El infante español
La extraña sensación de melancolía que se adueñó de Juana desde el mismo instante en que Felipe cruzó el puente levadizo del castillo, no la abandonaba. Las puertas se habían cerrado tras él con doble cerrojo y el ruido seco y cortante que produjeron al encajar unas con otras rechinando sobre sus goznes, la había sumergido abruptamente en una total desolación. Sintiéndose perdida y abandonada caminaba tambaleante con la sensación que lo hacía entre nubes de niebla, blanca y espesa, como si una cadena de espectros le oprimiera el pecho con toda la intensidad de su amor desesperado.
Felipe era su mayor tesoro. Nada en cambio le significaban estos reinos a los cuales no necesitaba para ser feliz. Pero el Hermoso le pertenecía como su propia vida y ya no podría seguir adelante sin él. Era como el aire que necesitaba para respirar, el sol que entibiaba y alumbraba su vida para ser feliz, la belleza que alegraba su existir. Felipe lo era todo en su vida y al partir, ella había quedado sin cuerpo y sin alma, pues su fantasma se había marchado tras él.
Por aquellos días las intrincadas galerías del castillo se habían convertido en pasadizos traicioneros que albergaban susurros escondidos, palabras vagas y frases poco claras pronunciadas a media voz, tal vez dichas en clave secreta, sobre un trasfondo de sonidos sibilantes que torturaban sus oídos.
El viento con sus cien voces parecía gemir golpeando las altas puertas y las ventanas, ahogándola. El cielo se había oscurecido cubriéndose de negros nubarrones, estremeciéndola y la tormenta que se había desatado corría aullando sobre la tierra, ocultando la dorada luz del sol, del sol de Felipe, en torno al cual ella giraba.
Todo aparecía ante sus ojos achicado y aplastado bajo la horda de las nubes, como si un ejército tumultuoso e infinito se lanzara sobre su indefensa persona con toda su violencia.
Estaba perdiendo el rumbo, confundiendo las noches con los días. El tiempo se había transformado en una sucesión interminable de horas vacías y dentro de su pecho parecía estallarle un verdadero cataclismo, creyendo por momentos que iba a enloquecer.
La sangre se le agolpaba en las sienes, palpitante. El pecho solo albergaba dolor y las piernas, con el peso de sus nueve lunas, parecían no resistirles.
Y fue en aquel instante y sin saber cómo ni por qué, de su boca escapó aquel grito desgarrador paralizando a todos los habitantes del castillo.
—¿Qué pecado he cometido al amarlo tanto?
Y el eco de aquella pregunta se estrelló contra los gruesos muros de piedra y rebotó contra ellos, para volver con la misma furia a golpearle en los oídos. Asustada y sorprendida dio media vuelta para echar a correr desesperada, pero la densa niebla pareció envolverla nuevamente, tornando el aire empalagoso, cargado de olor a muerte, irrespirable, enloqueciéndola. Entonces se apretó la cabeza con sus manos y cayó de rodillas sobre las frías piedras del patio temblando de miedo.
Aquella situación se estaba tornando demasiado preocupante y comenzó a inquietar a los médicos, a los reyes y a las Cortes perpetuas del reino. La obsesión poblaba sus días de tormentos y noches sin dormir y la pasión arrebatadora de un amor desmedido hacía peligrar la vida del niño y de su madre.
El tiempo había transcurrido inexorablemente desde que Felipe se marchara y la primavera comenzaba a insinuarse con las primeras flores de los durazneros, pero Juana continuaba guardando silencio como si el frío del invierno hubiera invadido también su corazón sin querer abandonarlo. Aquel silencio tenaz y persistente era su respuesta. Había comprendido que estaban castigando su desobediencia tal como lo entendían sus padres. La desobediencia en su comportamiento se traducía en aquella febril obstinación por querer seguir a su esposo a través de un país que estaba en guerra con España y el querer dejar a la deriva el inmenso regalo de un reino, despreciándolo.
Esas eran sus faltas y por lo tanto debía ser castigada, humillada, abandonada, ejerciendo sobre ella todo el inmenso poder real y no ahorrado esfuerzos para hacérselo sentir, al prohibirle seguir tras los pasos de su amado y ausente esposo.
Juana había comenzado a sentir el peso de esa cárcel desplomarse sobres sus hombros con una morbosa crueldad. Tenía la dolorosa sensación de que le habían puesto a morir de pena.
Incesantemente llegaban hasta Alcalá de Henares los mensajeros enviados por los Reyes Católicos desde Segovia, a preguntar por la salud y el estado de ánimo de Juana.
—¿No os dije hace un momento que volvierais a los reyes e informarais que la archiduquesa de Austria se encuentra bien, aunque algo cansada? —respondía Juana confundida.
—Eso fue hace cinco días, alteza —contestaba el emisario con tristeza.
En aquella desolación decidió autoexcluirse y le resultó fácil pues las palabras se habían mudado de su boca. Nadie, ni los hombres que dejara Felipe en España: Antoine Laclaing, señor de Montigny o Martín de Moxica, como los mejores médicos del reino que la rodeaban, Soto y Gutierres de Toledo, pudieron arrancarle palabra alguna.
—Pareciera que tiene las facultades mentales alteradas —exclamó brutalmente el señor de Montigny, dado que no tenía nada que perder o ganar con tan dura franqueza.
—Sentada frente al fuego de la chimenea durante largas horas hace sospechar que padece de cierta destemplanza —agregó de Moxica.
—Parece dormida pero está despierta, aunque su mente no se halla aquí, sino muy lejos. Demasiado. Acotó el médico Gutierres de Toledo.
—Algunas veces no quiere hablar, otras da muestra de estar «transportada» y pasa los días y las noches recostada en un almohadón con la mirada fija en el vacío. La enfermedad que padece no es del cuerpo, sino del alma. Sin duda la más difícil de curar, porque no existe un remedio capaz de calmar ese mal —expresaba con preocupación el médico Soto.
Muy pocas veces abandonaba sus aposentos. Ya ni siquiera le atraía el aire fresco. Sin embargo, sus mejillas estaban sonrosadas y los médicos manifestaron la sensación de que su salud se encontraba bien y su cuerpo fuerte, informando constantemente de su evolución a los Reyes Católicos.
—Es posible que se adviertan algunos síntomas de rarezas y extravagancias, como la inapetencia, el insomnio, la ingesta voraz, el inmovilismo, la ira… mas estos son insignificantes y caracterizan a todas las mujeres a punto de dar a luz. No vemos en ella nada que justifique por ahora la menor alarma. En breve llegará el día del parto y volverá a restablecerse con la prontitud típica de su vigorosa juventud.
Mientras tanto no se recibían noticias de Felipe y cuando su nombre resonaba dentro de las gruesas paredes del castillo, Juana sentía el impulso irrefrenable de preguntar por él, pero en lugar de hablar reemplazaba las palabras por los vómitos y el llanto terminaba por dejarla extenuada sobre el lecho, presa de una terrible angustia.
Dentro de aquella desesperación en que se encontraba, los celos volvían a jugarle una mala pasada, destrozándola y consumiéndola hasta transformarla en unos tristes e inertes despojos. Sus cabellos caían sueltos sobre su rostro pues hacía tiempo había olvidado de cepillarlos. Sus vestidos raídos mostraban la imagen de una pobre mendiga y aquella Juana, la que otrora brillara en los palacios imperiales cual una magnífica reina, se había transformado en la imagen trágica de la desolación, movida tan solo por el deseo de dar a luz cuanto antes, para correr a los brazos de Felipe.
Mientras en las Cortes de Europa «el Hermoso» Habsburgo iba cosechando, no sin cierta jactancia, sus triunfos como pacificador. La política imperial le producía una súbita satisfacción, a la cual dedicaba todas sus energías y su tiempo. Contrariamente para él los días estaban cuajados de numerosos acontecimientos y pasaban con enorme rapidez. Si dentro de su corte había damas hermosas y complacientes, Felipe parecía no reparar en ellas. Por las noches después de una larga jornada de conferencias con políticos y estadistas pensaba en Juana y en la alegría que le daría al comunicarle sobre sus arbitrajes en favor de la paz. Pero su cautelosa sangre de Habsburgo le aconsejaba no vanagloriarse antes de haber vencido y esta situación lo llevaba a guardar silencio.
Hubiera deseado enviar una interminable sucesión de mensajeros para informarle dónde se hallaba, qué había conseguido, lo que planeaba para el mañana y hacerle saber cuánto de menos la echaba, pero tales mensajes hubieran revelado a los Reyes Católicos todos sus movimientos estratégicos y tácticos y, por lo tanto, decidió postergarlos guardando silencio.
