16

Retorno Flandes

Cuando el viaje estaba llegando a su fin y con él también la agonía amorosa de Juana, unos disparos de cañones tronaron a través del mar, perturbando la calma del viaje.

El gran almirante se hizo presente de inmediato en el salón para alertar a su huésped real.

—¡Alteza, no os alarméis! ¡Solo se trata de una cortés salutación!

La flota navegaba sobre las costas francesas próximas al estuario del Escalda, siendo el lugar estratégicamente desfavorable para un enfrentamiento naval.

—¿Los franceses nos saludan? —preguntó Juana llena de estupor.

—Pues a la vista está y os confío que este saludo me resulta por demás grato —contestó el gran almirante con una sonrisa.

Las veloces naves francesas se habían acercado a la flota española y, mientras izaban sus banderas, efectuaron los cañonazos para volver de inmediato al puerto de Calais.

Las naves españolas respondieron gentilmente a los disparos y arrojaron sus enseñas, pero permanecieron juntas ante el temor de que aquello no fuera otra cosa que una astuta maniobra de Francia.

—Almirante, ¿ha terminado la guerra?

—No lo sé, alteza. Aún no he sido notificado.

—Tal vez la guerra continúa y el rey Luis XII solo se limita a saludar a la archiduquesa vasalla de Borgoña.

—Estoy desconcertado alteza y desconozco los objetivos de Francia.

El viaje continuó tranquilamente y, a la entrada del estuario del Escalda, una goleta austríaca con el águila bicéfala del imperio recibió a la flota española, invitándola a detenerse.

—En materia naval, los Habsburgo pretenden imponerse a un precio demasiado alto —protestó el gran almirante. Pero no tuvo más remedio que echar anclas y detenerse.

El emisario imperial subió a bordo con la orden expresa del archiduque de que la archiduquesa debía embarcar de inmediato en la goleta, para ser trasladada con rapidez a Gante.

—¿No hay ninguna carta de Felipe dirigida a mí? —preguntó Juana al almirante Fadrique.

—Absolutamente ninguna, alteza. Solo las órdenes expresas de que vos y vuestro séquito seáis embarcados para Flandes y de que yo regrese de inmediato con toda mi flota a España. La paz parece haber llegado a Italia, porque el rey de Francia y el emperador Maximiliano I han concertado una tregua y a eso se debieron los saludos.

—¡Felipe lo consiguió! —rió Juana emocionada—. ¡El Príncipe de la Paz logró lo que deseaba!

—Alteza —dijo el almirante ante la situación que se presentaba—, ¿no deseáis regresar nuevamente a España que es vuestra tierra y el lugar dónde deberíais estar? Bien sabéis que sois mi sobrina nieta y siento por vos un entrañable cariño.

—Al igual que yo por vos, almirante. Pero mi lugar está aquí, aquí pertenezco y aquí he decidido quedarme.

—¡Ojalá que no os arrepintáis nunca!

—Nunca me arrepentiré por una sencilla razón, en Flandes me esperan mi esposo y mis tres pequeños hijos.

En el mismo instante en que la flota española zarpaba de regreso hacia Laredo, Juana embarcaba en la dorada goleta rumbo a Gante.

Nuevamente volvía a navegar por los tranquilos ríos de las llanuras flamencas, límpidos y claros, que de tan serenos parecían a punto de detenerse. Desde las verdes lomadas, los molinos de viento parecían saludarla con sus aspas gigantescas y más allá, río arriba, donde la tierra era más alta, el lino se secaba al sol en pequeños montones cónicos.

Recostada en un sillón sobre la cubierta, disfrutaba del paisaje y de la alegría que experimentaba su corazón frente al regreso añorado. Un grupo de músicos ejecutaba en su honor viejas danzas flamencas y un agradable ensueño parecía embargarla, al admirar la destreza con que Felipe había logrado conseguir la ansiada paz.

Pero lo que Juana desconocía era que la verdadera razón de aquella paz con Francia estaba lejos de haberse logrado por las habilidades de Felipe. El motivo fundamental era que la reina Isabel no sentía aquella guerra dentro de su corazón, porque Juana, su hija heredera, involuntariamente, estaba comprometida con el bando contrario. El rey Fernando había accedido, aunque de mala gana, al cese de las hostilidades por un tiempo prudencial, mientras continuaba reorganizando sus fuerzas a la espera de los acontecimientos.

Por aquellos días, Felipe de Habsburgo se paseaba con su porte gallardo por las Cortes europeas, bajo las miradas de beneplácito y aprobación universal que reconocían en él al verdadero autor de aquella misión pacificadora.

El emperador, su padre, le había otorgado aquel ansiado título de Príncipe de la Paz, inmenso e impresionante, llenándolo de júbilo, pasando a engrosar la lista interminable de títulos que ostentaba, algunos de los cuales ya casi no recordaba.

Durante la prolongada ausencia de Juana, las fiestas y las celebraciones habían invadido la corte imperial y Felipe, el Hermoso, rodeado de embajadores aduladores y de bellas damas, se fue tornando cada vez menos reservado y más susceptible al encanto de las hermosas mujeres que le rodeaban. Su actitud conquistadora y sus no pocos devaneos lo tornaban irresistible para toda la corte femenina que se inclinaba a su paso esperando sus miradas y sonrisas y, por qué no, alguna invitación casual a compartir sus horas cuajadas de distracciones.

Los murmullos de que el hechizo español no funcionaba a distancia corrían como el viento por los luminosos y acristalados corredores palaciegos y los jóvenes nobles, compañeros de aventuras del archiduque, al igual que casi todos los estadistas que le seguían, coincidían en afirmar que Felipe ya había cumplido con su deber dinástico, al engendrar cuatro hijos que aseguraban la descendencia y la herencia de las apetecidas coronas imperiales, reales y archiducales. Con el deber cumplido, podía gozar de un buen merecido descanso, disfrutando de la vida, como era la costumbre de los reyes.

Solo el embajador de España en Flandes, don Gutierre Gómez de Fuensalida, sombrío y orgulloso, se había animado a hablarle.

—Vuestra alteza imperial, haríais muy bien en recordar que vuestros amigos de fiestas y celebraciones solo persiguen en vos algún fin interesado. Cuando os invitan a divertiros, solo lo hacen con el deseo de que dejéis escapar de vuestros labios alguna frase imprudente, que beneficie para su propio provecho a los gobiernos que aquellos representan. ¡Cuándo un príncipe se pone ebrio, se torna un príncipe doblegable!

—¿De qué habláis señor embajador? Vosotros, los nobles hidalgos españoles, tenéis una visión equivocada de lo que es la diversión. ¡Sois demasiados serios! ¡Pareciera que siempre vivís en Viernes Santo!

—Vuestra alteza imperial debería recordar que cuando la voluntad de Dios lo disponga y llegue a reinar sobre España, solo lo hará en nombre de la archiduquesa Juana, su esposa.

Felipe no pudo tolerar que el diplomático español lo tratara de ebrio y esa misma noche hizo que uno de sus servidores deslizara una poción —que no alteraba el sabor— dentro de su copa de jerez. Y aquel digno y fiel representante de España cayó de bruces, borracho, ante la diversión de toda la corte flamenca.

Dos días después, Juana arribó a la ciudad de Blankenberge, pero esta vez no tuvo necesidad de esperar catorce largos días para ver a su esposo. Felipe acudió con todo su séquito, deseoso de conocer a su pequeño hijo español y estrechar entre sus brazos a la heredera de España y de todas aquellas inmensidades lejanas, recién descubiertas por Colón.

La goleta atracó en el muelle y Juana descendió por la escalerilla con un vestido color escarlata apretado en su cintura. Un collar de rubíes y brillantes adornaba su terso cuello y el corazón de Felipe, al verla, dio un vuelco de emoción. Olvidando el protocolo y las miradas indiscretas se apresuró para tomarla entre sus brazos.

—¿Me extrañabais, Juana?

