18

La ausencia de una madre

El poderoso e inexorable crisol, donde se han purificado y refinado la sensibilidad y el espíritu, ha sido siempre y con toda certeza desde el inicio de la humanidad el sufrimiento físico. La consignación de la muerte.

Antes de entregar su purificada alma a Dios, Isabel I de Castilla había sufrido demasiado y toda la orbe cristiana parecía haberse detenido ante aquel aturdimiento producido por la muerte de la gran reina.

Su cronista, Pedro Mártir de Anglería, escribía de ella:

«Se me cae la mano de dolor… exhaló la reina su espíritu, aquella su alma grande, insigne, excelente en sus obras. El mundo se queda sin la mejor de sus prendas…».

Desde su partida definitiva ya nadie podría recordar una España unificada sin evocarla con tristeza.

Había accedido al trono de Castilla en 1474 en momentos en que la península ibérica se hallaba quebrada en tres. Dos regiones cristianas por un lado: la de Castilla y Aragón; y un reino moro e infiel por otro: el califato de Granada.

Treinta años después dejaba un solo reino unido y fuerte al que se le había anexado todo el nuevo mundo, inconmensurable y desconocido, soñado durante varios lustros y hecho realidad en 1492 por el gran almirante Cristóbal Colón, gracias a su incondicional apoyo financiero.

Ella era Isabel, la única. La que arriesgando fama y fortuna había sido capaz de tamaña aventura. La historia de España la había esperado por más de setecientos años de luchas y desencuentros, pues en aquella mujer había convivido una extraordinaria combinación de virtudes: la fe incondicional de un santo y el genio militar de un espartano.

Durante los treinta años que reinó gloriosamente sobre aquellas tierras castellanas, impuso su voluntad, impartiendo con mano firme, aunque piadosa, la justicia a los amigos de la corona, pero con puño implacable y severo a los enemigos del reino, por considerar a estos como los propios enemigos de Dios.

Pero la reina había comenzado a morir mucho antes de aquel triste 26 de noviembre de 1504. Tres cuchillos le habían ido quitando la vida de a poco y esos habían sido la muerte de su primogénito, el príncipe Juan, luego de su hija mayor, Isabel, y más tarde la de su nieto, el pequeño don Miguel.

Desaparecida la gran reina, el vacío político se hizo sentir de inmediato con toda su intensidad. Las leyendas sobre aquella mujer fascinante, tan amada como temida, corrieron por las ciudades, pueblos y aldeas españolas, de uno a otro confín.

Tanto los habitantes de las montañas como los de las llanuras más alejadas desconfiaban de aquella muerte abrumadora e impensada, negándose a aceptarla como tal. Y mientras unos aseguraban que resucitaría al tercer día y que habían observado en los cielos las señales de un cometa, otros afirmaban haberla visto, majestuosa, vistiendo su brillante armadura de juventud en el Portal de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela. En Granada, lugar elegido por la reina para su postrer descanso, se comentaba que había aparecido milagrosamente sobre la torre de las campanas de la Alhambra, aquellas que un lejano día ella misma había hecho colocar sobre el punto más alto de un minarete moro. Desde entonces las campanas no dejaban de tañer y no existía mano alguna que moviera sus cuerdas.

Aún su cadáver iba camino a Granada cuando el verdadero torrente político comenzó a desbordarse de sus cauces, en una lucha sin tregua, tan febril como enfermiza.

El alma de Juana acusó la falta. La tristeza se instaló con sus negras alas dentro de su corazón y sus ojos, de tanto llanto, perdieron por aquellos días su deslumbrante brillo. La ausencia de su madre la sintió hondamente, pues a pesar de tantos desencuentros, de tantas discusiones, de tanto amor mendigado, la amaba entrañablemente. Pero lo que más le dolía era que ya no quedaba tiempo para el arrepentimiento, el perdón o las disculpas. Su madre se había marchado para siempre a reunirse con sus dos amados hijos que le habían precedido en la partida, y ella, su heredera, volvía a quedar sola, completamente sola, sin el consuelo de tenerla, sin poder llamarla, ni abrazarla jamás.

Entre la congoja y el desconsuelo fue recordándola en episodios de su vida, y le parecía verla cuando en los crepúsculos castellanos se arrodillaba sobre su reclinatorio en la capilla real y la invitaba a que la acompañase en sus oraciones vespertinas.

—Por la Santa Madre Iglesia y todos sus prelados, paladines del cristianismo en estos suelos. Ora pro nobis.

—Por nuestros reinos, para que siempre permanezcan unidos. Ora pro nobis.

—Por nuestro rey, para que su noble corazón no se detenga. Ora pro nobis.

—Por nuestros infantes, herederos del futuro de España. Ora pro nobis.

—Por nuestros fieles súbditos, defensores de la fe cristiana. Ora pro nobis…

Y cuando al alba, sin el sol amanecido, partía con su brillante armadura mezclada con sus ejércitos, envuelta entre las nubes de polvo de los resecos caminos, Juana se levantaba con la urgencia de aquel amor ausente, para verla partir. La escudriñaba en silencio, desde las altas y angostas ventanas de la torre, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y su mano le daba un adiós silencioso y desapercibido.