—Es reprobable —reclamaba el rey Fernando a Juana— que vuestro esposo no se comunique con vos. ¿O es que acaso lo hace y nosotros lo ignoramos?
—Aún no hace demasiado tiempo que se ha marchado —respondía Juana con tristeza.
Al alba del crudo y ventoso 10 de marzo de 1503 en Alcalá de Henares, con las campanas llamando a prima, después de dos semanas de insomnios y fatigas, llegaron para Juana los dolores de parto. El toque de tercia la sorprendió en pleno alumbramiento producido con la misma facilidad y rapidez con que se habían producido los tres partos anteriores. Pero esta vez el gozo del hijo compartido estaba ausente, reemplazado solo por la angustia de un parto en completa soledad.
—¿Es un niño? —preguntó agotada.
—Un varón. Un hermoso principito —respondió la comadrona.
—Se llamará Felipe. ¡Mi pequeño Felipe! —exclamó Juana mirando al niño con cierta indiferencia pero con el regocijo íntimo de la misión cumplida.
Sin embargo una vez más los reyes intervinieron de inmediato y sus labios exigieron que el pequeño fuese bautizado con el nombre de Fernando.
—Será un honor para vuestro padre —dijo la reina con tono implacable—. Además una gloria para san Fernando, aquel ilustre antepasado de Castilla y de León que inició la reconquista contra los moros de Granada hace doscientos años. No lo olvidéis Juana, el nombre de Fernando ha traído siempre buena suerte a España y ahora la necesitamos más que nunca.
—Es un niño sano aunque pequeño pero inmensa es la alegría que trae a estos reinos —acotó el rey, mientras los médicos y la vieja comadrona susurraban entre sí los designios de un buen nacimiento que apuntaban a una promisoria y larga vida en el trono.
De inmediato los Reyes Católicos enviaron un mensajero a Lyon con la buena nueva. Juana presintió entonces que el archiduque se encontraba en dicha ciudad y la tristeza que hasta ese entonces había dominado su corazón fue reemplazada por una sensación de alivio. Tenía la impresión de que el sol, el sol de su Habsburgo, volvía a asomarse en sus juveniles veintitrés años. Todo parecía indicar que aquel estado de melancolía ya no volvería y que solo había sido una etapa de angustia anterior al parto, puesta de manifiesto en todas las mujeres bajo las mismas circunstancias.
La archiduquesa recuperó su predilección por la música, volvió a vestirse con dignidad y elegancia y el austero castillo se inundó de melodías, aunque por aquellos días nadie danzara.
Mensajes de felicitaciones llegaron desde toda Europa y el júbilo se instaló nuevamente entre los Reyes Católicos, dado que el nacimiento de un nieto varón y español aseguraba con creces su dinastía en el trono. Los mensajes para el recién nacido llegaron desde Inglaterra, de su tía doña Catalina y de su esposo el príncipe Enrique; de sus reales tíos de Portugal Manual y María; de su abuelo el emperador Maximiliano I; de los nobles de los Países Bajos; y a pesar de la guerra, también del rey Luis XII y de la reina Ana de Francia. Felipe reclamó entonces la presencia de Juana en Flandes, pero los reyes de España le ocultaron su mensaje.
Ocho días después, dos de los más grandes prelados de España oficiaron el bautismo del infante Fernando: fray Francisco Ximénez de Cisneros, primado de España, y el obispo de Málaga. Fueron sus padrinos el duque de Nájera y el marqués de Villena.
El sermón estuvo a cargo del obispo de Málaga y el bautismo propiamente dicho, de fray Francisco Ximénez de Cisneros, por quien Juana continuaba sintiendo cierto rechazo instintivo, surgido a partir del mismo instante en que le conociera.
Hubo desfiles en todas las ciudades y fueron amnistiados grandes cantidades de presos. El vino corrió gratuitamente en las calles donde se levantaban las copas por la salud y el bienestar del recién nacido, por la de su imperial madre, por la de sus católicos abuelos, por la de toda España y por la del Sacro Imperio Romano Germánico. Parecía que una nueva ilusión cargada de paz y esperanza se había apoderado de todo el mundo conocido.
Como bandada de pájaros en vuelo comenzaron a llegar los mensajes de Felipe, exigiendo la presencia de Juana en Flandes, pero nuevamente fueron ocultados por el rey.
Aquella circunstancia estaba volviendo a afectar el ánimo de Juana, segura de no significar nada para Felipe ni para su familia española y convencida que se hallaba retenida en España por orden expresa de sus progenitores.
Después que las aguas bautismales se derramaron sobre la pequeña cabeza del infante, comenzaron a llegar desde Méjico y Perú galeones cargados de ricos tesoros y juramentos de sincera lealtad. El niño había nacido bajo los buenos designios, levantando el ánimo de toda la cristiandad. Sin embargo la ironía de un feliz nacimiento encontró a la reina Isabel luchando contra el sufrimiento interminable de su crónica enfermedad.
—Si el niño ya ha nacido, ¿por qué no puedo partir? —interrogaba Juana a su madre.
—La guerra se ha prolongado, Juana, y mientras no se llegue a una condición ventajosa para España deberéis permanecer aquí. Será imposible que crucéis la frontera, ¿o es que habéis olvidado que aún estamos enfrentados con Francia?
—Y vos, madre, habéis olvidado que la guerra es entre España y Francia y no entre Luis XII y Felipe de Habsburgo, y yo, ¡soy la esposa de Felipe!
—Seréis la esposa de Felipe de Habsburgo, pero ante todo, sois la hija de los Reyes Católicos y futura reina de las Españas. Vuestro deber es permanecer en Castilla, donde está vuestra heredad.
—Mi deber es estar junto a mi esposo y mis hijos en Flandes. ¿Por qué sois así, madre? Siempre tan incomprensible y tan inaccesible para mí —repetía hasta el cansancio una Juana suplicante. Pero la reina permanecía imperturbable, convocando a las Cortes en Alcalá de Henares mientras el rey Fernando había cabalgado hasta Aragón.
Sumergida en una convalecencia que nunca concluía, Juana añoraba cada día con más intensidad a su ausente esposo. Mientras su madre desde su lecho de enferma trabajaba hasta agotar sus fuerzas por la grandeza de los reinos, el rey Fernando tejía la secreta trama siniestra en contra de su propio yerno. Sentía por él unos celos inmensos y aquel sentimiento había llenado de ira y venganza su viejo y cansado corazón. Con más de cincuenta años de edad, superando enormes dificultades para alcanzar la añorada victoria contra los moros, había escalado una posición de honor dentro de todas las Cortes y cancillerías de Europa y le irritaba sobremanera saber que Felipe, bien llamado el Hermoso, inexperto en el arte de la guerra, pudiese lograr tanto o más que él con tan pocos esfuerzos.
Desde Italia no cesaban de llegar las noticias sobre la guerra. Gonzalo Fernández de Córdoba desde Nápoles iba sumando nuevas posesiones para los reyes de España y logrando un absoluto predominio sobre la Italia meridional. Aquellas victorias del Gran Capitán lejos de alegrarle el corazón a Juana, terminaban por hacerla estallar en sollozos, puesto que los franceses continuaban manteniendo cerradas las fronteras que ella deseaba cruzar.
El 18 de agosto de 1503 había muerto en Roma el papa Alejandro VI, envenenado en un festín, perdiendo Isabel y Fernando a su aliado en el trono de San Pedro. Todavía resonaban los ecos de los enfrentamientos del difunto pontífice con el dominico Savonarola y los encendidos discursos públicos del monje con los pecados de los papas y de la alta sociedad romana, y su condena y muerte en la hoguera en 1498 era recordada con indignación.
El pueblo español comenzaba a preocuparse por la delicada salud de la reina Isabel, de la que se decía, le restaba poco tiempo de vida. Por tal motivo a la reina le urgía resolver su situación con Juana, no la de sus afectos familiares, sino la de la sucesión del reino, a la que ni enferma dejaba de abocarse un solo día. Si Felipe se había marchado, aún contaba con Juana, y no tardó en confesarle sus deseos de instituirla soberana aunque fuese en contra de su propia voluntad. Toda decisión tomada por Isabel era decisión ejecutada y no se detuvo hasta elevar a las Cortes de Castilla el proyecto de ley mediante el cual después de su muerte, su hija Juana sería la reina y en caso de ser necesario, su esposo Fernando ejercería de regente y gobernador.
La reina Isabel estaba convencida que iba a repetir en Juana y en Felipe la historia de su matrimonio: separados para reinar. Pero un sentimiento de constante inquietud rondaba su mente.
