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Enemigos

Una hora justa antes del amanecer dos mensajeros montados salieron de Blois, el domicilio oficial de la corte francesa y lugar de nacimiento del rey Luis XII de Francia. Entre Tours y Orléans se levantaba la fortaleza medieval de los condes de Blois, la que había sido transformada en residencia oficial de los monarcas franceses. Con una construcción arquitectónica poco común y su fachada de estilo italiano, rodeada de bosques de ensueños que cambiaban de color según las estaciones del año y el río Loira serpenteando por la campiña, aquel lugar era el sitio ideal para un rey.

—¿Vais lejos? —preguntó alegremente uno de los guardias reales que custodiaba el portal de entrada a la fortaleza.

—A Lille, a dar la bienvenida en nombre de sus muy Cristianas Majestades a los archiduques de Austria.

—Que tengáis buena suerte. El viaje es largo.

—Gracias. La necesitaremos.

Luis XII iba a salir a recibirlos por la tarde con una escolta de cuatrocientos lansquenetes que se uniría al gran séquito de los célebres visitantes.

—El archiduque de Austria es mi amigo. Rendidle honores por donde quiera que vaya —habían sido las órdenes precisas del monarca francés.

Juana y Felipe habían salido de Gante en la fría mañana del 4 de noviembre de 1501. El mundo entero le pareció a Juana triste y gris. Las ciudades y los campos desoladamente indefinidos. Los bosques, el cielo, las colinas, todo, se volvía confuso y borroso en aquellas heladas soledades de su alma, transfigurada por la amargura de tener que dejar a sus pequeños hijos. Era la misma sensación de pasar directamente del paraíso al infierno.

A la cabeza de la columna cabalgaba Felipe, flanqueado por dos de sus más capacitados y jóvenes lugartenientes y su consejero desde la infancia, el arzobispo de Besançon. Las banderas con el aspa de Borgoña o cruz de San Andrés, símbolo del archiduque (ya que Austria estaba bajo el patronazgo de san Andrés), flameaban al viento. Detrás de ellos cabalgaba Juana y sus caballeros de honor, el vizconde de Gante, Hughes de Melun, y Antoine Laclaing, señor de Montigny, seguida por los arqueros de Borgoña, que, en unión con la guardia amarilla traída de Bruselas, constituían la escolta real. Por último, marchaban los hombres de armas y toda la corte compuesta por dos centenares de personas. El cortejo de la archiduquesa, por orden de Felipe, había incluido siete damas españolas y treinta y cuatro borgoñonas, cien cortesanos y otros cien entre escuderos, lacayos, cocineros, camareras y demás gente de servicio. Un gran cargamento acompañaba la colorida comitiva. Ajuares, muebles, valiosos tapices flamencos y una exquisita vajilla, constituían parte de los obsequios que Juana llevaba para su madre, repartidos en cien carretas.

La comitiva real marchaba hacia Lille, junto a los ríos límpidos y brillantes, cruzando fértiles valles cubiertos por viñedos. Juana había rechazado la litera y cabalgaba a horcajadas, cubriendo sus piernas con una gruesa manta.

A medida que el sol se levantaba, un agradable y avanzado otoño comenzaba a insinuarse en el valle del Loira con interminables y maravillosos contrastes. Los campos de trigo segados parecían un mar de oro mecido por la brisa, mientras un zumbido de abejas llenaba el aire y un aroma de uvas y miel se esparcía por doquier.

En las postreras horas de la tarde, cuando comenzaban a descender los últimos destellos del sol, los archiduques de Austria y su séquito cruzaron la puerta de la ciudad. Bajo la sombra imponente de la inmensa catedral se detuvieron en la Rue des Fontaines, frente al Hotel de Ville, mansión que pertenecía al obispo del lugar, preparada para recibir a los ilustres visitantes.

Se hallaban en territorio francés. La noche espesa y oscura caía sobre las gárgolas que sobresalían debajo del tejado de los techos, ocultando a los jinetes que habían desmontado y se disponían a entrar. Juana se detuvo antes de cruzar el umbral y dejó que el frío de la hora le diera en el rostro, fue entonces que, empequeñecida bajo la mole imponente de la iglesia, tuvo la extraña sensación que un frío helado recorría su espalda. Vio reír a Felipe junto a sus lugartenientes y percibió claramente que su esposo, a pesar de su carácter alegre, poseía en su interior un potencial de grandeza, una capacidad de astucia y cualidades de diplomático, que deberían hacerse realidad. Sus manos serían las destinadas a dar forma a aquella promesa latente. Luego se encogió dentro de su abrigada capa y sus pensamientos volaron a Gante, junto a Leonor, Carlos e Isabel, aquellos tres hermosos pequeños que habían aprendido a llamarla «mamá», siempre en flamenco o francés, pero jamás en castellano.

La mañana siguiente amaneció fría y debieron proseguir el viaje rumbo a Saint Quentin. Descansaron en Cambrai. De Saint Quentin siguieron a Noyon y Saint Denis, camino a Blois. Cabalgaban alternadamente entre el Sena y el Loira. Los tremendos dolores y tribulaciones que acechaban a Juana iban desapareciendo a medida que se adentraba en la hermosa y agradable Francia. Su espíritu se iba alegrando ante la belleza serena de la campiña, enmarcada bajo aquellos inmensos cielos y entrecruzada por caprichosos ríos. Pero lo que más agradaba a su corazón era aquel ambiente festivo que reinaba en cada pueblo por el que pasaban. La gente los aclamaba con vivacidad, mientras arrojaban a su paso centenares de florecillas. Las ciudades francesas, amuralladas y recias por fuera, estaban llenas de vida por dentro. En sus plazas, los buhoneros anunciaban a gritos su mercadería, mientras los peregrinos, mercaderes, monjes, prostitutas y campesinos se congregaban en las calles o alrededor de las fuentes públicas, en pequeños grupos bulliciosos que conversaban mientras otros vendían sus mercancías. Las grandes campanas de las iglesias y catedrales y sus toques de carillón resonaban a cada hora. Las ventanas con sus vidrios de colores, algunas de las cuales databan del siglo XII, formaban múltiples arcos iris cuando el sol las iluminaba y en todas partes se respirara un clima de ruidosa alegría. Era agradable ver a los niños jugar en las calles y a los hombres y mujeres yendo y viniendo afanosamente, comprando o vendiendo, peleándose o riéndose, conversando o gritando. Los negros hábitos de los monjes benedictinos, verdaderos eruditos que transcribían y conservaban para la posteridad las joyas literarias de Grecia y Roma, añadían una nota de sobriedad sobre el vivo colorido de aquella multitud. Y como si semejante entusiasmo por la vida fuera contagioso, la alegría daba la impresión de haber penetrado también, en el séquito de los archiduques de Austria.

