La Familia real
Cabalgando con hidalguía y flanqueados por sus guardias reales, los archiduques de Austria se detuvieron en cada pueblo y en cada aldea en su camino a Toledo. Así lo habían dispuesto sus Católicas Majestades para que todos los súbditos tuviesen la oportunidad de expresar personalmente, aunque más no fuera por única vez, su lealtad hacia los futuros reyes de Castilla.
Felipe había quedado impresionado por el profundo orgullo de la empobrecida nobleza provinciana española. Sus ropas y calzados podían estar raídos o gastados, pero sus modales eran tan exquisitamente cortesanos como los del más distinguido de los embajadores.
—Me horrorizaría tener por enemigo a semejante pueblo —le confesó Felipe a Antoine Laclaing, señor de Montigny, amigo y consejero del archiduque, cuyas críticas, por acertadas, agradaban a el Hermoso.
—En esta tierra española, la flexibilidad no tiene cabida —respondió Laclaing.
—Pero ser inflexible también tiene sus méritos. Los Reyes Católicos deben sentirse muy orgullosos de la extrema firmeza de ánimo de sus súbditos, pues nada ni nadie logra conmoverlos ni doblegarlos —contestó Felipe.
—Constantes para todo —dijo Laclaing— y vuestra alteza, ¡ya se parece a un verdadero español!
—¡Observo, Antoine, observo! Además debo deciros, querido amigo, que cuando dos personas se aman, acaban por fundirse el uno en el otro, en un solo cuerpo, en una sola alma, en un solo pensamiento. Y no debéis olvidar que Juana es española.
El séquito se detuvo sobre una meseta y contempló a la distancia la inigualable Toledo. Era el 7 de mayo de 1502. Juana emocionada recordó la grandiosa e inaccesible ciudad que la viera nacer en la que, según la leyenda, el Cid Campeador, el más grande de todos los guerreros de España, cabalgaba murallas afuera vigilando a todo viajero que se acercara a ella.
Desde la meseta donde se había detenido, podía contemplarse el juego que hacían los rayos del sol al destellar y combinarse sabiamente sobre las aguas del Tajo, convirtiendo a la ciudadela de piedra y mármol en una joya de gran esplendor. Y más allá, en contraste con las sombrías y sinuosas callejas que ascendían y bajaban perdiéndose detrás de las murallas árabes que la rodeaban, el silencio y la quietud invitaban a continuar la marcha.
Los recuerdos afloraban en la mente de Juana, pues estaban esperándola para traerle a su memoria que, veintidós años atrás en el alcázar de Cifuentes, había llegado al mundo. Era el mismo año en que moría Jorge Manrique, el gran poeta de Coplas a la Muerte del Maestre don Rodrigo. Volver a Toledo era como volver a nacer.
Toledo, su madre y ella, aquella conjunción única volvía a repetirse y el corazón de Juana latía emocionado.
Toledo, su madre y ella, pero sin Juan e Isabel. Ausencias que jamás podrían ser reemplazadas u olvidadas y que le producían una profunda tristeza.
A su memoria llegaban ahora el constante cantar de las aguas del Tajo y los atardeceres cárdenos de la Vega bajo las alamedas rumorosas. La eterna Toledo se hallaba a sus pies, guardando los ecos de su infancia; la magia despreocupada de su niñez; la grandeza de Alfonso X, el Sabio. Aquel rey había logrado deleitarla con sus Cántigas de Santa María, las 420 composiciones en alabanza a la Virgen y de las que Juana recitaba, de memoria, más de la mitad de todas ellas.
Toledo se alzaba a la distancia bien recortada y hermosa. Su contemplación le producía una sensación de firmeza y dinamismo. Desde el siglo VI, Atanagildo, uno de los reyes visigodos, había establecido en ella la capital de España pero, a fines del siglo VII con la decadencia de la monarquía visigoda, la ciudad volvió a caer en manos de los musulmanes. En el año 1085, el rey Alfonso VI de Castilla la conquistó nuevamente y, después de 374 años de dominio árabe, la convirtió en el centro político y social más importante del reino.
La ciudad hecha totalmente de granito era bañada desde sus cimientos por el río Tajo, aquel río que la abrazaba y estrechaba en sus tres cuartas partes como en un eterno idilio. Como el idilio que ella vivía junto a Felipe. Él era su río, su sol, su aire.
A lo lejos se divisaba el alcázar de los reyes. La antigua fortaleza dominaba todo el panorama desde aquella altura, mientras la bruma de la mañana envolvía a la ciudad como si un mar blanco de espuma la estuviera bañando, dejando solo visible la antigua ciudadela que brillaba cual una magnífica corona iluminada por los dorados rayos del sol. Contaba la leyenda que el Señor había creado Toledo cuando creó el sol, porque ya estaba en su mente hacer de Toledo, el sol de España. Juana deseó que la leyenda también contara con los años que su sol era Felipe, el mismo que en aquellos instantes se había detenido con su caballo sobre un peñasco y observaba a la distancia, haciéndose sombra con una mano sobre sus ojos, la magnífica estampa de Toledo.
En los últimos años la reina Isabel acostumbraba a madrugar más que de costumbre. Se levantaba al alba y se retiraba a descansar no bien oscurecía.
A la fresca sombra de las murallas, en la Puerta del Sol, la más hermosa de sus antiguas entradas, con el cuerpo erguido sobre su caballo árabe, Isabel I de Castilla esperaba el momento de poder estrechar entre sus brazos a su añorada hija heredera. Aquella hija que la desvelaba y por la que lucharía hasta el final de sus días, para lograr que se sintiera atraída por el trono que ella estaba próxima a dejar, cuando Dios lo dispusiera.
Acompañada por el rey Fernando, el cardenal de España, don Diego Hurtado de Mendoza, los embajadores de Francia y de Venecia y un sinnúmero de nobles españoles, el ansiado encuentro parecía haberle hecho recuperar, por unos instantes, el vigor y el esplendor de antaño.
—¡Madre! —gritó Juana, apenas la divisó a lo lejos como una sombra, entre los caballeros.
Fernando desmontó de inmediato e hizo un estribo con sus manos. Felipe saltó a tierra y acudió a sostenerla y la gran reina desmontó despacio y majestuosa. Entonces, la vio. A través de sus ojos empañados por las lágrimas, descubrió a una mujer vencida. Isabel era solo una sombra de la que fuera. Corrió hacia ella, emocionada, trémula, temerosa. La rodeó amorosamente con sus brazos, la besó y la volvió a besar en sus mejillas, con orgullo y con emoción. La reina, no pudiendo ocultar sus lágrimas, la apretó muy fuerte contra su pecho y le habló con voz entrecortada.
—Juana, hija mía, os he echado mucho de menos en estos largos y tristes seis años. ¡Me habéis hecho mucha falta!
—Y vos a mí, madrecita. Os necesitaba. Extrañaba vuestra voz rectora, vuestros sabios consejos y, sobre todo, extrañaba vuestros besos.