—Me preocupa Juana. Su amor por Felipe es noble, como es natural, pero demasiado intenso. Y en los asuntos del reino ella muestra un total desinterés. Tengo el presentimiento que ese amor desmedido puede traernos grandes dificultades. Es tan arrebatada emocionalmente que sería capaz de entregar a Felipe, en un instante, el gobierno de todos los reinos que desde hace más de un cuarto de siglo, hemos conseguido luchando —advirtió la reina.
—He reparado en el peligro —respondió el rey—. Vuestras preocupaciones son las mías y estoy en todo de acuerdo contigo. Eso significará que dentro de algunos años, cuando nosotros hayamos muerto, nuestros reinos se verán reducidos a unas simples posesiones del Sacro Imperio Romano Germánico. Se habrá perdido Italia, y España habrá retrocedido un milenio, volviendo a la oscuridad de donde nosotros, con sangre y sudor, la hemos rescatado.
Fatigada, Isabel sintió que se desvanecía de temor al presentir que sus dominios podrían convertirse en humillantes colonias flamencas y señaló:
—Os ayudaré de todas las formas que soy capaz para acostumbrar a Juana a estar separada de Felipe. Creo que eso será lo más duro pues necesitaremos la especial asistencia de Dios.
—Me reconforta que coincidamos en lo que respecta a retener a Juana en España. Pero prometedme que no permitiréis que vuestro amor maternal se imponga sobre vuestra sensatez y que no cederéis ni un palmo para que se marche de aquí.
—No temáis. Haré lo que esté a mi alcance para que no pueda partir. ¡Os lo prometo!
—Inmensa es mi satisfacción, querida Isabel, al comprobar que siempre hemos coincidido en nuestros pensamientos.
—En cuestiones de estado siempre ha sido así y eso jamás cambiará —respondió irónicamente la agotada reina.
Solo cuando a España se refería la reina parecía recuperar las fuerzas, pero poco después volvía a caer en esa fatiga que no la abandonaba ni de día ni de noche. El rey se sentía preocupado pero al mismo tiempo liberado, debido a que la enfermedad de Isabel le permitía actuar con una mayor libertad para continuar con sus turbias negociaciones secretas, especialmente en lo que concernía a Italia. La fuerte personalidad de Isabel, aquella que había dominado siempre la vida de Fernando, se iba consumiendo y apagando lentamente, mientras el rey, rejuvenecido, iba resurgiendo fuerte, como un hombre de cuarenta.
Para evitar la partida de su hija, Isabel no dejó de acudir incesantemente en busca de apoyo y consejos a su confesor, fray Francisco Ximénez de Cisneros. Así, sin saberlo, mientras Juana recurría diariamente a la sensibilidad maternal para arrancar de sus labios un sí, dos hombres ambiciosos tejían un cerco inexpugnable en torno de la reina para impedir su partida.
—Os lo imploro madre, dejadme partir.
—España sigue en guerra con Francia y si continúa, no es prudente que os marchéis. No corresponde que una infanta de España viaje a un país que es enemigo de su propio reino —respondió Isabel con severidad.
—Madre, España estará en guerra, pero yo no lo estoy. Y si la guerra continúa dejadme al menos que me marche a través del mar. Antes de que naciera mi hijo no deseabais que viajase por mi estado, ahora que nació, dad las órdenes para que la flota se prepare y acompañadme a Laredo. ¿Recordáis madre, cuando obligada por vos tuve que partir hacia Flandes porque me enviabais a desposar? En aquellos días yo no quería separarme de vos, pero me lo impusisteis. ¿Qué paradoja me tiende el destino? Entonces yo no quería partir y tuve que hacerlo obligada por las circunstancias y hoy, muero por ello y vos me lo impedís. ¿Por qué, madre, por qué?
Pero la reina agobiada, dándole la espalda, se marchó sin pronunciar una respuesta.
La mañana despertó a Juana con el conocido trajín de la partida.
—¿Hacia dónde partimos, madre? ¿Hacia Laredo?
—No iremos a Laredo, Juana, sino a Segovia. El lugar es más fresco y allí pasaremos el verano.
—¿Es que ni siquiera vos, siendo mi madre, estáis de mi lado? Por momentos siento que nadie me comprende. ¿Qué mal os he hecho para que me tratéis así? Toda mi vida no he hecho otra cosa que obedeceros y complaceros en todo cuanto vos deseabais, ¿hasta cuándo madre? Pero sé lo que pensáis, mas no os atrevéis a responderme porque estáis en falta con la santa religión y solo observáis vuestra propia conveniencia. Sabéis muy bien que estoy unida por el santo sacramento del matrimonio a Felipe y que lo estaré para toda la eternidad, pues lo que Dios ha unido en los cielos el hombre no podrá desunirlo en la tierra. Nunca comprenderé vuestras contradicciones, madre. A mi querido hermano Juan no le era permitido separarse de su esposa a pesar de que los médicos se lo recomendaban, porque vos solo deseabais un heredero. A mí, en cambio, me negáis regresar junto a Felipe porque deseáis conservar a mi hijo Fernando como vuestro futuro heredero. Sois demasiado dura con quienes llevamos vuestra propia sangre. Para vos, solo existe España dentro de vuestro corazón. Pero escuchadme bien, madre, dentro del mío, solo existe Felipe.
—¡Y vos, Juana, parece que habéis olvidado que sois la heredera de Castilla y Aragón!
—Madre, sois peor que los que con declarado odio y malevolencia me han perseguido, pues vos, amándome y deseándome el bien como decís, me habéis mortificado y atormentado más que los otros, con aquel: «No conviene a los santos designios que os marchéis y si está escrito que habráis de perder a Felipe en nombre del glorioso reino de las Españas, así habrá de ser». Y yo, no estoy dispuesta.
—Basta ya, Juana, basta.
—Y vos madre, dejad de hablarme de la esencia del poder y su gobierno, de la sucesión de vuestra real heredad.
Aquellas duras palabras golpearon muy fuerte el debilitado corazón de la reina y fue tanta la crudeza de aquella palpable realidad que cayó al suelo desvanecida. Los médicos atribuyeron aquel desmayo a la fuerte discusión sostenida con su hija y rogaron a Juana mantener, desde aquel día, actitudes más amables con su madre.
A partir de entonces Juana decidió volver a renunciar al don más preciado: la palabra, y consideró a la reina su principal enemiga. ¿Por qué tanta obstinación en no dejarla marchar?
El Consejo de las Cortes de Castilla se reunió de inmediato y dispuso, para preservar a la soberana de futuros incidentes, que Juana se estableciera en Medina del Campo, fijando su estancia en el inexpugnable castillo de La Mota, una fortaleza de inmensas murallas mandada a construir por su abuelo materno, Juan II de Castilla.
Juana y su pequeño hijo Fernando partieron acompañados por su cortejo, entre los que se encontraba el director espiritual de la archiduquesa, Juan de Fonseca, obispo de Córdoba. La habían levantado al amanecer como a una desterrada y se sintió indigna y degradada, con un sabor a cenizas en la boca. Vio salir el sol y comprendió que hacía solo unas horas su pobre alma había sido nuevamente maltratada, castigada, tan solo por amar demasiado a un esposo ausente y lejano.
Durante los meses en que el pequeño infante Fernando no pudo valerse por sí mismo, monopolizó para salvación de Juana, todo su tiempo. Separada primero de sus padres, luego de sus hijos, más tarde de Felipe y nuevamente de sus padres, se preguntaba por aquel destino desprovisto de afectos y marcado por la soledad de un encierro sin una justificación aparente.
Su mundo se concentró, entonces, en las habitaciones donde iba creciendo su niño, con la amarga sensación de sufrir un injustificado aislamiento. ¿Por qué la habían recluido? ¿Por no dejarla marchar junto a Felipe? ¿Por haber disgustado a su madre? ¿Para prepararla a lo que sería un duro reinado en España? ¿O acaso para convencer a todos que ella se estaba volviendo loca?
Las divergencias entre madre e hija eran abismales, pues mientras la pasión irrenunciable de Isabel era España, la de Juana era Felipe.
Con su soledad creciente a cuestas y la zozobra que le inspiraba la cada vez menos oculta hostilidad de sus poderosos malquerientes fueron pasando los días. El verbo que convenía a su situación no era convencer, sino someter y el sentimiento dominante de Juana terminó por ser el miedo.
Después de muchos desvelos, dudas y angustias, decidió no fiarse de nadie ni de nada. Aquellos poderes que la destrozaban eran los mismos que ella tanto había amado y en los cuales había confiado, pero la habían aislado en el castillo de la Mota sin ningún contacto familiar y sin una finalidad política que lo justificara.