De repente a su mente llegó la imagen de la última carta y la última frase que su madre le escribiera poco antes de morir: «Vuestra ausencia es para mí el auténtico sufrimiento». Releyó varias veces aquella frase y el llanto le brotó incontenible, silencioso. Nada podía reparar ya del trato indiferente que le había dispensado en los últimos años. Sin embargo, la reina nunca había dejado de escribirle, como una manera de estar a su lado, aunque hiciera un largo tiempo que ella había olvidado contestar sus misivas.

Aquel medio de las cartas le pareció algo maravilloso y se había constituido para Isabel en el único nexo que le permitía mantener, a pesar de la separación, la indiferencia y la distancia, los débiles lazos maternales a los que se aferraba con verdadera desesperación y devoción.

«Cuanto más lejos estáis, más se hacen esperar vuestras cartas», escribía la reina como un modo de presionar a una Juana indiferente. «Pero cuando las cartas son restringidas, escasas y espaciadas, tienen más valor aún para quien las recibe» pensaba Juana y así actuaba, para mantener a su madre pendiente de cada uno de los acontecimientos de su vida.

Aunque en menor grado, Felipe también sintió la muerte de la reina. Y fue aquel sentimiento mutuo el que terminó por hacer cicatrizar y limpiar definitivamente las heridas, que meses atrás los celos habían abierto, consumiendo en vida a los jóvenes archiduques de Austria.

—Toda la gloria que cubrió a vuestra madre caerá ahora sobre nosotros y muy especialmente sobre vos, Juana. Seamos entonces sus dignos herederos y roguemos a Dios nos acompañe en tan difícil cometido.

Juana no tuvo dudas de que su Felipe sería el más digno rey consorte del reino de Castilla. Y porque lo amaba sin medida imaginó muchos años de reinado junto a él, compartiendo coronas, responsabilidades y consejos.

Sin hacerse esperar, Felipe de Habsburgo emitió de inmediato y por propia autoridad una proclama, mencionando a la vez la aceptación de las Cortes en su acto de homenaje, en cuyo transcurso se proclamó a su esposa, la archiduquesa Juana, reina de Castilla, y a él, como su rey consorte.

Nada estaba fuera de lo legal y en todo coincidía con el testamento de Isabel I, aunque algunos comentarios palaciegos expresaron que hubiera sido más conveniente que Felipe emitiese la proclama a su llegada a España, donde Juana era esperada con gran inquietud, y no desde su lejano reino de Flandes.

Otros en cambio expresaron su beneplácito por la prudencia de anunciar inmediatamente, después de la muerte de la soberana, a su sucesora, previendo la posibilidad de que el vacío de poder condujese a una división de facciones y la lucha por la corona llevase, inexorablemente, a una infructuosa guerra civil.

El Hermoso fue tanto criticado en España por su impetuosidad, como elogiado por su decidido accionar. Con el transcurso del tiempo su primera decisión fue totalmente perdonada y la segunda por demás admirada.

En cuanto a los derechos de Juana a ser reina de Castilla, nadie dudaba de ellos, como así tampoco de aquellos que le corresponderían, cuando su padre muriese, de ser reina de Aragón. Desde el punto de vista jurídico Juana se convertiría en la primera reina de España (Castilla, Aragón, Granada y Navarra).

Pero no hay medalla sin reverso y dentro de aquel extenso reino solo hubo una persona que se opuso tenazmente a que Juana reinase sobre lo que le correspondía. Esa persona no fue otra que su padre.

Durante el tiempo transcurrido entre el 26 de noviembre de 1504, día en que murió la reina Isabel, y el 7 de enero de 1506, fecha en que Juana y Felipe abandonaron Flandes (un año, un mes y once días después de que Isabel se elevara a la gloria, partieron desde el puerto de Flessinga para dirigirse a España a bordo de la embarcación «Julienne», con treinta y nueve naves y dos mil soldados alemanes), el trato entre el archiduque de Austria y Fernando de Aragón, su suegro, se tornó cada día más rígido, inflexible y desconfiado.

El rey español jamás perdonaría la deslealtad de aquel pacto secreto —el Tratado de Blois— efectuado por Felipe con el imperio y con Francia, a través del cual solo se lo reconocería como rey de Aragón, pero jamás se lo reconocería como rey de Castilla.

Aquella actitud engañosa y traicionera por parte de Felipe de Habsburgo, no solo demostraba el poco amor que sentía por su patria de adopción, sino que perfilaba la astucia con que se había manejado y se manejaría en adelante, al decidir dejar al monarca de lado en la conducción de aquel reino, sobre el que había reinado junto a su esposa, la reina Isabel, por treinta gloriosos y fructíferos años.

Este comportamiento hizo despertar en Fernando toda la malicia contenida dentro de su defraudado corazón. Con perfidia innata y profundo egoísmo decidió deliberadamente quedarse con la corona de Castilla. Apartaría a Juana del trono para volver a ocuparlo y le usurparía, además, los legítimos poderes que por el testamento materno le pertenecían.

Aquellas tres palabras finales del codicilo: «en su nombre», no le ofrecerían ningún obstáculo en su accionar. Lo tenía todo calculado, estratégicamente planificado, y también decidido. Durante treinta años había practicado la diplomacia, la astucia y el modo de no despegarse de los reinos obtenidos. Pero había llegado el momento de llevar a cabo el plan y sabía muy bien cómo actuar. Todo era cuestión de emplear bien las tácticas de su pensada estrategia pero, sobre todo, debía tener mucha paciencia para no claudicar en el intento.