Tal vez por el estado especial de su espíritu o a causa del impacto de tantas bellezas, Juana observaba asombrada el dulce panorama francés, justo intermedio entre la alegría flamenca y la rigidez española.

—¡Estos franceses son realmente civilizados! —comentaba Felipe alegremente.

—¡Son personas de culta existencia y muy corteses, aunque disfrutan de una educación desenfrenada y tumultuosa! —observaba Juana.

El rey Luis XII de Francia había pensado en todo, tanto para divertir y alegrar como para doblegar y adular a sus ilustrísimos huéspedes.

Los archiduques se habían convertido desde el mismo instante en que pisaron el suelo francés, en las personas más importantes de la política escurridiza, cambiante y falsa de aquellos días.

En Italia iba surgiendo una nueva conciencia sobre la afirmación de los estados nacionales, concepto totalmente nuevo que se refería a la infabilidad del Estado, es decir, no a la infabilidad de un rey o de una religión, sino de una región geográfica. Comenzaba a surgir el Renacimiento que luego se propagaría por toda Europa.

Que un rey reclamase sobre las propiedades de sus súbditos, o que un papa solicitara para sí el dominio de la conciencia de sus fieles, era algo totalmente coherente con las costumbres de la época. Pero que un Estado nacional, recientemente constituido, reclamase infalibilidad para sí era algo nuevo y por demás novedoso.

El italiano Nicolás Maquiavelo era el iniciador de esta nueva filosofía de gobierno (la que se plasmaría más tarde, en el año 1513, en su famoso libro El príncipe).

De todos los reinos de Europa, Francia era el más nacionalista y el más orgulloso de los rasgos que lo distinguían. Su sabrosa cocina, junto al burbujeante vino de Champagne, la excelencia de sus sedas, la hermosura de sus mujeres, la extravagancia en el vestir, el suntuoso espectáculo de sus torneos, su legendaria hidalguía, sus inmensos cañones y su rey, Luis XII, afable e inofensivo, lo caracterizaban con singular particularidad. El monarca era adorado por los franceses y su Parlamento le había otorgado el título de père du peuple —padre del pueblo—, por la sincera y profunda gratitud al haber mantenido a Francia alejada de conflictos bélicos, someter el poder feudal a la corona, consolidar las fronteras y dejar al pueblo la libertad de cultivar y cosechar sus campos. No era excéntrico, como tampoco era sobresaliente, sin rarezas ni codicia. Así le pareció a Juana en un principio, para simpatizar luego con él.

Luis XII era un hombre de mediana edad, casi calvo, de nariz ancha y ojos saltones, de fácil sonrisa y gran dignidad en sus gestos y modales y a pesar de ser más bajo y más delgado que la reina, se movía con extrema lentitud.

Su sobrina, la bella y joven condesa Germaine de Foix, hija de su hermana María de Orléans y de Juan de Foix, conde d’Étampes, que se encontraba en la corte de Blois, solía decir de él, con una sonrisa en los labios: «Lo mejor del querido tío Luis es que nadie se siente inferior a él». Felipe rió con ganas al oír, por primera vez, aquella frase tan ingeniosa, mientras Juana apenas pudo esbozar una sonrisa. Si bien los reyes de Francia habían dispuesto que, desde el Rhin hasta el Sena, el viaje de los archiduques fuese un verdadero desfile real, actuaron ni más ni menos como los grandes señores respecto a sus vasallos. En todas las ciudades el señor del lugar los recibía con las puertas abiertas de par en par, mientras los estruendosos cañones daban la bienvenida a tan nobles visitantes. En su honor se celebraron recepciones, banquetes y bailes y todo se iluminó especialmente, para ver pasar a la joven y hermosa pareja.

Felipe había rendido su homenaje por Borgoña ante Luis XII, con su rodilla en tierra y repitiendo las antiguas palabras del ritual: «Vuestros amigos son los míos, vuestros enemigos son los míos, para unirme a ellos o guerrear contra ellos, según sean vuestros deseos, Luis, muy cristiana majestad, rey digno y justo a quien, ante Dios y por las sagradas reliquias de vuestros santos y en presencia de todos estos, mis pares de Francia, yo, Felipe de Habsburgo, en nombre del ducado de Borgoña, os juro perpetuo vasallaje».

Juana había presenciado la ceremonia con disgusto, viendo cómo su esposo se comportaba cual un súbdito fiel, cumpliendo con todos los requisitos indispensables para reconocer en aquel monarca, a su señor. Parecía que solo se atenía a su escueto título de Flandes; y le molestaba el hecho de que aquellas palabras de vasallaje al rey de Francia no hacían otra cosa que repetir las pronunciadas a su padre, el emperador Maximiliano, en nombre del mismo ducado de Borgoña. Le irritaban las incoherencias, pero no le reprochó absolutamente nada. Tal vez Felipe tenía razón, cuando afirmaba que los juramentos feudales carecían por completo de significado.

Sin embargo, en los aposentos, Juana no pudo contener el llanto.

—¡Os arrodillasteis delante de él! ¡No sabéis la vergüenza que me habéis hecho sentir!

—No seáis tonta, Juana. Haced de cuenta que solo ha sido un baile, donde vos también dobláis las rodillas al danzar.

—Es algo totalmente distinto.

—No lo creáis.

—¡Jamás me arrodillaré en homenaje ante el rey de Francia!

Felipe rió y la consoló con un beso.

—Debéis ser paciente, querida.

—La paciencia nos hace soportar los males con resignación, nos hace esperar con tranquilidad las cosas que demoran. Y yo no soy paciente.

