenando la intensificación de los combates.
En la península ibérica la noticia de que los archiduques se hallaban a punto de emprender el camino de retorno fue celebrada con gran alborozo. A partir de ese momento todo volvería a recuperar la normalidad y el Imperio español avanzaría glorioso guiado por la mano firme de Juana, la hija heredera de la querida Isabel I de Castilla.
Los Te Deum se oficiaban en todas las iglesias y muy especialmente en el monasterio de San Francisco de la Alhambra, donde yacía, bajo la fría lápida de mármol, el cuerpo inerte de Isabel, reina de España. Los cirios se encendían por millares pidiendo gracias y larga vida por los nuevos soberanos, y las grandes fogatas ardían imponentes en las plazas de todos los pueblos. Las campanas habían vuelto a repicar por la feliz noticia: Juana estaba por arribar a su tierra para ser coronada.
Pero el júbilo que embargaba a todos jamás llegó al corazón de su padre. El rey pensaba que las Cortes no se hallaban dispuestas a declararla incompetente para reinar y ante aquella algarabía que se expandía por todo el reino, se desplomó convencido de que jamás la declararían insana. En su mente fue forjando la idea de asegurarse el trono de Castilla, para lo cual pensó concertar un nuevo matrimonio con Juana la Beltraneja, refugiada en un convento portugués. Anoticiado el archiduque de las aspiraciones de su suegro, influenció sobre el monarca portugués para evitar aquella posible boda. Mientras algunos grandes de España, como el duque de Béjar, el conde de Benavente, el duque de Medina Sidonia, el duque de Nájera y el marqués de Villena, deseaban y apoyaban el nombramiento de Juana como reina de Castilla y de Felipe de Austria como su rey consorte.
El odio resurgió dentro de su corazón como el único de los sentimientos posibles, y con él aumentaron sus ansias de venganza. El revés político sufrido le daba nuevas fuerzas para recurrir al último intento que le evitaría claudicar. Acorralado y perdido, como estaba bajo la presión de aquellas circunstancias, decidió resistir hasta las últimas consecuencias.
Entonces pensó que sería emocionante correr el grave riesgo de enfrentarse, de una vez por todas, a los archiduques de Austria.
Cuando el castillo de La Mota se sumergió en el silencio total de la noche, sin más ruidos que las botas de los guardias sobre el patio empedrado y el aullido lejano de algún perro, Fernando II de Aragón subió las escaleras angostas y circulares que llevaban a la sala de homenaje, seguido por su fiel secretario, y cerró la pesada puerta con doble llave para que nadie pudiera molestarlos.
Entre la penumbra de las velas y el resplandor del fuego de la chimenea, donde ardía el tronco de un árbol gigantesco, trazó la última de las estrategias de su desalmado plan.
No iba a tirar por la borda tantos años de esfuerzos por conservar lo obtenido. Desde niño, su padre, el astuto Juan II de Aragón, le había favorecido para que él llegara a reinar un día sobre Sicilia, Aragón, Navarra, Cataluña y Castilla. Aquel amor paternal, casi enfermizo, había llegado a matar a su propio hermano, el príncipe Carlos de Viana, heredero del reino de Navarra y, más tarde, a la hija de este, Blanca, dejándole el camino dinástico libre. También había declarado la guerra al reino de Cataluña, porque se negaba a reconocer como heredero a su hijo predilecto y cuando finalmente, unos años después, concertó la feliz alianza matrimonial con Isabel de Trastámara, la heredera de Castilla, había logrado su objetivo: manejar las riendas de las Españas. ¿Cómo abandonarse entonces, a las presiones de las Cortes y a la arrogancia de un Habsburgo que imponía ser rey de Castilla?
—Si yo no puedo ser rey, tampoco podrá serlo Felipe de Habsburgo —dijo con la voz apagada por el odio y la ambición.
—Pero, majestad —dijo su secretario—, si ninguno de vosotros ocupa el trono de Castilla, ¿quién será el rey entonces?
—Un hijo. Un hijo mío —respondió el rey con euforia, y en sus ojos y en su boca se dibujó un gesto de astucia.
—Pero si vuestra majestad no tiene ningún hijo varón legítimo.
—Será necesario entonces engendrar uno —respondió el rey con una sonrisa de complicidad.