Emocionada, sentía que Felipe le encendía la sangre y que por sus venas se aceleraba aquel ritmo enloquecido de su corazón palpitante que parecía crecer cada vez más con aquel ansiado abrazo.

—Con toda mi alma, amor mío.

—Me encanta sentir que aún me amáis, Juana.

—¿Pero por qué habéis tardado tanto en mandarme llamar a vuestro lado? Todo este tiempo separada de vos ha sido insoportablemente triste para mí. Por momentos creía que iba a enloquecer. Espero que jamás vuelva a suceder.

—Lo sé, Juana, pero no podía llamaros antes.

—¿Por qué, amor mío?

—Anduve mezclado en los asuntos de la guerra, buscando la paz.

—Mi Felipe, mi adorado Felipe, siempre buscando la paz para los otros, pero no para mi alma que tanto la necesita. ¿Hacia dónde partiremos?

—Hacia Bruselas. Allí os esperan ansiosos Carlos, Leonor e Isabel.

El corazón de Juana se agitó de nuevo dentro del pecho. El encuentro con sus hijos era algo que la consumía como una hoguera. Rescataría del olvido aquel trío diminuto y pequeño cuyo recuerdo le laceraba el corazón como un reproche, por haber sido una madre ausente y lejana.

Llegaron a Bruselas al día siguiente. Los carruajes del séquito avanzaron por los inmensos jardines imperiales salpicados de flores que nacían bajo las mismas ventanas del palacio y se extendían hasta donde la vista se perdía. El alma de Juana se exaltó de gozo, pues volvería a besar aquellas mejillas suaves y perfumadas de sus tres adorados retoños. Las salas de recibo y los grandes salones se mostraban iluminados y resplandecientes desde lejos. Los magníficos candelabros de plata habían sido encendidos presurosos ante la llegada de la archiduquesa, y su luz se reflejaba en destellos dorados sobre los inmensos espejos venecianos multiplicando la luminosidad de los salones. Jarrones de porcelana repletos de tulipanes y jacintos azules perfumaban el aire y desde los brillantes cristaleros las miniaturas parecían cobrar vida envueltas en aquel suave resplandor.

Todos los habitantes del palacio esperaban inmóviles como estatuas a los pies de la inmensa escalera, para dar la bienvenida a la archiduquesa de Austria, futura reina de España y de todo el nuevo mundo apenas doce años atrás descubierto.

Madame de Halewin se adelantó a todos, tomada de la mano de los tres pequeños príncipes imperiales, que iban vestidos primorosamente de terciopelos, encajes y botones de plata. Los niños llevaban en sus manos tres ramilletes de narcisos blancos, las flores preferidas de su madre. Apenas la vieron, caminaron nerviosos y algo retraídos hacia el postergado reencuentro.

—¡Mis tres amores! —alcanzó a balbucear una Juana turbada por la emoción. Y abrazándolos fuertemente contra su pecho, sintió que recuperaba en aquel abrazo, todo el amor de un año y medio de ausencias.

Aquel momento era muy especial para los niños que la miraban entre risueños y desconcertados, hasta que Leonor, la mayor de todos, se atrevió a preguntar en francés.

Madame, vous êtes notre mère, l’Archiduchesse?

¡Oui, je suis votre mère! —respondió Juana embargada por la emoción.

Los pequeños príncipes no dejaban de mirarla entre risas y asombros, pues no reconocían a esa bella reina que les llamaba «hijos» y que les decía ser su «madre».

De inmediato Juana ordenó desempacar el arcón con los regalos españoles y los tres infantes comenzaron a perder la timidez poco a poco.

Madame de Halewin se acercó con la parquedad acostumbrada y esbozando una sonrisa besó la mano de la archiduquesa haciendo a la vez una gran reverencia.

—Madame de Halewin, os eché de menos.

—Y nosotros a vos, señora mía. ¡La felicidad ha renacido en este palacio con vuestro regreso y espero perdure por muchísimos años!

—Gracias, así también yo lo deseo —respondió Juana sonriente.

—¡Así, rodeada de vuestros hijos, estáis más hermosa que nunca! —dijo Felipe con beneplácito, mientras no dejaba un momento de contemplarla.

—¡Vosotros sois los hacedores de mi felicidad! Y sentándose en un sofá, abrazó a sus tres pequeños, que se le habían acercado.

Luego los archiduques de Austria, seguidos por sus tres niños y sus doncellas, se dirigieron al salón de Música a desenvolver las cajas con los regalos. Caballos de balancines, tamboriles y tambores, cítaras, pájaros de madera tan lindos y coloridos que parecían querer rivalizar con la hermosura de los tres Principitos, hicieron las delicias de la prole real en aquella maravillosa tarde del reencuentro.

Juana se sentó frente al clavicordio soltando al aire las notas de una dulce melodía castellana. La música resonó clara, penetrante, confundiéndose poco a poco con las risas infantiles y el bullicio alegre de los niños. El pequeño Carlos, que estudiaba música y le gustaba tocar la espinela y el órgano, deleitó luego a su madre con una canción. Juana, al borde de las lágrimas, lo miraba extasiada. El tiempo transcurrió serenamente y cuando la noche luminosa mostró su cielo tachonado de estrellas, Juana y Felipe, en la intimidad de sus aposentos, se amaron con pasión desenfrenada. Había pasado un año y medio sin verse ni tocarse, pero al solo contacto de la piel, el fuego había vuelto a arder con la locura del amor de antaño y sus almas se habían vuelto a fundir en aquella apasionada convergencia.

—¿Aún me amáis? —preguntó Juana temblorosa.

—Y vos, Juana I de Castilla, ¿aún lo dudáis?

Sin embargo aquella prolongada separación había confundido y alterado la confianza de Juana. Felipe no era un hidalgo castellano y por lo tanto no se hallaba acostumbrado a practicar las rígidas y austeras costumbres españolas. Él era un apuesto rey flamenco, de magnífica figura, de agradables modales y sonrisa fácil. Su cabello cobrizo y ensortijado le caía en mechones sobre la frente, dándole un aspecto seductor y extremadamente atractivo, contribuyendo aún más su carácter alegre y festivo. Por toda esta conjunción era que ante el menor gesto amable del futuro emperador y rey consorte de las Españas, las jóvenes damas de la corte doblaran sus frágiles cinturas derretidas en agradecimientos y en sonrisas. Esto hacía que él se dedicara con entusiasmo a los goces de la vida, pues las dos magníficas coronas que pendían sobre su hermosa cabeza lo hacían más apetecible aún, ante los ojos femeninos.

Y fue a partir de entonces, con aquel regreso, que Juana comenzó a sentir recrudecer los celos motivados por las bellas jóvenes que integraban la corte y que no mezquinaban ni ahorraban cumplidos, al paso de su joven y esbelto esposo, bien llamado por todos: el Hermoso. Estas actitudes terminaron abruptamente con la dicha del retorno. Todo se volvió sospechas. Todo se volvió intranquilidad y sobresaltos. Si Felipe llegaba demasiado tarde por las noches o si se marchaba con el alba apresurado, si alguien le miraba o si le sonreían, si le nombraban o si le escribían, todas estas situaciones se volvieron una tortura para el alma de Juana, insegura de su amor. Un alma que se dejaba dominar por los celos que todas aquellas acciones le producían. Entonces todo se volvió intrigas, y así, ella pensó que iba a enloquecer.

Durante el día lo buscaba anhelante, mas siempre en vano. Felipe de Habsburgo desaparecía misteriosamente, como si se lo tragara la misma tierra. Apesadumbrada, caminaba por las alfombradas galerías palaciegas, sin encontrar a nadie que pudiera informarle sobre el destino de su esposo. Perdida, deambulaba por los inmensos corredores solitarios, deteniéndose ante cada puerta cerrada amenazadoramente, sin atreverse a abrirla. La sola idea de sorprender a su amado en brazos de otra mujer, la paralizaba.

—¿Dónde estáis por Dios, Felipe? ¿Dónde?

