14

La amarga revelación

Era pasada la medianoche. Los copos de nieve caían desde un cielo de terciopelo negro igualando el paisaje casi por completo, de modo tal, que nada tendría el mismo aspecto del día anterior.

Lo que había comenzado como una pequeña sospecha se había convertido, para Felipe, en un intento desesperado de encontrar el camino de regreso. Mortificado por las circunstancias le confesó a Juana.

—Será mejor que partamos cuanto antes. Mi vida aquí corre peligro. Cuando mejore el tiempo volveremos a cruzar los Pirineos. Quiero marcharme, Juana. No soporto más España. Además la situación con Francia se va agravando cada día por causa de la guerra en Nápoles.

Bajo el resplandor de las velas, Juana escudriñó aquel rostro visiblemente perturbado. No pudiendo contener el deseo de tocarlo, lo abrazó por la espalda.

—¿Por qué necesitáis marcharos tan deprisa?

—Algo va mal, Juana. Presiento que quieren retenerme aquí para siempre, o tal vez se esté planeando mi propia muerte. Desde la desaparición de mi consejero, he dado la orden de que mis escoltas prueben la comida antes que yo. El terror me está invadiendo. No lo sé. Tampoco sé si han puesto más espías por donde voy o es que los que yo veo a diario parecen multiplicarse. O tal vez sean mis sospechas infundadas, pero me siento acechado hasta en el último rincón. Escucho murmullos detrás de mí, cambian de lugar cosas que he dejado a propósito con el solo fin de comprobarlo y las encuentro fuera de lugar. Sospecho que controlan mi vida a cada instante. Yo solo sé, Juana, que necesito hablar con el rey de Francia. Tal vez mi amistad sirva para detener la contienda.

—Creo que veis fantasmas donde no los hay, esposo mío.

—No es eso, Juana. Es mucho peor. Temo realmente por nuestras vidas.

—¿De verdad que teméis por nuestras vidas estando en la corte de mis padres? ¡Felipe! por el amor de Dios, os ruego que no sigáis torturando vuestro pobre corazón.

—No puedo evitarlo, dulce señora —respondió mirándola a los ojos.

Los ojos de Juana reflejaron en aquel instante, como en un espejo, los sufrimientos del «Hermoso» archiduque. Su vida era la suya y ella le pertenecía y todo cuanto a Felipe le sucediera, a ella le sucedería. Por eso cuando la voz de Felipe calló de pronto, ella guardó silencio, no hizo preguntas, solo se dispuso a acompañarlo, a estar a su lado. Tal vez el causante de tanta angustia pudiera ser alguien muy cercano.

El silencio que siguió a sus palabras fue tan grande que se oía el rumor del agua de una fuente y el ladrido de los perros a lo lejos.

Las velas se consumieron sin conciliar el sueño. Entonces la voz de Juana rompió el silencio. Su voz resonó serena y segura.

—El pasado ya no existe, Felipe, ya no nos pertenece. Hay que dejarlo que muera, porque ya no volverá. Solo nos pertenece el presente. Porque del futuro tampoco somos dueños. Nosotros somos como las perlas de un collar que se desliza hacia la eternidad, sin poder alterar el ritmo de las horas que resbalan y escapan de nuestras vidas. Mientras este collar permanezca unido nada habrá de pasarnos, pero el día que se corte su hilo de seda y las perlas caigan al suelo buscando sin sentido su rumbo, nuestro destino se habrá destruido. Se habrá perdido para siempre el fin por el cual vos y yo hemos sido creados.

—Pero el futuro está por venir y no debemos dejarlo morir.

—Siempre estará por venir, ¿por qué tanto desasosiego, entonces?

—Porque todavía no está exorcizado ese maldito fantasma.

—Yo poco sé —respondió Juana con tono sincero— aún soy joven y he estado demasiado ocupada tratando de aprender a manejarme dentro de la corte de Flandes. Pero de una cosa estoy segura, que el tiempo lo cura todo. No hay ningún mal, mental o físico que la grande y lenta magia del tiempo no pueda curar. Y si hay algo que deseo cuando la pena me abruma, es que el tiempo pase lo más rápido posible.

