10

Carlos, el futuro emperador

El pequeño don Miguel, príncipe de Asturias, se transformó durante algún tiempo en el personaje más importante de la península ibérica. A su alrededor se concentraban todas las esperanzas dinásticas de sus abuelos maternos, Isabel y Fernando, cuya política había favorecido siempre la unificación. El reino de Portugal reconocía al pequeño infante como heredero del trono, al igual que los reinos unidos de Castilla y Aragón. Granada ya no existía como reino independiente y Portugal, coincidentemente, seguiría por el mismo camino. Desde la época de los romanos la península ibérica no había vuelto a ser una unidad política. Desde el Mediterráneo hasta el Atlántico, y desde Gibraltar hasta los Pirineos, todo sería un solo reino unificado, sólido, fuerte, una unidad geográfica natural, bajo el mando del futuro rey don Miguel.

Siete meses después del nacimiento de su primera hija, Juana supo nuevamente que estaba encinta. La buena nueva llenó de optimismo a Felipe, con la certeza de que esta vez llegaría el varón tan deseado. Por tal motivo le encargó al Consejo Ducal se abocase a la búsqueda de un título distintivo para el sucesor de los Habsburgo. Tan representativo y original como lo era el de príncipe de Gales para Inglaterra, el de delfín para Francia o el de príncipe de Asturias para España.

Aquel verano de 1499, los inmensos y añosos árboles de los jardines palaciegos de Gante entrelazaron sus ramas como lo hacían en cada estío, dando paso, apenas, para los rayos del sol y formando una silenciosa galería de verde moteado que dejaba ver al final una gran fuente de piedras. Allí se acercaban los pájaros a beber sin que otros sonidos rompieran la quietud más que el de sus propios trinos. Luego, el verano dio paso al otoño y los jardines se llenaron de grandes manchas de tonalidades rojizas, ocres y amarillas, pero conservando aún entre los bosques aquel silencio especial y un ambiente de ensueños.

Bajo los pies, las hojas muertas apenas crujían antes de hundirse en la alfombra de vegetación que cubría la tierra durante todo el año. Juana contemplaba con agrado los sutiles cambios del paisaje como si fuese un cuadro gigantesco, donde un pintor invisible iba agregando los colores según las estaciones. Racimos de glicinas por aquí, hojas verdes o amarillas por allá, pimpollos de rosas en este rincón, muérdagos en los canteros frente a las ventanas, violetas en los setos que bordeaban los caminos. Los jardines parecían no detenerse y la naturaleza avanzaba conforme el sol, la nieve, la lluvia o el viento hicieran su obra sobre ella.

El musgo brotaba por doquier abrazando las raíces de los árboles y pegándosele a sus largas faldas. Le gustaba caminar hacia la fuente por aquella interminable galería de árboles mirando el cielo, que en algunos tramos podía verse despejado y de un intenso azul purísimo. Las barras de luzdora da se filtraban por los espacios que iban dejando libre las hojas secas, iluminando el suelo con manchas de verde claro, mientras un polvillo dorado flotaba en el aire por los efectos de la luz del sol. Y al igual que la vida de toda la naturaleza giraba en torno al luminoso Febo, la vida de Juana giraba en torno a «su sol»: Felipe de Habsburgo, el Hermoso. Todo su corazón, todo su cuerpo y toda su mente le aseguraban que aquel matrimonio era lo mejor que le podía haber pasado en la vida y por nada del mundo deseaba cambiar aquella situación. Su apasionado amor por el archiduque se había convertido en su razón de vivir.

—¡Juana!, ¡amor mío! —gritó Felipe al aparecer de pronto al otro extremo del verde túnel— .Nunca dejaré de amarte —y Juana al oír su voz se estremeció de alegría.

—Ni la muerte podrá separarnos —le gritó ella desde el otro portal. Y avanzaron presurosos al encuentro hasta abrazarse en el centro de aquella magnífica bóveda verde. Felipe la estrechó entre sus brazos y levantándola en el aire la hizo girar en una circunferencia perfecta. Juana había volcado su cabeza hacia atrás y, mirando hacia el cielo, el sol le parecía un membrillo maduro dorando aquel atardecer. Después de besarla la depositó sobre el sendero y con un brazo le tomó dulcemente por su cintura, mientras con el otro le rodeo su cuello y la volvió a besar en la boca.

—¿Qué deseáis de mí, hermosa Juana? —y la estrechó nuevamente contra su pecho.

—Que no firméis jamás ningún pacto de amistad con Francia —respondió imprevistamente Juana.

Felipe la miró sorprendido.

—Me colocáis en una posición difícil, muy difícil. ¿Y sabéis por qué? Porque estoy ligado por lazos de sangre a Borgoña, que fue uno de los ducados franceses más importantes. Tanto como lo estoy por los matrimoniales a España; y no sería para mí nada honorable actuar en contra de tales lazos. Sería igual que me pidieran que no firmase ningún pacto de amistad con España. Sabéis muy bien que no lo haría.

El corazón de Juana dio un vuelco. La sórdida verdad era que albergaba la pequeña esperanza de que Felipe se opusiera a ese pacto de amistad con Francia, el enemigo declarado de España. Francia y España estaban enfrentadas por los territorios de Italia y del Rosellón.

—Vuestra respuesta es entonces: no.

—No ha sido mi respuesta. Solo la exposición de un hecho —respondió Felipe.

—Debéis darme una respuesta.