—Lo que vos deseáis, majestad, necesita previamente de unos nuevos esponsales.
—¿Acaso no soy viudo? Unos segundos esponsales serán tan sagrados y honorables como fueron los primeros.
—Claro que los serán, majestad. Solo creo que deberíais descansar un poco y resolverlo mañana con mayor tranquilidad.
—Mañana lo discutiremos. Tenéis razón, las decisiones hay que tomarlas con la mente descansada. ¡Qué tengáis buenas noches Francisco! Tantos años juntos, que os quiero como a un hermano y espero mañana la sabiduría de vuestros consejos.
—Que tengáis buenas noches, majestad.
Desde hacía tiempo el cerebro del rey había comenzado a trabajar desenfrenadamente. La corona, el cetro, el reino, sus tierras lejanas, su gobierno, las Cortes y todos los sueños agitados de un hombre que no deseaba envejecer se agolparon en su mente, produciéndole fuertes y punzantes dolores en las sienes. Y como por obra del destino, un nombre que hacía demasiado tiempo le quitaba el sueño brotó de sus labios finos y resecos: Germaine de Foix.
Desesperadamente trataría de desposarla ya que no solo deseaba engendrar un hijo con aquella joven condesa para desheredar a Juana y a Felipe, sino que además se sentía profundamente atraído hacia la joven, al punto de no hacer absolutamente nada más que pensar en ella.
A los ojos de Europa tal vez aquella unión resultara mediocre, porque la condesa de Foix siempre se vería opacada por el glorioso reinado de su antecesora. Pero a pesar de que todos la consideraran un fracaso, él sabía muy bien que aquello era un triunfo. Un triunfo sobre Felipe de Habsburgo.
Se levantó al alba, se calentó las manos y los pies junto al fuego de la chimenea, bebió una taza de té bien caliente con miel y canela y, mientras le vestían sus lacayos, fue analizando fríamente los pasos a seguir. Una vez listo se dirigió con pasos apresurados a la sala del Trono, donde ya le aguardaba su viejo secretario con la lista de novedades y audiencias del día.
—Francisco, lo tengo decidido.
—¿Qué tenéis decidido, majestad?
—Lo del hijo.
—¿Y cómo haréis, majestad?
—Desposaré a la condesa Germaine de Foix, vasalla de Francia. Este enlace ya lo he venido conversando con el rey Luis XII y hemos firmado el 12 de octubre el Tratado de Blois, (el segundo de los Tratados de Blois, pues el primero había sido firmado el 22 de septiembre de 1504 entre Francia y Austria) ratificando de ese modo los pactos de paz y alianzas concertados entre Francia y España y deshaciendo el Pacto de Lyon, por el cual se comprometía a la princesa Claudia de Francia con mi nieto Carlos de Flandes. Mi casamiento permitirá concertar de inmediato la paz con Italia y así podré detener la cadena de derrotas españolas. Además el rey Luis XII y yo podremos llegar a un acuerdo y dividirnos el reino de Nápoles, pues el rey francés concederá a su sobrina como dote, la cesión de los derechos que Francia tiene sobre dicho reino (de Nápoles), además del título de rey de Jerusalén, derechos que retornarán a Francia en caso de que la condesa no tenga descendencia en su matrimonio conmigo. Germaine de Foix será mía. Podré engendrar un hijo y destruir así las apetencias de Felipe de Habsburgo. Jamás ese archiduque ceñirá sobre su frente una corona de España. Y ahora, escribid, que os dictaré una carta para el rey de Francia, la que quiero que despachéis de inmediato.
Muy cristiana majestad
La alternativa que a la brevedad se os presentará, es que los archiduques de Austria, apoyados como están por todas las facciones y las Cortes de España, expulsarán a vuestras tropas del reino de Nápoles en menos de diez días, o tal vez antes, si el emperador, como es lógico, apoya a su hijo.
Pero yo estoy dispuesto a desposar, por el Tratado de Blois que ambos hemos firmado, a vuestra sobrina, la condesa Germaine de Foix y evitar así más derramamientos de sangre.
Fernando II de Aragón.
Francia recibió con beneplácito aquel pedido de mano.
Una España unida al Sacro Imperio Romano Germánico era una fuerza demasiado poderosa para Francia. Si el reino de Nápoles llegaba a caer en manos imperiales y españolas, la causa de los franceses estaría definitivamente perdida. Por lo tanto el ofrecimiento que hacía España, no era para despreciar.
