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Regreso a España

Al salir de Blois el séquito se encaminó hacia el sur. El rey Luis XII y el escuadrón de la guardia real francesa lo escoltaron hasta Amboise y en las riberas del Loira, enmarcados por la campiña francesa, los dos monarcas se abrazaron y con profundas reverencias se dijeron adiós. El cortejo de los archiduques quedó en camino guiado por un grupo más reducido de hombres de la escolta armada del rey Luis XII.

Sin embargo, Juana, contrastando con el espíritu festivo de aquella Francia que abandonaba, cabalgaba concentrada en un sentimiento que solo podía calificárselo como de esperanza desesperanzada. Esperanza en que el futuro que le aguardaba en España fuera venturoso; y desesperanza, al pensar que su porvenir entero corría tantos peligros que ante cualquier error, por pequeño que este fuera, podía derrumbarse todo lo ya construido.

Los últimos tiempos habían transcurrido muy ajetreados, concediéndose poco espacio para pensar en la difícil situación por la que estaba atravesando. Si algo llegaba a sucederle, sus tres pequeños quedarían bajo la tutoría de su suegro y al cuidado de su tía, la princesa Margarita de Austria y de su bisabuela Margarita de York. Y aunque aquellas imágenes se agolpaban en su mente, no deseaba pensar en ello, pero la turbaban, desorientándola.

El rigor del clima había comenzado a hacerse sentir. Una ola de frío polar avanzaba sobre el territorio francés, goteando hielos, lluvias y nieves a temperaturas bajo cero. Con el frío de la mañana, bajo la luz trémula de aquellas horas, Juana marchaba tristemente enajenada por esos pensamientos.

Al llegar a San Juan de Luz, en las cercanías de Bayona, el reducido grupo de escoltas franceses los despidió con todos los honores.

—Vuestra alteza, después de cruzar el Bidasoa ¡ya pisaréis suelo español! Que tengáis un feliz viaje en nombre de sus muy Cristianas Majestades.

—Decidles a vuestras majestades que estoy muy agradecido y en nombre de la reina y toda mi corte, os doy las gracias —respondió el archiduque.

Y sin volver la vista atrás, emprendieron el camino.

Lentamente Francia fue quedando a sus espaldas, mientras los Pirineos se iban acercando amenazadoramente, como la gran muralla que aislaba a España del resto de Europa. Cruzarían por los estrechos del monte de San Adrián e ingresarían dentro de un territorio peligroso y plagado de dificultades. Juana cabalgaba en silencio junto a Felipe, abrigada por una gruesa capa de pieles que le cubría hasta los tobillos. Y aunque llevaba los pies enfundados en gruesas medias de lana y abrigados zapatos de cuero, el frío parecía calarle hasta los huesos.

Todas las cargas de los carruajes, junto a la comitiva real, pasaron a lomos de mulas de seguro pisar. Estos animales eran los únicos capaces de ascender la montañosa barrera que separaba a los franceses de los españoles. Atrás quedaba Flandes, con sus suntuosos palacios, sus horas cargadas de alegrías y soledad y sus tres pequeños amores. Sus simientes. Atrás quedaba aquel tiempo maravilloso de ir aprendiendo y comprendiendo la vida. Atrás quedaba Francia, hostil, jamás amiga, siempre al acecho, con su reina Ana orgullosa y vengativa. Mientras por delante llegaban a su encuentro, una patria lejana y un futuro incierto, acunándose en el primer mes del nuevo año del Señor de 1502.

Envueltos en sus gruesas capas forradas de pieles de martas cibelinas, los archiduques de Austria cabalgaban ateridos, tratando de vencer la despiadada lucha de los elementos. Pequeños y duros cristales de nieve pendían de las endurecidas barbas de los caballeros flamencos, los que maldecían en su ininteligible idioma aquel severo clima montañés.

El cruce de los Pirineos era para todo el grupo y muy especialmente para Felipe, una experiencia por demás desagradable. Si durante todo el año aquellos pasos montañosos presentaban riesgosas dificultades a cuantos intentaban aventurarse por ellos, mucho más, iniciado el invierno, pues se incrementaban incomparablemente las penurias y el frío.

Las sendas que debían atravesar las mulas tenían treinta centímetros de ancho y eran abruptas y desparejas. Según decían los viejos españoles habían sido hechas por las cabras salvajes varios siglos antes, siguiendo su instinto animal. Los caballos les temían pero las mulas avanzaban seguras de sí mismas como si aquello fuese la misma llanura. El sendero transitaba bordeado de dificultades. Por un lado se abrían abismales precipicios y, por el otro, se alzaban imponentes riscos y filosas pendientes, imposibles de escalar. Era un cruce difícil como jamás habían tenido que enfrentar. Una niebla helada envolvía todo pegándose a la piel y a la ropa, mojándolas por completo, mientras un silencio sepulcral inundaba aquellos inhóspitos parajes sin más ruido que el que hacía, de vez en cuando al caer, el agua entre las piedras. La soledad era la única compañía, rota solo por la aparición repentina de algún águila que sobrevolaba un recodo del camino, lanzando sus fúnebres graznidos, como queriendo advertir al viajero de los peligros a los que se aventuraba, para luego desaparecer misteriosamente entre las densas nubes de niebla.

Para Felipe de Habsburgo aquellos parajes le resultaban totalmente extraños y desconocidos, como jamás había visto antes nada semejante. Aquello era el resumen más primitivo de la vida, inmerso en el caos del inicio de los tiempos. La estrechez extrema del sendero hacía perder, si es que aún quedaba, el resto de serenidad. Era el enfrentamiento desproporcionado entre la inmensidad imprevisible de la naturaleza y la pequeñez del hombre que marchaba a tientas hacia un final que resultaba incierto.