Bajar los ojos y mirarse, derramar lágrimas amargas, no pronunciar palabra alguna, todas estas experiencias las conocía muy bien Juana de Castilla, que solo vivía para el momento en que se dignaran concederle el permiso para marchar a reunirse con Felipe.
Había tardado en darse cuenta de que los motivos para no dejarla partir eran siempre provocados por sus reales progenitores, alentando en ella una reacción de resistencia. Pero, ¿cómo iba a suponer que sus propios padres eran precisamente los que pretendían alejarla de Felipe y de sus hijos y que su resistencia cesase? Ahora, sin embargo, tenía la certeza de que todo aquello había sido intencionadamente provocado para que ella reaccionara desmedidamente y justificara su enclaustramiento en un castillo.
Entonces, resolvió que el ejercicio de la memoria sería la salvación de su equilibrio interior.
Se miró en un espejo, hacía tiempo que no lo hacía y un rostro ojeroso y delgado reflejó en él una imagen que a ella le costó reconocer como propia. Tenía que recuperarse para poder partir.
Y cuando hubiera partido, si conseguía hacer que Felipe comprendiera que la obligaron a quedar, que la empujaron contra su propia voluntad, quizá estuvieran a tiempo de volver a ser felices y hacer que los que la habían traicionado se arrepintieran.
Era una esperanza que, en vista al estado de ánimo que en esos momentos se encontraba, parecía no tener ninguna probabilidad de hacerse realidad. Mas Juana se sobresaltó, cuando una voz tras de ella le preguntó.
—¿Alteza, por qué estáis tan triste?
Aquella voz era la de Juan de Fonseca, obispo de Córdoba, su director espiritual.
Juana no se sintió con ánimo de dar una respuesta. A sabiendas de todo lo que estaba en juego y consciente de que algún complot destinado a retenerla en España se tramaba en su contra, fue incapaz de pronunciar palabra alguna y continuó con la vista perdida en el largo camino que se veía desde la ventana.
A partir de aquel día, en cada rostro, en cada mirada, en cada palabra, creyó advertir los destellos de una traición.
Con el transcurso de los meses el infante Fernando comenzó a depender cada vez menos de su abnegada madre, que se extasiaba mirándolo repleto de fuerza. Aquel pequeño era el único recuerdo palpable de Felipe. Fue entonces, cuando sus pechos comenzaron a secarse, que Juana cayó en la cuenta de que el tiempo había transcurrido. Miró más allá de las angostas ventanas del castillo y vio con sorpresa el cambio de las estaciones. El verano ya se estaba marchando y el otoño llegaba a instalarse con sus ocres y amarillos dispersos por campos y montes. Detrás de una bandeja de perfumadas naranjas contempló cómo se iba dorando un crepúsculo más, sin saber en qué día y en qué mes estaba viviendo.
Los robles y castaños simulaban pinceladas rojas y amarillas y las hojas secas crujían debajo de las patas de los caballos de los guardias, mientras un aire límpido agitaba las ramas de las encinas y retamas que deshojaban sus flores dispersándolas al viento. Los cielos permanecían despejados y las noches habían vuelto a tornarse un poco más frías.
¿Pero qué motivos existían realmente para mantenerla por tanto tiempo aislada? Marginada de Flandes donde era reina y de España donde era la heredera, abandonada por su esposo, olvidada por sus hijos, prisionera en Castilla contra su voluntad y desterrada por sus padres en el castillo de La Mota, a todas estas condiciones había sido reducida Juana, la triste hija de los Reyes Católicos y la fiel esposa del heredero imperial.
Afuera la noche se fue anunciando destemplada, las estrellas alumbraban débilmente y un viento helado, que calaba hasta los huesos, agitaba por momentos la naturaleza indefensa. Dentro de la sala abovedada el fuego de la gran chimenea había tornado la temperatura sofocante y las mejillas de la reina Isabel aparecían levemente enrojecidas. El rey calentaba sus pies frente a la enorme hoguera que devoraba sin cesar la mitad de un tronco gigantesco, mientras las antorchas encendidas despedían luz y humo.
—¿Juana sabrá que Felipe ha pedido que regrese? —preguntó la reina.
—He permitido que pase solo el último de los emisarios, porque los anteriores solo han traído estúpidas cartas de amor. En cambio en esta, Felipe le reprocha su largo silencio. Este motivo hará que ella se enfade, entonces se enfriará la relación entre ambos y Juana deseará permanecer en España.
Herido en su orgullo de amante esposo, al verse olvidado e ignorado por Juana, Felipe de Habsburgo, desde Flandes, reclamaba su presencia. También su hijo Carlos le había escrito unas palabras solicitándole el regreso. Las únicas noticias que recibía de ella y de su hijo pequeño eran tan solo a través del correo diplomático de los Reyes Católicos, los cuales le informaban sobre la poca disposición de su hija para escribir y que el niño se encontraba sano y fuerte.
Juana leyó con avidez aquella primera misiva del archiduque, sin saber que era la última que llegaba a sus manos.
Juana:
Comprendo que una mujer después del alumbramiento no se encuentre bien de salud y de ánimos, pero siempre he creído que, aún estando enferma, os hubiese sido posible encontrar un momento propicio para dictar a alguien una carta y firmarla con vuestra propia mano, si vos no hubierais podido escribirla en su totalidad.
Deberíais daros cuenta que como reina de Flandes y archiduquesa del imperio tenéis iguales deberes ante mí, que ante España. Muchísimo me disgustaría si no regresáis cuanto antes a mi lado, es decir, cuando vos y el niño os encontréis en condiciones de viajar. Por tierra será la ruta más rápida y segura y el Rey Luis XII me ha afirmado que os serán acordadas todas las cortesías y facilidades a vuestro paso por Francia. Adjunto a esta misiva una copia del salvoconducto firmado por el mismo rey de Francia. ¡Venid cuanto antes! Os espero con ansias.
Vuestro esposo y rey. Felipe de Habsburgo.
Su primera actitud fue asustarla. Sugirió que el salvoconducto francés podía tratarse de una falsificación y que era posible que algún enemigo, abriendo la misiva, hubiera agregado unas líneas adjuntando un documento falso, dado que las últimas frases de la carta —argumentaba el rey Fernando— poseían una caligrafía diferente a la del resto de la escritura.
Juana, fastidiada, respondió que Felipe jamás le enviaría un salvoconducto falso y que no temieran, porque el archiduque carecía de enemigos que pudieran llevar a cabo tan deleznable acción.
Era muy frecuente que Felipe de Habsburgo empleara dos secretarios para redactar sus cartas y ese era el verdadero motivo del cambio de escritura. Pero la firma correspondía al archiduque y eso era lo que realmente importaba.
Aquella decisión inamovible de marcharse exasperó a los reyes, que de inmediato se comunicaron con ella, pues continuaba insistiendo en abandonar España desertando de sus majestades. Estaba faltando gravemente a sus deberes de hija pero, sobre todo, estaba faltando a sus deberes de española. Así es que le solicitaron encarecidamente que no los agraviase más, viajando a través de Francia.
Juana respondió con una sola y cortante frase: «No me interesa el camino, siempre que retorne a mi verdadero destino, que es Felipe».
La reina dispuso que fuese alistada la flota que debía escoltar a la archiduquesa hasta Flandes. Pero jamás flota alguna tardó tanto tiempo en hacerlo y Juana se mostró cada día más impaciente, intranquila y desconfiada.
El gran almirante Fadrique elevó una interminable lista de excusas técnicas que, debido a los lazos de afecto y parentesco, Juana aceptó como valederas. Sin embargo, insistió a sus padres que le dejasen partir solo con una pequeña escolta.
La reina horrorizada informó con severidad que de ningún modo aceptaría que su hija heredera viajase como una emigrante cualquiera.
«Lo haréis como corresponde a vuestro rango. De lo contrario, no viajaréis». A lo que Juana respondió: «Si me estáis engañando, madre, no os perdonaré mientras viva».
Los reyes comprendieron que sería imposible retenerla por más tiempo en España, pero el monarca como siempre guardó una carta bajo su manga para jugar nuevamente el destino de su hija.
—¿Habéis intentado retenerla amenazándola con que el infante Fernando quedará con nosotros?
—Jamás diría semejante cosa a nuestra hija —respondió contrariada la reina.
—Deberemos hacerlo. El niño es nuestro nieto y, sobre todo, es un súbdito español.
—Pero primero que nada es hijo de los archiduques de Austria. Si nos quedamos con el niño, el Sacro Imperio Romano Germánico se unirá a Francia y caerán implacables sobre nosotros —advirtió la reina.
—Dudo que lo hagan. Pero lo que sí me temo es que cuestionen la alianza que nos llevó a casar a Juana con ese maldito Habsburgo.