Ante aquel golpe diplomático Germaine de Foix le hizo saber al rey francés que de buen agrado estaba dispuesta a ayudar a su amada Francia. Luis XII aceptó complacido, otorgándole a cambio como dote, y como le había prometido a Fernando de Aragón, el reino de Nápoles.
El tiempo había empeorado. El frío del invierno se esparcía por el hemisferio norte y la lluvia continuaba cayendo sin cesar. Y mientras la condesa ordenaba en París la confección de un magnífico y suntuoso ajuar para sus esponsales reales con Fernando II de Aragón, en el corazón del rey de España renacía una nueva primavera. Se casaron por poder el 19 de octubre de 1505.
Juana y Felipe ignorando este singular acontecimiento sobre el rey Fernando embarcaron desde Flessinga hacia España el 7 de enero de 1506. Antes de hacerlo, el archiduque de Austria insistió por última vez a su esposa que firmase la revocación del título de rey a su padre.
—Aunque no lo firméis igual zarparemos a España, pero no será mi culpa si vuestro padre nos declara pretendientes rebeldes a la corona y nos toma prisioneros. ¡Realmente de él no me extrañaría nada! —dijo Felipe disgustado.
—Pero de vos, Felipe, sí me extraña la falta de respeto con que habláis de él —respondió una Juana airada.
Aunque con el corazón herido y sintiéndose fracasado a causa de la obstinación de la archiduquesa, el Hermoso se había alegrado de iniciar al fin el viaje que lo llevaría a España como rey consorte de aquel reino.
La muerte de Isabel la Católica había sido el mejor golpe de suerte para sus ambiciones. Las inmensas extensiones del nuevo mundo, junto al reino de Castilla, habían pasado a ser también posesiones suyas, por decisión de la difunta reina. Desde entonces parecía que su estrella no había dejado de ascender. Durante los últimos tiempos había logrado grandes progresos políticos, no solo con Francia, sino también con Inglaterra. Pero el odio mutuo que se profesaba con su suegro estaba surtiendo efectos desastrosos, aunque atenuados, dado que la conducta traicionera del rey había hecho que la opinión de las Cortes fuese favorable a los archiduques de Austria. Así su fuerza, combinada con la de Juana, sería lo único que lo mantendría fuerte frente a la tenaz oposición presentada por el rey aragonés.
La pareja Habsburgo había pasado un otoño difícil y para el archiduque, aquel viaje, desde los inicios, le había parecido un presagio de lo que podría suceder más adelante, siempre y cuando, Juana no escatimara esfuerzos en defender lo que por derecho de sucesión ya le pertenecía.
En un frío amanecer, bajo las sombras de una mañana oscura y tormentosa, las naves españolas salieron del estuario e ingresaron en el estrecho de Calais. Los archiduques viajaban a bordo de la suntuosa nave Julienne que iba acompañada de otros treinta y nueve navíos con dos mil soldados alemanes. Atrás quedaba el reino de Felipe, su feliz reino de Flandes, al que ya no regresarían nunca más.
Bajo la mortecina claridad de aquellas horas históricas, la futura prisionera y su trágico consorte, escoltados por la interminable flota, daban inicio a uno de los más extraños y secretos destinos que hayan tenido dos reyes en este mundo. Los dos reyes más poderosos de la tierra.
La travesía por mar se desarrollaba con toda calma, pero al ingresar en el Canal de La Mancha los vientos cambiaron de curso y comenzaron a soplar con tanta violencia que no tardaron en desatar una verdadera tempestad. La lluvia y las olas de un mar agitado y gris parecían quererles tragar.
Juana pidió a su confesor que la absolviera de todos los pecados y después de comulgar se abrazó con fuerza a Felipe, a la espera de los designios divinos. Un cielo oscuro, amenazadoramente cargado de nubes, se les venía encima en círculos violáceos y azules, y un mar embravecido que sacudía antojadizamente las naves terminó por dispersar la flota en medio del vendaval. Los mástiles y velas caían al agua por doquier y flotaban sobre los remolinos oscuros cual frágiles elementos a disposición de una furia incontenible. La nave Julienne sufrió un incendio que estuvo a punto de hacerla naufragar, pero la única persona a bordo que mostró sangre fría fue la archiduquesa Juana. Pidió que le sirvieran la comida y mientras todos estaban mareados y descompuestos, exclamó:
—No sé de ningún rey que haya muerto ahogado, por eso no siento miedo.