Felipe deseaba cabalgar con su mula junto a Juana, ocupando él el lado del precipicio para sentirse más seguro de ella, pero el angosto sendero se lo impedía teniendo que resignarse a proseguir en fila, uno atrás del otro. Al andar, los cascos de las cabalgaduras desprendían en algunas ocasiones trozos de rocas que se precipitaban hacia el fondo del abismo, rebotando contra las piedras, en un repicar que parecía interminable y que se iba apagando lentamente. La angustia y la solicitud resultaban vanas pues el camino debía continuar, seguir hacia adelante. No era posible volver atrás y si por casualidad dos recuas de mulas llegaban a encontrarse avanzando en direcciones opuestas por aquellas sendas angostas, solo se permitía el paso de un animal a la vez. En caso de que esto sucediera, una de las recuas se acostaba en el sendero y la otra pasaba entre los cuerpos de las que se hallaban acostadas.

Con buen ánimo Juana iba superando las dificultades. El hecho de estar cada vez más cerca de los suyos, la hacía olvidar por completo de los peligros que la acechaban de continuo.

A pesar de lo espantoso del cruce, Felipe precedía con toda dignidad el séquito, asegurándose de que los guías no perdiesen ningún detalle que pusiese en peligro la vida de quien más amaba. La vida de Juana.

Cuando las primeras sombras del crepúsculo avanzaron sobre el trayecto, todo el cortejo se detuvo en las cercanías de Segura en el primer albergue abandonado que encontraron. Al comienzo del invierno los dueños de aquellas posadas se refugiaban en los valles y como por aquella época ningún viajero se atrevía a desafiar la montaña, si alguno por casualidad lo hacía, encontraba los refugios cerrados pero sin llave, donde podía alojarse.

Nadie robaba nada por la misma razón que no había nada para robar y al partir, era costumbre dejar en algún vaso o bajo alguna piedra, el pago por el albergue que su conciencia dictaba.

Esa noche Martín de Moxica buscó aquel vaso y lo encontró casi lleno. Colocó un puñado de monedas de oro y volvió a dejarlo donde estaba. Los sirvientes encendieron el fuego con leña que llevaban en las alforjas y las dos habitaciones no tardaron en entibiarse. Allá arriba, por la línea donde no crece ningún árbol, cada viajero debía llevar su propia leña para no morir por congelamiento. Esos paradores eran construidos con troncos de coníferas y a pesar de la antigüedad de las construcciones se hallaban casi todos en buen estado de conservación.

Cuando el albergue se sumió finalmente en el silencio, sin más ruidos que las pisadas de los guardias y el crepitar de los leños en la chimenea, Felipe de Habsburgo comenzó a temblar y a moverse bajo las pesadas mantas. Hora tras hora en medio de la noche continuó desvelado y nervioso. Y aunque la fogata ardía sin cesar, sentía como si el frío se hubiera instalado dentro de sus propios huesos.

—Felipe, amor mío —le consoló Juana—, no sabéis cuánto me agradaría brindaros el calor de mi cuerpo, pe roen estos sitios la comodidad no existe para tal intimidad y la modestia me impide ofreceros mi rústica cama para que podáis compartirla.

Felipe le miró a través de la penumbra con aquel deseo inexplicable que solo ella despertaba en él.

—Dormid tranquila, mi bien, que el amanecer no tardará en llegar —Juana se durmió con placidez, pero él continuó desvelado y aterido.

Después de dos días de marcha se alegraron cuando el séquito cruzó las últimas cimas y comenzó el descenso. El sol se hacía notar cada vez más al caer sobre ellos, mientras iban pasando de las abruptas pendientes de las montañas a las suaves ondulaciones de los valles. La brisa era suave y olía a espliego, aquel sutil perfume de su infancia que le penetraba por todos los poros. Juana sentía que era el olor de su tierra, de su madre, de su estancia paterna. Felipe aspiraba hondo y se había desabrigado de la cintura para arriba con la sensación de que el aire helado de las montañas por fin había desaparecido de sus pulmones.

Era el 29 de enero de 1502 y delante de ellos se abrían las puertas de España. En Fuenterrabía, junto a la desembocadura del Bidasoa, en nombre de los Reyes Católicos, los recibieron el condestable de Castilla, don Bernardino de Velasco, el duque de Nájera, el conde de Treviño, el comendador de León, don Gutierre de Cárdenas y el conde de Miranda, don Francisco de Zúñiga. Este último se convertiría, con el tiempo, en uno de los más fieles consejeros de Juana.

Ella sintió agitarse en su pecho la alegría del regreso, a la vez que el sabor amargo de las ausencias ascendía por su garganta. Era el regreso a una España poblada de recuerdos y fantasmas, totalmente distinta a la que había dejado seis años atrás. Y no poder preguntar por alguien era algo demasiado trágico, pues sus hermanos seguían vivos en su recuerdo.

Rodeándola, parecían flotar en el aire las imágenes queridas de sus difuntos. Con su aguda sensibilidad y su equilibrada y lúcida inteligencia, cual si dentro de sí, una finísima balanza de precisión diera siempre el peso justo a sus palabras, Juana preguntó con firmeza, pero con cierta nostalgia.

—¿Cómo está España, señores?

—Alteza, el reino está gozoso de vuestro regreso y os ofrece la bienvenida —respondió el condestable de Castilla.

Felipe cabalgaba apuesto y magnífico y dado que tenía dificultades para hablar en español, pidió a Juana oficiara de intérprete y con cierto aire de arrogancia y gallardía pidió al ilustre grupo de españoles le pusiera al tanto sobre la famosa Ley de Quintas, de gran repercusión en toda Europa (ley que se refería a la evolución del ejército español). Juana era quien le traducía las preguntas y respuestas.

Si bien las tropas de Castilla y de Aragón eran con frecuencia batallones a sueldo y la corona mantenía sobre las armas pequeñas unidades permanentes de mercenarios, España, al igual que los demás países europeos, carecía de un ejército real estable y aunque aún no había logrado alcanzar su pleno desarrollo, la prolongada confrontación con las principales potencias militares de la Europa Occidental había apresurado su organización.