—Sin embargo, a veces el tiempo ahonda el sufrimiento, perturba nuestra mente y nuestro físico y nos plantea el interrogante de lo que vendrá. Estos momentos que estamos derramando ahora, Juana, es la dulce sangre de nuestra propia vida. Estos instantes son preciosos, cada uno de ellos en sí mismos, pues jamás volverán a repetirse. Podrán volver otros parecidos, pero nunca serán los mismos. Ese es el misterio del tiempo. Nada se repite del mismo modo. Todo cambia y nada vuelve a ser igual que en el instante pasado. Cada espacio de tiempo es único, cada soplo de nuestra respiración, cada mirada, cada sonrisa, cada palabra convocada por nuestras bocas nunca será igual a las anteriores, ni a las que vendrán. Recuérdalo, Juana. Estamos juntos ahora, pero mañana no lo sabemos. Todo habrá de pasar inexorablemente, hasta vuestra belleza. Quizá no nos demos cuenta, pero cuando la belleza pase, llevaré lo que me queda, serás bella en mi conciencia, serás bella por dentro y en mi alma y en el fondo de mi corazón.

—¡Me dais miedo! Tus palabras encierran presagios que ojalá no se cumplan y tu mirada guarda tristezas que opacan su brillo. ¿Por qué, amor mío? ¿Por qué?

—¡Quiero regresar junto a nuestros hijos, Juana! ¡Quiero regresar y cuanto antes!

Se abrazaron con desesperación. La fuerza de sus abrazos era siempre consoladora para Juana, pasara lo que pasara.

Después de aquella conversación el joven Habsburgo no pudo dejar de pensar en la irrevocable marcha del destino y en todos los acontecimientos que podrían precipitarse sobre ellos.

Desde su llegada a España, aquellos días habían sido para Juana los más difíciles. Escasamente le restaba un mes para su cuarto alumbramiento y las Cortes de Castilla y el Consejo del reino advirtieron a los monarcas sobre lo peligroso que resultaría para Felipe, futuro rey consorte de España, atravesar el reino vecino. Considerado un príncipe español por su matrimonio con Juana, era muy posible que al encontrarse Francia en guerra con España, el archiduque de Austria fuera tomado como rehén, exponiendo a la inseguridad no solo su libertad individual, sino los intereses del reino ibérico.

Su amante esposa en el último intento desesperado por retenerlo a su lado hasta el día del parto, recurrió a su padre y anhelante le imploró.

—Padre, deberéis hacer todo lo posible para demorarlo, aunque sea hasta que nazca el niño.

—Hija mía, por ser un Habsburgo, os confieso sinceramente mi extrañeza de su elevadísimo sentido del deber. Pero veremos qué puedo hacer.

En Zaragoza las Cortes continuaron sesionando y discutiendo sobre la adjudicación de fondos, provisiones y hombres para la guerra con Italia. Fue entonces cuando astutamente el rey se dirigió a Felipe.

—Deberé partir cuanto antes pues se me ha informado que la salud de la reina ha empeorado. Y siendo vos el futuro heredero de estos reinos, sois el indicado para continuar presidiendo las Cortes.

—La heredera de estos reinos es mi esposa Juana —respondió con fastidio Felipe.

—Pero debido al avanzado estado de su embarazo ella no podrá hacerlo. Por lo tanto tendréis que asumir vos, irremediablemente, ese papel —le respondió el rey Fer nando.

Felipe, obsesionado ante el constante temor de perder la vida y sintiendo sobre sí las presiones a las que cotidianamente se veía sometido, decidió poner fecha a su partida.

—Señor, ¿por qué deberé presidir las Cortes si aún no soy el rey? No aceptarán mi autoridad y dado que tengo que estar en Flandes cuanto antes, os anuncio mi partida para fines de febrero.

—A vos, archiduque, os corresponde decidir. Pero las Cortes os han proclamado como al futuro rey y no pondrán ningún reparo en que seáis vos quien las presida. Así me lo han hecho saber.

En contra de su propia voluntad y cumpliendo con la de su suegro, Felipe se encontró en el sitial, presidiendo las sesiones en un idioma que no comprendía, desde un trono que aún no le pertenecía, firmando decretos que no compartía, en nombre de un rey con el cual no se identificaba y aprobando públicamente lo que íntimamente negaba.