—Aquella alianza arreglada por nosotros se ha vuelto en nuestra propia contra, porque el amor inmenso que nuestra hija siente por Felipe dudo que concluya con la misma muerte. Lo que no debemos permitir es que la pasión la domine porque terminará por desequilibrarla. Solo nos resta emplear como argumento, para continuar reteniéndola en España, el mal estado del tiempo —dijo la reina como si aquella fuera la última alternativa.
El tiempo había empeorado inevitablemente con la llegada del otoño y parecía que aquel año la violencia de las tormentas se manifestaba con más fuerza sobre la geografía de la península ibérica. Sin embargo Juana, olvidando el cansancio y con el pensamiento puesto en su adorado Habsburgo, ordenó preparar los equipajes y alistar a sus escoltas para el inminente retorno a Flandes.
—¿A dónde os marcháis, alteza? —preguntó cual advertencia el obispo Fonseca.
—A reunirme con Felipe —contestó Juana imperativa.
—¿Viajaréis a Segovia para despediros de vuestras Católicas Majestades?
—¿Acaso ellos se despidieron de mí, cuando me enviaron a Medina del Campo?
—Mucho me temo, alteza, que aún no podréis marcharos, pues el viaje no ha sido programado.
—Poco importan para mí vuestros argumentos, pues siendo infanta de España, princesa de Asturias, reina de Flandes y archiduquesa del Sacro Imperio Romano Germánico, cumplirán con las cortesías por donde quiera que viaje. Daré la orden de que preparen cuanto antes la caballería para partir de inmediato.
Juana sabía muy bien que el paso que estaba a punto de dar era irrevocable y este pensamiento, simultáneamente, la aterraba y fascinaba. Felipe era la figura hacia la que convergían todas sus cavilaciones. Dueño de las llaves de su existencia, él le había abierto las puertas a la vida para escapar de un mundo inhóspito y se disponía a salvarla nuevamente, al reclamarla a su lado. Esta idea era la razón que la mantenía viva y que la hacía seguir adelante, inclaudicable.
Alertada por el obispo Fonseca sobre la inminente partida de Juana, la reina Isabel envió a sus emisarios al castillo de La Mota con la orden expresa de suspender los preparativos.
Toda la caballería fue retirada de los alrededores y en Medina del Campo no fue posible encontrar una sola mula. El prelado informó a Juana de esta situación.
—Alteza, todos los animales han sido confiscados para la guerra que se está llevando a cabo en Italia.
Juana, indignada ante los evidentes contratiempos que iban sembrando en su camino, le levantó la voz.
—¡Eso es mentira! Sois el más grande de los falsarios, pues si vos no conseguís las mulas, yo misma iré a buscarlas al mercado de ganado. Y si aun así intentáis quitármelas, os informo que viajaré a pie. Que todo el mundo se entere, monseñor, que ante un llamado de Felipe, nadie ni nada podrá retenerme. Y a vos, excelencia, algún día os pediré cuentas de vuestros desacatos.
El obispo Fonseca guardó silencio y dando media vuelta montó a caballo y partió a todo galope.
Juana, vestida de gris, parecía confundirse con el cielo que en aquellos momentos se había vuelto plomizo. Caminó hacia la salida del castillo, pero las órdenes de Juan de Fonseca se habían anticipado al partir raudamente y el rastrillo del puente levadizo, que había sido levantado, cayó con estrépito, cerrando tras de sí la última posibilidad de dejarla salir y aislándola en el patio. Entonces dándose vuelta, presa de la ira, gritó a los caballeros y a las doncellas que se habían acercado hasta ella en el patio del castillo.
—¿Quién de vosotros es capaz de negar mi condición de prisionera?
El silencio se tornó profundo. En aquel instante el sombrío castillo fue envuelto por fuertes ráfagas de viento y las primeras gotas amenazadoras comenzaron a golpearle en el rostro. Juana echó a correr hacia la salida, pero se detuvo de golpe ante los gruesos barrotes del portal. Y aferrándose a ellos con fuerza, gritó al obispo que se perdía en el camino envuelto en una nube de polvo.
Juan de Fonseca atravesó en tres horas las nueve leguas que lo separaban del real alcázar de Segovia y de sus Reyes Católicos, para informarles de inmediato de lo que estaba aconteciendo. Mientras, los gritos de Juana resonaban en Medina del Campo.
—¡Os advierto de que si no regresáis de inmediato a cumplir con mis órdenes, cuando sea la reina de Castilla os haré recluir por el resto de vuestra vida!
El saber hacia dónde se dirigía el prelado enfureció más aún a Juana, pero la imagen de Felipe pudo más y la mantuvo en pie, pues si renunciaba por cansancio, jamás podría retornar a Flandes.
La noche la sorprendió asida al portal y el aire crudo del mes de noviembre avivó su memoria como una hoguera.
—Alteza, ¿por qué no os retiráis al abrigo de vuestros aposentos?
Aquella voz dulce y afable le recordó a Felipe.
—El frío es terrible y tememos por vuestra salud.
Juana se volvió para mirarlo. ¿Quién podría tratarla con tanta dulzura, que no fuese su amado esposo? ¿Acaso Felipe había regresado a buscarla?
Giró su mirada con desesperación. Pero sus claros ojos se encontraron con los tímidos ojos oscuros de uno de sus guardias, que con humildad la invitaba a entrar dentro del castillo.
—No me moveré de aquí, porque volver a mis habitaciones significa alejarme del portal y de las posibilidades de salir fuera. Me he jurado a mí misma que no daré un solo paso atrás —respondió con serenidad, pero segura de lo que estaba diciendo.
Se hizo plena noche y los soldados encendieron, alrededor de su futura reina, una pequeña hoguera para calentarla. Extremadamente agotada, Juana se acurrucó junto a las rejas y una de sus doncellas la abrigó con unas mantas.
—Alteza, ¿en qué podemos ayudaros? —preguntó tímidamente la mujer.
—Bajad el puente para que pueda marcharme —respondió Juana con tristeza—. Solo así, me habréis ayudado de verdad.
El obispo Fonseca llegó en poco más de tres horas al alcázar de Segovia y se dirigió de inmediato a ver a los Reyes Católicos, para informarles de la salud y el comportamiento extraño de la reina Juana.
—Majestades, mucho me temo que la archiduquesa de Austria no se encuentre nada bien, pues ha empalidecido demasiado, se muestra muy alterada y se dirigió a mí en un lenguaje jamás escuchado. Os ruego a vuestras majestades, reveáis las órdenes dadas para que pueda conseguir las mulas para el viaje. De lo contrario me temo que perderé mi cabeza.
—No la perderéis, excelencia —contestó la reina—. Un consejero espiritual nunca se olvida. Además tenéis los intereses del alma de Juana en gran estima. Solo os pedimos que no la abandonéis y comunicadnos cómo se encuentra.
—Así lo haré, majestad. Pero es posible que la archiduquesa ya no me acepte como su confesor.
—Pronto olvidará este episodio y todo volverá a la normalidad.
También fue llamado con urgencia a Segovia su tesorero, Martín de Moxica. Estaba acusado por Juana de complicidad con Juan de Fonseca de no proveerle la caballería necesaria para abandonar España con destino a Flandes por los caminos de Francia.
—Don Martín, a partir de ahora, la corona de España pagará vuestro sueldo, siempre y cuando nos mantengáis al tanto de todo lo que ocurre en torno a nuestra hija.
—Así lo haré majestad, pero mucho me temo que la archiduquesa partirá de todos modos, tenga o no tenga la caballería. Creo que hasta puede iniciar su viaje a pie, si insistimos en negarle las mulas.
—No lo hará. Pero vos deberéis haceros cargo de conseguir toda la caballería necesaria para el viaje —respondió la reina.
A partir de entonces Martín de Moxica comenzó a percibir doble paga. La de la casa archiducal de Austria que le seguía abonando, y la de los Reyes Católicos para que actuase como espía.
Dos días hacía que Juana permanecía junto a las rejas del portal del puente levadizo. Preocupado por esta situación tan singular como extremadamente grave, el obispo Juan de Fonseca se encaminó hacia donde se hallaba la archiduquesa. Por un momento Juana tuvo el ligero presentimiento de que Fonseca había ido a despedirse de ella y que de inmediato se le daría la orden para partir hacia Flandes. Pero no bien descubrió el verdadero motivo de la visita, se encerró en su mutismo negándose a responder.
El obispo trató de asustarla pues era obstinado y carente de imaginación. Con tono severo expuso los ya tantas veces escuchados argumentos, pero se encontró con una Juana totalmente desconocida que ofrecía una tenaz resistencia. Cuando sus justificaciones se agotaron recurrió entonces a las amenazas.