—La Ley de Quintas —dijo don Bernardino de Velasco, condestable de Castilla— ha establecido por primera vez en España la obligatoriedad del servicio militar, desde los veinte años hasta los cuarenta y cinco. Asimismo, ha dispuesto que de cada doce hombres útiles; uno quede a sueldo en el servicio activo. De ese modo se ha organizado el ejército de sus Majestades Católicas. Adiestrarlo fue muy duro y obra del genio militar que le dio renombre a don Gonzalo Fernández de Córdoba, el gran andaluz, al que los italianos llaman, desde entonces, el Gran Capitán. Este estratega, uno de los hombres de mayor hidalguía que tiene España, es el jefe máximo de las tropas hispanas en Italia y es el que ha dado inicio a las transformaciones tácticas que han generado las operaciones militares típicas de esta era imperial. Por su parte, los catalanes se están acostumbrando a emplear la infantería profesional en sus operaciones mediterráneas, habiendo participado con notable éxito en el sitio de Granada.

—¿Y qué podéis decir del predominio táctico del caballero y su pesada armadura? —preguntó el archiduque con curiosidad.

—Todo eso ha llegado a su fin. La nueva élite militar europea está constituida por robustos alabarderos que pueden ser mercenarios oriundos de Suiza o Alemania, los cuales integran filas compactas con largas lanzas pesadas. Tales formaciones de infantería, sometidas a una férrea disciplina, han quebrado en múltiples ocasiones las cargas de la caballería, aunque tienen la desventaja de una escasa movilidad.

—Y decidme, ¿cuál ha sido el principal acierto del Gran Capitán?

—El integrar una fuerza diversificada incluyendo armas de fuego, con lo cual ha podido enfrentarse con éxito, tanto a la caballería como a la infantería.

—¿Y la unidad de la infantería española en qué condiciones se encuentra?

—La unidad regular de la infantería española está constituida aproximadamente por seis mil hombres. Estos cuerpos mayores están a su vez subdivididos en tres brigadas o tercios de alrededor de dos mil hombres. Las fuerzas de los alabarderos, infantes armados de espadas cortas y arcabuceros, se combinan en una proporción de 3-2-1. Los alabarderos garantizan la defensa con picas; los que van armados con espadas llevan el peso de la ofensiva una vez que la infantería enemiga entra en acción, mientras que los arcabuceros suministran la fuerza de artillería ligera, capaz de causar estragos en los oponentes, antes de iniciarse la lucha cuerpo a cuerpo. Estos tercios van acompañados de pequeños destacamentos de caballería ligera. Usualmente casi todos los soldados sientan plaza voluntariamente, pero antes solían servir durante largos periodos de diez o más años y percibían salarios del tesoro real. A partir de este momento, vuestra alteza, la organización y la disciplina de la tropa se han vuelto muy estrictas, ya que solo una coordinación minuciosa de todos los elementos puede garantizar el triunfo en las batallas, cuya complejidad ha ido en aumento.

Felipe quedó asombrado.

—Sin embargo vosotros, los españoles, habéis obtenido triunfos anteriores a esta magnífica y estricta reorganización en vuestro ejército. ¿Me podéis decir a qué se debe?

—Vuestra alteza, debo deciros con orgullo que la superioridad militar del ejército español no solo descansa en la táctica, la organización y el liderazgo, sino sobre todo en los aspectos morales que son iguales o más importantes que los anteriores. Las tropas españolas, y no creáis que lo digo porque yo soy español, están entre las más decididas y sacrificadas de toda Europa, puesto que la victoria o al menos el esfuerzo para lograrla es inseparable del honor, cuyo valor se halla arraigado en los españoles desde la misma infancia.

—El tener una esposa española me ha hecho comprender el gran sentido que vosotros le dais al honor.

—Al provenir de una sociedad más pobre y menos dada a la molicie, tendemos a ser más frugales y ascéticos en nuestros hábitos que el resto de los europeos. Desde siempre habéis visto que los soldados españoles pueden arreglárselas con menos recursos y mantener su eficacia guerrera, soportando privaciones mayores que las de otros países de Europa, aunque a veces, estos tengan una apariencia física más importante.

—Don Bernardino de Velazco, habéis descrito con todo acierto la idiosincrasia del soldado español y no pudo dejar de recordar el estoicismo de aquellos sufridos soldados españoles, que habiendo trasladado a mi esposa a Flandes, tuvieron que padecer condiciones de extrema necesidad.

La conversación continuó animadamente al igual que el viaje. Los reyes Isabel y Fernando habían planeado un recorrido de casi tres meses, para que cada pueblo pudiera ofrecer sus honores a los futuros reyes de España. Pasaron por Irún, San Sebastián y Tolosa. El viaje siguió por el valle del Ebro camino a Castilla.

Todo resultaba absolutamente novedoso para la corte flamenca. En la llanura, Juana y Felipe, podían cabalgar uno al lado del otro.

—Esto es mucho mejor que lo que ya hemos atravesado —exclamó Felipe, feliz de pisar caminos seguros.

—Y aún queda por ver lo mejor —respondió Juana alegremente.

La comitiva continuó por Vitoria, Miranda del Ebro y Burgos. Cuando el cortejo entró en aquellas llanuras increíblemente desoladas, con la sola compañía del buitre o del águila girando sobre sus cabezas y un fuerte sol acariciando sus cuerpos entumecidos, Felipe comenzó a sentirse rápidamente más aliviado y aunque ya no temblaba de frío, sintió que aquella luminosidad era demasiado fuerte para sus ojos, tanto, que le impedía abrirlos.

Constantemente se veía obligado a enjugarlos con un pañuelo, porque un persistente lagrimear le producía una molestia por demás incómoda.

—Mi ánimo ha mejorado, no siento frío, pero este misterioso lagrimeo me resulta por demás desagradable. ¿Será que mis ojos lloran de solo pensar en los peligros pasados? —rió de buena gana Felipe con su propia ocurrencia.

—El sol de la península es demasiado fuerte y vos aún no estáis acostumbrado a él. Muchas personas sufren trastornos en sus primeros días de estancia en España, pero cuando os hayáis aclimatado las molestias habrán desaparecido por completo —lo tranquilizó Juana.

Al borde de los ríos, la llanura, semejante en su desnudez a la inmensidad de un océano, mostraba algunos girones verdes, para luego extenderse amarillenta y reseca hasta donde la vista alcanzaba. Los rebaños pastaban silenciosos vigilados por solitarios pastores de largos y afilados cayados.