Si lograba que Juana fuese reducida a la incapacidad o imposibilidad de reinar, se desprendería como consecuencia que Felipe de Habsburgo, su rey consorte, lo haría por ella, dado que el poder que eventualmente podría ejercer sobre España, descansaba enteramente sobre la cabeza de quien era su esposa, y si ella era declarada incapaz, Felipe asumiría el trono.

Para el rey Fernando no fue necesario pensar en nada nuevo, pues desde hacía mucho tiempo, casi desde los primeros meses en que la reina enfermara, había estado tramando el ardid que materializaría finalmente, aquel ambicioso y desalmado plan. A Juana la declararía loca. Motivos tenía, de celos y caprichos. Y con Felipe, ya vería qué hacer para apartarlo del camino de ascenso al trono. No faltaría alguna oportunidad en que pudiera hacerlo desaparecer. Tal vez fuera la peste, una indigestión o quizá un enfriamiento. Ya lo pensaría. Pero debía ser todo cuidadosamente planeado para que nunca nadie pudiera descubrirlo y luego acusarlo ante el mundo de ser un asesino, como le había sucedido a su padre cuando mandó asesinar a su hermanastro el príncipe Carlos de Viana. Sospechas podrían levantarse, pero fundamentos valederos, esos sí, nunca podrían ser descubiertos, estarían bien ocultos y se irían junto con él bajo el frío mármol de su sepultura. Y después de muerto ya nada le importaría, pues nadie podría afirmar o negar nada que no estuviera dentro del campo de las suposiciones.

La clave de todo estaba centrada en armar una cábala monárquica en contra de su propia hija, con el objetivo inmediato de hacerla renunciar al poder, basada solo y exclusivamente en el codicilo del testamento. Condición ignorada por Juana y por Felipe, como también por todos los grandes en España, a excepción de unos pocos que integraban el círculo de sus más íntimos. Aquellos nobles eran los artífices de materializar sus más crueles deseos. Pero todo tenía un precio. A cambio de aquel servicio y como recompensa a tan incondicional fidelidad, esperaban títulos, castillos, bosques y ciudades, cuando algún día no muy lejano, el rey Fernando de Aragón volviese a ocupar el ambicionado trono castellano.

Aquella tarde de elucubraciones se asomó a la ventana y contempló el cielo más diáfano que nunca. El bosque de encinas le pareció más verde que antaño; las nubes más blancas y el río más claro; las altas montañas más azuladas con la lejanía; los mansos rebaños con sus pastores; las gruesas murallas, la ciudad allá abajo; y le pareció Castilla más bella que nunca, tan suya, tan única, que bajó deprisa a la sala del Trono y firmó, seguro de sí mismo y sinpér dida de tiempo, el envío de una flota a Gante, mucho más grande aún que la que llevase a Juana en su primer viaje a Flandes. El objeto era traer de retorno a España a los archiduques de Austria. De inmediato despachó tras ella una misiva urgente con la noticia. Pero esta vez tuvo mucho cuidado de no dirigirse a ellos como reina y como rey, pues temía tener que legalizar sus indiscutibles derechos y solo se atrevió a llamarlos: «Mis amados, hija e hijo…».

El correo real llegó a Flandes algunos días después, informando de que ante la nueva e importante posición que ocupaban los archiduques de Austria, el reino de España exigía una escolta adecuada a tan importante pareja, lo que sin duda requeriría de un tiempo más largo para poder organizarla.

También les advertía sobre cualquier intención de realizar el viaje a través de Francia, país que había declarado nuevamente la guerra a España por las posesiones en Italia. Al menos esta noticia había resultado verdadera.

Por último, les solicitaba permaneciesen en Flandes hasta que llegase la flota de escolta, para que fuesen conducidos a su destino con toda seguridad, sanos y salvos.

El gran almirante Fadrique, por su parte, recibió órdenes expresas y terminantes del rey de desviarse en alta mar lo más que pudiera, evitando acercarse a las costas francesas. Y aunque el viejo marino se sintió disgustado, no le quedó otra alternativa que cumplir con exactitud las órdenes reales.

Si algún sentimiento guiaba aquel propósito, ese era el egoísmo. Hábilmente planificado iba a llevarse a cabo con el solo fin de volver a reinar sobre lo que ya por derecho no le pertenecía. Entonces el rey Fernando dando un golpe de gracia se adelantó a los cambios por venir y convocó a una sesión extraordinaria de las Cortes en Toro.

Las Cortes se reunieron de inmediato con la siempre demostrada lealtad hacia Fernando II de Aragón y el deseo de que les fuese notificada la fecha de arribo de su amada reina y el día preciso de su coronación. Fue entonces cuando el rey, creyendo propicia la oportunidad, decidió leer el testamento de la reina Isabel, mediante el cual Juana era declarada su heredera universal con el honorable título de reina de Castilla, y él, Fernando II de Aragón, su regente, siempre y cuando fuera necesario.

