El peso de una herencia
Los días de rosas parecían haberse marchado para Juana y estaba entrando en un laberinto de espinas. La noticia de su enfrentamiento con Germaine invadió la atmósfera de todas las cancillerías y Cortes europeas. Embajadores, estadistas, reyes y nobles comentaban hasta el cansancio aquel trágico episodio protagonizado por la archiduquesa de Austria, heredera de la corona española y la condesa de Foix, sobrina del rey Luis XII de Francia. Desde aquel fatídico día Juana fue apodada con el sobrenombre de «la terrible».
Y aunque la causa de tan descomunal pelea solo tenía un nombre: Felipe de Habsburgo, (cuyos favores políticos todos buscaban y algún día no muy lejano, cuando llegara a ser emperador, todos volverían a buscar aun con mayor afán) solo el nombre de Juana volaba cual hoja al viento de reino en reino, de corte en corte, de boca en boca.
A los cuatro meses de aquel lamentable episodio el triunfo de Juana parecía haberse vuelto absoluto y definitivo, aunque ambas noticias todavía no se conocieran en España.
Para la condesa de Foix su existencia dentro de la corte de Gante se había tornado insoportable. Felipe había desaparecido de su vida por completo retornando junto a su esposa española.
—Y pensar que temía vuestro regreso —le decía el Hermoso con una sinceridad rayana a la crueldad.
—Tal vez porque en mi ausencia vuestros pensamientos estaban puestos en Germaine —contestaba Juana serenamente, pero tan cer cana al desprecio hacia la condesa, como solo ella podía estarlo.
—Os extrañaba, Juana.
—Yo también. Por eso lo que más deseo es estar siempre a vuestro lado.
—Y yo lo que más deseo es que este bello sentimiento de pertenencia que ha surgido de nuevo entre nosotros perdure eternamente. Sois mi vida y lo seréis siempre.
Solo existía un motivo que preocupaba al archiduque y era la propensión de Juana a cometer actos irracionales a causa de la desesperación y de los celos. El amor del Hermoso se había convertido en el eje de su vida, en su razón de vivir y el solo pensamiento de que otra mujer volviera a compartir el lecho conyugal, la enloquecía. Se sentía incapaz de volver a soportar una nueva humillación, personal o pública.
En las espaciosas galerías palaciegas, en los jardines imperiales, en los salones de fiestas, en las calles, todos comentaban que el archiduque había vuelto a dormir junto a la archiduquesa. Hecho feliz e insólito, después de tantos desencuentros.
Cierta noche, el conde de Pest al ir a consultar al archiduque por un asunto urgente, encontró las habitaciones de Felipe vacías.
Esto fue para la condesa de Foix la prueba fehaciente de que alguien había ocupado su lugar, y para volver a reconquistarlo la belleza no sería suficiente. ¿Qué recursos debería utilizar? ¿Cuánto tiempo tardaría en volver a reconquistar el corazón del futuro emperador? Todas estas y muchas preguntas más acechaban su mente, mientras deambulaba por los corredores en penumbras del palacio de Gante. Era un frío día de viento y de lluvia sobre los finales del mes de octubre del año del Señor de 1504. Nerviosa y preocupada cruzaba una y otra vez los delgados dedos de sus manos, presa de la desesperación. Su aspecto era lamentable. Pálida y ojerosa con el cabello apenas crecido sobre la nuca, poseía una inseguridad en su andar que llamaba la atención.
Y para su desgracia, fue justamente con Juana con quien tropezó aquel día al doblar un corredor. Hablando y riendo la archiduquesa y sus cuatro damas de honor se dirigían al salón de Música, cuando pasaron a su lado.
—¡Alteza! —alcanzó a balbucear Germaine con timidez, mientras hacía una profunda reverencia.
Juana hizo un gesto de disgusto al darse cuenta de que la condesa le había dirigido la palabra.
—¡Madame!, no es de buena educación mirar fijamente a los ojos de las personas, y mucho menos si son de un rango superior al vuestro —le advirtió Juana con severidad.