Por aquellos días el desasosiego la invadió por completo, pero fue la confirmación, de su fiel doncella mora, de que Felipe la engañaba, lo que terminó por destrozar su pobre y angustiado corazón.

—¡Solo quiero la certeza de lo que acabáis de decirme, Zoraida!

—Os lo demostraré, alteza.

—Entonces, ¿sabéis su nombre?

—Lo sé, alteza —dijo la doncella angustiada.

—¿Quién es? ¿Quién es la mujer que me roba su amor y es causa de mis desvelos?

—La que roba vuestro amor y vuestro sueño, alteza, no es otra que la condesa Germaine de Foix, sobrina del rey de Francia.

Juana sintió que su pecho iba a estallarle de dolor. Tenía dificultades para respirar y estaba a punto de desmayarse. La fiel Zoraida le ayudó a sentarse y de inmediato corrió en busca de un vaso de agua, al que le agregó tres cucharadas de azúcar cande y se lo dio a beber en pequeños sorbos.

Apenas lo bebió, Juana se sintió recuperada, entonces volvió a interrogarla.

—¿Y os parece hermosa?

—Vos sois más hermosa, alteza.

—Mi buena Zoraida, ¿cómo habéis descubierto el engaño?

—Sin querer, alteza. Cuando esta tarde me mandasteis en busca del libro de Herodoto a la biblioteca, entró la condesa y, sin saber que yo estaba allí, buscó en el primer estante de la izquierda, en el primer libro, en la primera hoja. Yo me escondí tras los espesos cortinados, entonces ella sacó un sobre y mostrándoselo a su doncella, entre risas y alborozos, exclamó: «Felipe me espera como siempre, a la hora y en el lugar indicado».

Juana sintió en aquel momento que una espada traspasaba su corazón y que todo su mundo se derrumbaba en mil pedazos. No podía llegar a comprender cómo su amado Felipe, que le había jurado su amor por toda la vida, le escribiera amorosas misivas a una amante.

—Decidme, Zoraida, ¿a qué hora la condesa busca sus mensajes?

—A la hora nona, alteza.

—Tengo un plan, querida Zoraida.

Mientras los rayos del sol inundaban con sus reflejos dorados el amplio corredor del poniente, aquel por donde los pasos parecían perderse sobre las mullidas alfombras carmesí, Juana, escondida detrás del ancho marco de la puerta del salón de Música, podía divisar la entrada a la biblioteca. Deseaba con ansias no ver aparecer a la condesa, pero al final del corredor, sobre el fondo adamascado de los cortinados, divisó su figura. Magnífica y despreocupada venía acompañada por sus dos damas de honor. Vestida con gran encanto su paso ligero hacía mover graciosamente su vestido celeste de doble falda, apretadísimo sobre su fino talle. Unas cintas de seda al tono colgaban de sus rizados cabellos cobrizos, recogidos en un pequeño chignon sobre la nuca, dejando caer sobre su espalda el resto de su larga cabellera.

Con sus ojos atentos cual ave de presa, Juana siguió su andar rápido y sigiloso. La condesa entró en la biblioteca sin hacer el menor ruido y las doncellas que la acompañaban, vigilantes y atentas ante cualquier movimiento, esperaron fuera, en el ancho corredor. Cuando al cabo de unos minutos, la puerta se volvió a abrir, Germaine llevaba entre sus manos un pequeño sobre. Sonriente se lo mostró a sus damas y, volviendo sobre sus pasos, las tres mujeres se perdieron al final de la acristalada galería.

Alterada por el llanto, Juana corrió hacia sus aposentos y casi sin aliento se encerró bajo doble llave dentro de sus habitaciones, guardando cama. Dio orden expresa de no ver a nadie por el resto de la tarde, no visitó a los niños, no concedió audiencias y no comió absolutamente nada, a la hora de la cena. Las voces y las preguntas se acallaban en la antesala de sus aposentos.

Pero lo peor de todo fue su negativa a recibir al archiduque. La noticia corrió como un reguero de pólvora dentro del palacio y cuando la paciencia de Felipe, al cabo de dos días, se agotó, dio la contraorden terminante de que abrieran la puerta por la fuerza. Los sirvientes obedecieron de inmediato. El archiduque entró como un huracán y encontró a una Juana pálida y ojerosa, sentada en el piso, que lo miraba con tristeza.

—¿Podéis decirme qué os sucede? ¿A qué se debe vuestro extraño comportamiento? Debéis darme una respuesta, ¿por qué os habéis negado a abrirme la puerta?

Acurrucada, con sus manos juntas, Juana le miraba sin pronunciar una sola palabra.

—¿Os habéis encerrado para rezar? ¿O tal vez, os habéis colocado el cilicio para martirizaros? ¡Contestadme Juana!

—¡No me encerré para rezar, sino para pensar! ¡Y no es el cilicio lo que tortura mi cuerpo, sino que sois vos, Felipe de Habsburgo, el que tortura mi alma! ¿Qué hace aquí en la corte esa mujer?

—¿A qué mujer os estáis refiriendo?

—A la condesa de Foix.

—¿Germaine? Supongo que es integrante del contingente francés que ha llegado a Gante después que se firmó la paz.

—¡Es una mujerzuela! Hace tiempo que observo su actitud descarada con los nobles que os rodean, y ahora veo que también lo hace con vos.

—¡Eso prueba que no hay nada entre ella y yo!

—¡Es un demonio!

—¡Estáis celosa!

—¡Sí, lo estoy!

—¡Dejad de pensar en fantasías!

—¡Os habéis apresurado, Felipe!

—¿Por qué?

—¡Al decirme que eso prueba que no hay nada entre vosotros!

—¿Acaso deseabais que os dijera que sí, lo hay?

—¡No! ¡No os atreváis conmigo, Felipe!

—¿Entonces, Juana? Creo que deberíais acostumbraros nuevamente a vivir en Flandes.

—Lo estoy intentando.

—Esto no es España. Y dejad esos sombríos y oscuros vestidos que oscurecen vuestros pensamientos.

—Los llevo porque estoy de luto.

—¿De luto? ¿Por quién?

—¡Por la víctimas del terremoto que asoló Castilla!

—Pero aquí en Flandes no hubo ningún terremoto, por lo tanto os ruego que os vistáis como la reina flamenca que sois.

—Os parezco terriblemente fea, ¿verdad?, ¿es eso lo que me queréis decir? No me engañéis.

—¿Qué estáis diciendo?

—Que me desespera el no veros, el no estar con vos, el no tocaros y creo que ella sí puede hacerlo. Entonces siento que los celos me van a volver loca.

—Estáis loca, Juana. Me veis a todas horas, cuando vos lo deseáis. ¡Si hasta he debido ordenar que abrieran vuestra puerta por la fuerza!

—Pero no puedo veros tan a menudo como lo hacen vuestros embajadores.

—Con ellos debo discutir sobre asuntos importantes. ¡No olvidéis que aquí en Flandes, yo soy el rey!

—¡No lo he olvidado! ¡Pero creo que vos sí lo habéis olvidado! ¡Habéis olvidado que yo soy vuestra reina y aun así, ni siquiera os veo tan frecuentemente como os debe ver Germaine de Foix!

—La condesa de Foix, deberéis decir —respondió con fastidio Felipe—, está aquí en misión diplomática.

—¿Y qué es lo que desea? ¿Qué busca? ¿Cuáles son sus objetivos?

—Lo que desean todos —contestó airado el archiduque.

—Lo sospechaba —respondió Juana con tristeza.

—No, Juana. ¡Por favor! Lo que desean todos los embajadores. Es decir mis buenos oficios y mis influencias sobre el emperador y el rey de Francia.

—¡Ningún embajador debería ser mujer! Y mucho menos, una mujer hermosa.

—¿Lo decís por la condesa? ¿Es realmente hermosa? No había caído en la cuenta —respondió Felipe con tono despreocupado.

—Sois el único, entonces. Ningún hombre deja de fijarse en la belleza de una mujer hermosa.