—España es una región salvaje e intrincada, de vida dura y frugal —acotó el archiduque de Austria que no dejaba de mirar con asombro aquella desolada geografía.

—Y el español es aguerrido y duro como su propia tierra —agregó Juana.

Un sinfín de pueblos y aldeas colgaban de lo alto de empinadas colinas o de escarpados riscos rodeados de murallas y atalayas, refugio contra las incursiones de los moros. Sombríos e imponentes castillos se levantaban por arriba de las poblaciones, sobre las cimas de solitarias rocas, a cuyo alrededor, la tierra había sido quemada con agua salada para evitar que crecieran árboles o hierbas que pudiesen brindar protección al enemigo. Vestigios de un pasado guerrero con más de setecientos años de luchas en su haber.

—Algunos castillos han sido convertidos en cárceles —le advirtió Juana.

—Apuesto a que nadie logra escapar de ellos —con testó Felipe.

—¡Y si alguien llegara a lograrlo, mi padre con seguridad, se lo impediría!

Unas tras otras, las ciudades, pueblos y aldeas, se sucedían, al igual que las fiestas, corridas de toros, cacerías y diversiones que les esperaban en cada recodo del camino. Todo estaba perfectamente planeado por sus Católicas Majestades, deseosos de que a su yerno y futuro rey consorte de las Españas le agradara la tierra sobre la que algún día reinaría.

Aclamados entre estandartes, banderas y arcos de triunfo, Juana y Felipe escuchaban a los pies de las murallas de las poblaciones, los discursos de bienvenida por su ilustrísima visita. El archiduque fue amontonando una apreciable cantidad de llaves de oro, símbolos de la hospitalidad y lealtad brindada por las ciudades que iban atravesando y con un castellano casi incomprensible, respondía a las amistosas muestras que los españoles le tributaban.

Conforme avanzaban hacia el sur el tiempo iba mejorando notablemente. En todo el territorio había sido suprimido el luto, instituido tras la muerte del pequeño infante don Miguel. También fueron derogadas las severas leyes que prohibían el uso del brocado de oro y plata, así como las sedas, terciopelos y tafetanes para evitar la ostentación en el vestir, ocasionando gastos superfluos. Y para dar más vivacidad y alegría al recibimiento de tan importante visita, los Reyes Católicos había dispuesto se permitiese el uso de colores vivos y fuertes en vestidos y jubones. El triste y frío invierno castellano se tornó de pronto, en una colorida y entusiasta primavera, para alegría de las damas y caballeros españoles. Sin embargo aquellas pompas en nada se parecían a las del país de origen de Felipe, donde el lujo era moneda corriente. El mundo entero había asistido con estupor a los funerales del bisabuelo del «Hermoso» Habsburgo, del cual había heredado su nombre y su reino. A la ceremonia de enterramiento de Felipe, el Bueno, habían asistido mil seiscientos pajes de riguroso luto con mil seiscientas hachas ardientes. Tampoco habían podido olvidar la fiesta que Carlos, el Temerario, su abuelo materno, había realizado en honor de su consuegro Federico III, emperador de Alemania y padre de Maximiliano I, con motivo de ultimar detalles y conocerse, antes de los esponsales de su hija María, con el heredero imperial. Para aquella ocasión fueron dispuestas diez vajillas de oro macizo. Entre ellas, treinta y cinco jarrones grandes y setenta más pequeños; cien platos guarnecidos de rubíes, doce aguamaniles de oro con incrustaciones en plata, seis vasos grandes de oro, un gran recipiente de plata y oro para recoger los sobrantes del banquete y treinta bandejas grandes de oro, guarnecidas con hojas de vid de plata incrustada, valuadas en sesenta mil escudos de oro. Fue algo como jamás se había visto.

Don Bernardino de Velasco, condestable de Castilla, adelantándose, les aguardaba a la entrada de Burgos, junto a un grupo de magistrados. Pero las puertas de la ciudad estaban cerradas y no se abrieron hasta que Felipe y Juana prestaron el juramento de respetar y obedecer los privilegios del lugar. El séquito prosiguió luego hacia Valladolid, enclavada en la confluencia de los ríos Pisuerga y Esgueva. Allí fueron recibidos por el arzobispo y rezaron en la catedral, donde cinco años antes, Juana se había desposado por poder, ante el viejo alemán, representante de Felipe. Pasaron por el palacio de los reyes, el colegio de San Gregorio, besaron reliquias, asistieron a banquetes y a corridas de toros, las que a Felipe terminaron por resultarle demasiado bárbaras. Pero los ojos complacientes de las españolas parecían cautivar y alegrar el corazón del heredero imperial. Con cada mirada encendida, Juana sentía que se le desprendía el alma. Esa alma suya que se iba tras Felipe, siguiéndolo, en cada sonrisa consentida, en cada noche demorada en posadas o tabernas, justificadas por el deseo de los Reyes Católicos de conocer la idiosincrasia del reino. Y fue en Valladolid donde a Felipe le desapareció un cofre lleno de joyas que terminó disgustándolo.

El camino continuaba hacia Segovia, ciudad situada al pie de la sierra de Guadarrama, con su maravilloso acueducto romano de 170 arcos y 28 metros de altura, sus fortificaciones y su imponente alcázar, residencia de los años de infancia de Juana. Pero antes harían un descanso en Medina del Campo.

De las fiestas religiosas la Navidad era para Juana una de las fechas más entrañables. Recordaba la última que había pasado en el castillo de La Mota en Medina del Campo. Tenía seis años y aferrada a las faldas de su madre, la reina de Castilla, había asistido a los solemnes oficios religiosos. Entre cantos, inciensos y cirios encendidos, recordaba también que no podía dejar de mirar aquel Divino Niño en el pesebre, que le miraba y parecía sonreírle.

Pero ese año la archiduquesa no había podido pasar la Navidad en España (que, según el calendario juliano introducido por Julio César, se celebraba el 5 de enero). El día de Navidad era pues el 6, fiesta de Epifanía. Según la tradición católica, «Epifanía» era un nombre derivado de la palabra griega que significaba «manifestación», y era el día en que Jesús se había manifestado a los reyes Magos. El día en que la cristiandad del mundo entero celebraba el cumpleaños de su Salvador. Había tenido que estar en Francia. Ese país que la despreciaba. Por eso su corazón saltó de gozo cuando pudo contemplar de nuevo el castillo de Medina del Campo donde había transcurrido aquel feliz acontecimiento de su infancia.