—Juana, ¿cómo podéis ser tan hiriente? Si estamos en bandos opuestos con respecto a Francia, esto no cambia nada entre nosotros.

Felipe la atrajo hacia sí con súbita brusquedad.

—Sabéis, Juana —le dijo tan cerca de ella que le rozaba la cara—, que haría cualquier cosa por vos. Pero esta petición no podré satisfacerla. A un hombre debe quedarle un poco de integridad. Y aunque mi abuelo Carlos luchó en contra de Francia, yo he dado mi palabra de amistad al rey francés y no renegaré de mi promesa.

—Pero tampoco renegaréis de la nuestra, porque los dos hemos hecho una promesa, con palabras o tácitamente.

Felipe, tomándola nuevamente por la cintura, selló con sus labios los labios de Juana.

—Mi amada enemiga, pronunciaré nuevamente mi juramento para que nunca más volváis a tener dudas: os amaré intensamente todos los días de mi vida. Esa es mi promesa. Bien sabéis cuánto os amo y juro que no podría dejar de hacerlo, aunque lo intentara.

—Gracias, mi señor —respondió Juana con una sonrisa—, cuando me besáis a mí, besáis también al nuevo heredero que llevo en el vientre.

—Jamás lo olvido, señora —respondió con ternura el archiduque.

Los días siguieron su curso y el otoño pasó raudo igual que el inicio del invierno. Llegaron las festividades de Navidad y el nuevo año trajo para Juana una felicidad sin límites, pues albergaba la ilusión de que aquel niño que se agitaba en su seno pudiera ser el varón que tanto anhelaba Felipe. La nieve y el frío se iban expandiendo por toda la geografía de Flandes, mientras el vientre de Juana se iba expandiendo redondo y tibio en su octavo mes de gestación. Una noche de finales del mes de febrero, Juana se hallaba rezando, sentada a la mesa detrás de una fuente de plata repleta de granadas maduras, y sus ojos observaban el movimiento juguetón de las llamas de las velas reflejándose en el metal. Había fiesta en el palacio y la música se esparcía por todos los rincones en aquella fría noche, pero Juana no pensaba en ello, solo en el pequeño que llevaba dentro y que había comenzado a hacerse notar. Los dolores de parto del segundo hijo de los archiduques estaban llegando para Juana, mas ella no lo sospechaba. Era el 24 de febrero del año bisiesto de 1500, durante la celebración de un gran baile en el palacio casa del príncipe —Prinsenhof— de Gante. Esta ciudad había ofrecido cinco mil florines para que el nuevo príncipe naciera allí. Y con el objeto de cumplir con sus deseos, Felipe había organizado una fiesta. Presurosa, Juana, creyendo que la cena le había caído mal, ante los fuertes dolores que sentía en el vientre, acudió a un baño del palacio. Eran las tres y media de la madrugada cuando dio a luz a su segundo hijo, entre el silencio, la oscuridad y el frío de aquel recinto. Estaba sola, sin asistencia, pues el niño se había adelantado y llegaba antes de lo previsto. Juana estaba asustada. Gritó para pedir ayuda pero nadie la escuchó. Solo las llamas de unas velas que había sobre un tocador se agitaron imperceptiblemente con su respiración agitada. Levantándose la falda de su vestido color añil bordado íntegramente en plata y oro, se apoyó, ayudada por sus manos, en la pared y logró ponerse en cuclillas. Luego pujó con fuerza. El niño resbaló desde su útero al piso helado y el impacto y el frío del recinto le obligaron a soltar un berrido tan fuerte que una camarera, que atinaba a pasar por allí en aquel momento, descubrió que la archiduquesa había dado a luz. En medio de un baño en penumbras, sobre un piso helado y dentro de un charco de sangre materna, llegaba al mundo el heredero más grande de todos los tiempos. Juana tenía sus manos, su frente y toda la falda de su vestido manchadas de sangre.

El palacio se transformó de pronto en un torbellino, como el convento de Lier el día que conoció a Felipe. La camarera corrió a avisar al archiduque, quien dio la orden imperiosa de levantar de sus sueños al médico de la corte, a la comadrona del palacio y a las doncellas de Juana. Todos llegaron deprisa listos para revisar y atender a la noble y valiente madre y al pequeño príncipe heredero. Esta vez, para dicha de las perpetuas Cortes de los reinos de España y de Flandes y sus respectivos soberanos, había sido un varón. Juana deseaba con toda su alma ponerle por nombre Juan, como su hermano muerto. Pero lo bautizaron con el nombre de Carlos, según el deseo expreso de su padre, que lo eligió en honor a su abuelo, Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de ascendencia autónoma, hijo de Felipe el Bueno y de Isabel de Portugal, casado en segundas nupcias, al quedar viudo en 1468 de Isabel de Borbón, con Margarita de York, hermana de Eduardo IV y de Ricardo III de Inglaterra. Cuando niño, Carlos el Temerario también había sido comprometido —en 1440, a los siete años de edad— con Catalina de Valois, hija de Carlos VII de Francia y de María de Anjou, pero aquel compromiso nunca había llegado a concretarse.

En todos los dominios del Sacro Imperio Romano Germánico se efectuaron manifestaciones de júbilo y de acción de gracias. El emperador Maximiliano I envió un cargamento de costosos regalos para el recién nacido y sus padres. Entre los obsequios se hallaba una colección de joyas que había pertenecido a su difunta esposa María de Borgoña, la cual iba destinada a su querida nuera Juana.