—¡Y vos, Juana, sois terrible! Lo que la condesa de Foix desea realmente es que prestemos nuestra ayuda al rey Luis XII contra la amenaza española.

—España jamás amenazó a su padre el conde de Étampes, Juan de Foix.

—No os explicaré ahora de qué modo vuestros padres han amenazado rodear el condado de Foix con sus ejércitos durante la última guerra. Realmente no lo entenderíais. No tenéis práctica para comprender la política de los reinos. El poder debe ser equilibrado porque, de no ser así, es imposible lograr una paz duradera. Y eso es lo que busca la condesa de Foix: la paz. Solo la paz.

—Y como vos habéis sido nombrado el Príncipe de la Paz, ha dado con la persona indicada. Pero creo que equivocó el camino. No es eso lo que desea. Ella desea la guerra. Pero la guerra entre vos y yo. Entre Juana de Castilla y Felipe de Habsburgo.

—Vuestras palabras son demasiado duras, Juana. No conocéis lo que significa la diplomacia. Vuestra madre o vuestro padre jamás las habrían pronunciado.

—¿Pensáis interceder en favor de esa mujerzuela?

—La Inquisición, querida mía, está en España, no en Flandes. ¿O es que vos sois uno de ellos? ¡Terribles inquisidores que violan abiertamente la libertad de conciencia, contraria al espíritu mismo de la cristiandad! Pero tened bien claro, Juana, que yo procederé como lo considere más conveniente para el bien del imperio.

—Pero vos, ¿no la creéis hermosa?

—Supongo que podría decirse que es una mujer bella.

—¡Por eso, solo por eso, os dejaríais influenciar sobre vuestras decisiones!

—¿Cómo os atrevéis a afirmar algo que sabéis muy bien que no haré?

—¡Imaginaos que os lo pide por la mañana!

—¿Qué diablos queréis decir?

—Que mañana os pide que intercedáis por ella.

—Estudiaría la petición.

—Pero imaginaos mejor que os pide que intercedáis por ella, pero por la noche, cuando vos y ella estáis encerrados a solas, en alguna de las habitaciones de nuestro palacio, y yo, tonta de mí, ignorándolo todo, absolutamente todo, ¡viviendo al margen de lo que estáis haciendo!

—¡Eso no ocurrirá!

—Pero imaginaos que ocurre. Ella es hermosa, persuasiva. Y vos sois complaciente. Tal vez alguna noche, con algunas copas de más…

—Nadie jamás ha podido persuadirme de que actúe en contra de mi propia voluntad. ¿Por qué esa obstinación, Juana, en imaginar cosas que no existen y que están destrozando nuestro amor?

—Porque os imagino detrás de cada puerta en situaciones que ni siquiera a mi director espiritual me atrevería a confesar.

Felipe, ya cansado, reaccionó.

—La condesa de Foix es una mujer sin principios, calculadora, fría y egoísta que haría cualquier cosa para lograr sus cometidos, simulando pasiones que no siente, causando en mí un profundo desagrado y desconfianza. ¿Estáis conforme ahora?

—¿Por qué decís que simula pasiones que no siente?

Felipe rió con ganas.

—No soy tonto, Juana. Observo. Me mira detenidamente y suspira, diciéndome que solo yo puedo ayudarla. Y a veces cuando baila se aprieta tanto junto a mí, que me obliga a recurrir a mis fuerzas para que no caiga al suelo.

—¿La condesa de Foix se comporta de esa manera con vos?

—Las personas que tienen algo que ganar siempre se comportan de una manera similar.

—¿Y vos creéis por ventura que esas cosas no os importan?

—Estoy seguro de que no me importan. Pero basta. Basta. ¡Dejadme ya de interrogar! —respondió Felipe tremendamente fastidiado y fijó desafiante sus claros ojos color de cielo sobre los sombríos ojos de la reina.

Preocupado, mandó a llamar con urgencia a don Martín de Moxica. El astuto tesorero llegó de inmediato como si hubiese estado escuchando la conversación detrás de la puerta.

—Don Martín, no perdáis ni un solo detalle del extraño comportamiento de mi esposa. Observad. Observad su raro aspecto, acurrucada en el piso y rodeada por un harén de esclavas moras. Anotad todo en vuestro diario e informad a vuestras Majestades Católicas de la conducta de la princesa de Asturias. Además he sido notificado desde Castilla de que no tardarán en requerirme, a fin de justificar personalmente ante esa corte de santurrones mi frívolo comportamiento y mi desamor por la archiduquesa. Por lo tanto, pongo en vuestro conocimiento que no renunciaré a mi vida de siempre. Pero para eso deberéis prepararme una buena justificación. Anotadlo todo, don Martín, sin omitir ningún detalle.

Desde su arribo a Flandes de Moxica jamás había rendido cuentas a Juana, sino que se las rendía a Felipe. Y fue también en aquella oportunidad en que Felipe y don Martín abandonaron los aposentos de Juana, cuando el archiduque, cerrando las puertas tras de sí, expresó.

—Lo habéis visto con vuestros propios ojos. La archiduquesa de Austria no está en sus cabales.

El tesorero no se atrevió a afirmar nada. Mucho temía a los Reyes Católicos, convertidos desde el descubrimiento de América y la conquista de Granada en una de las parejas reales más poderosa de toda Europa. Cristóbal Colón había venido a sumar extensiones infinitas y desconocidas de un mundo paradisíaco, convirtiendo a Isabel I de Castilla y a Fernando II de Aragón en los monarcas con más posesiones territoriales del mundo.

Todo aquel inconmensurable patrimonio heredaría Juana, extensiones de un reino muy superior al de su esposo que ansioso de poder, de coronas, de nuevas tierras y de nuevos súbditos quería hacerla pasar por loca.

Martín de Moxica continuó desempeñando por largo tiempo el papel de informador, motivo por el cual el rey Fernando solía exclamar cada vez que llegaban a sus manos noticias de Flandes:

—Nadie podrá negar que el muy astuto Martín de Moxica está cobrando una doble paga, la que le otorga Juana y la que le entregamos nosotros.

De Moxica informaba:

La archiduquesa Juana interroga horas enteras al archiduque, llegando a veces a levantarle la voz, y cuando Felipe de Habsburgo se cansa de los interrogatorios se retira ofuscado, dando un portazo.

Como consecuencia lógica de aquellos enfados, el archiduque trata mal a sus servidores, causando estupor en quienes le han servido desde la niñez, pues siempre han sido sus costumbres la cortesía y la diplomacia.

Bebe más de lo acostumbrado y se rodea siempre de amigos. Anoche bebió cerveza junto al conde de Pest hasta las cuatro de la madrugada y al retirarse a descansar, lo hizo en sus aposentos, separados de los de la archiduquesa y comunicados entre sí por una puerta de doble hoja que permanece desde hace varios días cerrada con llave.

Lamento informar a vuestras Majestades Católicas de que los archiduques hace tiempo que no duermen en la misma habitación. Ambos parecen profundamente disgustados entre sí.

Molesto, el rey Fernando exclamó:

—¿En qué piensa ese Habsburgo para desairar así a nuestra hija?

—¿De quién siente celos Juana? —preguntó con honda preocupación la reina.

—Nada dice De Moxica en sus informes —acotó el rey.

—Es posible —habló la reina fatigada— que el amor de Felipe no esté concentrado solo en nuestra querida Juana.

—Eso no sería tan peligroso —respondió con astucia el rey.

—Juana volverá a enamorarlo. La juventud y el carácter posesivo y ardiente de Felipe le dotan de poderosos deseos, y Juana sabrá perfectamente cómo encauzarlos.

—¡Ojalá no os equivoquéis, pero Juana no es como vos!

—El bien de España está sobre todo —dijo la reina—, y sé que Dios y las potestades celestiales estarán al lado de nuestra hija.