Germaine no volvió a pronunciar una sola palabra y sus mejillas se cubrieron de rubor. Bajó sus ojos y las lágrimas comenzaron a brotar en abundancia hasta humedecerle la falda de su vestido. A punto de desfallecer, la condesa cayó de hinojos al suelo.
Juana, visiblemente disgustada, se volvió hacia sus damas.
—Señoras, podéis continuar vuestro camino. Yo continuaré en un momento.
Un escalofrío de pánico recorrió los cuerpos de aquellas mujeres pensando en una nueva confrontación, pero reiniciaron su andar como se lo ordenaba la archiduquesa quien, volviéndose, se dirigió a la condesa.
—Madame, os invito a pasar a mi recámara. Tengo un tapiz flamenco que representa la catedral de Amiens bordado íntegramente en hilos de oro. Me agradaría que lo vierais.
Germaine se puso de pie con cierta dificultad. Vacilante y temerosa de que la atractiva reina que se encontraba frente a ella intentase nuevamente otra agresión de la misma magnitud que la anterior, le respondió con una voz apenas perceptible, casi en un susurro, muerta de miedo y de espanto.
—¡No! Alteza ¡No deseo verlo, gracias! Os lo agradezco.
—Venid. ¡Os aseguro que os gustará mucho! —respondió Juana con firmeza, y empujó a su víctima hacia un lugar donde ya nadie podía verla ni oírla, sujetándola fuertemente de un brazo.
En la antesala de sus habitaciones, Juana dio la orden a sus doncellas y damas de honor de que abandonaran de inmediato sus aposentos dejándolas a solas y, atrayendo a Germaine hacia el gran ventanal desde donde se divisaban los inmensos jardines palaciegos, la amenazó.
—¡Madame, no deseo más pretextos!
Germaine permanecía en silencio, aterrorizada. Deseaba que en cualquier momento Felipe de Habsburgo se dignara entrar por la puerta y la salvara de tan difícil situación. Pero Juana, adivinando sus pensamientos, se adelantó a las circunstancias.
—Quedaos tranquila, madame, que monsieur l’Archiduque está descansando y no hay motivos para que nos moleste.
—Alteza, os lo suplico. ¿Qué deseáis de mí?
—Muy poco. Que regreséis de inmediato a Francia. Aunque creo que sois vos la que desea decirme algo.
—No, alteza. No deseo deciros nada —respondió Germaine con un tono más firme en su voz, como queriendo recuperar en algo la dignidad perdida.
—Mucho desearíais poder salvar vuestra honradez, si yo permaneciera alejada de mi esposo. Pero eso no sucederá.
—Yo también lo amo —sollozó Germaine.
Bastaron esas cuatro palabras para que la archiduquesa se volviese como un huracán envuelta por la ira y el odio hacia la condesa.
—¿Creéis por ventura que vos tenéis la exclusividad sobre el archiduque? Yo también le amo profundamente. Y le he amado desde que le conocí. Yo soy su esposa. Yo, Juana I de Castilla y Aragón, archiduquesa de Austria. Y espero que os quede bien claro, condesa: ¡marchaos de mi corte cuanto antes, si no queréis saber quién soy!
Pero Germaine, recobrando las fuerzas, se volvió hacia su rival y la interrogó desafiante.
—¿Qué podéis ofrecerle vos, Juana I de Castilla, que yo no pueda?
—Mis reinos —respondió Juana desafiante y con la certeza de que aquella respuesta no tendría antagonismo. Y clavó su mirada glacial en aquellos ojos claros, enrojecidos por el llanto.
Luego continuó.
—La belleza, por su propia naturaleza es insegura. El tiempo la esfuma y la desvanece. Pero yo soy digna de su confianza. Yo soy su esposa y su amiga. Yo soy su reina y la madre de sus cuatro hijos. Mientras que vos representáis tan solo el peligro y las inseguridades.
—Antes de que vuestra alteza regresara, el archiduque confiaba en mí. Era mi amigo.
—Eso fue en tiempo pasado. Pero todo ha cambiado. Así que marchaos cuanto antes. ¿Verdad que lo haréis de inmediato? —le interrogó Juana con una patética sonrisa.