En España, la reina Isabel y el rey Fernando hicieron celebrar los Te Deum en todas las iglesias de la península, al igual que en todas las de América. Exultaban satisfacción pues este nacimiento reafirmaba con certeza la sucesión de sus reinos, amenazada por la debilitada y frágil salud de su nieto don Miguel, heredero de España y Portugal.

Al conocer la buena nueva la reina Isabel no pudo contener su emoción. Y profetizó:

—Este será el que se lleve las suertes —y citó de la Biblia el pasaje del Libro de los Apóstoles en el que se refiere cómo Matías fue elegido para reemplazar a Judas como uno de los doce apóstoles, ya que el pequeño Carlos había nacido en vísperas de san Matías Apóstol.

Felipe experimentó la sensación de que el imperio sería de los Habsburgo para siempre. El rey de Francia, Luis XII, no había tenido descendientes varones lo cual le aseguraba la corona imperial. Pero Luis XII acababa de divorciarse de su primera esposa: Juana de Francia (hija del rey Luis XI y hermana de Carlos VIII) y había vuelto a casarse con Ana de Bretaña, la reina viuda de Carlos VIII, es decir, su concuñada.

Lleno de vanidad por haber engendrado un hijo varón, «el Hermoso» Habsburgo colmaba de atenciones a una Juana que se reponía feliz y serena. Y para que la dicha fuera completa decretó tres días de fiestas con justas y torneos. Mientras las campanas repicaban por doquier y la cerveza flamenca corría a cántaros por las gargantas del pueblo, en Bruselas, desde la torre de San Miguel de cien metros de altura, su dorado dragón lanzaba al aire un espectacular arco iris de fuegos artificiales. Aquel era un trofeo donado por el emperador Balduino I y había sido transportado desde Constantinopla para conmemorar la victoria de la cuarta cruzada, realizada dos siglos antes. Todo el pasado y todo el porvenir parecían unirse repletos de esperanzas para rendirle honores a aquel pequeño recién nacido (que si llegaba a vivir —y nadie dudaba que así fuese, pues tenía dos padres muy saludables— llegaría al trono un día no muy lejano, con el nombre de Carlos V de Alemania y I de España).

Ocho días después del esperado nacimiento llegó a Gante, procedente de España, la princesa Margarita de Austria. La doliente y bella viuda de Juan, príncipe de Asturias, retornaba a Flandes. El reencuentro fue por demás emotivo, pues Juana volvía a ver a la persona que su hermano besara y mirara por última vez antes de morir. Abrazándola, no pudo contener el llanto.

Fue el 7 de marzo del año del Señor de 1500, los prados verdeaban de trigos y flores y entre grandes pompas y boato se celebró el bautismo del príncipe Carlos. Fueron sus madrinas: la princesa Margarita de Austria y la duquesa Margarita de Borgoña (Margarita de York, viuda de Carlos el Temerario —que cumplía con su notable papel de abuela de Felipe y bisabuela del pequeño—) y sus padrinos: el caballero de honor de Juana, el príncipe de Chimay y el señor de Bergás. Para celebrar la fiesta de bautismo no se escatimó en gastos y se construyó una ruta ceremonial desde el palacio de Prinsenhof hasta la iglesia de San Juan, decorada con arcos triunfales e imágenes de Flandes y de Gante.

El bautismo lo celebró el padre Diego de Villaescusa, por aquel entonces obispo de Málaga. A lo largo de los años, este noble clérigo siempre estuvo presente en los grandes acontecimientos que fueron signando la vida de Juana.

De acuerdo con los deseos de Felipe (y obligado por la reina Isabel a renunciar el título de príncipe de Asturias por corresponder este solo al heredero de la corona de Castilla), el Consejo Ducal otorgó al niño el título de duque de Luxemburgo, rango que desde aquel instante distinguiría a los herederos de los Austria. El ducado de Luxemburgo databa del año 1354 y había sido adquirido por el duque de Borgoña en el año 1442.

—Juana, debemos hablar —dijo Felipe una mañana, apenas leer los despachos provenientes de la península ibérica.

—¿Vais a partir?

—No, por ahora. Pero debemos hablar sobre los últimos acontecimientos que se han ido precipitando sobre España.

—¿Sucede algo malo?

—Sí, pero no os alarméis. Vuestros padres gozan de buena salud, mas no así el pequeño don Miguel, que está en muy grave estado.

—¿Qué dicen los médicos?

—Los médicos creen que no le será posible sobrevivir mucho tiempo.

—¡Dios mío! Rezaré por ese pobre niño ¡El niño de Isabel!

—Juana, escuchadme, por favor.

Pero Juana parecía no escuchar absolutamente nada. La imagen del pequeño niño se dibujaba en su mente, moribundo. Otra vez el fantasma de la muerte rondando en el aire, otra vez la tragedia enlutando la Casa Trastámara, otra vez el llanto y el dolor. Y más allá de todo, la incertidumbre sobre una heredad tan inmensa que se decía que en ella nunca se ponía el sol.

—¡Qué tremenda tragedia! Pensasteis, Felipe, ¿qué sería de nosotros si fuese nuestro pequeño hijo Carlos?

—Escuchadme, Juana, vuestros padres nos piden que viajemos a España.

—¿Marcharnos de Flandes y dejar a nuestros hijos?

—No podemos llevarlos, Juana.

—¿Por qué no podemos llevarlos, si somos sus padres? Llorarán al quedar solos.