Pero la reina Isabel continuaba demasiado enferma y el rey Fernando no deseaba contrariarla. Pasaba largas horas junto a su lecho y conforme iban transcurriendo los días sacaba todo lo mejor de sí para ofrecérselo a ella. Sin embargo, esto no significaba que no continuara con sus actividades diplomáticas. Tenía espías y emisarios en todos los reinos de Europa de donde periódicamente le llegaban informes que no confiaba ni a la reina. Algunas veces para no preocuparla, otras porque no deseaba que ella se enterara. Y fue precisamente una de aquellas noticias que lo hizo enfurecer. De Moxica le informaba de que la causa real de los tormentos de Juana tenía nombre de mujer: la condesa Germaine de Foix.

No la había olvidado. Cuando tiempo atrás la había conocido en Barcelona, le había impresionado profundamente y ahora que se enteraba de que era la causa de los celos de su hija, los suyos no tardaron en aflorar.

Su corazón sintió una fuerte conmoción y el odio hacia Felipe de Habsburgo creció desmesuradamente. Así diariamente mientras le leía algún libro religioso a la reina enferma, su mente volaba a Flandes y ya no podía desprenderse de la imagen de Germaine.

En Gante, Juana seguía presa de sus tormentos e insistía con sus interrogantes aferrándose a lo que nunca hubiera deseado que existiera. Aquella situación desencadenaba la ira de Felipe que se veía cada día más acorralado y perseguido por una esposa celosa y posesiva.

Sobre el final de aquel año y medio de ausencias Felipe había dejado de serle fiel, pues eso era algo inaudito para los príncipes y reyes de la época. Pero todas habían sido aventuras pasajeras y no se había enamorado, hasta el momento, de ninguna otra mujer.

Una noche después de la cena, tras una agotadora jornada de trabajo, el archiduque se reunió con su gran amigo de la infancia, el conde de Pest.

—Decidme Janos, ¿os han acusado alguna vez de algo que jamás habéis cometido?

—Nunca, alteza, pues no he dejado nada sin cometer —rió el conde con ganas.

—¿Y cuando erais más joven?

—No lo recuerdo, dado que ha pasado mucho tiempo desde entonces. Con los años, todo se olvida. Y si hasta un simple conde puede olvidar, con más razón podrá hacerlo un rey.

—He sido acusado injustamente por la amistad que sostengo con Germaine.

—¡Lo sé, alteza!

—¿Cómo es que lo sabéis? —interrogó Felipe con curiosidad.

—La condesa de Foix me lo ha confiado y no me ocultó el dolor y la pena que siente.

—¿Por qué?

—Porque la archiduquesa Juana está convencida de que vuestra alteza la ama perdidamente.

—Ignoraba que la conocierais tan bien.

—Así es.

—Debo confiaros que considero a la condesa una mujer fría y carente de escrúpulos.

—Germaine de Foix no es precisamente lo que se da en llamar una mujer fría. Y en cuanto a su falta de escrúpulos podría deciros que es una de las mujeres más provocativas de vuestra corte.

—Es verdad lo que acabáis de decir. ¡Pero no es verdad de lo que acaban de acusarme!

—Para vuestro problema, archiduque, solo hay un remedio —aconsejó el conde.

—¿Cuál es ese remedio?

—Hacer aquello de lo que se os acusa.

Felipe rompió a reír festejando las ocurrencias de aquel amigo trece años mayor.

—¡Sois muy sabio, Jano!

—¡Espero que vuestra alteza jamás reproche ni se arrepienta de mis consejos!

—Nunca. ¡Sois un amigo leal y bueno! Pero decidme, ¿dónde se encuentra la condesa?

—Esperando a vuestra alteza, como siempre, hasta que vos lo decidáis. Pero impaciente pues la estáis haciendo esperar demasiado.

—Todo el mundo persigue un fin interesado —musitó Felipe por lo bajo—. ¿Cuál será el vuestro?

—Solo gozar de vuestros favores, alteza.

—¿Solo eso?

—Solo eso, alteza. Os lo juro por mi propio honor.

—¿Y qué favor deseáis ahora?

—Pagar una deuda de juego. Pues si no la pago, afectará mi honorabilidad.

—¿Cuánto dinero debéis?

—Mil florines, alteza. Pero si vos queréis podríais descontarlos de la paga de Martín de Moxica, que por estos tiempos está cobrando doble por espiar a vuestra alteza.

—¿Y quién le paga, además de la archiduquesa?

—Los Reyes Católicos, vuestros suegros.

—¿Y sabe eso mi esposa?

—Ignora todo. Y espero que vuestra alteza no me lo reproche el día de mañana.

—No temáis Janos y decidme, ¿dónde se encuentra la condesa de Foix?

—Tal vez hoy, cansada de tanto esperar, se haya decidido y se encuentre visitando vuestro lecho, dado que vos no visitáis el de Juana. ¿Por qué no lo averiguáis vos mismo?

Cuando el archiduque entró en sus habitaciones, vislumbró en la suave penumbra el cuerpo desnudo de Germaine recostado sobre su inmenso lecho.

A partir de entonces Felipe dejó de frecuentar los aposentos de Juana y toda la corte supo y aceptó que había tomado una amante. Así Germaine, adulada y halagada como tal, se convirtió en la única persona capaz de conseguir los favores del archiduque. Aquellos que deseaban algo especial de Felipe primero debían ver a la condesa. Ella atesoraba cofres repletos de súplicas y pedidos y otorgaba los favores solicitados sin olvidar jamás ninguno. Y aunque lo hacía sin demasiada prisa, cumplía con todos. Siempre pensaba que aquellas personas podrían serle de utilidad en el futuro y no quería desaprovechar las oportunidades que la vida le estaba brindando.

El comportamiento de Felipe de Habsburgo no se diferenciaba del resto de la nobleza europea. Desde los tiempos del rey Carlos VII que había tomado por amante a Agnès Sorel, siguiendo por Fernando II de Aragón que había tenido varias amantes e hijos bastardos, continuando por el príncipe Enrique de Inglaterra que acabaría por convertirse en el peor de todos, la conducta del Hermoso concordaba con las costumbres de la época.

Los matrimonios solo se establecían por motivos políticos, así es que aquello no era una situación novedosa dentro de las Cortes europeas. Solo que Juana no era como las demás reinas que aceptaban con resignación pasar a un segundo plano en la vida amorosa de su rey, (aquel plano en el que tarde o temprano la mayoría fue relegada). No, Juana lucharía con todas las fuerzas de que era capaz, para que el amor de Felipe fuera incondicionalmente solo para ella. El archiduque le pertenecía legítimamente, ella era su dueña, y no estaba dispuesta a claudicar a tan preciosa posesión.

—¡Alteza! ¡Alteza!

La voz de la esclava mora, al entrar deprisa dentro de las habitaciones donde reposaba, la sobresaltó.

—¿Qué os sucede, Zoraida? ¿La habéis visto?

—La he visto, alteza.

—¿Dónde?

—En la biblioteca, como siempre, a la hora acostumbrada apareció sigilosa y puntual rodeada de sus doncellas. Cerró la puerta tras de sí y algunos instantes más tarde volvió a salir con el pequeño sobre en sus manos. Luego desaparecieron por los corredores del palacio.

—¿Habréis tenido cuidado? ¿No os habrán visto?

—No, alteza, cuidé mucho de que eso sucediera. La condesa tiene sus aposentos al final del corredor del Levante, no muy lejos de aquí. Tal vez si vuestra alteza se da prisa la sorprenda leyendo el mensaje del archiduque.

—¡Rápido, entonces, Zoraida, alcanzadme la camisa y los escarpines!

Juana se vistió y se calzó deprisa.

—Seguidme y no olvidéis llevar con vos lo que hemos convenido.

—Sí, mi señora, no lo olvidé.