Cuando al final de las sesiones fueron debatidas las cuestiones de las provisiones contra Francia en la guerra que España mantenía por Italia, Felipe, a pesar de su indignación, se vio obligado a hacer cumplir aquellas disposiciones, colocándolo en una posición difícil que le imponía pronunciarse en favor de uno de los dos bandos en pugna, transgrediendo así las advertencias de su padre.

«Señor, voy a partir de inmediato», anunció Felipe mediante una misiva enviada a Toledo al rey Fernando, a través de un emisario.

«Podréis hacerlo cuando os plazca», le respondió con otra misiva, el monarca. «Vuestra partida solo está sujeta a los dictados de vuestra propia conciencia, dado el delicado estado de salud de la reina Isabel y a lo avanzado del embarazo de vuestra esposa».

La respuesta había sido dura. Una vez más, el rey había vuelto a utilizar su astucia.

Por aquellos días Felipe recibió también la visita del embajador francés, quien le comunicó el beneplácito de Luis XII de poderle ver de nuevo y tenerlo como huésped de honor a su regreso de España. Por orden expresa del rey de Francia(,) se entregó en mano al archiduque, un salvoconducto de libre circulación por territorio francés, con la firma del monarca.

—Su alteza, debo informaros que vuestra muy cristiana majestad os ofrece llevar a los hombres más grandes del reino a los Países Bajos, en calidad de rehenes y hasta que vos lleguéis a Flandes, como garantía de que vuestra persona no correrá peligro alguno al atravesar el territorio francés —dijo el embajador.

Esa noche, Felipe trató de convencer a Juana para escapar cuanto antes.

—Partiremos con urgencia. Aquí en España corremos verdadero peligro de muerte.

Debían marchar a Francia que les ofrecía otras seguridades. Era el país de los afectos maternos de Felipe, la nación amiga y vecina de su reino. Contrariamente a España, donde solo había encontrado intrigas, presiones y obligaciones impuestas en nombre del honor, sin importar los sentimientos.

—No temáis. Nada habrá de sucedernos —lo tranquilizó Juana.

—Pero tengo valederos motivos para temer, Juana. En nombre de Dios, ¿qué está sucediendo? Presiento que marchamos en dirección a una trampa.

—¿Por qué lo dices con tanta certeza, Felipe?

—Marchamos hacia un peligro cierto. Hace dos días, no muy lejos de Tolosa, prendieron a un mensajero con información confidencial para el embajador de España en Francia. La carta que portaba decía que nosotros estábamos retenidos aquí para evitar ocasionar problemas con Francia, debido a la guerra que esta mantiene con España.

—Pero, ¿quién sería capaz de algo así? Si existe un traidor, mi padre debería ser informado de inmediato. La carta llevaría una firma. ¿De quién era entonces? —interrogó Juana.

—Sí, Juana, existe un traidor.

Felipe clavó sus ojos en los de Juana que estaba temblando de miedo a su lado.

—Juana, estoy hablando de vuestro propio padre.

Juana había perdió el color y estaba a punto de caer desvanecida al suelo, al enterarse que su padre les había engañado dispensándoles un trato cariñoso, amistoso y afable, que obviamente era falso. Aquel medio engañoso para alcanzar un fin traicionero descubría inesperadamente a un rey Fernando que demostraba no sentir verdadero amor por su hija y heredera.

Felipe la tomó entre sus brazos y la acercó hasta la cama. Juana respiró profundo.

—Deberemos estar prevenidos y marcharnos cuanto antes, Felipe. Pero mucho me temo que tendremos que esperar hasta que nazca nuestro hijo.

—Sería demasiado tarde para mí.

La dureza en la mirada de Felipe desconcertó a una Juana indefensa y apesadumbrada que guardó silencio. Dentro de su alma había comenzado a comprender con dolor que se había iniciado el enfrentamiento entre dos dinastías, la de los Trastámara y la de los Habsburgo.

Pocos días antes de la anunciada partida del archiduque desde Zaragoza, el rey Fernando, con astucia, hizo entrar en escena a la gravemente enferma reina Isabel, la que suplicó a Felipe con afecto que no abandonase España sin antes hablar con ella.