Dos días más tarde el mar retornó a la calma y los cielos aparecieron diáfanos y lejanos. Siete barcos se perdieron con la tormenta y el resto de las naves no pudo continuar el viaje en aquellas condiciones.
Con grandes dificultades lograron atracar a las costas de Inglaterra. Desde Windsor el rey Enrique VII dio la orden de que fueran trasladados hacia Arundel al castillo campestre de los duques de Norfolk para que descansaran. Juana descubría por primera vez aquel país de colinas redondeadas, fértiles valles, abundantes lagos y románticos castillos. Aquel país era también el de su hermana Catalina de Aragón, infanta de España y princesa de Inglaterra, sobre el que algún día llegaría a reinar por sus segundos esponsales con el príncipe heredero (que subiría al trono con el nombre Enrique VIII. Se habían desposado en 1503 y aún tendrían que transcurrir seis años más —hasta 1509— para que aquel matrimonio se oficializara). Catalina tenía diecinueve años y había quedado viuda de su primer esposo cuando contaba tan solo quince años de edad.
En 1485 el rey Enrique VII (padre de Arturo y Enrique) había unido en su persona a las Casas de Láncaster y York y era el primero de la dinastía Tudor en ascender al trono inglés. Siendo el suegro de Catalina puso todo lo mejor de sí para auxiliar a la flota del hijo del emperador y de la futura reina de España y, declarándolos huéspedes de honor, los hizo instalar en el castillo de Arundel.
En un claro desprovisto de árboles, sobre un paisaje esmeralda, se levantaba aquel castillo inglés, grande y gracioso, con aires de catedral.
Al día siguiente mientras la flota era reparada y comenzaban a aparecer los navíos extraviados, el rey inglés invitó a sus huéspedes a visitarlo. Enrique VII los recibió en el castillo de Windsor. A orillas del Támesis entre verdes colinas, señorial y distante se alzaba la residencia oficial de la corona británica. Erigida por Guillermo I, el Conquistador, a finales del siglo XI, se erguía sobre un ancho prado, perfectamente visible desde ambas orillas del río. Y fue allí, como salida de la leyenda del rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda, que apareció ante los ojos asombrados y emocionados de Juana, después de diez años de ausencias, su querida y recordada hermana Catalina, la menor de los Trastámara.
De no ser porque ambas sabían quiénes eran, no se hubieran reconocido. Catalina había cambiado demasiado, de niña a mujer, al igual que Juana.
—¿Catalina?
—¿Sois Juana, verdad?
Ambas se abrazaron con fuerza sin poder contener el llanto, ante una corte inglesa que las miraba expectante.
Enrique VII había sido el artífice de aquel encuentro y, dado que lo había logrado, no sacaba su mirada de halcón de los ojos de Juana. Aquella actitud molestó íntimamente a la archiduquesa, mas lo que ella ignoraba era que aquella casualidad formaba parte de un plan para ajustar los acuerdos políticos con Felipe de Habsburgo, manteniendo en política exterior un sistema de perfecto equilibrio entre Inglaterra, Francia y el Imperio.
Bajo una larga galería de arcos que llevaba hasta el jardín de las rosas, Juana y Catalina caminaron tomadas de la mano. Recordaron los años lejanos de la infancia en los alcázares de Toledo, Segovia y Granada, rieron recordando travesuras y aventuras y lloraron juntas pensando que ya jamás volverían a verse. Cada una debería asumir su destino de reina y ya no habría tiempo para las confidencias ni las horas compartidas. Aquello era como la despedida. Sin embargo las dos futuras reinas nunca pudieron estar a solas. La corona inglesa se cuidó muy bien de vigilar a las dos infantas de España en su paseo por aquellos senderos bordeados de flores y umbrosos jardines, en cuyos extremos jugaban los surtidores, para que no les fuera revelado ninguno de los acuerdos secretos mantenidos entre el imperio y la ambiciosa monarquía anglosajona.