Con voz grave y persuasiva, conociendo de antemano los efectos de emplearla en su propio beneficio y con su alta y delgada figura vestida totalmente de negro, inclinada, en posición de agobio, de pie sobre el estrado, Fernando de Aragón comenzó a leer. Las Cortes en pleno, expectantes, hacían un silencio profundo y sepulcral.

Su voz resonó grave dentro del amplio recinto. La luz mortecina de la tarde se confundía con el brillo rojizo de las antorchas. Cual un hábil e indiscutido diplomático que debía convencer a una nación enemiga, levantó la vista pidiendo compasión.

Los treinta años de reinado compartidos junto a la reina más grande de todos los tiempos le habían hecho madurar en autoridad, por lo tanto muchos eran los que le amaban y confiaban en él, debido al amor incondicional que le profesaban a la memoria de la reina, porque pensaban que su accionar, nunca mezquino, buscaría siempre lo mejor para España.

Lo que la mayoría desconocía eran los hilos ocultos del poder, aquellos que Fernando movía hábilmente para poder volver a reinar sobre el suelo castellano, recurriendo a una de sus más antiguas argucias. Con voz triste y entrecortada comenzó a leer el testamento y al llegar al codicilo hizo una larga pausa, para acotar finalmente que su querida hija Juana no estaba cualificada para reinar en Castilla. El silencio fue terrible. Solo se escuchaba la respiración entrecortada del rey, a quien todos observaban con atención. ¿Qué actitud adoptaría? Fernando los miró nuevamente y, rompiendo la quietud, volvió a hablar.

—Existen dos importantes razones por las que mi amada hija Juana no podrá ocupar el trono de este reino. La primera y fundamental es que se halla ausente de Castilla y el codicilo señala expresamente: «Si Juana, mi amada hija y legítima heredera, estuviese ausente de este reino, o si habiendo regresado a él, partiese en cualquier momento para residir en otra parte, no importa dónde o cuándo, o si mientras reside en España, careciese del deseo o la capacidad para gobernar, y hasta que el infante don Carlos de Habsburgo, cumplidos los veinte años pueda hacerse cargo de los reinos, el rey Fernando II de Aragón, mi amado esposo y consorte, gobernará, administrará y reinará en su nombre». Por lo tanto, señores, el contenido de esta cláusula descalifica a mi hija para ser reina de Castilla.

Era cierto que al omitir la reina en su testamento al rey consorte, Felipe de Habsburgo, Fernando II de Aragón era respaldado por aquel documento, para gobernar, administrar y reinar en su nombre, mientras Juana estuviese ausente de España y si, regresando a esta tierra, no quisiera o no pudiera hacerlo.

—He informado a los archiduques de Austria —pro siguió el rey con voz grave— sobre la muerte de mi bien amada esposa, pero Juana, mi hija, no ha demostrado demasiado interés por abandonar Flandes. De haberlo deseado, estaría aquí desde hace mucho tiempo.

Y todo esto era verdad, pues Juana no estaba en Castilla y el rey Fernando de Aragón había expuesto con total claridad su pretensión de seguir reinando en su nombre.

Al conocer los detalles de aquella inesperada ausencia, las Cortes lo tomaron con total naturalidad, pero exigieron enérgicamente que la archiduquesa y su esposo ocuparan el trono de Castilla. Si por alguna causa fortuita, accidente natural, de fuerza mayor, tiempo adverso o guerra imprevista, los archiduques retardaban su regreso, las Cortes acordaron no aplicar la letra de la ley con todo su rigor y juraron que la tardanza no modificaría en nada la lealtad que sentían hacia sus nuevos soberanos.

Pero el rey Fernando no estaba dispuesto a aguardar la llegada de su hija para conocer su decisión y decidió volver a convocar a las Cortes unos días más tarde.

Después de un saludo reverencial hecho a los pares del reino, donde con una leve inclinación se sacó el sombrero, comenzó su discurso elogiando la fidelidad de aquellos nobles, en conformidad con sus mismos sentimientos.

—Señores —dijo el monarca, inclinando voluntariamente sus hombros hacia adelante y su voz se tornó abominable—, existe una segunda razón que impide que mi hija ocupe el trono. En el codicilo real hay una parte que expresa: «o si mientras reside en España careciese del deseo o la capacidad para gobernar…». Y es mi deber exponer la prueba ante estas Cortes, de que mi hija Juana, lamentablemente, carece de esa capacidad para reinar. Con profundo dolor vengo a confiaros a vosotros, públicamente, lo que en privado he soportado con hondo pesar, pero la seguridad de España está sobre todo, y no deseo que la locura de Juana la afecte.

Las exclamaciones de estupor y de asombro resonaron en el gran recinto e inmediatamente un insoportable silencio, como la vez anterior, inundó la sala. Parecía que las Cortes habían quedado paralizadas ante tamaña noticia. Se encendieron las antorchas. A través de altos ventanales, estrechos y escasos, entraban las primeras sombras de una noche que se avecinaba presurosa.

Sin reparos y aprovechando la trágica quietud, con voz extremadamente grave, reveladora de angustias y penas, el rey tomó en sus manos el denigrante diario de don Martín de Moxica y comenzó a leer, párrafo por párrafo, los pormenores e intimidades de la vida de Juana en Flandes.