Para no retrasar la partida Felipe cabalgó a la velocidad del viento rumbo a Madrid, donde le aguardaba su madre política. Tres días después Juana recibía, desde aquella ciudad, una misiva de su esposo que le ordenaba abandonase Zaragoza y se dirigiera en dirección a Alcalá de Henares. Una vez más los temores de Felipe volvían a cobrar fundamentos, porque estando a las puertas de la frontera con Francia, por una petición de la reina, volvían a alejarlo de la salida anhelada.

Juana y Felipe volvieron a encontrarse en Alcalá de Henares.

—Cuando vos no estás, Felipe, no tengo cuerpo ni alma, porque mi alma vuela contigo dejándome abandonada.

—Deberéis ser fuerte Juana, por el bien de los dos.

Pero con el objeto de conocer los pasos a seguir por el archiduque, el famoso servicio de espías españoles entró nuevamente en acción. La reina escribió de inmediato una carta al marqués de Villena, un grande de España y miembro del séquito de Juana. En esa misiva se le comunicaba al marqués la sentencia de Juana: Felipe podría marcharse, mas a Juana, se le prohibiría salir del reino.

Señor marqués:

Felipe de Habsburgo muere de ansias por partir de España y ha decidido despedirse de nuestra hija e intentar el viaje a través de Francia. Dicha actitud nos causa un gran disgusto, puesto que no solo apenará a la archiduquesa, sino que esto acarreará graves implicancias políticas, al atravesar el territorio francés.

Os pedimos nos hagáis saber si el archiduque discute estas cuestiones con nuestra hija y si ella se opone a la partida, comportamiento que va directamente contra nuestros intereses y los de España. Escribidnos de inmediato con todos los detalles, pero en cada momento obrad como si lo hicieseis por iniciativa propia, evitando sospechas sobre nuestra petición.

Yo, la reina.

El marqués de Villena entró en acción. Castellano de antigua nobleza, inmensa fortuna personal y orgulloso de la pureza de su sangre (lo cual significaba que ninguno de sus antepasados se había desposado con moros o judíos), profesaba un amor casi enfermizo hacia los Reyes Católicos, lo que se traducía en una sinceridad rayana al fanatismo.

Juana lo respetaba y confiaba mucho en él, actitud que le permitió al marqués informar de todo lo que acontecía a los reyes de España, dado que había apostado espías detrás de cada puerta del castillo.

Empequeñecidos por las abrumadoras circunstancias, Juana y Felipe, como en la infancia, volvían a tomar la simple forma de peones en el tablero gigante del ajedrez internacional, aquel que constituía el juego de la política exterior de los reinos.

—¿Por qué no puedo marcharme contigo, amor mío?

—Juana, vos sois el precio que me han impuesto y que debo pagar por mi partida. Deseo con desesperación poder llevaros, pero no soy yo, sino vuestros padres los que impiden que regreséis conmigo.

—¿Y qué argumentan para dejarme aquí encerrada? ¿No saben acaso que moriré de tristeza si os marcháis?

—Argumentan que no conviene un viaje en vuestro estado avanzado de gestación. Y vuestra tristeza, para ellos, no cuenta en las cuestiones de estado.

—Entonces Felipe, ¿por qué no demoráis el regreso?

—Existen razones políticas demasiadas graves y cuanto más tiempo se prolongue la guerra en Italia, mayor será mi deber de partir, a fin de que toda la autoridad con que he sido investido pueda ser puesta a favor de los intereses de la paz.

—Me resulta llamativa vuestra prisa, pues también existían razones para mí, cuando estaba en Flandes, tan importantes como las coronas de los reinos de Castilla y Aragón, mas no las perdí por la demora. Tampoco vos las perderéis, si retrasáis vuestra partida solo por un mes.

—¿Un mes más? Estáis loca, Juana.

—No estoy loca, Felipe. Estoy enamorada y temerosa. No olvidéis que mi hermana Isabel murió en el parto y si os marcháis lejos aumentarán mis temores. Solo un mes os pido, pues es lo que resta para el alumbramiento. No os marchéis todavía. Os lo suplico.

—Si yo partiese a los campos de batalla, vos me bendeciríais deseándome buena suerte. Pero me lo reprocháis porque parto a una misión pacífica, no para quitar la vida, sino para ahorrarla. ¡Realmente Juana, sois muy difícil!