Germaine de Foix, sin poder soportar tanta presión, continuó sollozando y por un momento la archiduquesa, segura de sí misma y dominando aquella situación, se quedó mirándola. Luego exclamó.
—¡Callad de una buena vez!, que estoy cansada de escucharos.
Y dando un portazo partió de inmediato a dar las órdenes para que madame de Foix empacara sus pertenencias y se marchara definitivamente del imperio.
Juana tenía entre sus manos la oportunidad de devolverle a Luis XII de Francia su sobrina, aplicando un nuevo insulto a la ya maltrecha relación con la corona de España.
Al día siguiente la condesa desapareció del palacio con su pequeña corte de damas de honor. Con su partida, la felicidad parecía haber vuelto a instalarse, rotunda y definitivamente, entre Juana y Felipe.
El conde de Pest se jactaba de haber sido el verdadero artífice de aquella reconciliación, aunque no dejaba de reconocer las adversas circunstancias bajo las cuales se había producido.
—¿Cómo lo habéis logrado? —interrogó con curiosidad De Moxica, que no deseaba dejar escapar ningún detalle para anotarlo en su diario.
—Con muchísimo tacto —respondió el conde.
—Ha sido una buena acción, muy cristiana, pero muy difícil —argumentó de Moxica, con la secreta esperanza de que el conde le contara lo sucedido.
—Estoy de acuerdo con vos. ¿Y sabéis cómo lo he logrado?
—¿Cómo?
—Arrojando al archiduque en los brazos de Germaine de Foix. La archiduquesa reaccionó drásticamente cortándole la hermosa cabellera y, después de cuatro meses de calma y serenidad, la condesa desapareció para siempre de la escena y Juana volvió a resurgir radiante de belleza, como una mujer nueva. Esto hizo encender la sangre del archiduque que volvió más enamorado que nunca a los brazos de su fiel y hermosa esposa española.
En los últimos tiempos don Martín de Moxica no había tenido la oportunidad de recibir mucha información sobre Juana y Felipe, lo cual le obligaba a mendigar noticias a quien quisiera dárselas, mientras anotaba en su diario: «Ninguno de los archiduques parece ya confiar en mí y, al parecer, están nuevamente unidos de verdad, constante y apasionadamente. Los aposentos del archiduque permanecen vacíos».
El triunfo de Juana parecía rotundo, pues Felipe había vuelto subyugado por la belleza de aquella Juana apasionada que le esperaba siempre cautiva de su amor.
Era esa hora indefinida en que la noche entraba con sus primeras sombras y los candelabros de plata, bajo cuyos resplandores todo se tornaba de un color y un brillo muy especiales, se iban encendiendo deprisa. Dentro de las habitaciones de los esposos, en la suave penumbra, todo era pasión. Felipe la abrazaba con deseos incontenibles y mientras la besaba le susurraba al oído.
—¿Sabéis Juana?, siento un asombro profundo por vuestro cambio.
—Y yo me siento festejada y halagada por vuestras palabras. Siempre he tratado de ser lo que vos deseabais que fuese. Pero equivoqué el camino. Quiero ser yo misma, la hacedora de mi propio destino, tal como me habéis conocido y amado.
—¡Oh, Juana querida!, ¿qué absurdos pensamientos habían invadido vuestra mente?
—Tal vez mi locura de amor por ti, Felipe de Habsburgo. Solo quiero que me digáis qué es lo que más deseáis de mí y yo os complaceré.
—Debéis ser siempre auténtica, porque nadie puede ser lo que no es. Y vos Juana, me gustáis tal como sois: ¡Oro puro, mi amor, oro puro!
—Pero también os gustaba madame de Foix.
—Me molesta que me lo recuerdes. Pero me niego a discutir sobre esa mujer contigo. ¡Ya no se encuentra en el reino!
—No puedo evitarlo. Ella me arrebató vuestro amor por algún tiempo y no se lo perdonaré jamás.
—Lo de ella fue distinto. En cambio nuestro amor permaneció siempre intacto, inalterable, jamás disminuyó y no deseo que vuelva a abrirse aquel abismo que existió alguna vez entre nosotros. Al retornar la calma, quiero que permanezca así, y para siempre.