Juana corrió hasta quedar casi sin aliento y al llegar frente a la puerta de los aposentos de la condesa, roja de ira, la abrió de golpe. Aquellos aposentos amplios y luminosos y de gran exquisitez en el decorado lucían maravillosos, como correspondía a la amante del rey más apuesto de Europa. Los muebles se encontraban armoniosamente dispuestos y los inmensos ventanales, desde dónde se podía divisar el estuario, estaban cubiertos por vaporosos cortinados de finos encajes que caían desde el techo y se abrían en dos, tomados por gruesos cordones dorados. Tras los cristales se dejaba ver el cielo límpido de la hora nona. Un inmenso espejo veneciano cubría la pared lateral, dando la agradable sensación de que las distancias se extendían y multiplicaban más allá de los límites acostumbrados. Sobre los laterales del gran espejo, dos inmensos ramos de pálidas rosas asomaban desde unos jarrones de porcelana enmarcando a la condesa que se hallaba de pie frente a ellos, como si fuera la pintura de un cuadro de gran belleza.

La puerta se había abierto de golpe y allí, parada en medio del espacio que dividía a la corte flamenca del séquito francés, se hallaba Juana, consumida por la ira y la indignación.

Todas las miradas giraron hacia aquel torbellino que acababa de irrumpir en la serenidad de la tarde y quedaron paralizadas. La archiduquesa clavó sus verdes ojos color de olivo sobre la etérea figura de la condesa de Francia, sobrina de su muy cristiana majestad. Germaine lucía un magnífico vestido de seda color rosado, tan pálido como las flores. Un collar de perlas de dos vueltas rodeaba su terso cuello y un pequeño ramillete de rosas prendía a un costado de sus cabellos, que caían sueltos sobre sus hombros. Su estrecha cintura era ceñida por un lazo que remataba en un gran moño, dando un gracioso encanto a aquel cuerpo ágil y armónico.

Era evidente que la condesa terminaba de leer el amoroso mensaje de Felipe. Pero aquella aparición la había sobresaltado de tal modo que se hallaba inmovilizada, con la extraña sensación de que el tiempo se había detenido transformando aquel instante en eternidad.

—¡Condesa! —le advirtió una de las doncellas como adivinando las intenciones que traía la archiduquesa. Pero la mano de Juana, más veloz que el viento, le arrebató la carta que se asomaba dentro de su puño cerrado. La letra fina y elegante de Felipe se destacaba. «Ma chèrie…». Juana no pudo continuar leyendo pues la condesa reaccionó con tal violencia que, arrebatándole lo que le pertenecía, estrujó el fino papel entre sus manos, luego lo introdujo dentro de su boca y comenzó a masticarlo lentamente, para después tragárselo.

Cual una fiera, Juana se lanzó sobre ella y agonizante de dolor y de odio, rasguñó sus delicadas mejillas y su blanco cuello. Unas diminutas gotas de sangre se deslizaron por las nacaradas perlas de su collar, pero la condesa no abrió la boca, parecía haberse convertido en una estatua de piedra. Ninguna queja escapó de sus labios a pesar de la aversión intensa que le provocaba la archiduquesa, pero no estaba dispuesta a compartir en esta vida lo que más amaba: al hijo del emperador, Felipe de Habsburgo, convertido en su amante.

Al tragarse la carta, Juana perdió con ella la última posibilidad de saber lo que contenía y levantando su mano cargada de ira, le marcó el rostro con dos fuertes bofetadas que resonaron secas y cortantes en el silencio de la siesta. Las doncellas, inmóviles, observaban aquella escena patética donde la lucha se había establecido claramente, entre la archiduquesa de Austria y la condesa de Francia, buscando ambas ocupar el lugar que cada una deseaba en la vida del archiduque. La condesa era su amante y a quien Felipe prefería en su cama por las noches, pero Juana era la reina, la que decidía en todo, menos en el corazón de su esposo.

—¡Zoraida! —se oyó la voz de Juana, serena y firme—, alcanzadme lo que os ordené que trajerais.

Germaine de Foix la miró aterrada, quería escurrirse entre sus doncellas, mas no pudo.

—Quedaos quieta, mujerzuela. Y el resto de vosotras, contra la pared —ordenó Juana con un gesto imperativo de su mano derecha, mientras que con su mano izquierda sujetaba fuertemente de los cabellos a la temerosa condesa que hacía muecas de dolor, pero guardaba silencio.

Cual una gacela perdida, acorralada y temerosa, Germaine cayó de hinojos ante una Juana victoriosa y fue allí que, cerrando sus ojos, exclamó con voz casi imperceptible.

—¡Perdonadme, alteza! ¡Perdonadme! ¡Perdonadme!

Zoraida había sacado de entre sus ropas unas filosas tijeras de plata envueltas en un pañuelo de encaje y, alcanzándoselas a la archiduquesa, volvió a apartarse de inmediato.

Al caer el pañuelo al suelo, el sol reflejó sobre el metal que destelló en las manos de Juana y antes de que las doncellas pudieran darse cuenta, la venganza había sido consumada. Los cabellos cobrizos de la sobrina del rey de Francia se hallaban esparcidos desordenadamente sobre sus hombros, sobre su falda y sobre la alfombra. Una Germaine desconsolada sollozaba en silencio presa del pánico, aplastando con sus rodillas el ramillete de pálidas rosas que unos instantes antes adornara su cabeza.

El aire denso del recinto era irrespirable y parecía que había quedaba flotando aún el chasquido metálico de las filosas tijeras al cortar. Germaine terminó de caer al suelo desfalleciente y con sus manos se cubrió el rostro empapado por el llanto.

La archiduquesa, dirigiéndose despectivamente a las doncellas que la observaban perplejas, las interrogó desafiante.

—¿Os sigue pareciendo bella vuestra condesa? ¿No es acaso un encanto?

El silencio era sepulcral.

Juana esbozó una sonrisa y dando media vuelta se marchó dando un portazo. Había logrado su objetivo. Bajo aquellas circunstancias la condesa tardaría demasiado tiempo en presentarse ante Felipe por temor al ridículo y perdería así su favoritismo.

Zoraida, su fiel esclava mora, fue premiada con el regalo del magnífico cofre de oro y esmeraldas donde Juana guardaba sus joyas y que le haría sin duda evocar las verdes aguas de las costas africanas y el amarillo de sus desiertos. La archiduquesa por su parte se prometió a sí misma desde aquel instante, cambiar su forma de ser. Sorprendería a su esposo una vez más.

—Escuchadme bien Zoraida, esta noche quiero ser una perfecta desconocida. Deseo estar extremadamente bella. Tan bella que Felipe no desee ver a nadie, más que a mí. ¡Superaré en el amor a esa mujerzuela y él terminará abandonándola definitivamente!

—¡Vuestra alteza será la reina más bella del mundo!

La mora fiel mandó a llamar a otras esclavas moras, las que de inmediato comenzaron a preparar los rituales mágicos y desconocidos para una reina cristiana.

Baños calientes de aguas perfumadas, jabones de exquisitas fragancias, esencias orientales, filtros amorosos y perfumes exóticos de maderas y flores del Oriente se derramaron desde sus cabellos hasta sus pies. Y así perfumada y arropada con gasas y sedas de brillantes colores, sus manos y pies cubiertos con anillos de aguamarinas y zafiros, rubíes y brillantes, su cuello y sus orejas enjoyados con gargantillas y pendientes, aguardó ansiosa la venida del archiduque.

La noche llegaría y con ella su amado, entonces Juana trataría de superar en tentaciones a la licenciosa francesa.

Pero esperó en vano hasta que la venció el sueño. Sobre el filo de la madrugada un fuerte ruido la sobresaltó. La puerta de la habitación se había abierto de golpe de par en par, y Felipe se fue acercando tambaleante, entre sorprendido y descompuesto, hasta la gran cama repleta de almohadones de seda. Juana dormitaba. Bruscamente apartó con sus fuertes manos el velo del baldaquino, aspirando con evidentes muestras de desagrado el aire cargado de pesados aromas, y disgustado con lo que veía comenzó a gritar como un desaforado.