Las cocinas del alcázar resplandecían por la luz de sus fuegos y por las bujías recién encendidas mientras los cocineros y los ayudantes de cocina preparaban el banquete para celebrar la llegada de los futuros reyes y para agasajar a toda la comitiva flamenca.

Después de tan largo viaje esa noche solo se serviría una comida frugal a base de pescado, verduras y sopa. No obstante, hacía ya varias horas que habían comenzado con el arduo trabajo de preparar el banquete para el día siguiente. Sobre una gran mesa de madera dos cocineros gordos amasaban un pastel que consistía en una mezcla de carnes de aves de caza menor, como perdices, palomas y patos silvestres, salteadas en abundante aceite de oliva, con cebollas, pimientos, laurel, ajos, perejil, tomillo, pimienta, sal y azafrán. Su blanca, leudante y suave masa estaba lista para ser horneada, mientras dos ayudantes iban cubriendo de aderezos unos tiernos gansos para meterlos en las grandes ollas. Otros tres pinches de cocina acomodaban en fuentes inmensas, varias cabezas de cerdos ahumadas, a la vez que varios cerdos, cabritos y corderos daban vueltas dorándose en los fogones. Dos inmensos calderos bullían con abundantes patatas junto a varias artesas y sartenes que humeando sobre el fuego, aromatizaban el aire con sus sabrosos olores. Las confituras habían sido preparadas el día anterior. Turrones, yemitas y natillas esperaban el momento de ser servidos, a la vez que las dulces, suaves y amarillas masas de los budines repletos de frutas secas y rociados con miel y canela, esparcían sus delicados aromas desde los frescos estantes de las despensas. En el gran salón del castillo la cena era sencilla. Truchas horneadas, coles y cebollas, caldos calientes, queso de oveja y pan de centeno. Sin embargo, Felipe se sentía inapetente. El malestar de sus ojos aún persistía y un fuego interior parecía quemarle el estómago, pero trataba de disimularlo para no preocupar a Juana.

—Apuesto a que vuestros padres no tardarán en presentarse —dijo Felipe en medio de la comida.

—Podríais apostar vuestro reino pero lo perderíais. Somos nosotros los que debemos presentarnos ante ellos. Los Reyes Católicos reciben, pero no salen a recibir. Y me resultaría por demás extraño imaginarlos cabalgando fuera de Toledo para recibir a alguien, aunque esa persona se tratara de su propia hija.

En ese momento el conde de Treviño que se hallaba sentado a la mesa al lado de Juana, intervino.

—Vuestra alteza, debo informaros que sus Majestades Católicas han acudido a Toledo desde Granada, donde se hallaban. En el camino han pasado por Extremadura deteniéndose en Guadalupe. Allí han concedido al cardenal César Borgia la ciudad de Andría, otorgándole el título de príncipe y otras tierras del reino de Nápoles, emprendiendo luego el camino a Toledo, donde os esperan para brindaros un gran recibimiento y donde las Cortes les otorgarán el mandato real reconociéndolos oficialmente como los herederos del reino.

—Vosotros los españoles sois demasiado formales y observáis con extrema rigurosidad todas las cuestiones relacionadas con la etiqueta y el protocolo. Mi padre, el emperador, sale a recibir a sus huéspedes con cierta frecuencia y este hecho por sí mismo, no es considerado de ningún modo indigno, siendo la corona imperial, tanto o más antigua que la de España.

Juana mirándolo a los ojos, le habló.

—No es mi intención confrontar contigo y aunque la corona del imperio es un milenio más antigua que la española, así son las costumbres en España. Os aseguro que si la tradición lo permitiese, mis padres ya hubiesen estado aquí. Además los años han pasado también para ellos, han envejecido y mi madre no se ha sentido bien desde la muerte de mis dos hermanos y mis dos sobrinos.

—No estoy confrontando contigo, Juana. No es mi interés. Simplemente estaba haciendo una comparación. Además yo tampoco me siento bien y voy a retirarme a descansar. Os doy las buenas noches y ojalá que en pocos días retomemos el camino a Toledo. Es lo que más deseo.

Tres días más tarde el cortejo reinició la marcha. Se detuvo unos días en el alcázar de Segovia y luego prosiguió el camino hacia Madrid, donde llegaron el 25 de marzo. En aquella hermosa ciudad atravesada por el río Manzanares, Juana y Felipe fueron padrinos de un bautismo colectivo. Un mes antes, el 12 de febrero de 1502, se había publicado un edicto que obligaba a los moros a bautizarse o abandonar la península. El 28 de abril retomaron la marcha hacia Illescas y luego a Olías. Y fue allí que el archiduque comenzó a sentirse afiebrado y decaído. Su médico privado, Ludovico Marliano Milanés, le aconsejó que guardara cama de inmediato. Ante esta situación inesperada, Juana despachó urgente un emisario a Toledo que se encontraba a menos de una hora de cabalgata, con los informes referentes a la salud de Felipe y previniendo a sus padres sobre el retraso involuntario.

Retenido en Olías y con el ánimo contrariado, Felipe permaneció en cama. Su cuerpo se había cubierto de pequeñas manchas color púrpura y la fiebre le aquejaba desde la mañana.

—Lamento el haber enfermado y retrasar los festejos del reencuentro que vuestros padres nos tenían preparados.

—Por ahora no penséis en ello. Debéis recuperaros y permanecer tranquilo que no habrá fiesta sin nosotros.

Después de cinco días de reposo, Felipe comenzó a sentir la mejoría y con ella la serenidad volvió a instalarse en él. Era tarde, las horas que median entre las completas y los maitines. En el exterior de la estancia las hachas continuaban encendidas. Felipe permanecía despierto guardando un ayuno severo a base de pan y miel, intercalado con vasos de agrazada, aquella mezcla de zumos de frutas agrias que parecía refrescarle el estómago. Juana, sentada cerca de la ventana, observaba la noche estrellada. Sobre el azul oscuro del cielo la luz de la luna parecía más intensa, y a través de las sombras de los altos muros se divisaba la inmensa llanura bañada de luz plateada, hasta muy lejos.