—Y yo os amaré eternamente. Lo prometo —susurró Juana y se aferró con pasión a sus brazos y a su pecho donde el corazón amado de Felipe volvía a latir con fuerza, solo para ella.
El sosiego había regresado a su alma y a la corte. Las damas que por mucho tiempo habían comido con sus ojos a Felipe el Hermoso, tropezaban de pronto con su total y absoluta indiferencia.
Las noticias del diario de Martín de Moxica continuaban llegando a las manos de sus Católicas Majestades.
—Fernando, por lo que leéis, no habrá necesidad de modificar mi testamento.
La voz de la reina Isabel evidenciaba alegría y tranquilidad.
—Pero lo que os acabo de leer es solo la última parte del informe. Aún queda el principio y para ello deberíais pedir a Dios que os dé fuerzas para poder soportarlo.
El escándalo llegó a España al mismo tiempo que las noticias de los movimientos de las tropas. Luis XII de Francia aprovechó aquel episodio para declarar que (un súbdito de la corona francesa) su sobrina, la condesa de Foix, había sido brutalmente humillada y agredida por la archiduquesa de Austria, heredera de la corona de España. Con tan buen y justificable pretexto, enviaba a Italia un numeroso contingente de hombres y cañones.
Para hacer frente a tal agresión, Fernando de Aragón envió a su vez tropas y armamentos y la guerra de Italia volvió a instalarse nuevamente, con la misma fuerza del inicio.
El efecto expansivo de la agresión hacia la condesa se había propagado en cadena. Y cuando en Flandes la paz parecía volver a reinar, la violencia y la discordia volvían a resurgir entre Francia, Italia y España.
El rey Fernando sentía dentro de su corazón un odio profundo hacia los franceses y la sensación de que Francia le había atado las manos. Y más que el denigrante hecho de dos mujeres peleándose por Felipe de Habsburgo, era que la situación había traspasado los límites de las fronteras y aquel episodio singular, por más humillante que hubiese sido, se había convertido en la simple excusa de la audacia con que Luis XII atacaba. La situación era provechosa para Francia, debido a la salud debilitada de la reina Isabel de Castilla. Situación que el monarca francés no iba a dejar pasar.
Los últimos días de la reina se acercaban y el rey de Francia, «miserable gusano», como lo llamaba Fernando de Aragón, le estaba sacando el mayor provecho posible. Así eran las costumbres de la época, sacar provecho de todo: de los nacimientos, de los esponsales, de cada actitud en particular y, con más razón, de la misma muerte. Pues aquella dejaba un espacio vacío que era necesario llenar sin pérdida de tiempo y de intereses.
Y como para aumentar aún más la lógica preocupación del rey Fernando, le llegaba de golpe la sórdida verdad de que se estaba volviendo viejo.
La bella Germaine de Foix, que a su paso por España lo cautivara, se había enamorado de su yerno. Pero él aún no estaba muerto y mientras corriera por sus venas una sola gota de sangre aragonesa, no se daría por vencido. Mucho tenía para ofrecerle a aquella joven francesa que le robaba el sueño por las noches y le enajenaba los pensamientos durante el día, haciéndole olvidar los placeres de la caza y de la guerra y hasta de su propia reina, debilitada y enferma.
—Lamentablemente y de acuerdo con estos informes, está claro, mi querida Isabel, que deberéis cambiar vuestro testamento —insistía el rey.
Isabel escuchó extenuada la dolorosa noticia. Pero una pequeña luz de esperanza se vislumbraba al final, con la reconciliación de los archiduques.
Presa de constantes y fuertes dolores físicos, los dolores del alma superaron en intensidad a los primeros. Su enfermedad avanzaba día a día y cualquier cosa que le disgustaba contribuía a acelerar el abatimiento y la agonía. Cada hora por venir se hacía más difícil que las ya transcurridas, mientras su cuerpo se hinchaba y su mente se embotaba cada vez más. Agotada por el mal que había invadido hasta sus zonas más íntimas, fue atacada por una hidropesía y el dolor se hizo cada vez más intenso. Conforme se acercaba al fin, sus fuerzas la fueron abandonando poco a poco. Los médicos de la corte la purgaban y le hacían sangrías periódicamente, después de las cuales, la reina parecía por momentos querer recobrar la vitalidad, con todo el vigor y el pleno dominio de sus facultades.