—Sabéis muy bien que no deseo quedarme sola en España. Temo que me suceda lo mismo que a mi querida Isabel y muera durante el parto. Si eso llegara a suceder, nunca más volveríamos a vernos.

Por un instante, Juana se imaginó yerta bajo la fría tumba de mármol blanco del convento de Santa Isabel de los reyes y no pudo contener el llanto.

—No lloréis, amor mío, que nada habrá de sucederos. Nuestros tres hijos nacieron con facilidad, ¿por qué temer ahora? Además enviaré por vos, no bien podáis viajar.

—Os echaré de menos cada día.

—Y yo a vos, Juana, en cada hora.

Felipe la miró con ternura, mientras Juana sujeta a sus brazos se aferraba a él con desesperación.

—Debéis mantener la serenidad porque no es mi deseo el abandonaros en esta península. Debo partir porque la paz de Europa lo reclama. La situación entre Francia y España se complica día a día, a causa de la lucha que sostienen por el reino de Nápoles y necesito reunirme con el rey, Luis XII. Un acuerdo entre ambos podría cancelar el conflicto. Además he sido notificado que Frisia y Flandes están a punto de sublevarse y quiero estar presente para solucionarlo. Pero debo confiaros algo que realmente me preocupa. Algo que parte mi corazón en dos y por lo cual se me hace tan difícil partir y abandonaros en Alcalá de Henares.

—¿Qué sucede, Felipe?

—Temo que vuestros padres retengan a nuestro futuro hijo, aquí en España, no permitiéndosele salir. Tal vez deseen convertirlo en un infante español, al no haber podido hacerlo con nuestro hijo Carlos. En caso de que así sucediese, lo tomaré como una verdadera afrenta y traición hacia mi persona.

—No temáis. Nuestro hijo no nos será arrebatado. Rechazaré todos los consejos, todas las insinuaciones y todas las sugerencias que estén en contra de vuestros deseos. Aún cuando provengan de mis propios padres.

Felipe la abrazó con fuerza contra su pecho. En la intimidad de los aposentos y bajo el suave resplandor de las velas les fue servida la última cena que tomarían juntos antes de la partida. El archiduque bebió dos copas de cerveza flamenca y Juana, una pequeña medida de jerez.

—Ya veréis, amor, seré famoso y la historia me reconocerá con el nombre de «el Pacifista» o «el Príncipe de la Paz». ¿Qué os parece ese título para vuestro amante esposo?

—Tenéis demasiados títulos, pero igual os amaría como os amo si no ostentarais ninguno. Solo me interesa el título de amante esposo. El único y definitivo.

Después de la cena los esposos se atrajeron mutuamente hacia el lecho y como si se estuviesen ahogando por aquel amor demasiado intenso, se hundieron más y más el uno en brazos del otro con el desasosiego que les producía la incertidumbre del destino. Había en aquel acto de amor, cierta desesperación engendrada en el hecho inminente de la separación que les esperaba. En el fondo de sus pensamientos sabían que aquel encuentro terminaría con las primeras luces del alba y aquella felicidad de permanecer juntos no podría continuar. La balanza acababa de inclinarse a favor de Felipe y en contra de Juana. El destino estaba echado y el viento de la historia comenzaba a azotarla con sus ráfagas malditas. Mas Juana ignoraba que todo se precipitaría en pocos años, que su mundo se paralizaría y que de haberlo sabido, hubiese deseado morir, antes que continuar con vida.

—No quiero que os marchéis, al menos quédate una noche más. No me dejéis, Felipe.

—Jamás os dejaré en mi corazón, solo la muerte habrá de separarnos. ¿Lo recordáis Juana?, pero deberé marcharme y ya os expliqué los porqués.

—Hay una cosa que yo no os he dicho aún: ni la muerte podrá arrancaros de mí. Sin embargo siento este momento como un triunfo vuestro y una trágica derrota para mí. Vos marcháis en misión de paz y yo me quedo muriendo.

—Mi partida nada tiene que ver con nuestro amor.

—No digáis nada más, Felipe. Me hiere tu firmeza y me duele tu indiferencia.

De todo esto se enteraron los Reyes Católicos. El marqués de Villena no omitió ningún detalle en su correspondencia secreta y la realidad cayó implacable sobre ellos.