De pronto desde el patio empedrado llegó claramente el ruido del tropel de unos cascos de caballos.

—¡Mensajeros! —exclamó Juana y como un torbellino se levantó del banco—. Aguardad, amor mío, que ya regreso —y diciendo esto, depositó un beso sobre los labios de Felipe y corrió por el estrecho pasillo. Cruzó la puerta que desembocaba en la angosta escalera circular y descendió deprisa, saltando de dos en dos los escalones.

Felipe al quedar solo, bajo la tenue luz de las velas, sintió sobre sí todo el peso del destino. Desde abajo llegaban los ruidos de los goznes de las puertas y un lejano murmullo de voces que parecía crecer al acortarse la distancia. Imaginó a Juana, dulce y ansiosa, recibiendo el mensaje en la antesala, escuchando atentamente las noticias reales, para luego ofrecer al mensajero alimento y cobijo como era la costumbre. Pronto regresaría junto a él y nada volvería a ser como antes. La jugada del destino estaría echada. Entonces se levantó despacio y acercándose a la angosta ventana, observó las estrellas que guiaban los destinos de la humanidad. Hacia el este, la nebulosa de Orión relucía como un presente de plata recién llegado del nuevo mundo. La constelación de Tauro tenía un fulgor tan maravilloso y celestial como jamás podría tenerlo ningún ser en esta tierra; Leo y Alfa Centauro resplandecían amenazadoramente como los nombres que las identificaban. Miró hacia el oeste y cada estrella le pareció un diamante finamente tallado, incrustado en el manto de terciopelo de aquella noche de primavera. Levantó sus ojos aún más allá de ellas, hacia el espacio infinito y por primera vez rezó en voz alta pidiendo ayuda. El futuro camino a recorrer sería muy duro, jalonado de peligros, intrigas y traiciones.

Los Reyes Católicos habían recibido, apesadumbrados, la noticia de la enfermedad de Felipe. Aquella gloriosa victoria sobre los moros, con la cual Dios había coronado de grandeza sus vidas se estaba llevando de uno en uno, a los herederos del trono español. Jóvenes príncipes que por derecho hubiesen tenido que ceñir las coronas de los reinos unificados. El sistema de alianzas de España se veía seriamente amenazado y si por desgracia, Felipe de Habsburgo llegaba a morir, la alianza con Austria también quedaría sin efecto. Entonces Juana se vería obligada a casarse nuevamente para asegurar a España otro aliado poderoso. Pero sus padres estaban convencidos que ella se negaría a hacerlo, y en ese caso, debería continuar reinando sola.

—Juana no tiene el suficiente carácter para hacer bien las cosas, sola —dijo la reina Isabel al recibir al mensajero—. Es demasiado amable, dulce, blanda. Le hace falta un corazón duro. Las cruces del destino son las que han endurecido el mío, después de años de guerras, dificultades y muertes. Pero a mi pobre y buena Juana, no la siento capaz. No ha sufrido aún lo suficiente.

Por su parte el rey Fernando escuchó muy serio al emisario que llegaba de Olías y lo abrumó con preguntas.

—¿Qué aspecto tenía el archiduque cuando salisteis?

—Parecía muy enfermo, majestad.

—¿Pero enfermo de qué? ¿Cuál es el mal que le aqueja?

—Todo su cuerpo está cubierto de pequeñas manchas rojas, tiene fiebre, no come y no duerme bien.

—¿Y qué dice su médico?

—Al principio se mostró muy intranquilo, parecía lepra.

—¿Lepra? —exclamó el rey Fernando aterrado.

—Sí, majestad —y una sonrisa de confianza se advirtió en el rostro del mensajero, tranquilizando al rey—. Pero no es lepra lo que padece el señor archiduque, sino un fuerte ataque de sarampión, el cual es más severo por ser su alteza una persona mayor.

—Por la gracia de Dios el sarpullido desaparecerá en un par de días, la fiebre cederá y el enfermo recuperará su vigor —dijo sonriendo el rey y, retrotrayendo sus pensamientos, recordó aquel incidente que se refería al niño de Aragón, el más amado de sus bastardos (los cuales por cierto eran numerosos, pero a los que atendía siempre debidamente en su crianza, educación y porvenir). El rey había sido padre demasiadas veces, muchas más de las que la reina Isabel había sido madre. Según las malas lenguas decían que en los castillos de los reyes de España se educaban todos sus hijos bastardos, al amparo de la muy gene rosa reina Isabel.

—Debí recordarlo —acotó el rey—, el sarampión se manifiesta con manchas rojas en la piel y supongo que no existe ninguna posibilidad que degenere en lepra.

—Majestad, parece que la confusión primera se originó en que el médico del archiduque es de ascendencia alemana y en ese idioma las palabras lepra y sarampión son casi idénticas.

Pero aquellos ruidos de cascos en el patio no correspondían a ningún mensajero. En el centro del empedrado, y alumbrado por la luz resinosa de las antorchas, se hallaba el mismo rey Fernando de Aragón, acompañado por cuatro de sus escoltas.

Violando todos los precedentes había salido al encuentro de su hija y del heredero del Sacro Imperio Romano Germánico. Lo que Francia era capaz de hacer, también podía hacerlo España.

Juana corrió escaleras abajo, pero al llegar al patio y descubrir que era su padre en persona el que acababa de desmontar del caballo, se arrojó emocionada entre sus brazos con la desesperada alegría de lo inesperado.

—¡Padre!, ¡jamás imaginé que vendríais a nuestro encuentro!

—¡Mi pequeña!, no tuvisteis imaginación, entonces.

Y en aquel abrazo se fundieron seis años de ausencias y el fuerte sentimiento que los unía, afloró con la misma intensidad como si nunca se hubieran separado.