Allí se la describía escandalosa en el vestir, pues mostraba los tobillos al danzar; descuidada en sus deberes religiosos, por haber reñido con el cardenal Cisneros cuando le impedían regresar a Flandes; culpable de ocasionar escenas de furia y de celos, sobre todo cuando atacó a la condesa de Foix, amante del archiduque. Acto que trajo como consecuencia la reanudación de la guerra con Italia, país al que Luis XII, rey de Francia, había enviado un sinnúmero de refuerzos de tropas y cañones. Todo este desequilibrio demostraba, concretamente, que Juana I de Castilla estaba loca.

—La respuesta, señores, está en vosotros. Solo quiero agregar a todo esto una pregunta. ¿Os entregaríais a ser gobernados por una reina capaz de tantos desatinos?

Cuando el rey concluyó con su alegato, su secretario privado, don Francisco Ramírez, terminó de leer el codicilo:

«… y hasta que el infante don Carlos de Habsburgo, cumplidos los veinte años, pueda hacerse cargo de los reinos, el rey Fernando II de Aragón, mi amado esposo y consorte, gobernará, administrará y reinará en su nombre…».

Los delgados y altos, los gruesos y gordos nobles de las perpetuas Cortes del reino, vestidos con cuellos de encajes, jubones negros y mantos carmesí que les cubrían hasta los pies, de finos cabellos de acentuados rizos y de grandes mostachos, permanecieron adustos, callados e inmóviles, hasta el final del testamento.

Acto seguido las Cortes pidieron un cuarto intermedio para deliberar ante la sorpresiva noticia de la demencia de Juana. La cual, sin duda, de no mediar una posible solución, terminaría por hacer peligrar la estabilidad institucional.

Al contemplar el rey los rostros de aquellos nobles visiblemente conmocionados, se dio cuenta de que ya los había convencido. Pero grande fue su sorpresa cuando las Cortes, en menos de una hora, volvieron a reunirse. Con íntima satisfacción y pensando en un resultado favorable, el rey se presentó nuevamente al recinto, confiando en la buena nueva.

—Vuestra alteza católica —leyó el presidente de la asamblea.

El rostro de Fernando hizo una mueca de disgusto, perturbado, pues no se le había nombrado como siempre acostumbraban a hacerlo: «vuestra majestad católica».

—Es deber de esta magna corte juzgar por sí misma sobre la cordura o la locura de nuestra futura reina, doña Juana I de Castilla, la cual, regresada a España y una vez llegada, será la corte en pleno quien decida si ella posee o no la capacidad suficiente para reinar. Hasta tanto se cubra el vacío ocasionado por la muerte de nuestra excelsa reina Isabel y a los fines de evitar el peligro de mantener el trono vacante, para llevar con buen rumbo las cotidianas labores del reino, os ofrecemos a vuestra alteza el título de jefe de estado, no con la autoridad de un rey, sino como curador del reino, hasta tanto retorne de Flandes nuestra reina, doña Juana.

Concluida la lectura, Fernando de Aragón no tuvo más remedio que sonreír amablemente y aunque por dentro su furia era incontenible, como era un buen diplomático supo disimularla. Mientras una pregunta laceraba su cabeza: «¿Curador? ¿Cuidador de un país que me llamó su rey durante treinta años?»

Ser descendido del rango de máxima jerarquía por las Cortes sin ningún miramiento era algo difícil de aceptar. Pero no se daría por vencido. Volvería a calcular la nueva estrategia para la prosecución de su plan definitivo. El odio había vuelto a brotar de su corazón, pero lo más terrible de todo fue que esta vez lo dirigió directamente hacia Juana, Felipe y las Cortes, opacando su raciocinio y consecuentemente su capacidad para juzgar con equidad.

Su resentimiento creció tanto que terminó por volverse cínico, mezquino y celoso. Aquellos cambios bruscos de su personalidad, iniciados con la muerte de Isabel y los que parecían ahondarse con el transcurso del tiempo, llamaron profundamente la atención de cuantos le rodeaban. La fuerza incontrolable de la venganza parecía haber hecho de él su presa favorita, mientras un odio, rayano con lo mortal, lo iba arrastrando hacia su ruina interior.

Decidido a enfrentarse con su propio linaje, pues la primogenitura de Juana le valdría la dirección indiscutida del reino castellano, la detentación del patrimonio heredado de su madre y la cualidad de reina de Castilla, hizo que el monarca se mostrase intratable en todas las conversaciones referidas al trono castellano. Y a partir de entonces se negó a aceptar cualquier otra compensación por la muerte de la reina Isabel, que no fuese la propia muerte de Felipe de Habsburgo y la demencia de su hija Juana. La sangre asesina de su estirpe, de aquellos Trastámara que siendo bastardos se habían hecho llamar reyes de Castilla y ocuparon los tronos de Aragón, Navarra y Sicilia, florecía en Fernando con toda la fuerza de sus antepasados.

Cargado de rencores se lanzó al duelo y, para darle inicio, no tuvo mejor idea que continuar reteniendo a Juana y a Felipe, muy lejos, en Flandes. Si lograba que no salieran del país, apelando a cualquier medio, las Cortes no tendrían la oportunidad de juzgarla por sí mismas y entonces podría aplicar la previsión del codicilo, referente a la residencia de Juana fuera de Castilla. Con unos meses más de permanencia en Flandes, entraría en vigor aquello de que la archiduquesa Juana había decidido «residir en otra parte».