Mientras Felipe debería haber alzado su copa para brindar por su victoriosa partida, Juana debería haberse vestido de negro por aquella incierta separación.

El destino volvía a mover inexorablemente sus peones en el tablero gigante de la vida, una vez más.

Con las primeras luces del alba y con las campanas de las iglesias llamando a primas, el archiduque dio orden a su séquito de reunirse para la partida. Se alistaron los caballerizos, la guardia real enarboló los estandartes de la cruz de San Andrés que identificaba a los Austria, las antorchas iluminaron los contornos del patio empedrado y la figura tambaleante de una Juana encinta de ocho meses resaltó entre las sombras de un insinuante amanecer. Solo el vientre de Juana era un sol rotundo lleno de esperanzas.

—Desearía estar unos instantes a solas antes de que os marchéis —y tras decir estas palabras, caminó por el patio, alejándose varios pasos. Felipe la siguió a cierta distancia con la mirada, bajo la luz mortecina de las antorchas.

Entonces el archiduque comprendió sus tormentos. La amaba y sus sufrimientos también eran los suyos. Verla tan acongojada, inmersa dentro de aquel desasosiego, encinta y llorosa, le producía un hondo pesar.

—Por favor, Juana, debéis mantener la serenidad. ¡No puedo soportar que sufráis por mí! —y con sus manos secó las lágrimas de sus ojos enrojecidos.

Se volvieron a abrazar pero la orden de partida había sido dada. Felipe se separó de la archiduquesa y con un gesto cariñoso de su mano, acarició su rostro. Luego montó a caballo. Juana, extendiendo sus brazos en un gesto desgarrador, se aferró fuertemente de una de sus piernas.

—Llevadme contigo, Felipe. ¡Os lo suplico!

El archiduque, alzando sus ojos al cielo, exclamó:

—¿Qué debo hacer?

Y en ese instante tuvo la certeza. Podía estar unido por lazos matrimoniales a Juana, pero algo mucho más profundo y poderoso le unía a aquella mujer, su mujer, la heredera de Castilla, Aragón y de las tierras de ultramar.

Desmontó del caballo e hincando una rodilla en tierra le habló:

—Es a vos, Juana, a quien ofrezco mi amor. ¿Lo aceptáis?

Juana apoyó la mano sobre su hombro.

—Al teneros de mi lado sé que podré vencer.

—¡Podréis vencer, reina de Castilla! Adiós, hasta siempre.

Ella enjugó sus lágrimas con un pañuelo.

—Alzaos archiduque que no está bien que un hombre de vuestra posición se arrodille ante mí.

—Estaré a vuestros pies durante el resto que me queda de vida.

—Os amo, esposo mío —respondió ella con una sonrisa. Y se inclinó para besarle con pasión. Desesperadamente.

El archiduque irguió su cuerpo gallardo. Sus cabellos cobrizos reflejaron el brillo de las hachas ardientes y montando nuevamente en su caballo partió al galope, rauda y definitivamente, sin volver la vista atrás.

Los cascos de los caballos del séquito resonaron en el empedrado del patio y los rayos de sol, a punto de asomarse sobre el horizonte, hirieron sus ojos con los destellos. Los relinchos enérgicos de la caballería se fueron atenuando lentamente en el aire, cada vez más lejanos, a medida que iban traspasando el puente levadizo. Los jinetes fueron saliendo al trote de dos en dos. Y ya en el campo, la guardia flamenca fue rodeando al archiduque, que se diluyó entre el movimiento pendular de su corte de honor y el polvo reseco del camino.

En un instante todos se perdieron al galope en medio de las tierras castellanas, atravesando como un rayo la aurora de aquel invierno, con sus llanos amarillentos, sus ríos escarchados y sus desoladas mesetas. Parecía que se habían desvanecido en el espacio como si ya no existieran.

Y de pronto el silencio profundo, quebrando con su quietud el alma destrozada de la reina que experimentaba la dolorosa sensación de que aquella corte real, se había marchado para siempre.

La fuga de Felipe había sido triunfal.

Ella lo imaginó envuelto en los polvaderales de los caminos, con las crines de su caballo al viento, mientras su galopar se iba disolviendo en la nada y se sintió perdida rodeada de tanto silencio.