Juana besó a su padre y sintió que su corazón le latía con más fuerza, cuando vio cómo se le iluminaba el rostro a su madre, al conocer a Felipe.
—Majestad —dijo «el Hermoso» Habsburgo y se inclinó para besar su delgada mano.
—Soy muy feliz de poder conoceros, archiduque. Mucho temía tener que abandonar el mundo sin haber tenido este placer. Os doy la bienvenida y os invito a conocer las tierras sobre las que, algún día no muy lejano, reinaréis junto a mi hija heredera.
Juana se acercó confidencialmente a Fernando de Aragón.
—¡Padre!, ¡si vos supierais! Moría de ansias por ver a mi madre. Al mismo tiempo que se hacía demasiado lento el andar de nuestra marcha, yo sentía dentro de mi corazón que me impedía concertar el acuerdo luminoso del reencuentro, postergando esta felicidad que me produce estar de nuevo entre sus brazos.
—Y vos Juana, así como estáis, os parecéis extraordinariamente a ella cuando era joven —respondió el rey con nostalgia—. Por aquellos días de la Reconquista, sin tregua ni descanso, perseguía victorias blandiendo la espada con el pulso firme y victorioso y un grito de guerra a flor de labios. Solo que ahora, hija mía, al verla así tan débil y tan enferma, me duele demasiado el recuerdo de las cosas que se fueron y que ya no volverán a ser. Me conmueve y me cuesta aceptarlo dentro de mí.
—Toda la cristiandad reconoce en vosotros la gran deuda que tiene con los Reyes Católicos, señor —intervino Felipe a modo de consuelo.
—Sois un hombre admirable, Felipe, de mente despierta y un buen observador —respondió el rey con nostalgia.
Y mientras la reina Isabel platicaba con el archiduque, el rey Fernando se volvió hacia su hija y abrazándola le susurró al oído.
—Vos erais el remedio que necesitaba vuestra madre.
Durante los últimos años transcurridos y desde la última vez que le viera en Laredo, la tristeza había consumido por completo a la reina Isabel. Las trágicas, repentinas y sucesivas muertes de sus dos hijos mayores, y luego las de sus nietos habían sido la prueba más difícil de su vida. Aunque todavía más devastador había sido su efecto.
Decir que Isabel había envejecido de la noche a la mañana hubiese sido demasiado trivial y fácil. Sencillamente había perdido su espíritu combativo. Las muertes de Juan e Isabel, la hija de Juan y el príncipe Miguel, habían sido el golpe definitivo, y la reina madre se había convertido simplemente en eso: en una madre golpeada por el infortunio y las tragedias. Con sus cabellos grises y presa de un súbito cansancio, la vejez se había instalado en ella para no abandonarla.
—¿Cómo os encontráis, madrecita? —preguntó Juana, mientras la abrazaba.
—Estoy en paz, querida Juana, pero cansada. He debido soportar más de lo que jamás hubiese esperado y he sufrido demasiado en estos últimos años.
Ambas mujeres permanecieron abrazadas por unos instantes. Luego la reina, sonriendo, dio la orden de emprender el camino del regreso.
La comitiva se puso de nuevo en marcha y avanzó lentamente por las empinadas y estrechas calles de Toledo, olorosas a incienso y a retamas.
Tras los portales de negras rejas le parecía ver a Juana, desfilar en una interminable despedida, los fantasmas de los que había amado y que ya no estaban.
Bajo palio y adornados con los escudos de Castilla, León y Aragón marchaban los Reyes Católicos junto a los archiduques de Austria, sus herederos. Al son de las trompetas avanzaron entre las aclamaciones de júbilo de los toledanos que, encaramados en los tejados y asomados a las ventanas y balcones, arrojaban cientos de flores al paso de los monarcas. Las calles habían sido engalanadas con coloridos estandartes, banderines y colgaduras, los que flameaban por doquier poniendo una nota de color a los sombríos y blasonados muros de las casas solariegas que parecían resplandecer con tanta algarabía. Incesantes bandadas de palomas cruzaban sobre sus cabezas, asustadas por el constante tañir de las campanas de todas las iglesias de Toledo. La de San Sebastián, la de Santa Eulalia, la de San Andrés, la de Santo Tomé, la de Santiago del Arrabal, la de San Juan de los reyes (orgullo de la reina Isabel, que la había erigido en acción de gracias por su glorioso triunfo en la batalla de Toro), no dejaban de repicar jubilosas.
Cada paso de la marcha le traía a Juana algún recuerdo, pues aquellas calles que alguna vez recorrieran los ojos asombrados de Isabel y de Juan, sus difuntos hermanos, jamás las podría recorrer de la mano de sus pequeños hijos flamencos, Leonor, Carlos e Isabel de Habsburgo, los futuros herederos del Sacro Imperio Romano Germánico y, por lo tanto, el principal impedimento para que pudieran abandonarlo.
La marcha se detuvo frente a la imponente catedral de Toledo. Todos los concurrentes alistados con sus mejores galas, dieron los saludos protocolares a los reyes de las Españas y a los herederos del reino; el cardenal don Diego Hurtado de Mendoza; el arzobispo de Toledo, don Francisco Ximénez de Cisneros; el condestable de Castilla, don Bernardino de Velazco; los duques de Alburquerque; los duques de Alba; los duques del Infantado; los duques de Béjar; el marqués de Villena y más de cincuenta nobles y prelados de España. Aquellos rostros circunspectos miraron a los futuros monarcas con ojos inquisidores. Varias cejas se levantaron, pero solo una nariz se alzó ligeramente hacia arriba, contemplando con aire severo el rostro de Juana, mientras ella trataba de mantenerse serena y sonreír con cada beso de mano. Y esa fue la de fray Francisco Ximénez de Cisneros, arzobispo de Toledo, provincial de los Franciscanos del reino y confesor de la reina Isabel. El hombre que conocía todos los secretos de su madre y por consiguiente, también los suyos.
Por aquellos días era la figura más destacada de toda la Iglesia española. Las primeras reformas, aquellas que afectaron la organización y la conducta del clero castellano y que se habían llevado a cabo durante la década de 1480-1490, fueron ejecutadas por él. Profundamente culto, de un severo ascetismo y de una energía ilimitada, había alcanzado la dignidad de arzobispo de Toledo, primado de la iglesia castellana en 1495, cuando contaba con sesenta años de edad. En los años que siguieron, siendo inquisidor del reino, su liderazgo había resultado crucial para el desarrollo de ciertas actividades fundamentales, tales como la Reforma católica; la promoción de la unidad religiosa; el impulso de la educación; el avance de la cruzada contra los musulmanes y el mantenimiento de la unidad política bajo la corona.