Con el rostro pálido y su cuello emergiendo del lujo de las sedas y el terciopelo azul, con las joyas centelleando sobre su joven pecho, Catalina miraba a su hermana en silencio. Juana, intuitiva, comprendió entonces que la futura reina de Inglaterra había sido presionada para que fingiera un emotivo y casual encuentro, porque una hora más tarde desapareció sin habérseles permitido despedirse. Por muchos años, Juana añoró aquel beso. Aquel que hubiera sellado la despedida definitiva con la que había sido la más pequeña de sus hermanas.
Percibiendo un clima de intrigas y adulaciones optó por retraerse en soledad cual era su costumbre, y le pidió a Felipe regresar de inmediato al castillo de Arundel.
Era ya la medianoche cuando el carruaje se detuvo frente a las puertas de la residencia de huéspedes. Uno de los cocheros ayudó a descender a la archiduquesa. El aire de la noche le pareció quieto y silencioso, solo interrumpido por el grito ocasional de alguna gaviota o el rumor del mar bajo los acantilados, retrayéndose o expandiéndose en aquel movimiento repetido y eterno. Pero la belleza del mar y de su playa, iluminados por la luna, dejaron indiferente el desolado corazón de Juana. En sus oídos aún resonaban las dulces voces infantiles de sus hermanos, allá en Segovia, y la figura de una Catalina, pequeña, risueña y amable que se abrazaba a ella. De algo estaba segura, jamás desplazarían de su mente aquellas imágenes por esta, que la corte inglesa, flemática y sombría, había querido imponerle.
Durante la noche durmió intranquila despertándose a cada hora, constantemente, con la obsesión de que la flota debía ser reparada cuanto antes para emprender el último tramo de su viaje.
Cuando despertó por la mañana, la difusa luz del amanecer llegaba a todos los rincones de los aposentos. Se levantó sigilosa y acercándose a una de las ventanas miró hacia el este. El cielo comenzaba a aclararse mientras una espesa bruma cubría los prados, descendía por los acantilados en dirección al mar y se enroscaba en la copa de los árboles como si fuera el humo de una hoguera gigantesca. Como la hoguera que ardía en su pecho, el fuego eterno del amor a Felipe, que ni el agua de todo el océano sería capaz de apagar.
El Hermoso dormía serenamente con un brazo cur vado sobre la blanca almohada.
Se acercó a él de puntillas, para no despertarlo y permaneció inmóvil a su lado escuchando su respiración acompasada. Un sentimiento de alivio la invadió, sin saber por qué. En ese momento, Felipe despertó.
—¿Qué os sucede, Juana?
—Nada, amor mío.
—¿Por qué os habéis levantado tan temprano?
—Estuve desvelada casi toda la noche.
—¿Acaso vais a partir?
—Si pudiera, me marcharía de Inglaterra ahora mismo, y aunque una parte de mí anhela quedarse junto a mi hermana Catalina, la otra desea partir hacia España cuanto antes. No soporto las miradas inquisidoras que sobre mí dirigen el rey de Inglaterra y su príncipe heredero.
—¿Qué teméis, Juana?
—Temo por vuestra vida.
—Cuando pasen los años, inevitablemente, uno de los dos habrá de morir primero. Y es allí, en esa soledad tremenda cuando el hombre, al quedar solo, se convierte en una sombra de lo que fue y entonces prefiere la muerte.
—Ninguna razón es buena para quitaros la vida. Incluso cuando ya no existen razones para seguir viviendo.
—Sin embargo, Juana, existen tantas muertes como hombres hay en la tierra, pero ninguno tiene la que espera, porque la vida es una ironía y la muerte es una sorpresa.
—Tal vez nuestra muerte sea una sorpresa.
—No tengáis duda, Juana, de que el mundo habrá de sacudirse por tan tremenda noticia.
Se abrazaron en silencio. De los ojos de Juana dos lágrimas resbalaron lentamente hasta su boca. Felipe secó con sus manos bronceadas aquel rostro amado, tratando de serenarla. Pero no lo logró. Iba a comunicarle una noticia que la conmocionaría íntimamente.
—Es una mañana esplendorosa, Juana, ¿por qué la entristecemos? Seamos felices, al menos en este minuto, sin pensar en más. Y escuchadme bien Juana, quiero que sepáis, si algo llegara a sucederme, que la más bella de las vivencias me la habéis dado vos. Esa es toda la inmortalidad que pido, para cuando ya no exista. Perdurar. Perdurar en vos un instante, dejar en vuestro corazón y en vuestra alma mi recuerdo.