—Es demasiado lejos. Cualquier cosa que les ocurriera, mi padre se disgustaría con nosotros. No olvidéis que Carlos es también su heredero.

—Pero son nuestros hijos. Además podemos demorarnos en España y cuando regresemos no nos reconocerán.

—Un reino exige más que los afectos de un corazón. Debéis ser fuerte y saber que a un heredero hay que resguardarlo de cualquier peligro.

—Me duele aceptarlo y mi alma se parte en dos con lo que acabáis de decir. Creo que me moriré si debo separarme de ellos.

—No moriréis, Juana. Eres fuerte. Tampoco lo hicisteis cuando debisteis embarcar en Laredo para llegar a Flandes a desposaros conmigo. Pensasteis que moriríais, pero no sucedió así, pues el alma y el corazón se van haciendo fuertes a golpes de timón de nuestro destino.

Juana se sentía aturdida. No alcanzaba a comprender el enorme significado de la posible y casi segura muerte del pequeño príncipe Miguel. La sucesión de la corona española se hallaba pendiente del hilo de un collar que se mecía a punto de cortarse. Si así sucedía, las perlas de aquel destino se derramarían por el suelo esparciéndose, sin llegar a cumplir jamás con la misión para la cual había nacido. Y cuando las cosas se precipitaran y el hilo terminara rompiéndose, las coronas caerían con fuerza sobre su pobre y confusa cabeza. Entonces su vida se tornaría en un desconcierto, y a eso le temía con toda el alma.

No alcanzaba a comprender cómo, después de treinta años de guerras divinales hechas en nombre de Dios y la corona para conseguir la unificación ambicionada, de pronto, en aquel instante, toda la vastedad de los reinos españoles se hallaba sujeta a su propia decisión y a la decisión de Felipe. De repente, toda la península ibérica, todos los reinos de ultramar, todas las colonias de África, de Grecia y de Italia y todo el poder real y efectivo sobre el mundo católico a través de sus estrechos lazos con el papa de Roma, Alejandro VI, podían transformarse, en un abrir y cerrar de ojos, en simples posesiones del Sacro Imperio Romano Germánico. Los caprichos de la muerte darían a Felipe de Habsburgo el mayor de los imperios hasta entonces conocido.

—Deberemos viajar a España —prosiguió Felipe—. Si fallece el niño tendremos que estar allí para recibir el homenaje de los reinos. ¿Te dais cuenta Juana? Solo un pequeño niño enfermo se interpone entre vos y el reino más poderoso de la tierra. Cuando Dios disponga llevarse de este mundo a los Reyes Católicos, vos, mi querida Juana, seréis la reina más grande y poderosa de la tierra.

Juana no podía articular una palabra. Tenía un nudo en la garganta. Estaba aturdida. El mundo parecía darle vueltas en su cabeza sin saber qué decisión tomar. En Flandes vivía feliz y el tener que abandonar a sus hijos por coronas lejanas que debería sostener con disgusto ante las sucesivas muertes de sus seres queridos era lo peor que podía sucederle.

Los temidos presagios sobre la frágil salud del pequeño don Miguel, no tardaron en cumplirse. Cinco meses después del nacimiento del príncipe Carlos, y a los veintitrés de vida, moría en Granada, el 23 de julio de 1500, el heredero de sus Católicas Majestades. La muerte parecía ejercer la tiranía sobre el angustiado y enlutado reino de España.

Lo que Juana nunca había ambicionado llegaba de golpe. Crudamente. Y lo que Felipe siempre había soñado se estaba cumpliendo. Imperiosamente. Dueño absoluto del corazón de la heredera de Castilla y Aragón y de las tierras conquistadas en África y las Indias, iba comprobando que tarde o temprano aquellas posesiones también llegarían a ser suyas.

A través de las cuatro inesperadas muertes de sus dos hermanos y sus dos sobrinos, Juana heredaba aquellos reinos a los que nunca había considerado en su haber, por hallarlos demasiado lejanos en la geografía y en la línea de sucesión. Y súbitamente, sin estar preparada, toda la repentina y pesada carga de sustituir a los cuatro príncipes de Asturias muertos caía imprevistamente sobre sus frágiles hombros. Solo deseaba escapar de aquella tremenda responsabilidad que le llegaba enredada en la desaparición definitiva de quienes tanto había amado.

De inmediato, los reyes de España enviaron a sus emisarios con las noticias del fallecimiento de aquel nieto y la buena nueva de que una escuadrilla de veloces naves llevaría de regreso a España a los archiduques de Austria. Juana debía ser jurada cuanto antes por las Cortes españolas como la sucesora de Isabel I de Castilla, transformándose en la nueva princesa de Asturias. La heredera.

Ni Juana ni Felipe se sentían atraídos por acudir a España. Felipe amaba su reino, sereno y fastuoso, y no deseaba realizar una travesía de aquella magnitud solo para que le juraran como rey consorte de unos reinos lejanos que igualmente heredaría. A Juana se le hacía indeseable el viaje. Tenía que dejar a sus pequeños hijos en Flandes y volver a una España donde ya no la esperarían sus hermanos entrañables, Juan e Isabel. Pero las repetidas llamadas de los Reyes Católicos, que no comprendían el manifiesto desinterés de los archiduques de Austria en ser jurados como sus herederos, hicieron que Juana y Felipe decidieran emprender el camino de retorno a Castilla.

—No deseo hacer ese viaje. Me entristece tener que dejar a nuestros pequeños en Flandes y regresar a una España donde ya no estarán ni Juan ni Isabel.