Con todo el cinismo y la crueldad que lo caracterizaban últimamente, envió una carta muy cariñosa a su hija con la única y verdadera intención de provocar entre los archiduques nuevos motivos de desencuentros. Y logró su cometido, porque además de la carta, adosó a ella el diario de Martín de Moxica y todas las cartas de Felipe de Habsburgo, donde el Hermoso confesaba su complicidad de espionaje con el tesorero traidor. Ya sobre el final de la misiva, el rey justificaba el comportamiento de su yerno como una manera de ocultar las relaciones extramaritales con la condesa de Foix, a la vez que enumeraba los serios inconvenientes que aquella relación ilícita había acarreado a España. La lista, por supuesto, se iniciaba con la guerra de Italia y concluía, como un broche de maldad sin par, recurriendo al patriotismo, para lo cual remitía a Juana un papel donde le imploraba lo firmara y se lo devolviera con urgencia.

… Finalmente, amada hija, debo informaros de que las Cortes de España acaban de designarme en vuestra ausencia, curador del reino, con lo cual he sentido el mismo dolor que si me hubiesen cruzado el rostro con dos sonoras bofetadas. No olvidéis que vuestro querido padre ya está viejo y cansado y este disgusto acaba por acelerar algunos síntomas… Sobre todo en el reino de Castilla, donde la intranquilidad se hace muy difícil de manejar. Cuando un rey es rebajado, surgen personas ambiciosas deseando ocupar el espacio político vacío y el trono vacante. Las rebeliones pueden estar gestándose detrás de cada portal, ocultas, siniestras, codiciando la corona. Y hasta que no logre solucionar esta cuestión, será mejor que firméis este papel que os remito y que me devolverá el título de rey, permitiéndome gobernar, administrar y reinar en vuestro nombre. Este ha sido el último deseo de vuestra madre, expresado en su testamento y como tal, por ser ella la mujer que más he amado en este mundo, también es el mío…

Vuestro padre. Fernando II de Aragón.

Astutamente Fernando se guardó muy bien de que aquella carta no llegase a manos del archiduque, dando severas y precisas instrucciones al emisario de que solo la entregase en mano y secretamente a su hija Juana.

La archiduquesa de Austria abrió la carta con gran ilusión, pensando encontrar en ella algún recuerdo añorado de su difunta madre. Tal vez sus últimas palabras o alguno de sus pañuelos bordados con las iniciales, quizá algún broche de oro, alguno de sus anillos o el relato del cortejo camino a Granada. Pero nada de eso encontró. Solo las palabras escritas de su padre que expresaban cuando Felipe, además de haberla traicionado, echaba sobre ella toda la carga de la culpa haciéndola espiar, con el deliberado propósito de evitar que se entrevistara con los españoles. La ira se instaló en ella y con dolor y furia firmó el papel a toda prisa restituyendo a su padre la corona de Castilla y perdiendo así, como consecuencia, sus legítimos derechos sobre ella.

El rey Fernando podía volver a reinar sobre Castilla, pero había olvidado que Felipe de Habsburgo también deseaba hacerlo. Con el mismo ímpetu que caracterizaba al monarca de Aragón por usufructuar el trono, Felipe se lanzó al duelo e hizo que los proclamaran en Bruselas, a su esposa y a él, reyes de Castilla, León y Granada.

Aquella misma noche, Juana, rehén de uno e instrumento del otro, decidió que escaparía de Flandes rumbo a España. Y cuando Felipe entró a sus aposentos, no pudiendo contenerse, le arrojó con violencia las cartas en pleno rostro, al mismo tiempo que estrellaba contra el piso el diario de Martín de Moxica.

—¡Me habéis traicionado nuevamente, conspirando a mis espaldas! Y no solo lo habéis hecho contra mí, sino contra toda España. Por lo tanto, esta vez, regreso a Castilla de inmediato.

Pero lo que Juana ignoraba era que su padre estaba muy lejos de desear su retorno y que su esposo trataría de impedírselo por todos los medios. También evitaría que Juana alertara a su padre sobre las maniobras orquestadas para lograr el poder otorgado por el trono y las coronas heredadas.

Fernando II de Aragón y Felipe de Habsburgo tenían puestos sus ojos en un mismo objetivo: el trono de Castilla. Pero para obtenerlo, emplearon métodos contrarios. El rey Fernando tratando de demostrar que su hija estaba loca, único modo de que el gobierno quedase en sus manos. Felipe, su esposo, tratando de demostrar que su esposa no podía reinar sola, única manera de heredar el trono como rey consorte.

—¡Juana, sois una tonta! Habéis sido engañada y nada menos que por vuestro padre. ¡Os lo advertí! Ha leído públicamente el diario de Martín de Moxica ante las Cortes en Toro, para hacerles creer que padecéis de demencia. ¿No os dais cuenta de que desde hace tiempo trama una conspiración en nuestra contra?

—Mi pobre alma no tiene consuelo. Y comprendo que no solo he sido engañada por mi propio padre que ambiciona mis coronas, sino también por mi bien amado esposo que codicia mis reinos. He sido doblemente traicionada. ¡En lo único que pensáis vosotros es en el trono que vais a ocupar, pero no os dais cuenta cuánto está sufriendo mi alma!