Lleno de autoridad, con su rostro bronceado y curtido y sus sienes plateadas por los años, el rey se distanció unos pasos para observar y saludar con una reverencia a su hija heredera, la archiduquesa de Austria.

—Señora archiduquesa, estáis bellísima —y se inclinó para besar su mano.

—Majestad, me emociona volver a veros —dijo Juana conmovida, mientras ponía su rodilla en tierra y devolvía aquel beso.

Los cuatro escoltas de pie, presenciaban asombrados aquel luminoso encuentro producido después de seis años, entre padre e hija.

El rey Fernando la tomó de ambas manos y se quedó mirándola.

—Mi querida y entrañable Juana, observo con orgullo que os habéis convertido en una mujer hermosa. Y ahora decidme, ¿cómo se encuentra vuestro esposo?

—Por la gracia de Dios, mejorando día a día, pero muy ansioso por conoceros.

—Entremos al castillo entonces, y si aún no se ha dormido, subiré a saludarlo.

—Despierto ha de estar esperando las noticias del supuesto mensajero, ¡y gran sorpresa le dará al saber que sois vos en persona quien ha venido a verle!

Padre e hija subieron las escaleras. La puerta de los aposentos de los archiduques se abrió y la figura del monarca atravesó el umbral. Felipe, que se hallaba de pie frente a la ventana, dio media vuelta y se quedó mirándolo entre sorprendido e incrédulo.

—Mi querido hijo, celebro el conoceros y el observar que ya estáis recuperado.

—Majestad, profunda es mi sorpresa y muy grato el honor de vuestra visita.

El rey le tendió los brazos y ambos se abrazaron como si ya se conocieran.

—Majestad, es un honor demasiado grande vuestra presencia —continuó Felipe.

—El que vos y Juana merecéis —respondió el viejo monarca.

Felipe comprendió perfectamente aquel gesto dramático. Su Católica Majestad había cabalgado personalmente para saludarlos y darles la bienvenida a esta tierra que se las ofrecía, como el más grande de los regalos.

El encuentro fue muy cálido y el rey les habló de manera muy afectuosa y sencilla, como correspondía a un padre que añora a sus hijos.

Felipe con su carácter abierto y alegre respondió de inmediato, pues bien sabía que el rey de España jamás había cedido ante nadie, como lo estaba haciendo ante ellos y advirtió en aquel gesto el inmenso amor de un padre. Ante tan inesperada actitud se prometió a sí mismo ponerse a la altura de las circunstancias, para honrar de aquel modo tanto a su suegro como a su esposa.

—Majestad —dijo Felipe— no sé cómo debo llamaros, si mi padre o mi rey.

—Mi querido hijo, no deberíais tener dudas al respecto. Llamadme como a vuestro padre. Como lo que realmente soy, vuestro padre político, por obra y gracia de vuestro matrimonio con Juana. Además debo deciros que tanto la reina como yo, deseábamos fervientemente que llegarais para conoceros y estamos felices de que así haya sucedido.

El cardenal de España, don Diego Hurtado de Mendoza, que se hallaba presente en aquella noche de las presentaciones, después de saludar a todos amablemente se retiró, pues sentía que aquel entrañable encuentro debía ser solo compartido en la intimidad y por los integrantes de la Familia real.

Si bien el idioma impedía que la conversación se desarrollara con total fluidez, puesto que Felipe solo hablaba en francés y en alemán, Juana se ofreció de traductora, allanando el camino de sus dos interlocutores.

Por aquellos días las sutilezas políticas y los cinismos del reino pasaron a un segundo plano, para transformarse en el lenguaje de dos hombres unidos por el amor que ambos profesaban a Juana.

La obsesión del rey Fernando era poder comunicar cuanto antes a Felipe la angustiosa situación hereditaria por la que atravesaba España. ¿En qué manos recaerían las inmensas posesiones de la corona española? ¿En Felipe o en Juana?

El rey dejó entrever en sus conversaciones el profundo temor que la enfermedad del archiduque le había producido y la gran alegría y optimismo que le había causado la noticia de su recuperación.

—¿Y mi madrecita, cómo se encuentra? —preguntó Juana con visible ansiedad.

—Vuestra madre anhela mucho volver a veros, aunque su salud se halla debilitada. Pero si vuestro esposo continúa recuperándose día a día, muy pronto la podréis ver.

—Os agradezco el gesto que habéis tenido para con nosotros de tan extrema cortesía y os ruego trasmitáis a la reina mi deseo de anteponer el cuidado de su salud, a la mía —respondió Felipe.

—Así lo haré. Y ahora, si vosotros estáis de acuerdo, me retiraré a descansar. El viaje ha sido largo y me siento algo cansado. Os doy las buenas noches mis queridos hijos. Mañana por la mañana continuaremos con nuestra plática.

—Buenas noches padre. Dormiré feliz al saberos cerca.

—Al igual que yo, hija mía, dormiré tranquilo sabiéndolos en casa.

—Buenas noches, señor.

—Que mejor sean las vuestras, Felipe.

—Muchas gracias, señor.

Y diciendo esto, el rey besó a Juana, luego abrazó a Felipe y se retiró a sus aposentos.

La puerta se cerró tras él y al quedar solos, «el Hermoso» Habsburgo se dirigió a Juana.

—Toda nuestra comitiva deberá arrodillarse ante vuestro padre.

—¿Y por qué no habrían de hacerlo? —preguntó Juana ingenuamente.

—Algunos están exentos de poner rodilla en tierra, igual que otros que son vasallos del imperio, pero —añadió Felipe como si se tratara de una cuestión sin importancia— como comprenderéis, será una demostración de cortesía seguir vuestro ejemplo cuando dobléis vuestras rodillas ante el rey de España.

Felipe sabía que aquel sería un homenaje en masa de tal magnitud, que el de Juana ante Luis XII resultaría insignificante y pasaría rápidamente al olvido.