—Sin embargo, la paciencia es más útil que el valor.

—Pero todo valor tiene su precio. El precio del respeto hacia uno mismo, el precio de la dignidad, y no estoy dispuesta a que los reyes de Francia jueguen conmigo. En ningún momento han disimulado sus deseos de doblegarme, ni la enemistad manifiesta que siempre han sentido hacia mis padres.

La reina Ana de Francia tenía aspecto maternal, regordeta y rosada como las manzanas de Bretaña, provincia de donde procedía, tan rica en huertos, campos sembrados y ganados que en Francia le llamaban el granero del mundo.

Ana de Bretaña era hija y heredera de Francisco II, último duque de Bretaña. Sitiada en Rennes por los Beaujeu (Ana de Beaujeu —hija de Luis XI y hermana de Carlos VIII— y su esposo, Pedro II de Borbón, señor de Beaujeu), fue obligada en 1491 a casarse con Carlos VIII, rey de Francia y recuperar así la Bretaña para la corona. Aquella era una extensa región situada entre Poitou y Normandía, entre Anjou, Maine y el océano. Su nombre derivaba de haber sido poblada en el siglo V por los bretones o britones, población de la Gran Bretaña que hubo de evacuar la isla cuando desembarcaron en ella los anglosajones, a quienes ellos, precisamente, habían llamado para defenderse de sus tradicionales enemigos, los pictos y los escotos.

Bretaña había sido un ducado independiente y en 1491 se había reunido definitivamente a la corona francesa.

En 1498, Luis XII, de la casa Valois, acababa de llegar al apetecido trono francés y mucho necesitó para concretar sus apetencias de un hombre español: el papa Alejandro VI. El rey necesitaba obtener no solo el ducado de Bretaña sino también a su titular, la reina Ana, viuda de su antecesor, Carlos VIII (de la misma Casa), mucho más seductora que su propia esposa. Pero la anulación de su boda, a fin de contraer nuevas nupcias, solo podía ser concedida por el soberano pontífice. Para lograr su cometido, Luis XII prometió al hijo de Alejandro VI, César Borgia, deseoso de poder y de dominios, una mujer de sangre real, Carlota de Albret; el título de duque de Valentinois; el condado de Diois en el delfinado y la señoría de Issoundun.

Así el papa español, sin ningún deseo de favorecer a Francia, cedió a las presiones de su propio hijo, quien llegó a dominarlo y se plegó a sus razones. Esto contribuyó para que Alejandro VI entregara a Luis XII la bula, autorizándolo a desposar a Ana de Bretaña, abandonando a su esposa Juana de Francia, la hija de Luis XI, hermana de Carlos VIII y de Ana de Beaujeu.

La reina Ana nunca había sido hermosa. Con un problema de cojera que disimulaba con una plataforma mayor en uno de sus zapatos y con su juventud ya lejana, retenía un capricho que la hacía sumamente desagradable: humillaba a todas las mujeres que fuesen más hermosas que ella, a la vez que pretendía aumentar la dignidad de su real esposo cuantas veces le fuera posible. Para llevar a cabo sus bajos propósitos, empleaba toda su astucia provinciana y el peso que su posición real le confería (ambas condiciones, por cierto, notablemente desarrolladas).

Desde el primer instante en que vio a Juana de Castilla, sintió hacia ella el rencor que le despertaba el saberla de una clase superior. Jamás podría tolerar aquel cuerpo perfectamente formado y aquella mente despierta e inteligente.

Horriblemente celosa y profundamente disgustada por la hermosura de Juana, desconfiaba de ella y, en su pervertida mente, fue tramando toda clase de engaños y tretas para tratar de humillarla. No soportaba que aquella noble y orgullosa cabeza española y aquellas hermosas y bien formadas rodillas no se doblasen en homenaje hacia su esposo, el rey de Francia.

—El archiduque Felipe ha rendido con todos los honores su homenaje al reino de Francia y eso llena nuestros requisitos —le advirtió el rey Luis XII.

—Pero yo aún no estoy satisfecha —contestó su esposa, y su comportamiento le pareció al rey el de una embrutecida campesina, más que el de una reina distinguida.

—¡Haced que ella también os rinda homenaje! —continuó la reina.

—Me sentiría muy gratificado que la futura reina de España me rindiese homenaje, pero la verdad es que no sé cómo hacer para lograrlo —replicó Luis XII, presintiendo lo que su esposa tramaba y por temor a contradecirla.

—¡Yo lo lograré! ¡Dejadme a mí y os asombraréis!

—¡No olvidéis que el protocolo es muy complejo! —aconsejó su esposo.

—¡Al infierno con el protocolo! —respondió airada la reina.

—Como bien sabéis, no podré reunir a toda la corte para una ceremonia así.

—¡Yo le tenderé una trampa y ella se arrodillará sin darse cuenta! Ninguna ceremonia será necesaria, solo me basta con que doble sus rodillas ante vos y que todos la vean.

—Sería muy gratificante, pero debéis tener mucho cuidado.

—No temáis. Dejadlo en mis manos —replicó Ana Bretaña, con una sonrisa de complicidad.

A partir de aquel día la reina Ana solo dio señales evidentes de una esmerada y especial atención hacia Juana y, más allá del protocolo preferencial que regía para todo huésped real extranjero, se dedicó a complacerla hasta en los más pequeños e insignificantes detalles.

Sabiendo que a Juana le agradaba muchísimo la música, dispuso que los archiduques de Austria despertasen por las mañanas con los suaves acordes de violas y laúdes a las puertas de sus aposentos. Por algunas damas del séquito español, la reina de Francia también se enteró que a la archiduquesa le causaba más placer beber vino que champagne y, a partir de entonces, en la mesa solo fueron servidos vinos de Bordeaux. A Juana le agradaba más la carne de pescado que la de cordero o ave, por lo que se dispusieron diariamente de nobles cabalgatas (mediante el servicio del caballerizo real, que era la persona responsable del despacho de los decretos reales), para que portara pescado desde las costas, recubierto con hielo de los Pirineos. Diariamente Juana podía disponer en la mesa de abundante pescado fresco.