—No solo estáis faltando al sentimiento de la corona como española que sois y al incumplimiento de los deberes filiales, que como hija de vuestras reales majestades estáis obligada a cumplir, sino que actuáis como una criatura pecadora que pone en grave peligro no solo su reino, sino su alma. Que arriesga la seguridad de España y su salvación eterna, corriendo en busca de los placeres de un lecho matrimonial no justificados por ese sacramento. Porque todo lo que se aparta del santo fin de la procreación, es vil y sombrío para el espíritu y una ocasión de pecado para el alma.
—¡Amén! —respondió Juana, empalidecida por la ira, perdiendo el poco dominio sobre sí misma que le quedaba y la escasa paciencia que le restaba.
—Dejando de lado la santa investidura de la que gozáis y a la que no es mi deseo mancillar, os hablaré como a la persona que decís que sois. ¡No sois más que un imbécil, un plañidero e hipócrita! Decidme, ¿en qué peco, deseando a mi esposo con la carne y el espíritu?, si no estoy haciendo más que cumplir con las Sagradas Escrituras que mandan al hombre y a la mujer a abandonar a su padre y a su madre, para unirse en una sola carne y en un solo espíritu. Sois un muerto que envidia el gozo de los vivos. Volved a vuestras criptas, a vuestros inciensos y encierros, pero no me pidáis a mí que os complazca, porque yo estoy viva y no me resignaré a que me entierren como a un cadáver, dentro de los fosos de un viejo castillo.
El obispo, aterrado, cual si hubiese visto al mismo Lucifer en persona y ante aquel volcán impetuoso en que se había convertido la archiduquesa, reunió con urgencia todo su séquito y abandonó Medina del Campo a toda prisa.
Juana arrepentida corrió hasta las rejas y aferrándose a ellas le llamó a gritos.
Pero Juan de Fonseca se encontraba a gran distancia y no se volvió ni siquiera para mirarla.
—La archiduquesa ha estado muy descortés conmigo. Me ha propinado toda clase de insultos, comportándose como si fuera una mujer vulgar y, para mayor escándalo de quienes la escuchaban, llegó a sugerir la herejía de que los sacerdotes estaríamos mejor casados. Tarde o temprano deberá partir, pues no se puede detener la tempestad cuando ya se ha desatado. Mi honestidad me autoriza a exponer a sus Católicas Majestades que la salud mental y física de la archiduquesa no es buena y corre peligro. Este repugnante detalle que acabo de exponer, en boca de cualquier súbdito, sería un justo motivo de investigación del Santo Oficio.
—Así es. Podríamos intentar con la Inquisición —sugirió el rey Fernando.
—¡Jamás! —respondió la reina Isabel— Conocéis muy bien la devoción de Juana.
—Claro que la conozco y no olvido los constantes suplicios a los que siendo una adolescente se sometía. Pero eso era antes, cuando ella era una princesa española. Ahora no lo sé. Tal vez se alejó demasiado tiempo de la Iglesia.
—¿Cómo podéis imaginar que nuestra querida Juana sea encerrada en una oscura y húmeda mazmorra, por el solo hecho de sospecharse de ella como hereje?
—Lo habéis hecho antes, con los sospechosos de herejías. ¿No lo recordáis? Sin embargo con Juana, me temo que os será imposible.
Los reyes volvieron a quedar solos.
—Fonseca, por cierto, ya está muy viejo. No tiene tacto para manejar esta situación por demás delicada, pero —dijo Isabel más calmada— intentaremos de nuevo. Enviaremos al primado Cisneros.
El cardenal Ximénez de Cisneros, arzobispo de Toledo y primado de España, era el otro extremo. Nacido en Torrelaguna, pertenecía a una familia de escasos recursos y austeras costumbres. Siendo muy joven había ingresado a la Orden de San Francisco, retirándose durante años a un convento. De allí fue llamado por don Pedro González de Mendoza, cardenal y arzobispo de Toledo, para que le reemplazara, en la difícil misión de confesar a la católica reina Isabel. Dos veces trató de evadirse, pero las dos veces fue hallado por la reina que admiraba sus virtudes. Primitivo y anacrónico, el día que se enteró que había sido elevado al rango eclesiástico de primado, corrió descalzo por el monasterio hasta su celda y encerrándose en ella se negó a aceptar tan alta distinción. Pero una misiva llegó de Roma y no tuvo más alternativa que acatarla.
Bajo las suntuosas vestimentas arzobispales, vestía siempre con su viejo hábito de monje. Cuando murió, en 1517, le fue encontrada entre sus ropas una pequeña cajita con agujas e hilos que utilizaba para coser personalmente sus hábitos. A nada le temía y nada le halagaba. Severo, sabio y justo, había llevado siempre una vida ejemplar.
Con su alta y delgada figura de ojos brillantes y pocas palabras, abrigado por una gruesa capa y resistiéndole al intenso viento helado que se había desatado y a las primeras gotas de un aguacero que se filtraba a través de los negros y escurridizos nubarrones, llegó hasta el castillo de La Mota, seguido de un modesto séquito.
Tres largos días con sus noches habían transcurrido desde que Juana se aferrara a las rejas del portal, sin abandonarlas. Silenciosa, aterida, traicionada, casi sin aliento, cuando parecía que no iba a poder seguir resistiendo, subió por las angostas y retorcidas escaleras que conducían hasta la torre de la guardia. Cuando la vieron entrar los soldados se pusieron de pie y, abandonando el lugar a toda prisa, fueron a avisar al gobernador del castillo.
—Me quedaré aquí —dijo Juana, al último de los soldados.
—No podéis, alteza —respondió temeroso el guardia.
—¿Osáis darme órdenes?
—No es una orden alteza, es un humilde pedido. Esta habitación no tiene muebles, es fría y oscura, inapropiada para vuestra investidura de reina.
—Pero tiene piso y eso es suficiente para mí.
Juana se sentó sobre el duro y frío piso de la torre, mientras el gobernador asistía desconcertado a aquella escena, desde el umbral de la angosta puerta.
Durante un tiempo prudencial le rogó que regresara al interior del castillo.
—Alteza, vais a enfermar si continuáis en la torre.
—Es verdad —respondió Juana con la voz apagada. Y, ante el temor de perder su salud y con ella la última posibilidad de marcharse, pidió:
—Traedme abrigos, pues no daré ni un solo paso atrás.
El gobernador dio entonces la orden de que llevaran a la torre de guardia una cama, varias mantas y dos braseros, que fueron encendidos de inmediato. El cuerpo de Juana sintió el aire tibio, recuperando el calor y la ilusión.
Sobre el filo del amanecer se recostó sobre la cama, pero no durmió.
A media mañana el cardenal Cisneros subió silenciosamente hasta la torre y al ver a Juana en aquel lamentable estado, trató de convencerla, primero con la persuasión y luego con la obligación.
—Para una princesa de Asturias, futura reina de las Españas, jamás le será digno refugiarse en el cuarto de la guardia de sus ejércitos.
Aquella inesperada visita volvió a reanimar la desconfianza que Juana sentía por él, y entonces no contestó ni una sola de sus preguntas.
Sin emplear evasivas, el cardenal habló con palabras directas y duras y aunque no profirió ninguna acusación contra el lecho matrimonial, le habló más claramente que ninguno.
—Pensad, alteza, que si partís causaréis un inmenso dolor a vuestra augusta madre. Destruiréis toda la política cuidadosamente planeada por vuestro padre con respecto a Italia y precipitaréis grandes penurias sobre vuestro reino. La gloria de España está unida a la gloria de Dios —agregó el cardenal—. Y olvidar a una, es olvidar la otra.
—Vuestra eminencia —respondió Juana, rompiendo el silencio—, estoy en desacuerdo con todo lo que acabáis de decir.
—¿Por qué, alteza?
—Jamás debisteis afirmar que al negarme a olvidar a mi esposo, estoy negando la gloria de Dios. Decidme, ¿en qué versículo de las Sagradas Escrituras se encuentra tal manifestación que ordena a una esposa olvidar a su esposo, por su madre o por su padre? Yo no lo conozco. Pero sí conozco uno que expresa totalmente lo contrario.
El efecto de aquella respuesta fue devastador y el cardenal recibió con irritación el hecho de que la infanta, sobre todo siendo una mujer, citase las Sagradas Escrituras para desmentir sus palabras.
—¡Creo que Felipe de Habsburgo os ha hechizado! —exclamó el prelado, y de inmediato comprendió que acababa de cometer el peor de los errores.
Juana se puso de pie. Sus ojos brillaron con la intensidad de una fiera que defiende hasta la muerte lo que le pertenece.