A medida que el sol fue ascendiendo en el cielo, los nobles más íntimos del círculo de los reyes cruzaron la puerta de los Leones y fueron ocupando sus lugares con su presencia curiosa, observando la grandeza del acontecimiento que se iniciaba con el sonar de las trompetas de ceremonia. Desde la puerta de la catedral, caminando bajo palio que portaban el marqués de Villena, el duque de Alba, el duque del Infantado y el duque de Béjar; Juana y Felipe hicieron la solemne entrada. Precedidos por sus Católicas Majestades iban a ser proclamados los sucesores del trono en un solemne Te Deum.
En la nave central de la catedral, bajo los pendones y banderas multicolores, cincuenta alabarderos formaron dos filas de guardia de honor, mientras todos los allí reunidos contemplaban con ojos maravillados, a los jóvenes archiduques que caminaban hacia el altar de manera magnífica y solemne.
Las trompetas volvieron a sonar en medio del silencio reverencial que se hizo de pronto, ante el avanzar ceremonioso de Juana y de Felipe. Los cirios realzaban con sus reflejos sus magníficas capas de terciopelo negro, mientras que diez pajes vestidos de negro y dorado portaban los estandartes de los reinos. Detrás de ellos caminaba todo el clero vestido de púrpura y oro.
Los cuatro reyes se dirigieron hasta el altar. Juana se arrodilló a la derecha de Felipe y los Reyes Católicos lo hicieron a ambos lados de los archiduques.
Cuando Isabel de Castilla comenzó a rezar, sintió que el corazón podía estallarle de gozo y de gratitud y no le importó esta vez que le vieran llorar sin disimulo. Felipe por su parte se sintió transportado a un mundo celestial cuando la ceremonia comenzó a celebrarse con toda su magnificencia. Las campanas, la música, los cantos en latín, el eco de las plegarias, el resplandor de mil cirios encendidos y la inocultable belleza e inmensidad de aquella catedral, donde la vista se perdía, mirase donde mirase, a través de los maravillosos vitrales con representaciones de la vida de Jesús y de los santos, le habían conmovido.
Las campanas continuaron repicando cuando concluidos los oficios los monarcas salieron al atrio. Con ayuda de Juana que le traducía, Felipe se acercó a la reina.
—Os agradecemos, majestad, la bienvenida y vuestra disposición a nombrarnos como vuestros herederos. No me queda más que deciros que quedamos en vuestras manos.
—Nada debéis agradecer, querido hijo, pues esta es también vuestra tierra. Os quedaréis un tiempo bastante largo ¿verdad?
—Aún no lo sabemos, madre. El tiempo que permaneceremos en España depende no solo de los acontecimientos de la península ibérica, sino de lo que vaya sucediendo en el resto de Europa —respondió Juana, mientras miraba a Felipe esperando que aquel contestara personalmente a la pregunta. Pero Felipe guardó silencio.
La recepción que los reyes de España brindaron en el alcázar a los archiduques de Austria fue digna de recordar. Astutamente sabían que el éxito de la política internacional de España dependía en exclusividad de Juana y de Felipe.
—Mis queridos invitados, todos sin excepción —dijo la reina Isabel— el rey y yo queremos brindar por los príncipes de Asturias, herederos del reino y futuros reyes de España —y levantó su copa en alto. Todos los presentes se pusieron de pie imitando el gesto de la soberana.
Agradeciendo aquella actitud de la reina, Felipe habló.
—En el nombre de mi esposa y en el mío, como príncipes de Asturias y de toda nuestra corte, agradezco este homenaje, proponiendo otro brindis por vuestras Católicas Majestades, deseándoles buena salud y larga vida.
Felipe y Juana estaban resplandecientes. De pronto Juana sintió que la vida la había bendecido y hasta su madre le pareció más joven, con sus vivaces ojos verdes y sus cabellos cobrizos brillando cual dulce miel, bajo la luz de las velas, como en los tiempos de su primera infancia.
Por su parte, Isabel la Católica, pensó que su yerno era un joven realmente encantador, aunque hubiera deseado que su sonrisa no fuera tan fácil, ni su carácter tan alegre, ni que sus ojos brillaran cual dos estrellas en el oscuro firmamento de los ojos de las moras cuando las miraba. Un rey español debía ser duro, inflexible y austero, pues así lo requería su pueblo. Sin embargo, recordaba que fue una sonrisa como aquella y unos ojos vivaces e idénticos, lo que más la había enamorado de Fernando.
La noche sorprendió a los reyes y a sus hijos herederos reunidos en una cena íntima. Unas buenas perdices estofadas al uso toledano saboreadas con rojo vino de Mérida y tortillas a la magra, sabrosas y reconfortantes, despertaron la admiración y los elogios de Felipe. A los postres les fue servido mazapán, el preferido de Juana, a base de almendras y azúcar molidas, el cual gustaba comer cuando era niña. Su nodriza Teresa le contaba que aquel postre había sido inventado por los musulmanes de Toledo.
A la mañana siguiente, dentro de la intimidad de sus habitaciones, la reina Isabel preguntó con verdadero interés por sus pequeños nietos flamencos que aún no conocía. Sentía (verdadera) curiosidad de saber si alguno de ellos tenía sus mismos rasgos, sus mismos ojos o el color de sus cabellos. También expresó a los archiduques la tranquilidad que experimentaba al ver totalmente recuperado a Felipe, pues él sería el rey consorte y por lo tanto, su heredero, y su salud era lo que más importaba en aquel momento.
Por la tarde, Juana pidió a su madre la acompañara a visitar la tumba de su hermana. El mausoleo de la que fuera en vida la princesa Isabel de Aragón y de Castilla y reina de Portugal, se hallaba en el convento de Santa Isabel de los reyes, fundado en 1477 por doña María Suárez de Toledo. Seguidas por sus damas de honor y su escolta borgoñona, el señor de Montigny y el vizconde de Gante, Juana y su madre se dirigieron en silencio y total recogimiento hasta el convento que se levantaba en los palacios de Casarrubios y Arroyomolinos, propiedad de la familia Ayala, los que habían sido donados por la reina Isabel. Cruzaron el sombrío portal, los jardines del convento, el patio del laurel, los aposentos de la reina, caminaron por las amplias galerías y entraron en la iglesia de San Antolín, a la capilla gótica y de allí al coro, donde cubierto por un mármol blanco y frío se hallaba el sepulcro de Isabel, su querida y por siempre ausente hermana. Por los rincones silenciosos parecían escucharse sus palabras que se escurrían por los oídos como un suave aleteo de mariposas volando hacia la eternidad. Madre e hija besaron la amada blanca tez de alabastro de una Isabel eternizada que yacía acostada en su perpetuo reposo, emanando la dulce tristeza y la serena paz de los sepulcros. Y postrándose de rodillas, lloraron abrazadas, amargamente. Juana jamás olvidaría aquel triste atardecer viendo ponerse el sol detrás de los vitrales de la capilla y a las sombras de la noche escurrirse presurosas para borrarlo todo, confundiéndola.