Caza de cetrerías, torneos, juegos de lanzas, banquetes y bailes eran celebrados en honor de los archiduques. Sobre los finales de su estadía en Francia, un día al despertar, Felipe le habló a Juana:

—Mañana por la tarde habrá un torneo y por la noche una fiesta en nuestro honor para despedirnos. ¿No os parece una gran delicadeza?

Felipe siempre se había sentido atraído por los torneos a pesar de que a Juana le desagradaban. Algunas veces ella tenía la sensación de que le disgustaba todo lo que a Felipe le producía placer. De la misma manera en que le producían rechazo y aborrecimiento todas aquellas bellas mujeres que le sonreían y que eran retribuidas por las sonrisas del archiduque.

—Creo que en realidad los torneos no me agradan, por el solo motivo de que podéis sufrir en ellos algún daño.

—Voy a terminar convirtiéndome en un archiduque gordo y viejo, si no me dejáis que, al menos, haga un poco de ejercicio —le dijo Felipe y la besó en la boca. Juana se sentía volar envuelta en aquellos brazos fuertes y amados. Como siempre.

—Os prefiero mil veces gordo y viejo que joven y muerto. ¡Os amo, Felipe, y deseo que viváis muchos años a mi lado!

—No me sucederá absolutamente nada, mujer. Quedaos tranquila.

Durante los torneos, y a pesar de los grandes dispositivos de seguridad, en algunas ocasiones alguien podía resultar herido. A lo largo del palenque se levantaba una gran valla de madera que separaba a los caballeros rivales para evitar que chocasen entre sí con sus caballos. Por sobre esta valla los adversarios se apuntaban con sus lanzas uno al otro, las cuales terminaban en unas bolas acolchadas. Sus yelmos estaban atornillados a sus hombreras y sus viseras cerradas. Si la lanza se astillaba, lo caballeresco era alzarla para no tocar o herir al contrincante y si por accidente la lanza tocaba dando en el blanco y desmontaba al caballero, según las reglas del deporte, no perdía, sino que era proclamado el empate y el armero que había construido aquella lanza era expulsado de la Lonja de Armeros, por ser considerado un artesano torpe e incompetente. Y si como había ocurrido en contadas ocasiones, la lanza astillada penetraba por la ranura de la visera y dejaba ciego o daba muerte al caballero, el armero que la había construido era enviado de inmediato a la horca.

En los torneos, inspirados en verdaderas batallas, la integridad del corcel de combate era tan importante como la del caballero combatiente y con aquellas protecciones y defensas en favor de los participantes, este juego duro y peligroso para quienes lo observaban, era mucho más seguro que la caza del jabalí, único y verdadero rival de este deporte.

El espectáculo era fascinante, con la presencia de bellas damas aclamando a los elegantes caballeros que lucían sus favores en sus yelmos: una cinta, una liga, un guante o algún otro detalle femenino; las trompetas daban la señal de cargar y al final, los espectadores vitoreaban y aplaudían al vencedor.

Los médicos cirujanos estaban siempre presentes, instalados debajo de la alta tribuna destinada a la nobleza, junto a los palafreneros y pinches de cocina, cuya posición social compartían, vestidos con largos mantos y altos sombreros en forma de turbantes. Al lado de los braseros encendidos, estaban siempre listos a cauterizar de inmediato alguna herida o restañar la sangre con percloruro de hierro. Observaban detalladamente el torneo porque su fortuna quedaba asegurada si lograban salvar alguna noble vida y, en caso de producirse un accidente grave, se contaba siempre con la ayuda espiritual de los más distinguidos miembros del clero, que concurrían a presenciar los torneos que se realizaban, por orden del rey.

Los estandartes ondeaban al viento, los tambores redoblaban, los pífanos sonaban y millares de espectadores, vestidos con sus mejores galas, tomaban asiento en las tribunas cubiertas por guirnaldas de flores, mientras gritaban, aclamaban o aplaudían, junto a toda la nobleza allí reunida. En el palenque era posible conquistar fama de valiente y de hombre fuerte y hasta se lograba obtener beneficios materiales si se ganaba la lid, dado que la montura, el caballo y la armadura del caballero vencido, pasaban a ser propiedad del vencedor que lo había desmontado. Las damas, cuyos colores lucían los combatientes, eran las que entregaban el premio de la victoria: una rosa, un ramillete o un poema. Y aquellos estímulos románticos encendían más aún la sangre de los apasionados caballeros al lanzarse al galope de sus corceles, a lo largo de la valla, con la lanza en ristre y apuntando al pecho de su rival. Tal era la poderosa combinación de peligro, excitación y colorido que los torneos se convertían en el deporte más alegre, brillante, civilizado y popular que aquella época podía ofrecer.

En un torneo como el que participaría Felipe, el protocolo era un factor que debía ser considerado con muchísimo cuidado. El huésped de honor tenía que enfrentarse a un contrincante digno de su valor, por tener como competidor a un rey extranjero y con igual consideración debía ser alguien que en caso de que resultase herido o muerto, no perturbara en nada las relaciones exteriores de la política de Francia.

La tarea de buscar un rival para el archiduque se había tornado por demás ardua. El conde d’Armagnac no podía ser, porque además de ser un señor de un poderoso dominio, de buena estatura, similar a la de Felipe, era un bastardo (situación poco grata y por demás desmerecedora). El conde d’Etampes y vizconde de Narbona, Juan de Foix, hijo de Gastón IV, conde de Foix y vizconde de Castellbó, esposo de María de Orléans, padre de Germaine y, por consiguiente, cuñado del rey Luis XII, era un espléndido caballero, pero tenía más de cincuenta años, tornándose muy dispar su condición de rival.

La situación se había vuelto difícil y delicada de resolver. Todos los caballeros de Francia ansiaban tener el honor de cruzar sus lanzas con el joven Felipe de Habsburgo, rey de los Países Bajos, posible heredero del Sacro Imperio Romano Germánico y futuro rey consorte de las Españas.

Por su parte, el archiduque no manifestaba preferencia alguna, dado que no sentía celos ni envidias y por lo tanto no quería tampoco humillar a ningún contrincante. Lo único que deseaba era intervenir sanamente en un torneo, confiando en salir vencedor, como siempre lo hacía, aunque tampoco le preocupaba en lo más mínimo la posibilidad de salir derrotado.