—¿Juana, os habéis vuelto loca? ¿A dónde han quedado vuestros buenos modales? ¿Quién sois para vigilar mis pasos día y noche y perseguir a mis amistades, dañándolas, como lo habéis hecho?

Embriagado, con un fuerte olor a alcohol y un punzante dolor de cabeza, Felipe habría deseado al entrar a los aposentos de Juana, respirar aire puro. Sin embargo los intensos aromas de perfumes, mezclados con los del café que se calentaba sobre un brasero en una cafetera morisca, terminaron por agotarlo, descomponerlo y enfurecerlo aún más.

Juana entredormida no alcanzaba a comprender qué sucedía. Con pereza se fue incorporando lentamente entre la montaña de almohadones.

—¿Qué habéis hecho? —exclamó horrorizado el archiduque.

—¿No os parezco más bella que la condesa?

—Vuestra imagen es patética. Solo me infunde dolor, tristeza y vergüenza.

Consternada, Juana, volvió a caer postrada sobre la cama. Había tratado de cambiar con todas sus fuerzas, pero aquellos intentos habían resultado inútiles, conduciéndola hasta una extraña y desconocida región del alma. Al límite exacto donde el amor por Felipe podía llegar a transformarse en locura.

A partir de aquel episodio Felipe se volvió más brusco y distante. Cada día pasaba más horas encerrado con sus consejeros discutiendo sobre los complejos problemas del reino. Además, siendo un gobernante capaz, sus consejos eran solicitados para resolver no solo las diversas cuestiones del imperio, sino también algunas de las cuestiones planteadas en Italia, el Báltico o Inglaterra.

Y mientras Juana se preguntaba por qué Felipe la había abandonado, sumiéndola en la desesperación, a su mente volvían las palabras de su madre al referirse a su padre, cuando ella era una niña: «Es lógico y muy natural que si un hombre pasa todas las horas del día cumpliendo con los arduos deberes de un buen gobernante y por las noches se divierte para hacer descansar su mente de tantos agobios, no le quede mucho tiempo para dedicarle a su esposa».

Al recordarlas se sorprendió, porque ya casi no pensaba en sus padres, ni en España y mucho menos lo deseaba en esos momentos, dado que seguramente los rumores sobre las irregularidades de su matrimonio habrían llegado a los oídos de sus progenitores. Triste también le era recordar que el archiduque y ella, a pesar de ostentar el cargo más alto del reino, lejos de beneficiarse mutuamente, pasaban las horas y los días hiriéndose y lastimándose el uno al otro. Por su parte, Felipe, sintiéndose agredido por los celos enfermizos de Juana, desaparecía por varias semanas y ella, autocastigándose, se encerraba por días enteros dentro de sus aposentos sin desear ver a nadie. Solo a Felipe.

Este comportamiento lejos de calmarla, la martirizaba cada vez más. Y cuando en la quietud de la noche el palacio se sumía en el silencio, a Juana le parecía oír risas y voces femeninas en las habitaciones contiguas pertenecientes al archiduque.

Por las mañanas al levantarse observaba con mirada inquisidora los bellos rostros de las damas de la corte, intentando adivinar cuál de todos ellos sería ahora el nuevo amor de Felipe.

La violencia se tornó cotidiana y por todas las Cortes de Europa corrió, como un reguero de pólvora, la noticia de las disputas matrimoniales de los archiduques de Austria. Como consecuencia, Juana cayó en una terrible depresión y los médicos prescribieron que guardase reposo absoluto.

En España las cosas no eran menos arduas. Al expulsar a los judíos y moros de sus tierras, los Reyes Católicos les habían ofrecido una dura elección: o el camino hacia el bautismo y la conversión cristiana, o la deportación y el exilio.

La mayoría eligió este último, aunque los más débiles y desprotegidos desearon el agua bautismal, antes que una vida insegura en los desiertos africanos. Estos fueron los moriscos, los sospechosos súbditos de sus Majestades Católicas y cuyas conciencias nunca nadie puedo revisar.

De entre toda esa gente, Juana había elegido una docena de esclavas moras y otros tantos adivinos, eunucos, astrólogos y masajistas y los había hecho traer de España, los cuales, a cambio de la protección que la archiduquesa les otorgaba, prometían ofrecerle todo lo exótico, oculto, místico, mágico y prohibido que ella deseara, para poder reconquistar el amor perdido de su adorado Habsburgo.

Pero después de aquel episodio en el que saliera enfurecido de sus habitaciones, Felipe dio la orden a un capitán holandés de que cargara en su nave a los fieles servidores de Juana y los sacara fuera del país de inmediato.

Cercanos a la costa de Portugal aquellos moros sobornaron al capitán, con la abultada paga que Juana les hiciera. Desembarcando en Lisboa evitaron los puertos españoles donde en cada uno de ellos, un agente secreto del rey Fernando, respaldado por la Inquisición, esperaba para interrogarlos.

Tres meses más tarde, cuando el otoño había pintado nuevamente de ocres y púrpuras toda la naturaleza, los médicos de la corte se reunieron y dieron cuenta al archiduque de la feliz recuperación de Juana.

La archiduquesa salió de sus aposentos, reintegrándose poco a poco a la vida del palacio. Felipe se alegró íntimamente.

Volvieron los frecuentes paseos por los espaciosos jardines, caminos por donde el viento dejaba caer bajo los pies una profusión de hojas secas que los afanosos jardineros recolectaban a diario. El fuego volvió a arder en las grandes chimeneas del palacio y las velas volvieron a encenderse dos horas antes de dar las vísperas. Los días comenzaban a acortarse y las noches entraban presurosas sobre los países del Norte. Todo parecía volver, incluso el amor de Felipe.

Juana se recuperaba y así, serenamente, iba recobrando la felicidad que le producía sentarse en aquellos atardeceres frente al clavicordio, mientras sus niños, bulliciosos, jugaban a sus pies y el aire tibio de la sala se poblaba de notas musicales, de alegres voces y risas infantiles. ¿O es que nada había sucedido? El cambio de estación volvió a despertarle el buen apetito y su rostro se tornó nuevamente rosado, saludable y luminoso. Recuperaba con creces su hermosa figura y esto la incentivó para volver al esmerado arreglo de su persona.

«El ambiente de la corte —escribía De Moxica en su diario— parece haber retornado a la sobriedad de antaño. El comportamiento del archiduque es muy circunspecto y la archiduquesa viste con distinguida elegancia, concurriendo a las recepciones y bailes con la dignidad que antes la caracterizaba».

Sin embargo, Felipe continuaba interrogando con frecuencia a don Martín de Moxica.

—¿Cómo veis el comportamiento de la archiduque sa? ¿Observáis en ella algo extraño?

—¿Extraño? —preguntaba el tesorero.

—¿No habéis observado que permanece demasiado tiempo en soledad, demasiado callada?

—No, alteza. No lo he observado.

—Decidme, don Martín, ¿desearíais recibir otra paga a partir de ahora?

—Con infinito agrado, alteza, pues me permitiría desempeñar con holgura mis obligaciones.

—De ahora en adelante yo os pagaré también.

—Os doy las gracias, alteza. Sois un rey generoso, sabio y prudente.

—Pero, naturalmente, deberéis cumplir con todo lo que yo os ordene.

—Para todo lo que ordenéis, alteza.

—Solo os pido que no abandonéis el diario que os he encomendado. Escribidlo siempre. Continuadlo. Confiad al papel vuestras memorias, como las confiaríais a un confesor.

—Lo estoy escribiendo, alteza. Por las noches antes de dormir escribo en él por más de dos horas todo lo acontecido en el día.

—Muy bien, De Moxica, así regularizaréis vuestros pensamientos, los disciplinaréis y los seleccionaréis. Vuestros informes serán mucho más claros, destacando siempre lo más importante. Con el tiempo os convertiréis en un gran estadista. Pero, sobre todo, quiero pediros, no ahorréis un solo detalle de la vida de vuestra señora.

—No me atrevo, alteza. Seguramente el diario tarde o temprano me será robado.