—Deberíais pensar que llevando a nuestros hijos nos estaríamos ganando muchos enemigos. Los flamencos no aceptan que dos generaciones de la casa de Austria viajen juntas. Siempre existen riesgos en los viajes largos. Perderíamos nuestra popularidad en Flandes y esto fastidiaría mucho al emperador.

—Lo sé. A mi recuerdo llegan las imágenes del naufragio de las naves que me trajeron a vos y me paraliza la posibilidad de someter a los niños a una tragedia similar.

—Jamás lo había pensado, Juana. No tenía el menor interés de realizar la travesía por mar y arriesgarnos a un posible naufragio.

—Sé que en Flandes estarán a buen resguardo. Bien cuidados y supervisados por vuestra querida hermana Margarita y vuestra abuela, la duquesa Margarita de Borgoña. Carlos quiere mucho a su aya, Barbe Servel. Creo que la siente como su segunda madre. Cada vez que lo acuna le canta nanas y él parece muy feliz. Pero sucede que soy egoísta y, a pesar de saber que el egoísmo es un pecado, no puedo dejar de sentirlo con los seres que más amo.

—No veo en el amar pecado alguno. Y si eso es pecado, Juana, sigamos pecando.

—Y yo no creo que pudiera dejar de amaros. Además estoy segura de que no querría dejar de hacerlo, jamás.

Juana no era ambiciosa y por tal motivo se daba perfectamente cuenta de que Felipe sí lo era. Llegar a ser reina de España la convertiría de la noche a la mañana en una soberana tan o más poderosa que el propio Maximiliano I. Era muy posible que Felipe nunca llegase a ser emperador, pero ella sería fatalmente reina de España. ¿Y si para Felipe eran más importantes los reinos heredados que su amor desmedido?

—¿En qué pensáis, Juana?

—En mis contradictorios deseos. Quiero volver a mi tierra, pero también quiero quedarme junto a mis hijos. Deseo que vos seáis algún día el emperador, pero también deseo que seáis rey de España.

A Felipe le brilló la mirada.

—Dios os bendiga Juana, por lo que acabáis de decir —y abrazándola con fuerza, la besó en la frente.

—Dios ya lo ha hecho. Y con creces.

Juana sintió que en aquel abrazo desbordante, más que a ella, Felipe abrazaba a todas las coronas que le llegaban encadenadas a las tempranas y sucesivas muertes de los herederos españoles.

Hizo un resumen mental de todas sus posesiones y le agradó pensar que tenía entre sus manos una vasta heredad, para poder obsequiar a un esposo ambicioso y adornar ese amor apasionado. Porque Felipe ansiaba esas coronas tanto como ella deseaba su amor. Aquel amor que encendía a la vez su cuerpo y su alma. Enloqueciéndola.

—Mi corazón siente gozo de obsequiaros algo tan especial. Soy la heredera de España y todas sus posesiones de ultramar. Y al ser vos, esposo mío, mi dueño, todos mis reinos son vuestros.

La pasión delatada en los ojos del archiduque no estaba destinada a Juana, sino hacia aquellas coronas diseminadas por la península ibérica y en todos sus lejanos confines.

—Volveréis a ver de nuevo a vuestros padres —le dijo Felipe, tratando de fortalecer la indecisión de Juana.

—Ansío verlos después de cuatro años de ausencias y silencio de mi parte.

La distancia y el correr del tiempo habían sobredimensionado en su mente la idea que tenía sobre sus progenitores, convirtiéndolos en dos seres perfectos. En cuanto a su tierra natal, esta había asumido una profunda y cautivante belleza y deseaba con todo el alma volver a pisar su suelo de la mano de Felipe.

—Después de Dios, después de vos y de nuestros hijos, después de España, a nadie amo tanto como a mis padres —continuó Juana.

Estas preferencias impresionaban vivamente a Felipe. ¿Cómo era posible que Juana pudiese sentir tan claramente y con semejante profundidad? Primero estaba Dios y después él. Y esto le causaba pavor.

—Deseo regresar, mas tengo miedo.

—¿Miedo? ¿Miedo a qué, mi querida Juana, si vos sois la heredera legítima de toda esa inmensidad?

—Es un presentimiento. No olvidéis Felipe que la elevación del rango trae siempre consigo riesgos inesperados. Peligros y dificultades de tal magnitud que aún no he conocido en mi feliz estancia en Flandes.

Felipe sabía con certeza que la escuadra de naves españolas se estaba acercando a las costas de Flandes y también sabía que para los intereses del imperio no era prudente que Juana y él realizaran ese viaje por mar.

—En aquel fatídico viaje, al naufragar las naves, murieron muchos soldados valerosos, perdí casi todo mi ajuar y sentí que yo también podía morir.

—Eso os demuestra lo peligroso que puede resultar viajar por mar. Por lo único que aprobé en aquella oportunidad tan trágico accidente, fue por la pérdida de vuestro ajuar español —rió Felipe con picardía.

—Estaba segura de complaceros en algo —le respondió Juana con complicidad.

Aquella Juana que cuando niña había sido hermosa se había convertido con los años en una mujer absolutamente extraordinaria. Ella era como una piedra preciosa, finamente tallada, fuerte como un roble y flexible como un junco, como lo había sido su madre en la juventud. Pero lo que más atraía de ella eran sus ojos de un verde profundo, tan profundo como los inmensos mares de aquel mundo recién descubierto.