La tarde y la hora del torneo llegaron inexorablemente. Felipe permaneció sentado junto a Juana, observando con lógica impaciencia las primeras justas del torneo.

—¿Sabéis por ventura quién es la persona a la que me han asignado por rival? —preguntó Felipe con curiosidad al maestro de armas, que estaba dando los últimos toques a su armadura para que todas las bisagras funcionasen con precisión. El hombre alzó la cabeza y respondió.

—Alteza, el rival que os han asignado es el príncipe Leopoldo Graf von Hohenstaufen, tiene veinticinco años, seis pies de estatura y con un alcance de brazo que, según dicen, es el mayor de toda Alemania.

—Ese último dato me tiene sin cuidado. Con la lanza eso deja de tener importancia y Francia no es el imperio, donde el caballero derribado puede levantarse y proseguir el combate a pie. ¡Aquí la lid está limitada solo a un arma y una pasada a lo largo de la valla! —respondió Felipe con seguridad.

Hohenstaufen era un vasallo del imperio, pero un feudatario distante de su emperador y las relaciones entre feudos eran tan complejas y remotas que nadie de los que asistían aquel día al torneo, habían caído en la cuenta que el señor iba a medirse con su vasallo, sino que lo hacía con un oponente digno en todos los sentidos. Por su parte el príncipe Leopoldo se decía independiente y todos cuantos le rodeaban lo consideraban de aquella manera. El único que no lo hacía era el Colegio de Heráldica Francés, con su prolija erudición. Era un hombre más alto y corpulento que el archiduque y su armadura y su caballo eran de color negro, lo cual le confería un aspecto misterioso, a la vez que le daba aires de señor poderoso y decidido.

Desde la tribuna, Juana presenció el alistamiento de los dos caballos y sintió una dolorosa contracción en el pecho, mezcla de odio y dolor, contra aquel príncipe desconocido, extraño y oscuro, que apuntaba con su lanza el corazón amado de Felipe.

«El Hermoso» Habsburgo dio su última mirada a Juana, antes de bajar su visera y afirmó sus piernas fuertemente a los costados de su caballo berberisco, ensalzado con terciopelo negro y campanillas de plata, e inclinándose hacia adelante, murmuró unas palabras en la oreja del animal: «Vamos por él, Moro».

Moro tenía un importante árbol genealógico, tan digno como el rival de Felipe o cualquier otro noble de gran estirpe. Juana se lo había obsequiado, eligiéndolo entre los mejores caballos árabes que poseía. Felipe le bautizó Moro, pues su verdadero nombre era imposible de pronunciar.

Un suspiro general partió de la muchedumbre y no solo Juana sintió preocupación por la suerte de Felipe, sino toda la concurrencia. El águila del imperio relucía labrada en oro sobre su yelmo, al cual había atado una cinta amarilla (el color de Juana). Su armadura era una verdadera obra de arte con incrustaciones de oro, como correspondía al hijo del emperador.

Felipe recorrió con sus ojos las tribunas y al fijar su mirada en el caballo de su adversario sintió un impulso de confianza. En Moro tenía un aliado, un amigo leal e inteligente, mientras al otro caballo se lo notaba sobrecargado, demasiado dócil y excesivamente entrenado.

Las trompetas sonaron anunciando el número final y el más importante del torneo. Los dos caballos comenzaron su galope desde los extremos del palenque, uno hacia el otro, encontrándose en el centro de un formidable impacto. Felipe, todo músculo, todo impulso, Hohenstaufen sólido y duro como una roca. Las dos lanzas dieron en el blanco y se mantuvieron firmes, arqueándose como un junco, pero sin romperse.

Felipe de Habsburgo apretó sus rodillas a los flancos de su caballo, mientras que su rival presionaba con fuerza hacia adelante. Un peso había chocado con otro similar a una velocidad combinada de dieciocho leguas por hora. La fuerza de ambos estaba concentrada en los extremos de las lanzas que hacían presión sobre los dos cuerpos. Y de no haber existido ningún otro elemento que la sola fuerza física de ambos, los dos jinetes habrían sido desmontados.

Pero Felipe poseía una gran ligereza mental y un caballo más veloz que su contrincante y haciendo un cálculo exacto del paso de Moro, buscó en esa fracción de segundo, cuando los cuatro cascos de su animal dejaban el suelo y sus enormes músculos traseros, los más poderosos de todo su cuerpo, lo impulsaban hacia adelante al máximo de la velocidad, para dar el choque preciso a su contrincante. Los mejores caballeros sabían por instinto sacar mayor ventaja al galope de un caballo que avanza, no en carrera rápida, sino con una serie de saltos.

El instante preciso del impacto estuvo lleno de incertidumbre, los cirujanos aprestaron sus braseros por si la muerte rondaba el palenque. El caballo de Felipe hizo una pausa y se enderezó fugazmente sobre sus patas traseras, el soberbio animal había sentido una presión en sus flancos y la voz de su dueño le ordenó detenerse.

—¡Perdió el equilibrio! —dijo la reina Ana. Mientras, Juana apretaba sus manos y rezaba en voz baja. Pero la detención momentánea de Felipe había sido intencional. Él y su corcel parecieron detenerse, mientras la figura oscura del príncipe alemán avanzaba con fuerza a la carga. Hohenstaufen sintió el fuerte golpe y el rebote. La lanza de Felipe se arqueó y tomó impulso, se enderezó y en aquel momento derribó estrepitosamente de su montura al noble alemán, entonces el caballo galopó asustado y sin su jinete, hasta el extremo de la palestra, mientras Hohenstaufen caía a tierra aturdido por el golpe y un grupo de colaboradores corría para socorrerle.

Notablemente disgustado, el alemán, se alejó de la arena. Juana, agradeciendo a Dios por la suerte de Felipe, corrió hasta él entregándole un poema de amor; el premio a su victoria. Felipe sonrió agradecido y después de besarla, visiblemente emocionado, envió de inmediato a uno de sus lugartenientes a preguntar si el príncipe había sufrido alguna herida. Unos instantes más tarde, este volvió informándole que se hallaba ileso. El archiduque se había despojado de su armadura, cuando apareció su contrincante e hincando una rodilla en tierra, se dirigió a él en idioma alemán.