El inesperado vacío que su figura dejaba la sorprendió sollozando con el mismo sentimiento de ser desollada viva. La imagen de Felipe continuaba lacerándole el corazón al recordar un pasado que renacía de repente al evocar su mirada. Aquella mirada que depositaba en ella todo el amor de su cuerpo y de su alma, confundiéndola. Hubiera querido correr tras su sombra, decirle que jamás la abandonara, pero su sol ya se había marchado y la noche ya se había instalado en su alma.

Con el rostro desfigurado por el llanto, Juana se encerró en el castillo asistiendo a la implacable sucesión de las horas vacías, pues si Felipe no estaba, nadie más existía y nada llamaba su atención. Su alma se había nublado, ante la partida del sol de su vida.

Las naves de la flota española que iban a transportar hasta Austria al archiduque quedaron alistadas en vano. Felipe, inflexible en su decisión de partir, tomó el camino contrario viajando por tierra a través de Francia.

El informe Villena no ahorró detalles sobre la partida del «Hermoso» Habsburgo, pero el rey Fernando que no estaba dispuesto a claudicar, tramó entonces cómo dificultar a toda costa aquella huida, a los fines de hacerle desistir.

—¿Qué motivos moverán al archiduque para sentirse tan seguro de viajar por tierra? —preguntó el rey a la reina.

—Los desconozco —contestó Isabel con voz cansada.

—Intercepté a cuanto emisario francés intentó entrevistarlo y los envié de regreso con informes a Luis XII que el archiduque estaba decididamente de nuestra parte y no deseaba establecer ningún trato con él.

Naturalmente el rey francés se dio por notificado y los emisarios dejaron de venir.

—Cuando decida partir, tarde o temprano, comprenderá que es más seguro para su persona efectuar el viaje por mar y no por tierra —respondió la reina.

—¡Pues claro que sí! —exclamó el rey—. Y por el mar Tirreno que es más seguro que el Estrecho de Messina. No le deseo ningún mal, sino la ruta más larga y más lenta, rodeando la Isla de Sicilia para pasar luego al Adriático, remontándolo hasta desembocar sobre los Alpes y poder cruzar a Austria.

—No tengo dudas que tomará esa ruta, si es rechazado en la frontera. O tal vez desista y entonces decida quedarse en España junto a nuestra hija Juana.

A escasa distancia del emisario que cabalgaba hacia Barcelona llevando el informe Villena para los Reyes Católicos, marchaba Felipe con todo su séquito. Hacía una semana que los monarcas se habían trasladado hasta Cataluña y a pesar del frío del invierno, la reina Isabel respiraba con menos dificultad y se encontraba mejor. Frustrado el intento de convencer al «Hermoso» Habsburgo de que realizara el viaje por mar, el rey Fernando dispuso festejos y halagos para demorarlo, pero Felipe se mostró renuente y no participó de las celebraciones que habían sido programadas en su honor.

—Por poco llegáis antes que mi correo —le dijo el rey Fernando— ¡Esta mañana nos hemos enterado de que partís de inmediato rumbo a Flandes!

—Mucho me extraña señor que hayáis olvidado mi partida, de la que os informara oportunamente en Zaragoza antes de vuestro regreso a Madrid. ¿Lo habíais olvidado o pensabais que me retendríais? Pero no he querido marcharme a Flandes, sin antes presentaros mis respetuosos saludos.

—Es una gran cortesía de vuestra parte, Felipe —dijo la reina emocionada—. Hagáis por tierra o por mar el viaje, os habéis apartado de vuestra ruta inicial y solo por despediros. Vuestro gesto es un honor para nosotros, proviniendo de un archiduque imperial.

—Os hemos preparado la flota que os transportará hasta Austria sin peligro —dijo el rey con tono afectuoso y paternal.

Mas el desconfiado Habsburgo pensó que tal vez el rey Fernando habría previsto un encuentro naval con las naves francesas, con él, al mando de la flota española, del mismo modo en que lo había hecho, al impulsarlo a presidir las perpetuas Cortes del reino aragonés.

—Os agradezco señor vuestra atención, pero haré el viaje por tierra a través de Francia.

—No podéis hacer eso, hijo mío —dijo la reina presa de la agitación—. Estamos en guerra con ese país. Os tomarán prisionero o tal vez suceda algo peor.