(La fortaleza demostrada en sus días postreros llevaron a decir al embajador italiano en España, Próspero Colonna: «Vengo a ver a la que desde su lecho de enferma todavía gobierna el mundo»).
Re costada sobre varias almohadas, Isabel seguía gobernando el reino y medio mundo, aquel que le pertenecía después del descubrimiento de América. Y ante estas circunstancias, habló con dificultad a su esposo que la observaba preocupado.
—La conducta de Juana, por lo menos la que se desprende de lo que acabáis de leer en el informe de Martín de Moxica, no es la que hubiésemos esperado jamás, ni vos ni yo.
—Creo, querida Isabel, que por el bien de toda España y de todas las posesiones del nuevo mundo, será necesario entonces que Juana, nuestra querida hija, sea sometida a un control.
—Esto es muy duro de soportar, Fernando, pero vos sois fuerte y sé que tenéis razón.
—Debo ser fuerte para proseguir sin dificultades con la política que habéis instaurado vos, mi buena Isabel.
Isabel entornó los ojos y pidió descansar. Aquella situación la agotaba.
Pero sus médicos, Soto y De Juan, y su confesor, coincidieron en afirmar que Isabel podía tener su cuerpo frágil y debilitado por la enfermedad, pero su mente estaba lúcida, firme y clara, lo cual seguía significando un bien para toda España. La reina proseguía concediendo audiencias, dictando justicia, elaborando leyes y redactando su propio testamento.
Mientras, en todos los templos españoles se alzaban las voces en ruegos y plegarias por la salud de Isabel, la Católica. Y si por caso la muerte llegara, recomendando su alma a Dios.
El testamento con sus modificaciones había sido ya preparado. Fernando había introducido todas aquellas cláusulas que proveían lo que él íntimamente deseaba, evitando a toda costa que los asuntos del reino cayesen en manos de los Habsburgo.
Nada podía ser más definitivo y más claro que aquellas cláusulas, que integraban el codicilo del último testamento de la gran reina:
Si Juana, mi amada hija y legítima heredera, estuviese ausente de este reino, o si habiendo regresado a él partiese en cualquier momento para residir en otra parte, no importa dónde o cuándo, o si mientras reside en España, careciese del deseo o la capacidad para gobernar y hasta que el infante don Carlos de Habsburgo, cumplidos los veinte años, pueda hacerse cargo de los reinos, el rey Fernando II de Aragón, mi amado esposo y consorte, gobernará, administrará y reinará.
El rey Fernando había hecho concluir allí la cláusula, pero la reina agregó otras tres palabras que decían: «en su nombre». Aquel testamento era el fiel reflejo de una concepción patrimonial del reino, donde la reina no legaba los derechos sucesorios a Fernando, sino a su hija heredera.
—Son solo tres palabras pero pueden llegar a producir una gran confusión en los asuntos del reino —objetó el rey—, pues al poner «en su nombre», me estáis atando las manos y si la situación es de extrema urgencia o gravedad tendré que consultarle por todo. No podré hacer nada por mi cuenta, ni decidir jamás sobre nada importante. Tendré que esperar verla para consultarle sobre cada cuestión en particular.
—Si es correcto lo que vais a consultar no deberéis temer, pues Juana siempre firmará —respondió Isabel, implacable.
Y aquellas tres palabras quedaron inamovibles, incorporadas al testamento e hicieron historia. Sin embargo, a Juana, a pesar de ser nombrada su heredera universal, no le sería posible ejercer ninguna dignidad.
Finalmente la reina incluyó como testamentarios al rey; al arzobispo de Toledo, Ximénez de Cisneros; al obispo de Palencia don Diego de Deza; a su secretario privado don Juan López de Lezarraga y a sus contadores mayores, don Antonio de Fonseca y don Juan de Velázquez.
La reina firmó y ya no hubo nada más por qué esperar, que no fuese el funesto desenlace, aquellos momentos de amargura y quebranto en que las campanas doblasen a duelo por su fin inevitable.