—¡Es mi deber rendir a vuestra alteza imperial, mi armadura, mis arreos y mi caballo!

Hohenstaufen estaba acostumbrado a recibir cumplidos y Felipe, ya enterado de estos antecedentes, le respondió.

—La suerte hoy ha querido estar de mi lado, como podría haberlo estado del vuestro. Pero la fuerza de vuestra lanza, más que una lanza parece un ariete. Tened la seguridad que de esto se enterará mi padre y sabrá cuan afortunado es, al tener vasallos de estirpe como la vuestra.

El príncipe respondió a los cumplidos, agradeciéndole y deseándole larga vida al archiduque de Austria. Felipe por su parte se interesó en conocer detalles de aquel lejano y desconocido principado, revelando algunos conocimientos generales, a los que Hohenstaufen respondió sonriente.

—El principado está experimentando un excelente crecimiento. Las hilanderías de Wurtemberg producen cada día más. Los impuestos se perciben a su debido tiempo, todo marcha correctamente y, según tengo noticias, el emperador se halla totalmente satisfecho.

—Y yo también lo estoy —respondió Felipe.

Seguidamente el archiduque dispuso que el caballo, los arreos y la armadura de Hohenstaufen fuesen donados al hospital de Saint Jean de Brujas y, despidiéndose amablemente de aquel príncipe, se encaminó al reencuentro de su amada Juana.

Junto a la puerta de la sala de Armas, se habían reunido también un puñado de personas que esperaban para saludar a los archiduques antes que entraran en el palacio. Los vítores seguían resonando cuando pasaron por la entrada abovedada y cruzaron por el patio de los Nobles. Felipe pensó entonces lo fácil que era conquistar el afecto de la gente, siempre y cuando se preocupara él mismo de descubrir lo que a ellos les interesaba. Juana caminaba a su lado, sonriente, mientras saludaba con la mano, sin que su rostro inescrutable revelara un ápice de la tortura mental que la atenazaba. Su única ambición era envejecer junto a él.

—Mi adorada Juana, os asusté demasiado hoy, así es que ruego sepáis perdonarme —dijo Felipe y su boca carnosa, que con tanta facilidad reflejaba a veces sus emociones, sonrió de puro gozo.

—Felipe, solo pido a Dios que nos proteja —y resultó reconfortante para ella, notar cómo él la tomaba de la mano y la acercaba hacia sí, sin importarle que toda la gente los estuviera mirando.

Felipe, apartándola un instante, la miró a los ojos y le habló con ternura.

—Dejad que os mire. Solo que os mire.

Juana inclinó su cabeza hacia atrás y sonriendo, esperó que los sentimientos de temor no se reflejaran en su rostro.

—¿Estáis pálida? ¿Ocurre algo malo?

—Solo el temor de perderte.

—Pero ya veis, nada ha sucedido. ¿Por eso tembláis?

—Estoy destemplada, pero no es nada, comparado con el peligro que habéis tenido que enfrentar vos.

Felipe sin poder contenerse la apretó contra sí.

—Entremos, aquí afuera hace demasiado frío.

En la intimidad de los aposentos, Felipe se quitó las botas y ordenó le prepararan un baño bien caliente. Dos sirvientes acarrearon el agua humeante con que llenaron una gran bañera de madera. El archiduque se desnudó y se metió bajo el agua, recostando su cabeza en el borde. Con los ojos cerrados comenzó a tararear una vieja canción tirolesa, mientras Juana le frotaba la espalda con un jabón perfumado.

Por la noche los dos hermosos archiduques se vistieron de gala para la fiesta que les brindarían sus anfitriones, culminación de todas las festividades preparadas por Luis XII en honor a sus huéspedes.

Juana y Felipe hicieron su aparición en los salones donde se celebraba la fiesta. Los reyes de Francia se encontraban sentados en sus respectivos tronos bajo un gran dosel azul, con las flores de lis bordadas en oro. Allí iban recibiendo a sus invitados y ante cada uno, el rey pronunciaba gentiles palabras, a la vez que la reina Ana sonreía e introducía alguna frase que su esposo hubiese omitido decir.

Los invitados desfilaban en orden creciente de importancia y se inclinaban en reverencias hacia los reyes, como era la costumbre.

Felipe y Juana fueron los últimos. Dentro de los salones, solo el archiduque de Austria y el rey Luis XII portaban sombreros, siendo los únicos que gozaban en todo el palacio de este privilegio.

La archiduquesa, y futura reina de España, lucía un magnífico vestido de encaje de Malinas en color azul lavanda y llevaba sobre sus rubios cabellos, trenzados con hilos de oro, la diadema de duquesa de Borgoña. Una gargantilla de aguamarinas y zafiros, con los pendientes haciendo juego, adornaban su bello rostro. Junto a ella, Felipe, gallardo, con su piel bronceada y sus cabellos cayendo sobre la frente, vestía jubón negro acolchado, adornado con joyas y bordado con hilos de plata y unas calzas-pantalón de seda gris.

La hermosa y joven pareja caminó por el inmenso salón, mientras entre los invitados se hizo un expectante silencio. Solo la música continuaba flotando en el aire, en ese lento avanzar hacia el trono de los soberanos. En aquel preciso momento la reina Ana se levantó repentinamente, bajó de la plataforma y dirigiéndose hacia el encuentro de Juana, sonriente, la tomó afectuosamente del brazo izquierdo. Continuó caminando junto a ella hacia el trono, donde Luis XII permanecía sentado, totalmente desorientado, sin saber lo que estaba aconteciendo. Un suave murmullo recorrió el salón, porque la reina de Francia jamás quebrantaba el protocolo. Esta era la primera vez y solo por demostrar su especial afecto hacia la archiduquesa de Austria.