—No os preocupéis por eso, yo lo guardaré bajo llave y trataré esta cuestión con mucho tino y discreción.

—Ahora lo comprendo, alteza.

Desde aquel día don Martín de Moxica continuó redactando fielmente y sin omitir detalles el famoso diario. Aquel que más tarde habría de jugar un papel fundamental en el testamento de la reina Isabel I de Castilla, con respecto al futuro dinástico de su hija heredera.

La menor actitud, el más simple gesto o el acto más ingenuo de la archiduquesa de Austria recorrían las Cortes europeas con gran celeridad. Pero llegó el momento en que los Reyes Católicos, cansados de las noticias que acusaban a Juana de todas las desavenencias matrimoniales, reclamaron se les dijera toda la verdad sobre la salud de su hija y consideraron, como un deber para sus reinos, exigir la presencia en España del príncipe heredero, Carlos de Habsburgo.

Esta vez, Felipe no hizo esperar su respuesta. Con urgencia escribió una extensa misiva a sus suegros donde culpaba a su esposa de todos los perjuicios sufridos y anexó el diario de Martín de Moxica, el que por otra parte satisfacía al archiduque en todo su contenido.

Al conocerse en Castilla cada uno de los detalles de la vida que Juana llevaba en Flandes, los reyes y los nobles, incrédulos de lo que oían, se negaron a aceptar como veraces las afirmaciones del tesorero traidor. No era concebible que la hija heredera de la magnánima reina Isabel, la Católica, se comportara de un modo tan irracional y poco ejemplificador. Se hablaba que en Flandes la habían embrujado por haberse alejado de las prácticas de la religión católica. Y fue aquella actitud desconcertante lo que llevó a la reina Isabel a recordar la herencia que pesaba sobre Juana, no referida precisamente a las tierras y coronas, sino a aquella demencia heredada de su familia portuguesa y que había aquejado a su madre, Isabel de Portugal, por muchos años. Los caprichos de la sangre podrían envolverla en un mundo irreal cargado de melancolía.

¿Habría heredado Juana la insania? Pero en ella no había ningún rastro de locura, sino un comportamiento totalmente distinto a lo que se acostumbraba en aquella época, y que por ser diferente se sospechó de demencia. Ninguna reina celaba a su rey si este llevaba amantes a su cama, sino que se resignaba a aceptar cambiar el lecho por las coronas del reino. Aquellas coronas de las que nunca sería despojada si se mantenía dentro de los límites de la serenidad y el buen tino.

Pero Juana no anhelaba tierras ni coronas. Su único bien anhelado era Felipe y jamás permitiría que le fuese arrebatado. Él le pertenecía a ella, tanto como ella a él y jamás se le había cruzado por la mente la idea de reemplazarlo en su corazón, como tampoco podía aceptar que él la reemplazara por una amante. Su destino en este mundo era junto a Felipe de Habsburgo. Así lo había asumido desde el mismo instante de sus esponsales, cumpliendo fielmente y para siempre con el sacramento del matrimonio.

¿Por qué su madre se empeñaba entonces en afirmar que era posible que ella estuviese loca? ¿Por qué la suponía alejada de Dios como consecuencia de algún maleficio, si ella con su actitud no se apartaba ni un ápice de los mandamientos de la Iglesia? Pero lo que no entendía su real madre era que ella también exigía a su esposo idéntico cumplimiento, aunque este fuese a costa de llantos y de celos.

Alertados los Reyes Católicos no cesaron en su empeño de llevar a España a Carlos, su nieto mayor. El embajador español en Gante, don Gutierre Gómez de Fuensalida, enviaba y recibía constantemente noticias de sus Católicas Majestades. Las embajadas iban y venían con el solo propósito de convencer al archiduque de que su hijo Carlos, futuro heredero de la península ibérica, viajara cuanto antes, pero Felipe de Habsburgo no aceptó la petición y por lo tanto, tampoco lo envió. Jamás dejaría en España a su hijo heredero sobre el que tarde o temprano recaerían las coronas de Austria, Alemania, los Países Bajos, España y todas las tierras del nuevo mundo. Y cuando cumpliese la mayoría de edad, sería también el heredero de Francia, por el compromiso contraído con la princesa Claudia, la hija del rey Luis XII.

Ante la obstinada negativa del archiduque fueron suspendidas todas las noticias desde España y hacia España. Y con ellas también se perdió el contacto sobre la delicada y frágil salud de la reina Isabel.

—Escribidle nuevamente —peticionaba Fernando a Isabel, que permanecía en cama agotada por la enfermedad y las circunstancias—, pues tal vez estén nuevamente juntos.

—Si es así, alabado sea Dios y todos los santos del cielo, por haber escuchado mis súplicas.

Pero el diario de don Martín de Moxica pesaba demasiado sobre los soberanos españoles.

«Según se nos informa desde Flandes, Juana superó la profunda melancolía que la aquejaba desde hacía tres meses, causada por los celos que las damas de la corte le provocan y origen de las desavenencias con Felipe», leyó el rey con voz grave.

—Me alegra el corazón. Pero decidme Fernando, ¿de quién tiene celos mi pobre Juana si ella es joven, hermosa y con un poder que heredará cuando yo muera que nadie podrá igualarla? La desproporción entre las posesiones de Felipe y las de Juana es inmensa. Nuestra hija es la vencedora —concluyó Isabel, presa de la agitación y el agotamiento.

—Así lo entendemos vos y yo, querida. Pero ella parece no haberlo comprendido y durante tres meses ha permanecido víctima de un extraño mal que la ha mantenido postrada.

—Por el amor de Dios, ¿qué sucede?

—Estoy leyendo los informes remitidos.

—¿Quién los envía?

—Felipe de Habsburgo.

—¿Y quién los escribe?

—Martín de Moxica.

—De Moxica es un fiel servidor —dijo la reina—, pero no puedo dejar de pensar en su actitud traicionera.

—Cuando pagáis, os sirven con total lealtad. Pero nosotros le pagamos, nuestra hija le paga y, sin duda, Felipe también lo debe de estar haciendo.

—Por un lado me alegro de que Juana se esté recuperando, pero por otro lamento lo que se nos informa. Ojalá nada de todo lo escrito sea verdad, aunque creo que De Moxica no miente —respondió con tristeza la reina.

—El futuro inmediato es poco alentador.

—Solo por el mal momento que ha pasado Juana.

—Eso significa que no es posible confiar en ella las importantes cuestiones del reino —intervino el rey—. Será mejor que confiéis en mí, querida.

—Siempre he confiado en vos.

—Entonces sería prudente que agregarais un codicilo a vuestro testamento con la simple medida precautoria, por si Juana vuelve a caer en ese estado de postración.

—¡Ella heredará Castilla y jamás será excluida de mi herencia! Por derecho, todo lo mío le pertenece.

—Sé que vos no la excluiríais jamás. Solo hace falta que ella misma no se excluya, dejando a la deriva los reinos heredados.

—¿Por qué afirmáis tales cosas? —preguntó la reina con honda preocupación.

—Porque si ella decidiera no residir en España, o si perdiese la razón y se tornase incapaz para gobernar, las cosas deberían ser resueltas de la mejor manera posible.

—Eso no sucederá, Juana es fuerte y sana. Vos mismo siempre lo habéis afirmado.

—Pero estos informes, lamentablemente, indican lo contrario. Es una mujer demasiado emotiva y se enloquece cuando Felipe le da celos con las damas de la corte.

—¡Loca de amor! ¡Mi pobre hija se volvió loca de amor! —suspiró la reina.

—¡Lo que acabo de deciros ha sido una sugerencia, pues hondo sería mi dolor al ver destruida la obra de unificación que vos y yo hemos realizado en España, durante los últimos treinta años!

La reina lo miró pensativa con sus ojos verdes, aquellos ojos que habían encendido el amor y la pasión de Fernando en sus años de juventud. Pero aquel fuego se iba extinguiendo poco a poco, e inexorablemente terminaría por apagarse definitivamente.