En Flandes la actividad de Felipe de Habsburgo se había duplicado ante la inmediatez de la muerte de Isabel. El embajador español, Gutierre Gómez de Fuensalida, había adelantado a la archiduquesa el estado de gravedad de la reina. La importancia con que aquel acontecimiento sellaría la vida de Juana se convertiría sin duda en un momento crucial para la política y la historia europea. Por lo tanto para planificar los pasos a seguir, el archiduque se reunió de inmediato con su padre, el emperador Maximiliano I y con el rey Luis XII de Francia.
—Conocer de antemano la inminente defunción de Isabel de España nos permitirá prever ciertos acontecimientos —dijo Felipe en aquella ocasión, y los tres soberanos formaron, en el más sigiloso de los secretos, una Liga, donde firmaron el Tratado de Blois, el 22 septiembre de 1504, estableciendo que después de la muerte de Isabel I nunca considerarían a Fernando II de Aragón, como rey de Castilla, puesto que la heredera de aquella soberana era Juana, su hija, de veinticinco años de edad y única depositaria de su real madre.
Pero ocurrió que sin saber cómo, ni cuándo, la noticia llegó a oídos de Fernando, causándole una profunda y febril consternación que lo llevó a la postración en cama.
La reina, en el límite justo entre la vida y la muerte, con los últimos soplos de vitalidad y de fuerza que le quedaban, continuaba con las audiencias y daba los últimos consejos y recomendaciones para cuando dejara este mundo para siempre. Pero era Fernando quien la sostenía, mas al enfermar y dejar de verla, Isabel, inmersa en la más terrible de las soledades afectivas, se sintió totalmente abandonada del mundo y ella también se decidió a abandonarlo para siempre.
Una semana más tarde la tragedia largamente esperada puso fin a la tortura y a la desolación de quienes la querían. Muchos de los nobles del reino y quienes le habían servido fielmente durante toda su vida, la lloraron sin consuelo. Frases desgarradoras retumbaron entre los gruesos muros del castillo de Medina del Campo y las plegarias, cual un grito contenido, no dejaron de escucharse durante meses en nombre de la inigualable Isabel I, reina de Castilla.
Cuando partió hacia la eternidad, junto a su cuerpo había perfume de alcanfor. El perfume de las mortajas.
Isabel murió, según informaron sus médicos: de «fístula en las partes vergoñosas e cáncer que se engendró en su natura», sufriendo de hidropesía y de fuertes dolores en el bajo vientre.
Ninguna de sus hijas llegó hasta su lecho de muerte. Juana por hallarse en Flandes. María por encontrarse en Portugal y Catalina por residir en Inglaterra. Mientras que sus otros dos hijos yacían muertos bajo tierra y sus nietos lejanos jamás llegarían a conocerla.
Había cumplido los cincuenta y tres años de una vida demasiado dura, sobre todo en sus últimos años, al perder a sus seres más amados. Un fin que, lejos de recibir con serena resignación cristiana, la había torturado hora tras hora, minuto a minuto, por no poder hallar en Juana a la heredera capaz de administrar los inmensos reinos que le dejaba en herencia.
En Gante, el embajador de España, Fuensalida, no le había dejado de informar a la archiduquesa, diariamente, sobre el agravamiento de la salud de su madre y sobre la necesidad de estar preparada para afrontar el terrible desenlace que ocurriría de un momento a otro. Por eso cuando llegó la carta de su padre anunciado la muerte de la reina, Juana la recibió con total y entera resignación.
«A Juana y a Felipe, soberanos de Castilla por la gracia de Dios —informaba el rey Fernando— el 26 de noviembre de 1504, a las doce del mediodía, en el castillo de La Mota, en Medina del Campo, pasó a la inmortalidad la excelsa reina Isabel I de Castilla, vuestra madre».
La reina había dispuesto al morir que su cuerpo fuera sepultado en el monasterio de San Francisco de la Alhambra, en la ciudad de Granada, en una sepultura baja y sencilla, con una losa al ras del suelo que solo llevase gravado su nombre.