Felipe se sintió jubiloso pues aquella corte valoraba y apreciaba de verdad a Juana, su esposa española. Por su parte, Juana presintió dentro de su pecho la desconfianza de aquel honor extraordinario del que era objeto. Y sonriendo a la reina, devolvió aquel cumplido. Al llegar ante el rey, Felipe puso su rodilla en el suelo en actitud de homenaje requerido de alguien, aunque aquel gesto duró apenas un segundo. Juana, que se había jurado a sí misma solo arrodillarse ante Dios y ante sus padres, se hallaba de pie, erguida y mirando al rey, pero apenas hizo una pequeña flexión, de acuerdo a las normativas de su rango, la reina Ana, que la tenía tomada del brazo fuertemente, como con una pinza, empujó hacia el suelo, arrastrando a Juana hasta él y obligándola a tocar el suelo con la rodilla.

Juana se sacudió el vestido enérgicamente, perturbada por aquel acto tan vil como agresivo, a la vez que trataba de desprenderse del brazo de la reina. Furiosa y pálida disimuló como pudo aquel despreciable comportamiento y se prometió a sí misma jamás repetirlo, ni olvidarlo. Sus mejillas pasaron de la blanca palidez de la indignación, al rojo intenso de la humillación y la vergüenza.

Felipe la tomó del brazo y caminaron en dirección a un grupo de invitados que los observaba sorprendido. La cena, dispuesta para la ocasión en el salón comedor contiguo, duraría unas tres horas, como se acostumbraba con todas las que se celebraban en el palacio y por las mesas desfilarían los más exquisitos manjares. Cuando todos se hubieron sentado, entraron dos columnas de sirvientes, portando inmensas fuentes de plata con montañas de comidas. Era obvio que los reyes de Francia no habían reparado en gastos ni escatimado esfuerzos, porque en aquel momento, una cabeza de jabalí con sus colmillos y todo, era llevada a la mesa para trinchar. Airones, faisanes y cisnes mostraban sus carnes doradas, así como las apetitosas y dulces Crustar de Lumbarde y Viaund Royale, todo rociado con excelentes vinos y champagnes. Los ministriles tocaban música durante la comida. Mas nada parecía tentar el apetito de Juana que miraba sus viandas y luego las dejaba tal cual se las habían servido. Muy dentro de sí, sabía que había sido engañada por la astuta reina de Francia y obligada mediante aquella treta, a doblar su rodilla en homenaje por el ducado de Borgoña.

Aquel episodio no solo provocó una serie de habladurías en diversas Cortes europeas, sino que generó, además, extensos debates en algunas, provó las risas en otras y, sobre todo, generó mucha indignación en toda España.

En la intimidad de sus habitaciones, Juana le reclamó a Felipe.

—¡Jamás hubiera imaginado un comportamiento tan indigno!

—Ni yo tampoco —respondió Felipe entre sorprendido y malhumorado—. Pero tomadlo con calma y tratad de olvidar este desagradable incidente, porque pronto habremos de marcharnos.

—No lo olvidaré jamás mientras viva y nos marcharemos de inmediato.

—Mucho me temo, Juana, que eso no será posible. No podemos cometer la torpeza de incurrir en un acto de visible antagonismo hacia Francia.

—¡La corona de España puede hacerlo!

—Pero no el Sacro Imperio. En cuanto a España, sería muy conveniente que lo evitase. Diremos que la reina, debido a su excesivo peso y a su cojera, tropezó y os arrastró consigo hasta el suelo.

—Pero sabéis que esa no es la verdad.

—No importa. Diremos además que habéis sido vos quien le ayudó a levantarse.

—Eso es falsedad e hipocresía.

—No, querida Juana, eso en política exterior se llama diplomacia.

—Pues yo nunca seré diplomática. ¡No es de verdadero cristiano usar la falsedad y la adulación para corregir conductas!

—Intentadlo por mí, Juana. Es importante no asumir actitudes demasiado rígidas, en lo que a política exterior se refiere.

Juana asintió con la cabeza y se acercó a él. Felipe la rodeó con sus brazos y ella apoyando la cabeza en su pecho, escuchó latir su corazón. Consoladoramente.

Con la ayuda del capellán de los Reyes Católicos, el obispo de Córdoba, Juan Rodríguez de Fonseca, integrante del cortejo, Juana pudo asumir con valor y orgullo sus nuevas obligaciones de heredera de la corona española.

—Mucho me temo, alteza, que el rey de Francia intenta adular a vuestro esposo, para inclinar la balanza del imperio a su favor. Por tal motivo firmó el Tratado de Lyon donde comprometía en matrimonio a su hija Claudia con vuestro hijo Carlos —le aconsejó el señor obispo.

—Vuestra ilustrísima, debo deciros como un secreto de confesión, que mi esposo, en cuestiones de estado, nunca me tuvo en cuenta.

—Tampoco para realizar este viaje, habéis sido consultada. Todo estaba decidido de antemano y mucho me temo que, durante la estadía en Francia, Luis XII trate de enfrentar al archiduque con sus Católicas Majestades. Creo que tanto el rey de Francia como vuestro esposo lo que más desean es el poder de Europa.

—Lo sé, ilustrísima. Y tal vez, alguno de los dos lo logre algún día.

Durante los días que siguieron en Blois, anteriores a la partida, la archiduquesa y todos los españoles del séquito, que se encontraban albergados en el palacio, cambiaron sus atuendos flamencos por atuendos castellanos y aquellos vivos colores, alegres y llamativos, desaparecieron por completo, para dar paso al color negro, a los cerrados escotes y a las cabezas cubiertas, solamente alegrados por antiquísimas joyas. Era el atuendo de una corte rígida y austera, de damas y caballeros seguros de sí mismos, aislados, solitarios, inflexibles, que no toleraban que nadie se burlase de su soberana y ante la humillación sufrida, desearon cobrarse, acompañándola.

—Esa reinezuela española no ha hecho otra cosa que tomar venganza —se quejó la reina Ana a su esposo.

—Mañana temprano partirán para España —respondió Luis XII—. Y por ese motivo, seguramente habrán guardado sus vestimentas flamencas.

—Pero yo aún no he terminado —contestó la reina con una sonrisa entre astuta y burlona.

—Ya dobló su rodilla ante mí, ¿no creéis que es suficiente? —acotó el rey algo molesto.