—¡Sois la criatura más perfecta que he visto en mi vida! —exclamó Felipe conteniendo el aliento y recordando que había sido él quien había tomado la virginidad de aquel ser exquisito.

—Eso es porque me recordáis tal como era entonces —contestó Juana aturdida por la emoción que el Hermoso siempre despertaba en ella.

—Entonces erais inigualable. Pero ahora no encuentro palabras para describiros.

Los fuertes y bronceados brazos de Felipe se extendieron hacia ella, tomándola de la cintura. Miró sus manos envueltas en las de su amado, su dueño y señor, protegiéndola y ella su sierva, rindiéndole homenaje, jurándole obediencia. ¿Qué sucedía? Su vida solo parecía girar en torno al sol de su existencia.

Felipe soltó sus brazos y ella, sin esa protección, se sintió desamparada, extraviada, sin brújula. Y él, abriéndolos, hizo un gesto que abarcaba el mundo entero. Aquel que ella le ofrecía.

—Juana, ¿sabéis cuántos títulos penden sobre vuestra hermosa cabecita? Tenéis una corona real como reina de Flandes y, si Dios así lo quiere, tendréis dentro de algunos años otra como reina de España. Además de las doscientas veintinueve coronas ducales, de gran duquesa, marquesa, condesa y baronesa, contando todos los pequeños principados alemanes que nos reconocen a vos y a mí como sus señores. Junto a esos títulos va la responsabilidad y la flexibilidad con que debemos movernos. ¿Comprendéis lo que eso significa?

—Lo comprendo. Pero a mí solo me interesa el noble título de ser vuestra esposa.

—¿No lo entendéis? ¿Acaso no sois vos la mayor exponente viva de ese poder?

—No me interesa.

—Pues debería. Antes de partir nos veremos obligados a visitar Borgoña.

—¿Por qué obligados?

—Ese ducado representa la fuente más importante de mis ingresos, después de mi reino de Flandes. Borgoña no es Francia, ni es más francesa que austríaca. ¿Pero os opondríais a visitar Austria?

—¿El reino de vuestro padre? ¡Claro que no!

—Borgoña debe homenaje a Austria, tanto como le debe a Francia. No olvidéis que es uno de los tantos feudos de homenaje dividido que existen dentro del Sacro Imperio Romano Germánico.

—La lealtad y el homenaje al rey representan en España la misma cosa.

—Tal vez vuestro padre, el rey Fernando, pueda explicaros mejor. Él tiene un agudo sentido político —acotó Felipe.

Pero a Juana le disgustaban las astutas maniobras políticas que realizaba su padre. Y aunque lo amaba, se negaba a considerarlas y, en algunos casos, a reconocer su existencia.

—No quiero hablar con mi padre sobre posesiones o reinos. No me agrada. No quiero ser la reina heredera. No me interesa —contestó Juana con un tono de voz que revelaba su total desinterés.

—No sientes lealtad hacia España.

—Claro que siento lealtad por mi tierra. Y conozco muy bien la diferencia entre lealtad y homenaje. Lealtad es algo que uno siente muy dentro del corazón. Homenaje, en cambio, es un tributo ceremonioso, puramente externo que nada tiene que ver con los sentimientos. Si bien representan dos cosas distintas, en España van íntimamente unidas. Para un español no existe lealtad sin homenaje, ni homenaje sin lealtad. Y yo los llevo a ambos en mi corazón.

—Eso a mí me preocupa muy poco —respondió Felipe—. Es solo una tradición, una legalidad que debe cumplirse. Comprenderéis entonces que el rey de Francia podría llegar a ofenderse si visitamos Borgoña y no lo visitamos a él, antes de emprender el viaje a España.

—¿Visitar Borgoña, antes de viajar a España?

—Sí, Juana. Borgoña ingresó al imperio hace muchísimos años y tiene prioridad sobre mí.

—Pero no la tiene sobre mí.

—Solo he dicho sobre mí. Y, antes de recibir el homenaje de España, debo renovar mi homenaje a Borgoña por el ducado que tiene precedencia.

—Es totalmente incomprensible que un ducado como Borgoña tenga urgentes prioridades sobre un reino como el de España.

—Es solo una prioridad práctica. Pero debéis saber, Juana, que todos los principados del imperio componen una extensión tanto o más vasta que la península ibérica.

Juana sintió que Felipe la hería en su orgullo, aquel orgullo español que caracterizaba a todos los habitantes de su tierra. Sus ojos se encendieron como dos llamaradas que parecían quemarlo. Era el mismo fuego que sabía encenderse en ella con los celos, cuando Felipe desaparecía durante el día sin saber dónde encontrarlo, o cuando los rostros de la corte delataban sorpresa si ella aparecía donde no la esperaban y las conversaciones se transformaban en llamativos silencios, como queriendo ocultarle algo. ¿Qué sucedía?

El Hermoso Habsburgo se guardó muy bien de despertar en su esposa aquel temperamento que ya conocía y que ella sabía ocultar muy bien bajo una apariencia serena y amable.

Tratando la cuestión con gran cautela, Felipe volvió sobre el tema.

—Dado que Borgoña es un ducado mediterráneo y puesto que su territorio no tiene salida al mar, deberemos viajar por tierra. Lo haremos con rapidez y puedo asegurar que llegaremos a España mucho antes que si lo hiciéramos por mar.

Juana palideció y el verde profundo de sus ojos por primera vez dejó de brillar.

—¿Qué os sucede, Juana, os sentís mal?