Juana le miró con ternura y se abrazó a su pecho. Apoyó su cabeza sobre el corazón y escuchó sus latidos acompasados. Aquellos latidos que sentía totalmente suyos, y le hubiera gustado permanecer así, para siempre. Pero el tiempo seguía su curso, inexorablemente.
—Antes de partir hacia España quiero que sepáis de mi boca algo que voy a deciros, para que nada os sorprenda más tarde.
—Hablad, Felipe, vuestro misterio me aterra.
—Sobre los finales del año que pasó, vuestro padre volvió a desposarse.
—¿Quién os ha comunicado esa mentira?
—No es una mentira, Juana. Es la cruda realidad. Ayer en Windsor, Enrique VII me ha mostrado y leído las amonestaciones que fueron publicadas, bajo las más estrictas reservas. Después del enlace, España ha declarado una tregua en la guerra con Italia y aunque aquella tregua sobre el reino de Nápoles ha sido concretada entre España y Francia, Nápoles no ha participado de ella. Extraño, ¿no os parece?
—Las cuestiones referidas a la guerra contra Francia por el reino de Nápoles, en este instante, me tienen sin cuidado. Solo me espanta el apresuramiento de mi padre por contraer enlace, aún de luto por la muerte de mi madre. ¿Y quién es ella?
—Antes de deciros su nombre, os pido lo toméis con calma.
—Estoy serena, ¡pero hablad por Dios!
—La mujer a quien vuestro padre ha desposado es la condesa Germaine de Foix.
Juana no daba crédito a las palabras de Felipe.
—¿Mi padre ha desposado a la condesa de Foix? ¿Cómo es posible que Catalina no me haya comunicado la noticia?
—Tampoco ella lo sabe.
—Felipe, y vos ¿os sentís molesto?
—Tanto como vos, Juana. Porque mi buen amigo, Luis XII, se ha aliado con España y esta situación creará no pocos roces con el imperio.
El archiduque se encontraba ante una posición saturada por las dificultades. Juana por su parte ya no le reprochaba nada, como tampoco lo haría en adelante con su padre. No se dirigiría más a la condesa en forma despreciativa e irónica, pero la ignoraría. Sin embargo no podía ocultar el temor que le producía la sola idea de que Germaine, bella y vigorosa, trajese al mundo un hijo de su padre, el rey Fernando.
—Es posible que con esta boda renazcan en mi padre fuertes deseos de tener un heredero para sus reinos. Germaine es demasiado joven y mi padre está demasiado viejo. Pero si de esta nueva unión nace un vástago de la Casa Trastámara, los reinos de Castilla y Aragón quedarán divididos, y los treinta años de luchas de mi madre no habrán servido de nada.
—Vuestro padre piensa lo mismo de nosotros. Si nace un heredero varón, será rey de Aragón, pero nosotros reinaremos en Castilla —respondió Felipe con brusquedad.
Íntimamente aquella idea le molestaba demasiado.
En los primeros días del mes de marzo de 1506, Germaine de Foix emprendía el viaje a la península ibérica. Los esposos se encontraron en la villa de Dueñas. Germaine llegó llena de expectativas dado que todo un futuro llamativo y novedoso se abría ante su vida. Hasta entonces sus experiencias amorosas habían sido solo compartidas con príncipes y nobles tan jóvenes como ella, pero jamás había soñado con llegar a ser reina y mucho menos, reina de España.
Aunque todo resultaba sorprendentemente fácil pensaba con melancolía en los deberes conyugales que a partir de aquel instante debería cumplir, y se preguntaba qué podría hacer para reducirlos a la más mínima expresión. La única solución que se le ocurrió fue quedar embarazada de inmediato, pues esto ocultaba dos importantes razones. La primera, porque si el rey Fernando llegaba a morir pronto, su hijo sería el heredero, con lo cual aseguraría y enaltecería su condición de reina. Y la segunda porque al quedar embarazada debería cuidarse mucho más para no perder el niño que llevaba en sus entrañas y el viejo rey no la requeriría de amores con tanta frecuencia. El hecho de que viera al rey como a un padre contribuía a facilitar más las cosas; pero lo que la condesa ignoraba era que el rey se había enamorado perdidamente de ella.