—Majestad, no debéis temer por mí, nada habrá de sucederme —y sacando una bolsa de terciopelo negro que pendía de su cinto, Felipe extrajo el pergamino adornado con la flor de lis. Era un salvoconducto otorgado y firmado por el mismo Luis XII. Todas las cancillerías europeas poseerían una copia del mismo, por lo tanto, aquel documento resultaba inviolable.

Cuando Felipe se hubo marchado, el rey se dirigió a la reina.

—Es imposible, querida, integrar a la monarquía castellana a un Habsburgo esquivo, capaz de cruzar toda España con la fuerza devastadora de un rayo, dejando tras sus huellas las amenazas latentes de un reino sin herederos. ¡Sin embargo, no puedo dejar de admirarlo, pues de verdad, es un hombre con recursos!

Fracasadas las primeras confabulaciones de Fernando para detener al intrépido y obstinado archiduque, urdió otro plan. Ordenó le fuese negada cualquier tipo de ayuda durante todo el viaje. Pero la falta de caballos, mulas y provisiones no fueron suficientes, para disuadir a Felipe de cruzar los Pirineos, ante el pánico de ser asesinado. Unos días más tarde, el 28 de febrero de 1503, atravesaba la frontera a toda marcha. En territorio francés ofreció nuevas seguridades al rey Luis XII, que el Sacro Imperio Romano Germánico no apoyaría a ninguno de los dos bandos en guerra y negoció una tregua con Francia, basada en dividir Nápoles entre Francia y España. Más tarde visitó el ducado de Borgoña, donde todo parecía indicar que estaba funcionando en orden y desde allí cabalgó rumbo el palacio de su hermana Margarita, viuda del príncipe Juan de Asturias y esposa en segundas nupcias de Filiberto II, duque de Saboya. Junto a ella le esperaban, tras un largo año de ausencias, de besos y caricias, sus tres pequeños hijos, los príncipes, Leonor de cinco años, Carlos de tres e Isabel de un año y medio. Unos días después emprendía nuevamente su marcha hacia el palacio de Hofburg, en Viena, para ver a su padre, que se hallaba feliz por aquel retorno.

En Alcalá de Henares, Juana, se sumió en la desesperanza y en la desolación. Miraba a su alrededor perdida y desconsolada y al verse en la situación a la que había sido sometida decidió recluirse en el silencio. El impacto que la partida de Felipe había producido en su corazón era definitivo. Había quedado inmovilizada ante la situación de desamparo a la que se veía obligada, olvidada por un marido ausente, alejada de sus pequeños hijos y abandonada por sus progenitores.

Sola, rodeada de voluntades pocos amables y nunca dispuestas a cumplir con sus deseos, encinta, alejada de sus padres y de su esposo sin que nadie viniera a consolarla en sus horas de angustias, cayó en un alarmante mutismo. La austeridad también regresó a la corte porque al marcharse Felipe, se llevó consigo la alegría que le rodeaba. Se cancelaron los banquetes, los bailes, los torneos y las cacerías y el silencio y el luto volvieron a reinar sobre aquel suelo desolado de la corte castellana, como queriendo acompañar con aquel triste ambiente, los últimos años de vida de su soberana enferma.

Juana, desamparada, dejó de hablar. Era su única posible manera de huir y tal vez de lograr sus objetivos. Nadie ni nada podía borrar de su mente el convencimiento de que todo aquello era parte de un complot deliberado, tramado para alejarla y robarle lo que ella más amaba en este mundo: a Felipe de Habsburgo. Y su padre no solo formaba parte de él, sino que era parcialmente culpable del estado en que la habían sumido.

Al llegar a España lo había hecho con la ilusión de que su madre y su padre no volverían a abandonarla, pero en lugar de una madre había encontrado a una reina y en lugar de un padre había encontrado a un rey, afanosos por hallar al heredero acertado para sus vastos dominios.

Marcada como en su primera infancia, ensombrecida por la ausencia prolongada de sus progenitores, volvía nuevamente a quedar sola. Y quedar sola en España era como ir al mismo infierno, con aquella mezcla atroz de odio, dolor y tormentos, donde la esperanza se esfumaba poco a poco cada día y el desasosiego se empeñaba en no dejarla en paz.