—No —respondió disgustada y guardó silencio. Pues guardar silencio podía ser una estrategia para lograr sus objetivos.

Desde que la sorprendieran aquellas muertes inesperadas, la hija de Isabel la Católica se había convertido en su heredera y con ella, Bruselas en el centro de la política internacional. El constante ir y venir desde y hacia todos los reinos de Europa de embajadores, nobles y agentes oficiales, acarreaban tras de sí sus inevitables secuelas de intrigas y personajes.

España y Francia aspiraban a estrechar los lazos con el archiduque Felipe de Habsburgo, actitud que exaltaba más que nunca su título de duque de Borgoña, y si de algo estaba seguro era de tratar de manejar las riendas de aquellos reinos, solo para beneficio propio.

En esta carrera contra el tiempo Francia llevaba las mayores posibilidades de ganar. Para tal fin el Consejo Ducal apoyó sus aspiraciones. Francisco de Buxleinden, arzobispo de Besançon y antiguo preceptor de Felipe, actuó como valedor del reino francés. A esto se le sumaban las presiones ejercidas por el emperador Maximiliano que con su autoridad paterna inclinaba la balanza de su hijo hacia los intereses de Austria.

Los Reyes Católicos resultaron ser los menos favorecidos. Tal vez porque a Felipe tampoco le atraía demasiado aquel reino de severas costumbres y de rígida religión donde la justificación de la vida misma dependía del honor y de ser cristiano «viejo», lo cual significaba que no corría por sus venas ninguna gota de sangre mora o judía.

Y mientras España trataba de convencer al joven Habsburgo, Francia, intuyendo los peligros que representaba un viaje por mar a ese reino, trataba de adelantarse, a fin de ser la primera en establecer una alianza con Austria y de persuadir a Felipe para que hiciera el camino a través de su territorio.

La ambición del Hermoso se basaba en extender sus dominios desde el Danubio hasta Gibraltar, añadiendo a esas extensiones las tierras de ultramar. Pero para lograrlo era inevitable incorporar al Sacro Imperio Romano Germánico, Francia y España.

Lo que nunca imaginó fue que aquella decisión le costaría demasiado cara. El severo y riguroso orden en la escala de los amores de Juana era inalterable. Primero estaba Dios, y después él y nadie ni nada podría cambiarlo.

Sin embargo, Juana, en la soledad de sus claustros y ante la inminencia del viaje, imploraba y rezaba pidiendo a Dios la salvase de tan tremenda responsabilidad.

—Señor, aparta de mí este destino y estos pensamientos de amor desmedido hacia Felipe. A veces creo que lo amo más que a vos y creo que ese es mi verdadero castigo.

Juana había tomado una decisión. En su interior sentía todavía el dolor que aquella herida le producía, pues sus amores, que eran por demás intensos y sin medida, le habían hecho cambiar su escala de valores. Felipe ocupaba ahora el primer lugar. Aunque la lucha que libraba Juana en su interior, recién comenzaba.

—La afrenta que infligiré a mis padres será terrible. Toda Europa estará pendiente de la flota que viene a buscarnos. Sabéis muy bien, Felipe, cómo mi padre aborrece y desconfía de Francia y lo despreciativa que se ha mostrado siempre mi madre hacia las tibias lealtades, como aquella que se tiene sobre los feudos de homenaje dividido. Pero cuando la escuadra naval eche anclas en el Escalda, daré la orden de que regrese sin nosotros.

La obstinación de Felipe había triunfado.

—Estáis comprendiendo, Juana. Francia ofreció en matrimonio a la hija de Luis XII, la princesa Claudia, de casi dos años de edad, para nuestro hijo Carlos que aún no ha cumplido un año, mediante la firma de un tratado que ya he realizado.

—¿Habéis firmado un tratado?

—Sí, he firmado el Tratado de Lyon entre mi padre, Luis XII y yo. Era una oportunidad que Flandes no podía darse el lujo de despreciar.

—¿Por qué no me habéis consultado estando en juego el futuro de nuestro hijo y de los reinos? Bien sabéis, Felipe, los derechos que como madre y esposa me corresponden, y no habréis de negarme que Francia haga todo esto porque necesita el apoyo del emperador para sus empresas en Italia. A eso se debe el interés por nuestro primogénito. Todo se ha tramado a mis espaldas sin darme la posibilidad de ser consultada. Pero no lo olvidéis nunca: redes mortales se tejen, cuando engañar se pretende.

—Ya es tarde, Juana, el arzobispo de Besançon, Francois de Buxleiden, mi consejero y Philibert de Veyre me asesoraron para que así lo hiciera.

—Mis padres van a sentir este pacto como una deslealtad hacia ellos.

—Pero nunca para mal de este reino.

Juana guardó silencio. Lo amaba sobre todas las cosas y aceptaba sus argumentos. En su corazón estaba vencida.

Un mes más tarde se llevaron a cabo en España, por poder, los esponsales de la princesa María, la cuarta hija de los Reyes Católicos, con el rey Manuel I de Portugal, viudo de la querida Isabel. El papa Alejandro VI fue quien autorizó aquella boda, dando las dispensas correspondientes y exigidas por el parentesco en segundo grado. El 24 de agosto de 1500 se desposaba María en la catedral de Granada, exactamente dos años después de la muerte de su hermana Isabel. Una gran comitiva integrada por don Diego Hurtado de Mendoza, arzobispo de Sevilla y patriarca de Alejandría, el marqués de Villena y un numeroso grupo de nobles españoles, escoltaron a María por las verdes tierras de Portugal hasta su nuevo palacio en Lisboa.