—Aún no —dijo la soberana y se frotó las manos con un gesto triunfal.

—Debéis ser cuidadosa. No deseo actitudes que sean demasiado visibles.

Por su parte Germaine de Foix, la bella sobrina del monarca francés, no había hecho otra cosa por aquellos días que perseguir al «Hermoso» Habsburgo por todo el palacio de Blois. El condado de Foix estaba demasiado endeudado y Germaine se había convertido en el anzuelo que su empobrecido padre utilizaba, para desposarla con algún noble de fortuna y salvar así su honor. Felipe no había respondido a sus flirteos y Juana, aunque no había tenido motivos para sentirse celosa, estaba ansiosa de abandonar de una vez por todas, aquel país.

—Tengo el presentimiento que las humillaciones de esa reina aún no han terminado —dijo Juana a Felipe la noche antes de la partida.

—Nada debéis temer. Mañana temprano partiremos y ya no tendrá tiempo para sus nuevas tretas, pues acusó recibo de vuestra respuesta en el cambio brusco y notable del vestuario. Fingid que habéis olvidado el incidente y al despediros, hazlo con una diplomática sonrisa cual si fuésemos amigos —le aconsejó Felipe.

—Siento un profundo alivio saber que mañana partiremos y haré todo lo posible por sonreír. Pero lo hago solo por complaceros.

La incomodidad de la situación había acortado el tiempo de la estancia en Francia y después de seis años de ausencia de España, Juana comenzaba a experimentar el fuerte deseo de regresar, saberse entre los suyos. Sin embargo antes de partir de Blois, el destino le tenía reservado un nuevo sinsabor.

Para interceder por el largo viaje de los archiduques que partían en los umbrales del invierno hacia el azaroso cruce de los Pirineos, el prelado de Francia, el cardenal d’Amboise, celebró una misa por la mañana muy temprano.

Cuando la celebración llegó al ofertorio, la reina Ana envió a su tesorero real hasta donde Juana se encontraba arrodillada, presentándole una bolsa de terciopelo color púrpura llena de monedas de oro.

—De su muy cristiana majestad a vuestra alteza real, para las ofrendas —dijo el funcionario en voz baja, pero no lo suficiente, de modo que todos los asistentes al oficio pudieran oírle.

Juana quedó petrificada. El rey Luis XII dio un hondo suspiro de incomodidad, mientras su esposa observaba con ojos de ave de rapiña, aquella tierna presa.

El rostro de Felipe se turbó y al mirar a Juana observó que había palidecido por efecto de la furia que, como siempre, lograba dominar. La situación se había tornado por demás embarazosa. Si Juana aceptaba la limosna, como era el protocolo de aquella compleja situación feudal, equivalía a renunciar automáticamente a su independencia, dado que ofrecía a Dios, no su propio dinero, sino el que le ofrecían los reyes de Francia, reconociéndolos tácitamente a partir de aquel acto, como a sus señores. Así la atraparían en una situación más vergonzosa y humillante aún, que la de haber doblado su rodilla ante el monarca francés.

Semejante acto equivalía a tremendas complicaciones internacionales, significando que España sería muy pronto tributaria de Francia. Juana miró fijamente los ojos del tesorero, que parado frente a ella con sus refulgentes ropas, esperaba. Entonces dirigiéndose a Felipe, le dijo.

—Pon algo en la bolsa.

—No tengo nada —respondió en voz baja el archiduque, quien jamás llevaba dinero consigo. Tampoco Juana portaba dinero por la sencilla razón de que siempre lo hacía su tesorero, don Martín de Moxica. Este buscó en la bolsa que llevaba prendida a su cinto, pero las cintas que lo ataban le estaban demorando demasiado.

Fue en aquel momento que Juana tomó una resolución y, desabrochándose el magnífico collar de perlas que llevaba al cuello, lo dejó caer ruidosamente en la bandeja de plata que el tesorero sostenía en la otra mano.

—Informad a Francia que España no tiene necesidad de que nadie otorgue una limosna por ella —sugirió la archiduquesa.

El desprecio de Juana hacia los monarcas franceses había llegado a su punto más culminante. No solo había hablado en nombre suyo, sino de todo el pueblo español. El tesorero francés haciendo una profunda reverencia se retiró de inmediato. Pero ya nada ni nadie podría borrar el insulto que Francia acababa de proferir a España y que esta acababa de rechazar enérgicamente.

El clima de la misa fue tenso hasta el final.

—¡Vuestra locura ha ido demasiado lejos! —susurró Luis XII al oído de su esposa— y al terminar la misa, deberéis dirigiros a ella de manera amistosa.

Muy pocas veces el rey ejercía su autoridad sobre su esposa, pero aquella situación lo había sobrepasado.

—¡No podemos exponernos, por tu orgullo y vanidad, a una guerra contra España!

—¡También sé humillarme! —contestó la reina.

Al concluir la ceremonia religiosa los reyes esperaron sonrientes en el atrio a sus reales huéspedes, pero Juana pasó frente a ellos sin pronunciar una sola palabra, sin mirarlos y sin volver la cabeza, cuidando que su falda no rozara con los pliegues la falda de la reina. Solo Felipe pronunció las palabras de despedida hacia la reina, dado que el rey Luis XII los escoltaría hasta Amboise.

—Adiós Ana, hasta pronto.

—Adiós Felipe y no olvidéis que en los reyes de Francia tenéis unos amigos. Nuestro apoyo nunca os faltará.

—Os lo agradezco y lo tendré siempre presente.

El archiduque besó la mano de la reina Ana y se retiró de inmediato. Tanto Luis XII como Felipe de Habsburgo ambicionaban el poder de Europa. Para asegurarlo habían llevado a cabo la firma del tratado matrimonial entre el príncipe Carlos de Luxemburgo y la princesa Claudia de Francia. El monarca francés sabía con claridad que manejando diplomáticamente el conflicto sucesorio por el que atravesaba España, fuerte y temible estando unida, pero frágil y vulnerable al desunirse, podía llegar a romper, incluso, la aún poco firme y reciente unificación española.

Esto sería sin duda un gran triunfo político, sobre el duelo que estos dos reinos sostenían desde larga data.