El día siguiente amaneció sacudido por la tiranía del viento brusco y helado del alba que trajo hasta Toledo, nuevamente, el frío estremecedor de la muerte. El príncipe Arturo de Inglaterra, de quince años de edad, heredero del reino y esposo de su hermana Catalina, había muerto. El príncipe de Gales había dejado de existir y en España se decretaban nueve días de luto en todo el reino. Los Reyes Católicos volvieron a vestir de negro riguroso y se retiraron a las soledades de sus aposentos. España se había detenido otra vez sorprendida por la muerte, el luto y el recogimiento de otros funerales. Las nubes oscuras de los malos designios se precipitaban sobre aquel cielo castellano que había perdido la luz y la esperanza de un mañana venturoso, poblado de alianzas que se iban rompiendo de una en una, hasta desestabilizarlo, precipitando rencores que afloraban a la superficie como las nenúfares en las aguas de un estanque.
Las alianzas matrimoniales sobre las que España había basado su política exterior, de neto corte expansionista, iban fracasando inexorablemente. La alianza austriaca, al casarse Juan, con Margarita de Austria, se había disuelto con la muerte de aquel, al igual que la de Portugal, al morir Isabel y ahora la de Inglaterra al marcharse hacia la eternidad el príncipe Arturo.
¿Acaso la muerte haría fracasar también la alianza establecida con el Sacro Imperio Romano Germánico llevándose a Felipe «el Hermoso»? Pero mientras él siguiera con vida se constituiría en la única esperanza para los Reyes Católicos y por lo tanto urgía españolizarlo en el idioma, en las costumbres, en el carácter, pero, sobre todo, en sus actitudes hacia los actos de gobierno. España no era Flandes y por lo tanto no había lugar para el ocio ni las frivolidades. En esta tierra todo era sacrificios, trabajo y obligaciones, coronados por el estricto cumplimiento del deber y eso, Felipe, debería aprenderlo muy bien.
La reina emitió sus mandamientos mediante los cuales convocaba a las Cortes de Castilla, las cuales se reunieron guardando luto por la muerte del príncipe Arturo. Sin embargo, Isabel pensó rápidamente en Enrique, el otro príncipe inglés que, si vivía para reinar, subiría un día al trono con el nombre de Enrique VIII. A un pedido especial de la reina las Cortes aprobaron por unanimidad y de inmediato, el tratado que comprometía en matrimonio a su viuda y joven hija Catalina, con el futuro rey de Inglaterra. Por su parte el nuevo heredero inglés se sintió feliz de que se le concediera por esposa a su linda cuñada española, la que poseía grandes influencias sobre los vastos territorios del nuevo mundo.
El Jueves y Viernes Santos le tomaron por sorpresa a Felipe de Habsburgo, no por ignorar las fechas, sino debido a las celebraciones y rituales que España llevaba a cabo para la Semana Santa. En cada cuaresma se publicaban los famosos Edictos de Gracia, mediante los cuales el reino y la iglesia invitaban a los fieles a confesar los errores y a acusar a los herejes. En cada esquina se escuchaban los clamores incitando a denunciar al vecino y amenazando al que así no lo hacía. «Caiga sobre ellos la maldición de Sodoma y Gomorra» anunciaban a los cuatro vientos, tratando de convencer a las mentes indecisas. Cualquier progresismo era considerado una herejía. Todos sin distinción vestían de negro y un profundo silencio imperaba en el ambiente. Los flagelantes desnudos recorrían las sinuosas calles de la ciudad gimiendo de dolor, mientras los soldados armados montaban guardia en la noche del Viernes ante la representación del Santo Sepulcro. Aquellas actitudes impresionaron profundamente a Felipe, por considerarlas excedidas en los límites de la naturaleza humana. Las prácticas religiosas de cada región española mostraban una amplia variedad, causada por varios siglos de desarrollo de santuarios, cultos locales, santos regionales y características litúrgicas particulares. Una de las manifestaciones con un carácter muy pronunciado era el énfasis creciente en Cristo y en general, por la Pasión. Esta devoción adquirió un nuevo impulso, propagada asiduamente por los franciscanos que constituían la orden monástica más numerosa en los campos españoles. Hermandades de flagelantes se laceraban a imitación de los sufrimientos del Salvador y la religiosidad era cada vez más vívida y dramática, a medida que el pueblo escenificaba los sufrimientos de Cristo y de la Virgen María, en las frecuentes procesiones.
Por aquellos meses, Juana volvió a quedar por cuarta vez encinta, mientras desde Lisboa se anunciaba el nacimiento del príncipe Juan, hijo primogénito de su hermana María con el rey don Manuel de Portugal. Aquel acontecimiento produjo una gran emoción en la Familia real española por todas las implicancias que aquel nacimiento significaba. El nombre impuesto y los recuerdos a flor de piel bastaron para hacer derramar nuevas lágrimas a la ya envejecida reina Isabel.
El 22 de mayo las Cortes de Castilla reunidas en Toledo les juraron como príncipes de Asturias y, de allí en más, tendrían que abocarse a atender las obligaciones que les correspondían por ser los herederos de toda España y de las colonias de ultramar.
El brutal verano de 1502 estaba llegando a su fin en medio de la bruma, el calor y el polvo, dando paso a un otoño más suave, aunque algo ventoso. Felipe se había trasladado a Aranjuez junto a su corte de nobles flamencos y, tratando de distraerse un poco, contemplaba con deleite los sutiles cambios de la naturaleza en el paisaje. Aunque le gustaba la estación alta y sus actividades agradablemente perezosas, en España el verano era insoportablemente caliente, por lo tanto no pudo evitar cierta sensación de alivio al ver que aquel año estaba llegando a su fin.
Los Reyes Católicos un poco más serenos con la nueva alianza establecida con Inglaterra, al reasegurar un rápido casamiento de Catalina con el heredero del trono inglés, reunieron nuevamente a las Cortes de Castilla que ya habían abandonado el luto impuesto, engalanándose de oro y púrpura, para jurar homenaje y fidelidad a Juana, como la nueva reina heredera y a Felipe de Habsburgo, su esposo, como el futuro rey consorte de Castilla. Cuando Dios en su infinita misericordia dispusiera llevarse de este mundo a la magnánima Isabel I, ellos, ascenderían al trono.
Unos días después de ser jurados como príncipes de Asturias, fue celebrada la audiencia oficial presidida por los reyes de España y las Cortes comunicaron los planes que se habían trazado para ellos. Los herederos del reino fueron informados en la Cámara del Consejo, antiguo salón construido sobre unos riscos, donde después fue celebrado el banquete con los miembros de la Casa real que duró hasta bien entrada la tarde. En honor a su hija y a su yerno, Isabel se vistió y preparó con esmero. Para esa ocasión tan especial lució un vestido color verde oscuro con un gran broche de oro y perlas resplandeciendo sobre su pecho. La mayoría de los consejeros llegó temprano y se oyó ruido de asientos al levantarse, mientras Isabel y Fernando se sentaban en sus altas sillas colocadas sobre el estrado. Aquel día había dos sillas más frente a las de los reyes y fue Fernando de Aragón quien condujo a Juana y a Felipe hasta ellas.