Germaine de Foix tenía fe en sus habilidades y decidió llevarlas a la práctica para convertirse en una amante y deseable esposa.
Cuando se desposó con Fernando de Aragón, tenía tan solo diecisiete años y el rey de Aragón, cincuenta y tres. La ceremonia del encuentro fue íntima y secreta y no trascendió más allá del círculo de sus más íntimos.
Los archiduques de Austria y herederos del trono de Castilla permanecieron en la corte de Enrique VII hasta que las naves fueron reparadas y tres meses después de zarpar de Flandes, el 22 de abril de 1506, la flota navegaba sobre el último tramo del accidentado viaje a España.
A sus espaldas iba quedando Inglaterra, con sus imponentes castillos, sus magníficos parques siempre verdes y sus costas rocosas, donde el mar se estrellaba con furia, deseando penetrar en aquella tierra inexpugnable. Pero, sobre todo, quedaba Catalina, su pobre y añorada hermana menor, dentro de la soledad de una corte que siempre la consideraría una extranjera.
La etapa final del viaje en un abril claro y frío transcurrió en un clima dulce y de una reconciliación total, mucho más tierna y comprensiva que todas las anteriores. Felipe había vuelto a ser el afectuoso y gallardo archiduque, enamorado de su bella esposa española. Y a Juana le daba la sensación de que el tiempo había retrocedido diez años y la historia de amor, cumpliendo un ciclo perfecto, estaba llegando a su fin.
Y fue en aquel día de sol, brisa ligera y mucha excitación, pues la primavera parecía estallar en el aire, cuando Juana comprendió que había vuelto a recuperar la felicidad perdida.
Era el mediodía del 26 de abril de 1506 cuando finalmente anclaron en el puerto de La Coruña. La niebla parecía surgir desde el mismo océano Atlántico que se extendía sereno e infinito. La nave era apenas un trémulo reflejo en el agua y su imagen se recortaba de proa a popa, adornada con las colgaduras de los emblemas de Castilla y el Sacro Imperio Romano, contrastando con los tenues colores del cielo. Juana contempló la costa, las rías salpicadas de gaviotas, las tierras altas, los campos, los pequeños rectángulos verdes entre los árboles de intensos y diversos matices primaverales, los campanarios de las iglesias elevándose entre las retamas en flor y así, suspendida entre el cielo y la tierra, el sonido del mar le pareció un gemido sordo, idéntico al suspiro del viento, que la hizo estremecer.
En Sevilla, el duque de Medina Sidonia los esperaba para recibirlos con todos los honores, pues así había sido el plan original. Pero el desembarco se produjo anticipadamente en un puerto cercano y seguro, debido a todos los contratiempos sufridos durante la tempestad frente a las costas inglesas y porque, al navegar hacia España, parecían haber perdido el rumbo durante aquellos cuatro días que duró el viaje.
Era difícil pensar en aquellas horas el camino que seguirían los reyes. El gentío se agolpaba en el muelle para presenciar el desembarco. Cuando poco a poco fue bajando el séquito, avanzó majestuoso entre una multitud que lo aclamaba jubilosa, expresándole su lealtad en su marcha hacia Toledo, ciudad donde el cardenal primado de las Españas esperaba para coronar a Juana como reina legítima, heredera y propietaria del trono de Castilla, vacante desde la muerte de la magnánima reina Isabel y a Felipe, como su rey consorte.
Sería una solemne celebración que el rey aragonés, muy a su pesar no podría impedir. La fiesta en La Coruña se extendió a todas las aldeas y se preparó la ceremonia de la promesa. Ceremonia donde los futuros reyes deberían jurar conservar los privilegios del reino de Galicia. Pero Juana se negó a realizarla, porque, antes de efectuar cualquier acto de gobierno, deseaba entrevistarse primero con su padre. Ese era el objetivo de su viaje.
Mientras, en Torquemada, muy lejos de las costas coruñesas, Fernando esperaba impaciente y enamorado junto a su nueva y joven esposa el desenlace de los acontecimientos.