—¡Si no os marcháis de inmediato, os arrancaré los ojos con mis uñas y ordenaré a mis guardias que os arrojen al foso!
Y aquel hombre que había necesitado las órdenes expresas de la Santa Sede para aceptar el más elevado rango eclesiástico de España, movió la cabeza tristemente y respondió.
—Sé que no lo haréis, alteza. Pero, considerando que no entraréis en razones, me marcho.
Al igual que con el obispo Fonseca, Juana corrió arrepentida a solicitar su perdón por la descortesía, pero lo hizo demasiado tarde, porque el cardenal ya se hallaba fuera de los muros de La Mota, disgustado, no por aquellas amenazas, sino por la actitud inamovible demostrada por Juana.
El rastrillo volvió a caer pesado e implacable de acuerdo con las órdenes estrictas emanadas del cardenal Cisneros. Algunos soldados, en el descuido, también cerraron la poterna, aislando a Juana en el patio sin que pudiera regresar al interior o salir al exterior de la inmensa fortaleza.
Al oír Cisneros que se cerraba la poterna se volvió disgustado y acercándose hasta los gruesos barrotes de hierro, reprendió severamente tal equivocación. El error fue rectificado de inmediato.
—Mi propósito fue impedir que la archiduquesa saliera del castillo, no proferirle un insulto. Cualquiera que vuelva a repetirlo, será responsable ante mí —dijo el prelado.
El guardia pidió perdón por el error cometido y Cisneros, dirigiéndose a él por última vez, en tono de reproche le contestó.
—Que dicho error no vuelva a repetirse. De lo contrario os costará muy caro.
Fue entonces cuando Juana, llorando y aferrándose a los barrotes, gritó con la voz enronquecida.
—¡Perdonadme, eminencia! En mi desesperación os he ofendido pero no ha sido mi intención. Dejadme salir, os los suplico. ¡Interceded por mí ante mis padres!
—Haré lo que esté a mi alcance, alteza —respondió tristemente Cisneros y partió raudamente al galope a informar a los reyes sobre aquellos acontecimientos.
El invierno había comenzado a empeorar en toda España. Caía la tarde y con ella el manto frío de una intensa llovizna. Juana, sin abrigo, permanecía mojada e inmóvil mirando el camino que parecía perderse en la nada. Las doncellas la fueron rodeando e intentaron convencerla de que se refugiara bajo los altos techos. Una de ellas la tomó cariñosamente del brazo, pero la archiduquesa se volvió con brusquedad y la mujer solo atinó a alejarse, haciendo que las demás también retrocedieran asustadas.
—¡Dejadme sola! ¡No me toquéis!
A su alrededor crecían los rumores. «La resistencia que posee la archiduquesa, ante la inclemencia del tiempo y la carencia de acostumbradas comodidades, es algo increíble y jamás visto». «Tiene la fortaleza de los santos, pues nadie normal podría soportarlo».
Juana sabía muy bien las reglas de la mortificación y de la santidad, y para llegar a su cielo prometido, que era Felipe, sabía que debía mortificarse.
Bajo la densa lluvia que se precipitaba sobre su cuerpo aterido Juana rezaba en voz baja.
—Por aquellos ojos claros, soporto todo. Por aquel corazón que hace latir el mío, sufro la agonía de la espera. Por Felipe, por él y solo por él, toleraré hasta el límite de mis fuerzas —y aquella frase, dicha en voz baja una y otra vez, parecía insuflarle un soplo de aliento tibio a su alma destrozada.
Desde su gran cama, arropada con inmaculadas sábanas de hilo, la reina recibió las últimas noticias de su hija y no pudo menos que exclamar con angustiosa ansiedad.
—Tal vez logre que escuche mis palabras. ¡Me levantaré e iré a verla de inmediato!
Pero la reina guerrera y poderosa de otros tiempos se hallaba muy enferma, tanto, que ya no podía montar su caballo. No obstante se hizo llevar en una litera hasta el castillo de La Mota. El rey Fernando y su médico solo aprobaron el viaje si lo realizaba en cortas etapas, por lo cual fueron necesarios dos días para cubrir las nueve leguas que la separaban de su hija heredera.
Decidida a no abandonar su disimulada prisión, Juana permaneció en la torre y allí la encontró su madre.
—Decidme, Elvira, ¿por qué están levantando el puente? —preguntó la princesa a una de sus doncellas, ante los agitados preparativos que se observaban desde la alta torre.
—Se acerca una importante comitiva, alteza —respondió la joven.
—¿Sabéis quién es?
—No lo sé, alteza.
—¡Tal vez sea Felipe que viene por mí!
La litera y su guardia real de alabarderos avanzaron por el patio empedrado. Elvira se hincó en el piso en una profunda reverencia, pues fuese quien fuese, se trataba de alguien demasiado importante.
—¿Habéis visto quién viene?
—No he podido, alteza.
La litera se detuvo frente a la pesada puerta y de ella descendió lentamente la reina Isabel.
Con su piel ya gris y unas ojeras violetas bajo sus profundos ojos verdes, hundidos y sin brillo, con su cuerpo débil y endeble, irradiaba igualmente la majestuosidad de siempre.
—¡Madre! ¿Estáis enferma? —preguntó Juana suspendida desde la alta ventana para luego correr escaleras abajo y poder abrazarla.
—Lo estoy, Juana. Pero no quiero que vos también lo estéis. Por eso he venido.
—Yo estoy enferma de pena, madre.
—Lo sé, mi Juana. Lo sé.
Con el deseo de sentirse amparada, Juana se aferró a ella, pero el amor de esposa superó al amor de hija.
—Esto es una prisión, madre.
Según Pedro Mártir de Anglería, Juana se tornó de pronto tan «furiosa como leona púnica».
Pero con su habitual inteligencia la reina le habló con calma.
—¡Mi pobre Juana! Lo primero que voy a hacer es sacaros de esta ratonera. Advierto el descuido en que ha caído vuestra persona, pues no corresponde a una princesa de Asturias ofrecer un aspecto tan deplorable. Cambiaréis vuestro vestido por uno más acorde a vuestro rango. Peinaréis vuestros cabellos y colocaréis el tocado correspondiente y, de ser posible, alegraréis vuestro rostro con alguna joya importante.
Juana no opuso resistencia e Isabel dio la orden de que se le preparara un suntuoso conjunto de cámaras, junto a las habitaciones de su hija. Los aposentos estaban comunicados entre sí por una puerta, para que pudieran visitarse en cualquier momento del día o de la noche.
Pero la amable intimidad se esfumó con las horas y no bien madre e hija se sintieron restablecidas, los desencuentros entre ambas volvieron a hacerse presentes. Con la urgencia inesperada que lleva a imponer el criterio individual sobre el común, las discusiones fueron creciendo hasta convertirse en muy poco dignas de los rangos que ostentaban. La reina volvió a reclamar a Juana la carencia de todo sentido del deber, al desear correr a arrojarse ciegamente en los brazos de su esposo. Y Juana exigió a su madre la libertad de marcharse.
Días más tarde la reina comentaría al rey Fernando: «Me habló tan reciamente y con tanto desacatamiento y tan fuera de lo que debe una hija decir a su madre, que si no la viera yo en la disposición en que ella estaba no se las sufriera…».
La situación terminó por tornarse irreconciliable, pues mientras la ambición de Isabel era el mundo, el mundo de Juana era Felipe.
—Sois la futura reina de media cristiandad y reinaréis sobre la mitad de la tierra. ¡Qué mundo hubieran construido mis manos de haber tenido yo las mismas oportunidades que os brinda la historia! En cambio vos las despreciáis, y todo por correr a los brazos de un esposo que no ahorró esfuerzos para abandonaros marchándose a Flandes.
—Felipe no me abandonó. Ustedes impidieron mi partida. Pero yo no deseo cambiar el mundo, madre, ni quiero que vos cambiéis el mío.
—Me ofendéis Juana, pues nada os interesa. Solo Felipe.
—Vos lo habéis dicho madre. Solo Felipe. Y desde mi corazón, él es intocable.
—Y vuestra conducta, el trato descortés que habéis tenido con vuestros súbditos y el comportamiento que habéis observado con el resto de las personas son algo indigno de alguien como vos. Tenéis un carácter cambiante y sois indisciplinada. Improcederes nada acordes para una futura reina y motivadores de murmuraciones nada buenas —criticó Isabel.
—El mal trato dispensado ¿a quién, madre? ¿A mi tesorero?, que se negó a cumplir mis órdenes. ¿A mi confesor?, que criticó severamente mi comportamiento. ¿Al cardenal Cisneros?, que no aceptó que mis opiniones no coincidieran con las suyas. ¿No soy acaso una persona igual a ellos ante los ojos de Dios y su futura reina ante los ojos de los hombres? ¿A quién represento, entonces? ¿O es que acaso vosotros estáis usando y abusando de mi persona, para lograr mantener el poder en otras manos que no sean las mías?