—Podéis sentaros, señores —ordenó la reina y de nuevo hubo mucho ruido, mientras todos los grandes hombres del reino, obedeciendo la orden, ocuparon sus sitios con aire expectante. Estaban deseosos de conocer al archiduque elegido para formar la primera casa de Austria que gobernaría España.
La reina Isabel se puso de pie e inmediatamente se hizo un silencio total.
—Señores, os hablo hoy sencillamente, para subrayar el hecho de que vosotros sois los elegidos para proteger y servir a los herederos de sus Católicas Majestades. Deberéis jurar lealtad absoluta, pues los príncipes de Asturias entrarán en la escena mundial en un tiempo sumamente peligroso y difícil.
Felipe no alcanzó a comprender en aquel momento qué había querido decir la reina con aquella frase, pero se mantuvo atento al desarrollo de los acontecimientos.
Acto seguido, la reina Isabel apoyó sus manos sobre los hombros de Juana y de Felipe. Juana le miró y aquellos ojos nunca le parecieron más sinceros como en aquel instante.
—Juana de Castilla y Felipe de Habsburgo ¿juráis servir a España lo mejor que podáis y ocupar vuestro puesto en el Consejo de Castilla, conscientes de la verdadera dignidad del mismo? ¿Juráis que haréis cuanto esté en vuestras manos por tener a los invasores extranjeros alejados de nuestras costas y fronteras y sofocar con mano dura las revueltas internas?
—Os lo juramos, ante Dios y ante vosotros —respondieron los esposos y levantándose apoyaron sus manos sobre un crucifijo que la reina les presentaba.
—¿Y juráis también que si alguna vez heredáis el reino de España, lo gobernaréis como verdaderos protectores y paladines del reino?
—Os lo juramos por Dios y por vosotros —contestaron los archiduques de Austria con voz trémula.
—Que Dios os bendiga —respondió la reina.
Juana y Felipe se encaminaron después hacia el trono de los reyes, aquel trono que Isabel y Fernando habían ocupado ininterrumpidamente por veintiocho largos años, y se sentaron.
Toda la nobleza de Castilla se fue acercando hasta ellos para poner una rodilla en el suelo, besar sus manos y jurarles fidelidad. Una vez terminados los juramentos y saludos de rigor, los archiduques abandonaron los tronos y sus Católicas Majestades volvieron a ocuparlos. Felipe, emocionado, hincó su rodilla y besó las manos de los monarcas. Juana que le seguía iba a hacer lo mismo, pero sus padres poniéndose de pie la abrazaron con ternura, prohibiéndole arrodillarse.
—En octubre los príncipes de Asturias partirán hacia Zaragoza para ser jurados como herederos por las Cortes de Aragón —dijo el rey Fernando—. Con este acto damos por finalizada oficialmente la sesión del Consejo. El gran banquete para celebrar este juramento comenzará dentro de poco, con el cual esperamos tener el placer de agasajar a todos y a cada uno de vosotros en tan feliz ocasión.
Todos los presentes asistieron al banquete de buena gana pues pocos motivos de celebración daban los tiempos que corrían. Los ojos de Felipe recorrieron las mesas de un extremo al otro y una vez más resonaron en sus oídos aquellas enigmáticas palabras de la reina: «Los príncipes de Asturias entrarán en la escena mundial, en un tiempo sumamente peligroso y difícil».
Los días transcurrían en un clima de tranquila cordialidad. Poco a poco Felipe iba acostumbrándose a España, aunque le costaba mucho esfuerzo, y más aún cuando por aquellos días llegaron hasta sus manos noticias de que un emisario de su padre estaba por arribar de Viena.
El mensajero imperial llegó con total sigilo y se presentó secretamente ante Felipe con un mensaje cifrado, cuyo contenido era muy grave. El rey Fernando de España acababa de despachar una flota de guerra a Nápoles, con la orden expresa de expulsar a las tropas francesas que ocupaban aquel pequeño e indefenso reino italiano y apoderarse de su soberanía en nombre de la corona española.
«La guerra entre Francia y España es solamente una cuestión de tiempo. Os pido, no solo como hijo mío, sino en vuestro carácter de rey de Flandes, que no os compliquéis en este triste asunto y que os mantengáis completamente neutral, en nombre de vuestro reino y, sobre todo, recordad que el imperio no ha de inclinarse hacia ninguno de los dos bandos en pugna», escribía el emperador.
—Con instrucciones de informar personalmente a vuestra alteza imperial, debo llevar la respuesta —dijo el emisario.
Sin embargo, la política imperial podía ser modificada, en el supuesto caso de que se produjera una rápida victoria de uno de los reinos beligerantes sobre el otro.
—Comprendo —respondió Felipe en tono cortante, pues sabía muy bien que Austria no se inclinaría hacia ninguno, hasta que estuviera segura cuál de los dos ganaría la guerra.
—Alteza, debo informaros que vuestro padre, su alteza imperial, me ha impartido la orden de haceros recordar que os echa mucho de menos y lamenta vuestra prolongada ausencia. Confía en que pronto podáis abandonar España para regresar a Austria a visitarle.
—¿Por qué lo dices? ¿No marchan bien las cosas, quizá?
—Alteza, ahora os hablo tan solo por mi cuenta. Su alteza imperial no mencionó ningún problema, pero son mis conclusiones que vuestro padre teme que se ejerza presión sobre vuestra persona para que permanezcáis aislado aquí, en España.
—¿Qué se ejerza presión sobre mí? ¿Qué clase de presión?
—Tal vez he querido decir coerción, alteza.
—¿A qué coerción os referís? —preguntó Felipe y adivinó en cada palabra del mensajero las de su propio padre.
—La reina Isabel y el rey Fernando tienen gran interés de que vuestra alteza se demore en España, aislado de vuestro reino de Flandes, del imperio y del resto del mundo, de tal modo que, al carecer de influencias ajenas a las españolas, no podáis oponeros a las acechanzas de conquistas de los Reyes Católicos.
—¿Y vos creéis que pueden aislarme tanto, como para no recibir ninguna noticia? ¡Si ahora mismo vos estáis aquí con un mensaje!
—Es posible asaltar en los caminos a un emisario y robarle o sobornarle.
—A vos, ¿os ha ocurrido algo semejante?
—Alteza, yo no he bebido con desconocidos en las tabernas a lo largo del viaje. Pero además está vuestra esposa.
Los dos hablaban en alemán y ante aquella respuesta, Felipe respondió bruscamente.
—Decidle al emperador que a la archiduquesa Juana no le interesa la política y que, en ese punto, puede estar tranquilo.
—Perdonadme alteza, no os he querido ofender.
—Si no habéis sido vos, alguien ha sido.
—Os hablaba en mi nombre. Os ruego me perdonéis.