La mañana siguiente amaneció soleada aunque algo ventosa. Los estandartes de Castilla flameaban al viento y la banderola del rey aragonés se destacaba en lo alto de la torre de guardia, signo evidente de que Fernando II de Aragón, se encontraba en aquel castillo. Felipe amaneció con claras muestras de estar recuperado, con buen semblante y mejor estado de ánimo. A esas horas el rey esperaba en el salón que ya estaba preparado para el banquete e iluminado por varios candeleros de hierro. El lugar mostraba numerosos trofeos; unos eran recuerdos de las incursiones contra los moros, otros remembranzas de las cacerías por tierras castellanas. Cornamentas de ciervos y cabezas de jabalíes decoraban los muros, dando un toque original a las paredes de piedras.

Encabezando su corte llegó Felipe y fue presentando al rey Fernando, de uno en uno, a los integrantes de su séquito. No obstante, en la conversación mantenida la noche anterior, Juana pensó que aquella actitud era natural y que todos debían arrodillarse ante su padre. Pero las cosas sucedieron de otro modo y el rey Fernando se opuso a toda ceremonia que proviniera de Juana y de Felipe.

—¿Arrodillarse ante mí?, ¿mis propios hijos? Jamás lo permitiré. Solo deseo que ambos disfrutéis de la buena mesa y que os complazca la comida española.

Los archiduques abrazaron al rey delante de todos, mientras Fernando cruzó sus brazos sobre los hombros de ambos. Aquella imagen, más que la de un monarca, era la fiel representación de un padre bondadoso, cuyo único interés era la felicidad de sus hijos.

—Os parecéis mucho a mi padre —dijo Felipe sonriendo—. Las cosas triviales ya no pesan en su ánimo—. El rey, mirándolo, le devolvió la sonrisa en un gesto de complicidad.

Sentados a la gran mesa del banquete el encuentro fue doblemente festejado, porque la recuperación del archiduque también lo merecía. Fernando hizo gala y ostentación de sencillez y humildad, sentándose a la derecha de Felipe, a quien le hizo ocupar la cabecera, como si el joven Habsburgo fuera el monarca reinante y Fernando de Aragón, solo su invitado de honor. La comida fue excelente y el clima extraordinariamente cordial. Los manteles inmaculados y las copas de plata. Pastel de aves asadas con cebollas y ajos, cubiertos de pimentón y pintados con azafrán, liebres guisadas y aromatizadas al jerez, crujientes cerdos y dorados corderos eran adornados y servidos para deleitar la vista y el paladar, mientras que las grandes jarras de oscuros vinos riojanos hacían más placenteros los sabrosos manjares. Tampoco faltaron los ajos crudos, los panes recién horneados, las cabezas de cerdo ahumandas y los quesos manchegos.

Juana se sentía eufórica por aquella ocasión tan especial y única en la que compartía la mesa por primera vez con su padre y su esposo, reflejándolo con elocuencia en sus ojos vivaces.

—Vuestra Católica Majestad podrá reconocer que la boda de vuestra hija Juana, conmigo, la ha transformado en una mujer más hermosa todavía —dijo Felipe dirigiéndose al rey.

—Me agrada sobremanera vuestra afirmación. Tenéis argumentos verdaderamente sólidos. Me recordáis a un fraile —respondió Fernando con una gran sonrisa.

A los postres y mientras el rey jugueteaba entre sus dedos con unas sabrosas y dulces almendras, su rostro se tornó de pronto serio y adusto y dirigiéndose al archiduque, comenzó a hablarle de la problemática situación internacional.

—Francia está preparando un golpe secreto, merced a la agresiva política exterior que siempre ha desarrollado, especialmente en Italia y mucho me temo que esta actitud beligerante, quiebre la paz en el mundo civilizado. ¿Estabais enterado de ello, mi buen archiduque?

Pero su desconfiada sangre de Habsburgo le advirtió que Fernando estaba actuando cual si fuese su propio embajador. Su Católica Majestad estaba demasiado ansioso, demasiado jovial, como si tratase de vender algo cuya calidad sabía inferior. Cauteloso el archiduque respondió:

—Señor, no tenía el menor conocimiento de que Francia estuviese efectuando en estos momentos, preparativos bélicos para actuar sobre Italia.

—Hijo mío, tened mucho cuidado y no os dejéis engañar por Luis XII —dijo el rey con aire de misterio.

Felipe guardó silencio.

Al concluir el almuerzo y en un gesto que provocó el murmullo de todos los presentes allí reunidos, el rey Fernando se levantó del banco y tomando de la mano a su hija, la condujo hasta la plataforma del trono y la hizo sentar en él.

—Este gesto es algo prematuro, hija mía, pues vuestros padres viven aún, pero anticipa lo que habrá de venir.

En aquel instante, Juana, sintió un estremecimiento de angustia y la patética visión de que una horca se cernía sobre su cabeza. Toda la pesada responsabilidad de sustituir a sus hermanos desaparecidos recaía repentinamente sobre ella y por un instante, tuvo que reprimir el fuerte deseo de escapar de allí y reanudar su pacífica existencia dentro de sus acristalados y magníficos palacios de Flandes.

—¿Os sentís bien, Juana? ¿Qué tenéis hijita? —preguntaron Felipe y el rey, al observar la palidez extrema de su rostro.

Fue entonces cuando Juana cayó en la cuenta de que la corte en pleno permanecía inmóvil observándola y solo atinó a tomarse de la mano de Felipe que se hallaba a su lado y descender del trono rápidamente.

—No me abandonéis —le dijo al oído de Felipe—. Estoy mareada y siento el frío de la soledad, tan intensamente ¡cómo en el cruce de los Pirineos!

Repuesta del mal trance, los colores volvieron a su rostro y la sonrisa se instaló en sus labios. Unos instantes más tarde abandonó el salón y se dirigió hacia sus aposentos. Felipe le acompañó, pero regresó de inmediato junto a su suegro.

—¡Soy realmente afortunado! —dijo el monarca aragonés al reanudar la conversación—. El cielo me arrebató un hijo pero me ha dado un nieto, Carlos, el cual no tengo la menor duda, ¡llegará a ser el emperador más grande de la historia!

—Comparto plenamente vuestra ilusión —respondió Felipe con orgullo.

Al día siguiente el rey Fernando regresó junto a la reina Isabel en la anhelada Toledo, cuna de nacimiento de Juana y residencia temporaria de los Reyes Católicos.