Los cielos de Castilla habían reprimido su llanto durante mucho tiempo, pero al morir Isabel descargaron su lluvia incontenible cual un fúnebre lamento por la que tanto amaban. Una hora después de morir la reina y bajo la tormenta que arreciaba con furia sobre Medina del Campo, el rey Fernando salió del castillo. En medio de los relámpagos, envuelto en una capa negra que le cubría desde la cabeza hasta los pies, cual un espectro que el viento agitaba a su placer, se encaminó al centro de la plaza. Bajo palio, en un acto muy triste y solemne, hizo pública su renuncia al título de rey de Castilla, aquel que ostentara durante treinta años, ante los nobles y el pueblo, que pese al mal tiempo se habían congregado para acompañarle. Por aquel acto aceptaba entonces el simple cargo de gobernador del reino.
De inmediato todos los que le rodeaban proclamaron a Juana soberana de Castilla y a Felipe de Habsburgo, su rey consorte.
El duque de Alba, don Fadrique Álvarez de Toledo, enarboló el estandarte real, mientras la gente reunida vitoreaba: «Castilla, Castilla, Castilla para la reina doña Juana, nuestra señora».
Tres días más tarde y después de embalsamar el cuerpo y rezarse misas en todas las iglesias de España por el alma de la reina, se procedió al levantamiento del cadáver y el cortejo fúnebre, encabezado por su esposo, el rey Fernando de Aragón; el arzobispo de Toledo, Ximénez de Cisneros y el obispo de Córdoba, Juan de Fonseca, partió desde Medina del Campo rumbo a Granada. Detrás del féretro le seguían todos los fieles nobles y caballeros del reino de riguroso luto, inmersos entre las letanías y enarbolando las teas ardientes que hacían más triste y lúgubre el último adiós a la reina.
Entre cielos de borrascas, las campanas tañeron a duelo y el viento se fue llevando en aquel trágico día los ecos de la triste nueva, por todos los confines de la cristiandad.
El dolor cruzó los mares, atravesó las llanuras y se estrelló entre las quebradas, montañas, cerros y arenas de aquellos nuevos suelos recién descubiertos y desde los que llegaban las más fabulosas riquezas en plata y oro, otorgándole un inmenso poder a la corona española.
Del castillo de La Mota salieron las circulares con el comunicado oficial de aquella muerte real y con la orden de que todo acto o sentencia del gobierno fuese hecho en nombre de Juana I, reina de Castilla.
Sin embargo muy lejos estaba Juana de imaginar que al pasar todos los títulos de su madre a su poder, nombrándola su heredera universal, iban a impedírselos ejercer, reduciéndola de reina a prisionera, a la escasa edad de veintiocho años y condenándola a la reclusión perpetua en el inexpugnable castillo de Tordesillas, bajo la más implacable y firme de las sentencias: loca.
Al alba del tercer día, el 29 de noviembre de 1504, el cortejo de Isabel partió de Medina del Campo. Pasó por Arévalo, Gotarrendura, Cardeñosa, Ávila, Cebreros. La comitiva fúnebre marchaba en silencio. Arribaron luego a San Martín de Valdeiglesias y el 4 de diciembre llegaron a Toledo donde descansaron tres días, mientras una multitud doliente les acompañaba. El camino siguió por Orgaz, Los Yebenes y Manzanares, en medio de llantos y profundo dolor. El féretro real arropado con plegarias y cantos en latín iba arrastrado por dos mulas que tiraban de las andas y a las que se les habían fijado unas fundas de terciopelo negro en ambos cuellos. El cortejo continuó por Palacios y Viso del marqués, pasando por Esplúy y Mengíbar, Torre del Campo, Jaén e Illora. Avistaron Granada el 17 de diciembre y enterraron su cuerpo al día siguiente, el 18 de diciembre del año del Señor de 1504.
Tal vez por la muerte de su reina y por el trágico destino marcado sobre su hija heredera, los cielos de Castilla siguieron vertiendo sus aguas durante los meses de noviembre, diciembre y enero de aquel nuevo año de 1505. Este acontecimiento trajo como consecuencia graves inundaciones, pérdidas de cosechas y una creciente pobreza, con la lógica escasez de alimentos que se extendió por todo aquel funesto año.