—Vos no tenéis culpabilidad alguna por las instrucciones que en secreto os han dado. Informad a vuestra alteza imperial que pronto regresaré a Viena, pues ya nos han reconocido como herederos del trono las Cortes de Castilla en Toledo, pero faltan las de Aragón y no creo que vuestra alteza imperial quiera que yo abandone España antes de ese reconocimiento.
—Vuestra alteza imperial no lo desea —respondió el emisario y diciendo esto hincó su rodilla en tierra en señal de respeto y partió a toda prisa.
Llegó la noche y con ella Felipe no pudo conciliar el sueño. Se debatía entre la fidelidad declarada a su gran amigo, el rey Luis XII y a su suegro, Fernando de Aragón, a quien acababa de jurársela. Juana le sentía mover en el lecho ignorando la visita que en secreto le había hecho el emisario imperial, pero debido al avanzado estado de su embarazo decidió concentrarse solo en aquella criatura que, al igual que su padre, había comenzado a agitarse en su vientre.
Las presiones que sutilmente le insinuara el emisario no tardaron en hacerse sentir y Felipe, advertido por varios signos evidentes de una situación poco confiable, se mantuvo expectante de los acontecimientos.
La brusca enfermedad del arzobispo de Besançon, Francisco de Buxleiden, consejero y valedor de Felipe, a quien el propio archiduque obedecía ciegamente, le causó pavor, y fue este el primer toque de alarma sobre una situación que, premonitoriamente, la reina Isabel había descripto.
El arzobispo de Besançon era un anciano que le había enseñado a Felipe a desconfiar de todo lo que fuera español. Fiel partidario de Francia, Flandes y los Países Bajos, era oriundo de Borgoña y, en consecuencia, un devoto vasallo de Felipe, quien no podría haber encontrado otro más fiel.
—Haréis mucho bien mientras estéis aquí —le había dicho el arzobispo unos días antes de morir.
—Lo mismo pienso de vos —le había respondido Felipe.
—Así lo deseo de corazón, pero en España, no confío de nadie ni de nada. Todo aquí es demasiado intrigante y riguroso. Lo que más me desagrada es su Inquisición.
—Siempre ha existido en el mundo una Inquisición.
—Pero jamás como la española, algo totalmente nuevo en la concepción del reino, creada para propiciar una política absolutista, en lugar de extender la misericordia de Dios a los hombres. Si se comparan las antiguas inquisiciones papales con esta, aquellas eran suaves, cotejadas a la española. Las hogueras repletas de moros y judíos achicharrándose, las deportaciones en masa de poblaciones enteras, nada de esto sucede en Italia, Francia, Inglaterra o el mismo Flandes, donde los refugiados quedan en libertad de radicarse en el lugar que deseen. Pero de todos los países de Europa, ninguno con la tolerancia y la libertad del vuestro.
—El imperio recibe con agrado a todos los ciudadanos que quieran habitar en él, mientras se adhieran a sus leyes y paguen sus impuestos.
—Pero España no es Flandes y debéis estar atento, pues aquí no sois muy bien recibido —dijo el arzobispo con tristeza.
—Vuestras palabras me toman por sorpresa. Según se me ha informado, sus Majestades Católicas desean retenerme aquí todo el tiempo que sea posible —respondió Felipe.
—¡Pero dicha actitud no significa que seáis bienvenido! ¿Son acaso bienvenidos los presos en sus cárceles? Sin embargo se les impide salir.
De no haber sido por aquella enfermedad misteriosa y repentina que afectó al arzobispo, para Felipe, aquella extraña conversación hubiese pasado al olvido. O tal vez la hubiese recordado como una anécdota más, por el profundo afecto que su consejero personal le profesaba y el profundo sentimiento francófilo y de patriotismo que siempre manifestaba el prelado borgoñón. Entonces, cuando la salud del sacerdote se tornó grave, comprendió que su vida también corría peligro.
Antes de expirar, el prelado tuvo tiempo de dar los últimos consejos al archiduque de Austria.
—Alteza, las Cortes de Castilla están compuestas por un grupo compacto y unido de caballeros que practican una devoción fanática a la reina Isabel, venerándola de la misma manera que se venera a Dios. Esto ha producido en mí un asombro inaudito.
—La veneran, porque la reina Isabel fue quien los liberó de los árabes. Mientras que para los otros países de la Europa occidental el islam era solo una amenaza distante, para los reinos de Castilla y Aragón representaba un peligro inmediato y acuciante. Otros países se entusiasmaban gratuitamente por la lucha contra el infiel, pero los españoles fueron cruzados por necesidad cada día de su vida, dado que en la misma península existían y florecían los enclaves musulmanes. Para un español devoto y fiel, la lucha contra el islam fue un duro imperativo, una combinación de deber religioso y de necesidad monárquica. El islam era el enemigo y había que luchar contra él. Su reina los liberó del flagelo. Por eso la veneran.
—No desconozco los hechos históricos, pero la fidelidad que les pide a cambio tiene un precio demasiado alto. Por lo tanto me tranquiliza, alteza, que las Cortes de Castilla os hayan jurado a toda prisa como príncipe consorte y futuro rey. Pero estad bien alerta con las inesperadas demoras de las Cortes de Aragón, pues su Consejo piensa igual que su rey Fernando. ¡No os dejéis sorprender ingenuamente!
Ante estos acontecimientos Felipe se apresuró a enviar un mensaje secreto a su padre, el emperador Maximiliano I.
Vuestra alteza imperial:
La unidad más grande de España, Castilla y todos los reinos que pertenecen a la reina Isabel ¡ya es nuestra!
Los nobles españoles han besado nuestras manos jurándonos homenaje y fidelidad en una magnífica ceremonia. No nos queda más que asegurarnos el homenaje y fidelidad de la parte más pequeña, la que pertenece al rey Fernando: el reino de Aragón. Debo creer que será muy pronto, dado que ya hemos comunicado a sus Católicas Majestades que fuimos llamados a Flandes. Me apena informaros que mi fiel consejero, el arzobispo de Besançon, fue aquejado de una severa y preocupante dolencia, la que lo tiene postrado y con fiebres muy altas. Según los médicos, una epidemia de fiebre azota a España, la cual no entraña peligro alguno.
La archiduquesa Juana os saluda y os encarga tengáis a bien elevar vuestras preces en la catedral de San Esteban por un feliz alumbramiento, del cual está convencida que esta vez será un varón.
No bien las Cortes aragonesas nos hayan jurado su homenaje y fidelidad, partiremos con urgencia a Viena.
Felipe de Habsburgo, archiduque de Austria.
La comitiva real encabezada por Fernando de Aragón y Felipe de Habsburgo partió de Toledo en los primeros días de octubre y se dirigió a Zaragoza, desde donde hacía tiempo reclamaban tan honorables presencias. Tres días antes lo había hecho Juana en cómodas y lentas etapas debido a su avanzado estado de gravidez, deteniéndose en el camino para poder descansar. Felipe le alcanzaría en la última etapa del viaje en tanto la reina Isabel permanecería en Toledo.