Los arzobispos de Toledo y de Sevilla, el duque de Alba, el condestable de Castilla, el conde de Cifuentes, aguardaron incondicionales junto al rey de Aragón para controlar se cumpliera lo testamentado por la difunta reina Isabel sobre el gobierno de sus reinos. Lo que el rey no sospechaba era que recién desembarcado el archiduque, disgustado por la noticia de aquel enlace cínico y apresurado que él realizara, apenas un año después de la muerte de la reina Isabel, iba a impedir el encuentro y la concordia entre Juana y él.
Presintiendo la reina Juana el comportamiento de su esposo, dejó constancia pública, mediante la negativa a jurar la promesa del reino de Galicia, de que ella no llegaba para desposeer a su padre de sus derechos sobre Castilla, sino a convalidárselos. Y dejó bien en claro que las intenciones de su esposo no coincidían con las suyas.
Dispuestos los alojamientos en el convento de los franciscanos por orden de Juana, Felipe de Habsburgo organizó el séquito que acompañaría a la reina hasta aquellos claustros. Incluyó en él a varias damas. Damas que habían sido traídas por el archiduque, calladamente desde Flandes. Al enterarse, la reina dispuso que fueran apartadas de inmediato de su vista y atravesó la ciudad sola, en medio de los dos mil soldados de su guardia, toda vestida de negro.
Las penas caían sobre ella como las gotas de rocío de aquel anochecer, cuando se recluyó en los silenciosos claustros aguardando continuar el viaje. Gutierre Gómez de Fuensalida fue el que avisó a los nobles del reino de la llegada de los archiduques. Pero Felipe manejaba la situación, filtraba las noticias y las audiencias y ocultaba la información real de los acontecimientos. Un sector de la nobleza que detestaba al rey Fernando, entre ellos el conde de Camiña, el conde de Altamira, el duque de Medina-Sidonia, el conde de Cabra y el marqués de Cádiz, aprovecharon las circunstancias para vengar viejos rencores desde los días en que vivía la reina Isabel de Castilla. Habiendo sufrido duros castigos por su creciente poder, se dispusieron a aceptar incondicionalmente que reinaran sobre Castilla solo sus herederos: doña Juana y don Felipe. Pero el archiduque sabía que ante la menor equivocación, Castilla podía quedar en manos de los grandes de España. Por tal motivo el Hermoso había repartido prebendas en abundancia, entre ellas, al duque de Medina-Sidonia, por las cuales le había sido entregada toda Andalucía. Y mientras la popularidad de Felipe iba en constante aumento, la del rey Fernando disminuía a diario. Lo único que deseaba el archiduque era que su suegro se desplazara cuanto antes a su reino de Nápoles y le dejara gobernar en solitario el reino de Castilla. Por aquellos días, «no quedó zapatero en la corte que no escriba para ofrecerse a don Felipe».
Entre los primeros nobles en llegar a La Coruña para rendir los honores a los futuros reyes de España, se encontraban el duque del Infantado, el duque de Nájera, el duque de Béjar, el marqués de Astorga, el marqués de Aguilar, el marqués de Villena, el conde de Benavente y Garcilaso de la Vega.
Sin embargo, al lado del rey Fernando, siempre fiel, permaneció el duque de Alba, don Fadrique Álvarez de Toledo, a pesar de que aquella fidelidad, le valiera poner en juego todas sus posesiones.
Mientras los archiduques residieron en La Coruña, no se tuvieron noticias de Fernando de Aragón y los rumores de guerra civil se fueron acumulando en torno a una Juana perpleja. Los entredichos crecieron y las aspiraciones del rey aragonés exigían que se cumpliera lo testamentado por la reina Isabel, acrecentando las ambiciones de Felipe de Habsburgo, de reinar sobre Castilla. O gobernaba la archiduquesa o el gobierno pasaría a manos del monarca español. Por aquellos días Juana dispuso otorgar la regencia del reino a su padre, en tanto que Felipe influía sobre ella en medio de tantas confusiones, para cambiar el rumbo de los acontecimientos, impidiendo que pudiera concretarse el encuentro ansiado con su padre y para que el trono caste llano pasara a ser patrimonio exclusivo de la corona de los Habsburgo.
El archiduque se mostraba feliz, estaba tratando de recuperar el amor de Juana, en toda Europa le adoraban por su disposición al buen diálogo y en España lo aclamaban con júbilo, como su rey consorte. Sin embargo, lejos estaba de imaginar que aquel mar de calma aparente no tardaría en llegar rápidamente a su fin.