Felipe permaneció taciturno y distante. Y Juana guardó silencio como siempre lo hacía cuando se disgustaba.

El invierno aquel año aún no había llegado, pero toda la geografía de Flandes se había cubierto con un blanco manto de nieve. Los archiduques habían dejado de hablarse y se hallaban distanciados el uno del otro. Entonces Felipe, pensando en el bien de Juana y la paz de Europa, decidió enclaustrarla dentro de sus magníficos y suntuosos aposentos, prohibiéndole cualquier contacto con el resto de la corte española, ante el temor de que informara a su padre sobre lo que estaba aconteciendo. Además colocó guardias frente a su puerta y bajo sus ventanas, para impedir de este modo cualquier intento de huida a España.

Por motivos aparentemente loables, la reina Isabel primero y Felipe de Habsburgo después, la habían confinado al encierro, aunque aquellos enclaustramientos ocultaban lo que una Juana ultrajada no deseaba y lo que más ambicionaban aquellos que la rodeaban: su trono y su poder.

Trono y poder que abarcaban inmensas extensiones de un mundo vital, rico y poderoso.

En España todo era confuso y vacilante. Tanto el rey Fernando desde su trono de Aragón, como el archiduque Felipe desde su palacio en Gante, se ocuparon de que la situación se tornase cada día más oscura. A diario emitían órdenes y decretos contrapuestos entre sí, pues ambos se hacían llamar reyes de Castilla y decían reinar en nombre de Juana I, de acuerdo a lo testamentado por la magnánima y difunta reina Isabel.

Bajo aquellas adversas circunstancias, prueba fehaciente de una cruel conspiración, el 17 de septiembre de 1505, Juana dio a luz en Bruselas y en cautiverio a su quinto vástago. Una niña saludable y hermosa a quien pusieron por nombre María, como su abuela paterna, María de Borgoña, muerta trágicamente veintitrés años atrás y como su tía materna, María de Aragón, reina de Portugal.

Ante aquella situación política que estaba llevando al reino por cauces no previstos, Fernando de Aragón trató de imponer el respeto castellano por el testamento de la reina Isabel y propició un arreglo, de forma que pudiera reinar junto a Felipe y a Juana. El Hermoso Habsburgo, para ganar tiempo, aceptó la solución y quedó establecido en la Concordia de Salamanca, firmada el 24 de noviembre del año del Señor de 1505, que era reconocido, junto a Juana y su suegro, como rey de Castilla. Las rentas del reino se dividirían en tres partes, como correspondía a un reinado tripartito. Por esta Concordia quedaba asociado el rey Fernando a la corona, como gobernador perpetuo en la primera regencia.

Durante los meses siguientes Juana permaneció prisionera dentro de su palacio flamenco. Vio caer las hojas de los árboles desde las ventanas y miró pasar la Navidad dentro de sus aposentos, a los que iluminaron con mayor profusión de velas y adornaron con guirnaldas de follajes y rosas, mientras la nieve caía copiosamente sobre las vastas extensiones de los jardines reales.

Exquisitamente atendida no tenía la apariencia de una prisionera. La Noche Buena la pasó en total intimidad con sus hijos y Felipe. La mesa había sido dispuesta con gran magnificencia, con la mejor vajilla de plata, oro, cristal y porcelana. Los mejores manjares: jamón de las Ardenas, foie gras d’Anvers, guisados de ternera con hierbas frescas, filetes de Amberes y, a los postres, les fue servido el plato preferido de la archiduquesa: pasta de castañas y confituras de naranjas cubiertas de nueces, uvas y frutos silvestres.

La música de los laudes llegaba desde la antesala como si el mismo aire la generara. La mesa, cubierta por un mantel de encaje que llegaba hasta el piso, lucía iluminada por dos candelabros de plata, y Juana desde una de las cabeceras observaba a Felipe sentado en la opuesta. Sus niños: Leonor de siete años; Carlos de cinco e Isabel de cuatro, se encontraban ubicados sobre los laterales, juiciosamente sentados. Pero la tristeza que Juana llevaba en su corazón era por el infante Fernando de apenas dos años de edad. El niño había quedado en España requerido por los Reyes Católicos y se hallaba en el castillo de Arévalo educándose como un príncipe español. Felipe había aceptado dejarlo porque no deseaba que le reclamaran a su hijo primogénito Carlos. La infanta María, de apenas tres meses, dormía serenamente envuelta entre los encajes y mantillas blancas de su primorosa cuna.

Aquella escena era digna de un cuadro. Juana estaba deslumbrante. Su vestido color azul lavanda era suntuoso, con todo su canesú recamado en hilos de plata, destacando su porte distinguido. Se había recogido el cabello hacia atrás y una cinta negra de terciopelo, de la cual pendía un inmenso diamante (que desde 1276, época en que Rodolfo de Habsburgo, rey de Germania, ocupó el trono austríaco, iba pasándose de mano en mano, a los miembros de la Casa real) realzaba su belleza y hacía resaltar y relucir la asombrosa piedra preciosa, sobre la blanca y tersa piel de su cuello.