Cabalgando hacia el Ebro de aguas centellantes, bajo el intenso sol y un cielo límpido, cruzaron los campos de trigo y los valles cubiertos de viñedos y olivares. Felipe volvió una vez más la mirada hacia Castilla, aquella tierra que le había jurado como su futuro rey y sintió que la incertidumbre del destino le sacudía el pecho. Presintió que los dorados años vividos en su palacio de Flandes estaban llegando a su fin y que jamás volvería a revivir la magia despreocupada que reinaba en sus dominios, aquella belleza etérea y aquel ocio encantador que parecía colgar de cada objeto, de cada instante, de cada recuerdo. Recuerdos a los que se aferraba desesperadamente cual un náufrago a un madero y de los que ya nunca se desprendería. Era el mismo desasosiego que sentía Juana íntimamente, y ambos (ignorando aquel sentimiento idéntico) lo soportaron en silencio.
Ensimismados en estos pensamientos la travesía pareció acortárseles. De pronto a lo lejos, como surgiendo del fondo de la tierra misma, comenzaba a dibujarse con nítidos rasgos, recortándose sobre el horizonte, la magnífica iglesia del Pilar. Con el Ebro besando sus pies, la Seo, aquel templo mudéjar cargado de elementos góticos, junto al castillo árabe de la Aljafería, la iglesia de San Pablo, la ciudad íbera de Salduba y la colonia romana de Caesar-augusta, aparecía Zaragoza imponente. Conquistada por los árabes en el año 714 y ganada por Alfonso I, el Batallador, en 1118, se alzaba desafiante ante sus ojos, como el presagio de un futuro inconquistable.
Si por la voluntad de Dios llegaba a morir primero la reina Isabel, ¿entregaría el rey Fernando de Aragón sin condiciones, la corona de Castilla? Menos de un año le había bastado a Felipe para conocer a su suegro: un ser despótico, avaro, sensual y, sobre todo, receloso, que sabía ocultar muy bien estos defectos bajo la apariencia de un diplomático estratega.
La vida en los castillos era un semillero de chismes, intrigas y conjuraciones. La ambición por el poder llevaba a los monarcas a formar bandos y camarillas, transformándose poco a poco en un entusiasmo calculador. Y esta unión entre el cálculo y la ambición era el veneno secreto que animaba y corrompía la vida cerrada de la corte. Una alianza indestructible de pasiones, ambición, cálculo y envidia dominaba el alma del rey Fernando y para servirse de los que necesitaba, los halagaba, pero jamás cumplía su palabra, ni siquiera con el más fiel de sus aliados.
Tal como lo había predicho el arzobispo de Besançon, Aragón no prestó juramento de inmediato. La fiebre que padecía el prelado se lo llevó a la tumba y fue la oportuna excusa del rey Fernando para decretar, durante diez días, el luto oficial en el reino, periodo durante el cual, según declaraba, era inoportuno que se reuniesen las Cortes.
Felipe permaneció junto a su fiel consejero hasta los últimos instantes de su agonía. Antes de morir, el arzobispo repitió como una letanía en forma ininteligible: «¿Son bienvenidos los presos a las cárceles? Sin embargo, Felipe no se les deja partir».
El cardenal Diego Hurtado de Mendoza, vestido con toda suntuosidad de negro y oro, administró los santos sacramentos al arzobispo, mientras entonaba en latín las letanías de los moribundos. A las pocas horas de morir, el cuerpo del prelado se tornó morado, casi negro, síntoma que, de acuerdo se informara al archiduque, era inequívoco en aquellos que morían por la epidemia.
Pero el señor de Montigny se encargó de asesorar a Felipe, advirtiéndole.
—Señor, los síntomas de la muerte del augusto arzobispo, responden a una muestra cabal de muerte por envenenamiento. ¿No os parece sospechoso, la muerte de un alto dignatario de la iglesia que fuera tan leal a Francia?
—Señor de Montigny, sospecho lo mismo que vos. Solo tengo la duda de que si hubiese fallecido por envenenamiento, el rey Fernando hubiese asistido al funeral sin reparos, pues ningún veneno es contagioso. Pero no acudió, porque temía que la fiebre sí lo fuera.
—Señor, no olvidéis que el rey Fernando es un zorro viejo y astuto.
El estigma de la duda volvió a lacerar la razón de Felipe, quien accedió a que el cuerpo de su fiel amigo y consejero fuera sepultado en suelo español (pero no pudo arrancar jamás de sus pensamientos la duda de que aquella muerte, oportunísima a los intereses españoles, había sido ocasionada por un envenenamiento).
El luto se prolongó sospechosamente más allá de lo que establecía el protocolo, sobre todo porque el prelado no era español sino borgoñón. Mientras tanto en Italia las tropas de Luis XII se enfrentaban a los ejércitos del rey Fernando. Estas circunstancias dilataron una vez más el juramento que debían hacerles las Cortes de Aragón.
—Juana —dijo Felipe ante los graves acontecimientos— ¿Sabéis qué pienso? que vosotros los españoles os sentís mejor cuando alguien muere, pues no comprendo tanta demora, cuando aún Aragón no nos ha jurado su homenaje. Tanta prisa tenía la corona que llegáramos a España y ahora todo se dilata interminablemente. Realmente es una extraña paradoja.
—No digáis eso, Felipe. Si España está obrando así, sabrá muy bien por qué lo hace. Sin duda, porque es lo que más conviene a sus intereses.
—No lo pongo en dudas. Es lo que más conviene a sus intereses —respondió Felipe, y Juana no alcanzó a comprender aquella afirmación categórica.
Los días de luto decretados por el rey llegaron a su fin y con él, la total y fúnebre inactividad. Habían sido suspendidas las corridas de toros, las partidas de caza, los banquetes, los juegos de pelota. Nada se podía hacer de cuanto agradaba a Felipe. En cambio se rezaron en todas las iglesias, cientos de misas por el prelado difunto, las campanas tocaron a duelo durante todo el día de todos los días que se guardó el luto y Felipe se vio en la obligación de asistir a cada uno de aquellos oficios religiosos que se celebraban en memoria del arzobispo.
Durante todo aquel tiempo, Juana sintió que algo impreciso le molestaba. Y se sintió confundida pues nunca se había sentido así desde su regreso a España.
—¿Por qué vuestro esposo se muestra tan empeñado en abandonar España? ¿O es que no acepta la rica herencia que le estamos regalando? ¿Por qué no aprovecha para hacerse querer por la nobleza y obtener así sus favores, en lugar de ser todo para todos, incluyendo Francia, dónde con tanto oprobio habéis sido tratada? Y, sobre todo, querida hija, vuestra madre y yo no alcanzamos a comprender y mucho nos extraña, que no desee esperar el alumbramiento de vuestro cuarto hijo. Si realmente os amara, postergaría el viaje a Flandes hasta después del nacimiento.