—Yo cuido de vuestra salud, tanto física como mental, pero más cuido de los reinos, que Dios en su infinita misericordia me ha otorgado para la salvación de las almas que habitan en ellos. Como la heredera que sois, vuestra conducta no debe ser despreciable, pues si lo es, también lo serán vuestros reinos.
Durante aquellas interminables discusiones, madre e hija terminaban levantando la voz con duras acusaciones, hasta herirse mutuamente.
—Olvidasteis que soy archiduquesa de Austria y reina de Flandes pero, sobre todo, soy la esposa de Felipe de Habsburgo. Olvidasteis también que tengo tres hijos que me esperan y que ya no me recordarán si continuáis empecinada, reteniéndome como prisionera del poder que más tarde o más temprano tendré que heredar. Debéis saber muy bien que no quiero ser la reina, si Felipe no es el rey. No quiero reinar sobre inmensas y desconocidas regiones más allá de los mares y sobre súbditos que nunca llegaré a conocer, si eso implica vivir separada de mi esposo y de mis hijos. Para vos, madre, todo fue más fácil, pues al unificar los reinos permanecisteis junto a mi padre, a pesar de tantos desconsuelos. Recuerdo cuando debíais albergar bajo el mismo techo a todos los bastardos que mi padre os traía. Entonces volcabais vuestra furia contenida, no contra él, sino contra los moros, ¡blandiendo contra ellos la espada que no podíais enterrar en su corazón!
—Juana, ¡os ordeno que calléis! Desconozco a la hija que tengo ante mis ojos.
—Y yo desconozco a mi madre, la que un día me dio la vida y que ahora está empeñada en quitármela.
—¡No erais así cuando os marchasteis a Flandes! Los cambios en vuestra conducta son producto de la vida licenciosa que llevabais en la corte de los Habsburgo. El día que yo muera no quiero que Felipe, con su dudosa moral, gobierne España. Él deberá reinar sobre los Países Bajos y solo vos reinaréis aquí.
—Madre, vos solo veis vuestra propia conveniencia, jamás pensáis en mí, en lo que estoy sufriendo.
El mundo exterior no tenía noticias de aquellas discusiones, porque los muros eran demasiado gruesos y la severa etiqueta de la corte castellana aseguraba el secreto perpetuo.
Con el tiempo las situaciones se tornaron cada vez más violentas, y muchas noches, Isabel y Juana se retiraban dando fuertes portazos, agotadas y con el corazón dolorido, para dormir sobresaltadas en medio de terribles pesadillas.
Los primeros meses del año 1504 continuaron su curso inexorablemente, mientras la reina permanecía en el castillo de La Mota, junto a una Juana retraída y silenciosa.
El rey Fernando hacía tiempo que no llegaba hasta Medina del Campo, disgustado por la conducta rebelde de su hija y, ante la imposibilidad de modificarla, había optado por no verla.
—Sé que Isabel terminará venciendo como siempre lo ha hecho —se decía a sí mismo cada noche desde el real alcázar de Segovia, mientras contemplaba a través de las altas ventanas de la torre de homenaje el desolado camino que se perdía en la meseta en dirección a La Mota.
Pero esta vez la reina fue vencida y ya sin fuerzas no consiguió imponerse. La resistencia de Juana pudo más que las ya agotadas energías de la anciana Isabel, cuyo pulso temblaba y su voz, frecuentemente, se quebraba por el dolor.
Para Fonseca, De Moxica, Cisneros y para todos aquellos que la habían conocido en su juventud la imagen de Isabel I de Castilla constituía un triste episodio que se repetía a diario, cediendo ante la fuerza impetuosa de aquella hija que no le ahorraba disgustos.
Pero inesperadamente llegó para Juana la cuerda salvadora de Felipe.
Un enviado especial del archiduque se hizo presente en Medina del Campo, con la orden expresa de que Juana regresara a Flandes de inmediato.
—Voy a reunirme con mi esposo. Lo hago porque ansío estar a su lado y porque él quiere que vuelva. Y si os negáis —amenazó Juana—, os acusarán de retener por la fuerza a la reina de una nación extranjera.
—Entonces partiréis —sentenció la reina ya cansada—. No tengo fuerzas para luchar contra vuestra obstinación. Que Dios os bendiga y proteja y haga que tengáis razón, aunque yo crea todo lo contrario.
Los Reyes Católicos perdieron finalmente la dura batalla, cediendo a las presiones que ejercía Felipe de Habsburgo, aunque el orgullo les impidió que Juana viajara a Flandes a través de Francia.
—Regresaréis a Flandes, pero lo haréis con la dignidad que corresponde a una infanta de España —replicó la reina.
Juana partió hacia Laredo donde la flota la esperaba, preparada desde hacía tiempo. Allí fueron cargados todos los efectos personales de la princesa española, pero el mal tiempo y las tormentas mantuvieron a las naves ancladas en el puerto durante dos meses. ¡No importaba!, aquello era un acto de Dios que duraría mucho menos que el prolongado conflicto entre madre e hija.
Al fin cuando ya se anunciaba la primavera, una feliz mañana de marzo, Juana y todo su séquito emprendieron el regreso a Flandes. El viento había cambiado de dirección para soplar hacia el este, hinchando las blancas velas de la flota que zarpó de inmediato. Distendida y serena volvió a ocupar los salones que se le habían asignado la primera vez en la nave del gran almirante. Y fue en el preciso instante en que se alejaba de las costas de España, que Juana cayó en la cuenta de que no se había despedido de sus padres.
—Es la primera batalla que Isabel pierde en su vida. Una clara señal de que ha envejecido y de que yo deberé prepararme para lo inevitable. Cuando ella se marche de este mundo, deberé ser yo quien siga empuñando las riendas de este reino. No puedo confiar en Juana. ¡Lo echaría todo a perder! Deberé intensificar mis influencias sobre esa joven cabeza, en la que pronto recaerá todo el inmenso poder —murmuró por lo bajo el rey Fernando.
El embajador de España en Flandes llevaba la difícil misión de velar, no solo por el cuidado de Juana, sino de conseguir a cualquier precio que Felipe de Habsburgo enviase a España a su pequeño hijo Carlos, el primogénito. Los Reyes Católicos estaban dispuestos a educarlo como al futuro heredero y daban a cambio de aquel nieto su codiciado reino de Nápoles. El problema de la heredad se había convertido en una obsesión para Isabel que día a día iba debilitándose más.
En Andalucía y en Castilla la corteza del planeta se quebró en pedazos sacudida por un terremoto y de las entrañas de la tierra brotó humo y desolación. Era el Jueves Santo, 5 de abril de 1504, como el día en que había nacido Isabel. Se derrumbaron edificios y la tierra se tragó los sembrados, millares de habitantes fueron sepultados vivos y las tumbas se abrieron para apresurar la partida hacia el otro mundo.
En un siglo no había sucedido nada igual y mientras el rey tomó el fenómeno como un mal augurio, Isabel rezó durante largas horas, resignada, aceptando la voluntad divina.
La primera carta de su madre le esperaría a Juana a su arribo a Flandes. En ella le reprochaba su desamor y el haber huido de España sin tener el menor gesto de afecto hacia ellos. Más adelante, un poco más desahogada, se refería al terremoto de Semana Santa como uno de los acontecimientos más tristes del siglo.
Durante un mes las campanas de todas las iglesias de España doblaron a muerto con graves notas. Todo el pueblo vistió de luto. Sin embargo las malas noticias no afectaron el ánimo de Juana, que jubilosa marchaba al añorado reencuentro con Felipe. Aquel pensamiento de encontrarse nuevamente frente a frente le exaltaba el corazón y le hacía brillar los ojos, con la misma intensidad de la primera vez.
De repente en su memoria todo se había esfumado. Perdidos en el recuerdo flotaban los amargos días de encierro y silencio en Medina del Campo; los llantos solitarios que acompañaban la conciencia punzante de una soledad brutalmente impuesta por la ausencia; los gritos reprimidos entre las frías y blancas almohadas; las lágrimas contenidas ante los ojos inquisidores de una corte que esperaba verla vencida y doblegada al manejo de mezquinos intereses. Pero ya no recordaba nada. Volvía a pisar la tierra de sus grandes amores: de su adorado Felipe y de sus amados hijos Isabel, Leonor y Carlos. Por fin podría volver a estrecharlos nuevamente entre sus brazos, vacíos de tanta ausencia y separados por un año y medio de soledad.