Los ojos de Felipe volvían siempre sobre los de Juana y siempre los encontraba, tal vez un poco contrariado al observar su terquedad, pero no por eso dejaba de admirar su hermosura. Por su parte el apuesto archiduque lucía un jubón con calzas haciendo juego en color negro y dorado, y de su pecho colgaba el imponente Toisón de Oro. Los niños varones estaban ataviados con atuendos de finos paños de Flandes en color azul claro, con cuellos de encaje de la región del Dendre, y las niñas vestían largos vestidos de paños verde oscuro con cuellos de encaje princesa.

Unos inmensos leños de enebro ardían en la gran chimenea, mientras dos criados arrojaban al fuego semillas de espliego para perfumar el ambiente. El banquete de Navidad dio comienzo. Afuera la nieve caía en profusión. Los niños sentados, pequeños y solemnes, comían en silencio, mientras Juana los observaba con ternura y Felipe les sonreía con satisfacción.

Aquella Navidad de 1505 la volvería a recordar Juana muchas veces en su vida, pues sería la última que pasaría en familia, mas en aquel momento lo ignoraba y solo se limitó a mirar a su alrededor, maravillándose con aquella escena.

Los días siguieron su curso. La archiduquesa era llamada majestad con todos los honores y el rango de reina, mientras un séquito de médicos la controlaba durante las veinticuatro horas del día, informando diariamente de que no existía en ella nada que fuese anormal o llamase la atención. La única actitud poco común fue cuando despidió a don Martín de Moxica del cargo de tesorero, enviándolo de regreso a España. Pero De Moxica no se preocupó demasiado pues bien sabía que tanto el rey Fernando, como el archiduque Felipe, continuarían abonándole sus pagas.

Juana se conducía como una gran reina y si había una señal externa de la profunda desesperación que su corazón sentía, esa era su melancólica mirada, la que ni siquiera lograba alegrar la hermosa María recién nacida.

Por las mañanas al levantarse, corría los espesos cortinados de los ventanales que daban al jardín y miraba a través de los cristales el prolijo trabajo de los jardineros. Los canteros recién regados y la tierra removida hacían que se arremolinaran los pájaros en busca de insectos y semillas. Y hubiera deseado tener alas como ellos para salir volando y poder librarse del peso de aquella herencia que la perturbaba, perdiéndose en el cielo gris o en la oscuridad de algún follaje.

Cautiva en sus propios aposentos, encerrada bajo doble llave, custodiada cual un valioso tesoro, Juana era como le había confiado Felipe: oro puro. El verdadero poder y la legítima heredera de España.

—Deberíais repudiar la firma del documento que vuestro padre, guiado por las circunstancias, os obligó a rubricar. ¡Declarad que fuisteis engañada y vais a ver que todo volverá a ser como antes! —le aconsejó Felipe.

—Haced conmigo lo que os plazca, Felipe. Soy vuestra prisionera. Matadme si es vuestro deseo, estoy en vuestro poder. ¡Pero no podréis obligarme a firmar nada que yo no desee!

La terquedad de Juana hacía bullir la impetuosa sangre Habsburgo, pero ella continuaba silenciosa y firme en aquella tenaz resistencia.

—En Europa están aconteciendo hechos que necesitan de vuestra sabiduría. ¡En nombre de Dios, Juana, deseo ayudaros!

—¿Ayudarme vos, Felipe de Habsburgo, que enviasteis a mi padre el diario de Martín de Moxica y fue leído ante las Cortes perpetuas del reino, causándome el más intenso e insoportable de los dolores por la humillación recibida? ¡Jamás lo olvidaré, como tampoco sé si podré perdonaros algún día!

—Reconozco mi imprudencia y os pido sepáis perdonarme.

—¿Perdonar una imprudencia política? Es demasiado difícil lo que me pedís. Vos, que os jactabais de vuestro diplomático comportamiento ante las Cortes y embajadores de Europa, no supisteis guardar tino y prudencia sobre nuestras relaciones matrimoniales.

—Perdonadme Juana. Os lo pido con todo mi corazón. No seáis tan inflexible ante esta falta. ¿O es que acaso no podréis perdonarme nunca? Todo vuestro futuro depende de tan solo tres palabras: «Yo, la reina». Firmad por favor un nuevo decreto y regresemos a España donde disiparemos los crecientes rumores de una guerra civil, al tiempo que pondremos fin a la guerra con Italia.

—La guerra con Italia no se hubiera producido si vos no hubieseis tomado como amante a la condesa de Foix y enviado a mi padre aquel maldito y sucio diario.

Felipe guardó silencio, pues contra Juana, nada se podía.

Los días transcurrieron y la archiduquesa continuó encerrada en la negativa de no querer firmar absolutamente nada. La herencia que le pertenecía, y por la que se enfrentaban su padre y su esposo, era un imperio de extraordinarias dimensiones que elevaba al reino español a las alturas de poderío y dificultades como jamás lo había imaginado.

En Castilla el rey Fernando gozaba cada vez de menos aceptación y era mirado con desconfianza por la mayoría de los nobles castellanos, los cuales solían referirse a él como «el tacaño catalán». La nobleza como factor de poder había sido sometida pero no eliminada y, puesto que Fernando carecía de derechos personales al trono, los nobles creyeron que llegado el momento recuperarían el poder de manos de la sucesora de Isabel, su hija Juana I de Castilla.