—Felipe me ama profundamente, padre. Y escuchad bien, jamás pongáis en duda tanta certeza. Mas él es un rey, como lo sois vosotros y también debe atender los asuntos de su reino —respondió Juana perturbada y presionada por las circunstancias.
Felipe tampoco permanecía ajeno a las presiones que sobre él se ejercían. Las Cortes españolas en pleno le solicitaban su opinión en todo lo que a la guerra con Italia se refería y, ante el temor de encontrarse aislado y carente de noticias, planeó la táctica de enviar mensajes inofensivos al rey Luis XII y a su padre, el emperador, y de inmediato obtuvo las respuestas. Esto le hizo pensar que aquello no era un aislamiento pero, de todos modos, decidió moverse con muchísima cautela.
Corrían los últimos días del mes de octubre del año del Señor de 1502. Pronto volvería a celebrarse el día de san Nicolás, el principio del invierno y sintió que estaba otra vez como en el inicio de su viaje a España. ¡Un año se iba a cumplir desde que habían abandonado Flandes y todavía no podían regresar!
Fue entonces cuando el rey Fernando dirigiéndose a Felipe le advirtió:
—La próxima semana se reunirán las Cortes de Aragón. Todo ha sido organizado lo más rápido posible, pero existían ciertas dificultades legales que impedían el juramento de Juana. La antigua Ley de Aragón establecía que ninguna mujer podía reinar sobre este reino. La ley fue modificada y Juana se constituirá en la primera mujer jurada como heredera de esta tierra. ¡Ambos reinaréis juntos y después de vosotros, lo hará vuestro hijo. Pero, sobre todo, debo deciros que os felicito por haber resistido tanto tiempo y con tanta paciencia!
—La paciencia es más útil que el valor. Todo se alcanza con ella, hasta el poder —respondió con ironía el archiduque.
—Muy bien dicho. Por mi parte libraré los mandamientos para que las Cortes de Aragón se reúnan con motivo de la ceremonia de vuestro homenaje. Pero aún no podréis regresar a Flandes. Al menos hasta que nazca vuestro hijo, pues así la sucesión del trono estará doblemente asegurada —dijo con astucia el rey.
—Mi paciencia es grande pero no es inmensa, señor, y quiero recordaros que ya tengo un heredero en mi hijo Carlos, que me espera en Flandes.
—¡En Flandes! —respondió el monarca con fastidio— pero no en España, lo cual tiene un significado muy distinto, ¡pues es un extranjero, no un español!
—Así es señor, pero lleva la sangre española que heredó de su madre.
Sin embargo los hilos de las intrigas y las traiciones no dejaban de tejerse y Luis XII, rey de Francia, decidido al igual que Fernando de Aragón a apoderarse de Nápoles, combino un pacto con el papa Alejandro VI. El rey francés debía atravesar los Estados del Vaticano en su marcha hacia el sur, oportunidad que el papa aprovechó para exigir a cambio, que el rey Luis XII presionara al duque Hércules de Ferrara, de la casa d’Este, para que consintiera la boda de su hijo Alonso con Lucrecia Borgia, la única hija mujer de Alejandro VI. Y mientras Fernando el Católico pensaba que tenía en Roma un aliado a sus intereses napolitanos, Alejandro VI solo pensaba en los intereses individuales de la familia Borgia y en la última oportunidad que se le presentaba de ingresar, por esta boda, a la realeza italiana.
Desatadas las hostilidades entre España y Francia por las tierras de Italia, los nobles españoles como Gonzalo Fernández de Córdoba, Diego de Vera, Gonzalo de Arévalo, Rodrigo de Piña y Gonzalo de Aller, se alinearon tras las filas del rey Fernando, dispuestos a luchar por él hasta las últimas consecuencias, en contra de Luis XII.
Las Cortes se reunieron en Aragón y con ellas se iniciaron las interminables deliberaciones sobre la sucesión del trono. Ni Juana ni Felipe fueron invitados a participar de aquellas inagotables discusiones, por momentos irritantes e impacientes, que se iniciaban por la mañana cerca del mediodía, luego se realizaba un cuarto intermedio de tres horas y concluían por la tarde, ya casi entrada la noche.
Los aragoneses, sabios anfitriones, entretuvieron al archiduque con banquetes, corridas de toros, partidas de caza y, sobre todo, con los torneos que tanto apasionaban a Felipe. Las banderas de Aragón, Valencia, Sicilia, Mallorca, Cerdeña y el condado de Barcelona ondeaban en todas las calles.
—El pueblo aragonés se parece bastante al flamenco. Usan el antiguo dialecto de los trovadores, son alegres, conversadores ¡y les encanta escucharse a sí mismos! Le decía Felipe a Juana.
—¡Mucho agradezco a Dios que en estos reinos os sintáis tan cómodo como en el vuestro!
Astutamente los españoles multiplicaron las diversiones pero Felipe no tardó en darse cuenta que aquello era parte de una trampa, y que se le estaba aislando habilidosamente.
—¡Realmente me agradaría saber de qué hablan tanto!
—De nosotros, no tengáis dudas —le respondía Juana.
—¿Por qué vuestro padre prolonga tanto este homenaje, cuando sabe muy bien que debemos regresar cuanto antes, para ver a nuestros hijos y atender nuestro reino?
—No os preocupéis Felipe que cuando haya que partir, partiremos —respondió Juana, esta vez con una extraña serenidad.
En mensaje cifrado Felipe escribió a Luis XII. El mensajero con hábito de monje benedictino cambió sus ropas en la frontera y marchó a Blois a toda carrera. Pocos días más tarde, un monje que según decía regresaba a España dando cumplimiento a su peregrinaje, traía de vuelta a Felipe, el documento solicitado.
El 27 de octubre de 1502 las Cortes de Aragón les juraron en Zaragoza, aceptando a Juana como su futura primera reina y a Felipe de Habsburgo como su rey consorte. Después de la ceremonia Felipe envió un corto mensaje a su padre.
Vuestra alteza imperial:
Después de hacernos practicar hasta el límite una de las mayores virtudes: la paciencia, Aragón nos realizó el esperado homenaje. Parto a Viena de inmediato.
Al retrotraer su memoria sobre los difíciles acontecimientos que se habían precipitado sobre él, el archiduque se dio cuenta que el arzobispo de Besançon había descubierto una trama de misterios, que después de su muerte, se había ido cumpliendo tal cual se la había anunciado. Y la tardanza de las Cortes de Aragón por jurarlos sus herederos, era otra táctica del rey Fernando para retrasar su partida hacia Flandes.
En las galerías de chismorreos de las Cortes de Europa se decía que el arzobispo había sido envenenado por los españoles, lo que terminó causando pavor en Felipe de Habsburgo. El archiduque pensó que el precio de su regreso a Flandes era demasiado alto, sintiéndose cada vez más bajo la dominación de los Reyes Católicos. Y ante el temor de que los verdugos de Besançon terminasen también con su propia vida, planeó su huida de España.