Casi en la misma fecha, la flota española arribaba a Flandes y con ella, el gran almirante de Castilla, don Fadrique Enríquez.

Juana dio la orden de que regresara tal como había llegado, pero al enterarse el gran almirante, enrojeció de ira y aunque se mostró cortés como lo exigía el protocolo, asumiendo la inexperiencia de Juana y la falta de comprensión sobre el tema de la sucesión española, el almirante trató de persuadirla.

—Alteza, mucho me temo que desconocéis la grave dad en que vuestro reino de España se encuentra sumergido. Debéis saber la necesidad urgente que tienen vuestros reales padres de que regreséis a España para ser jurada por las Cortes. Vos sois la heredera de sus vastos dominios y no alcanzo a comprender vuestro total desinterés por aceptar las coronas que legítimamente os pertenecen.

—Sin embargo, almirante, vos desconocéis el dolor que significa el tener que dejarlo todo: mis amados hijos y la paz de mi hogar, por acudir a cumplir con obligaciones que no ambiciono. Desconocéis la desdicha profunda que significa heredar lo que nunca tuvo que ser mío, sino de aquellos a quienes la muerte los arrancó de este mundo cuando aún era temprano. Y yo, teniendo que obedecer ciegamente al poder que represento, mas no sé si lo detento, me he transformado en un instrumento del destino que me está utilizando, solo para que un trono no quede vacío. Pero, ¿qué hay de mis sentimientos, de lo que yo siento dentro de mi corazón? ¿No os dais cuenta en lo vacía que estará mi vida, despojada del amor de mis pequeños hijos que ya no volverán a verme, ni a llamarme «mamá»? No obstante, lo que habrá de ser, será. Y aunque postergue mi retorno a España, tarde o temprano deberé cumplir con el mandato.

—Alteza, lo siento. Realmente creedme que lo siento. Pero también siento un profundo dolor al comprobar que el destino de España se juega en las llanuras de Flandes.

—Jamás ambicioné esas coronas. Ellas llegaron a mí sin desearlas ni esperarlas. Más que un honor, parecen una maldición que habrá de terminar muy pronto con mi vida.

—Sinceramente, alteza, me apena vuestra decisión. Regresaré a España con mi flota, como son vuestros deseos.

—Ojalá que el tiempo, almirante, llegue a confirmaros que estabais equivocado.

La flota española levó anclas desde las grises aguas del Escalda. Con sus proas y cañones dorados brillando al sol y sus velas hinchadas al viento, dieron su último adiós a Juana que les miró partir desde una angosta ventana del palacio. Poco después desaparecieron en un recodo del río, tal como habían llegado. Sin Juana y sin Felipe.

La noticia se esparció veloz. En Francia estalló el júbilo y en España se profundizó el disgusto. E inmersa entre estas difíciles decisiones, a Juana la tomó por sorpresa la noticia de su tercer embarazo. Aquel feliz acontecimiento no hizo otra cosa que poner un poco de serenidad y calma en las opciones futuras. Opciones de un destino que indefectiblemente llegaría envuelto en torbellinos de borrascas.

La monarquía francesa, que siempre había tenido entre sus manos la posibilidad de transformarse en el máximo poder de la Europa occidental, había consolidado su posición durante la segunda mitad del siglo XV. Este proceso había sido llevado a cabo a expensas de su enemigo tradicional, España, mediante la ocupación del territorio catalán en la región fronteriza y el esfuerzo por promover sus ambiciones imperiales en Italia.

Por el Tratado de Barcelona, firmado en 1493, el rey Fernando había conseguido evitar habilidosamente un conflicto inmediato con los franceses en Italia, al tiempo que había logrado que el rey Carlos VIII de Francia, devolviese por aquellos años, los antiguos territorios catalanes de Cerdeña y Rosellón, lo que acarreó inevitablemente para la monarquía española, una política antifrancesa.

Ni en esa época, ni en las posteriores, pudo ningún reino hispano, ni siquiera la monarquía unificada de Castilla y Aragón, igualar el potencial económico y organizativo o las reservas humanas de una Francia unida, siendo el reino más densamente poblado de Europa, superando en un cincuenta por ciento a la corona española.

A esta altura de los acontecimientos, la política entre estos dos reinos vecinos se había transformado en un largo y peligroso duelo.

Antes de que el príncipe Carlos cumpliera un año, y ya prometido a la princesa Claudia de Francia, su padre lo armó caballero de la Orden del Toisón de Oro y le cedió el ducado de Luxemburgo. Este principito había recibido de los Habsburgo el prominente labio inferior y de la Casa de Borgoña el prognatismo del maxilar que le impedía cerrar bien su boquita. No obstante, sobre su pequeña cabeza descendía la mayor cantidad de coronas que nunca se haya conocido sobre ningún otro mortal.

Felipe el Bueno, bisabuelo de Felipe el Hermoso, había creado la Orden del Toisón de Oro como símbolo de su vanidad satisfecha al colocarse como monarca independiente de Francia y obligado al rey Carlos VII a retractarse públicamente de cuantas ofensas le había inferido al ducado de Borgoña. Muerto Felipe el Bueno, heredó el título de gran maestre y jefe soberano del Toisón de Oro su hijo Carlos el Temerario, duque de Borgoña. Toda su vida puso empeño en potenciar la Orden del Toisón de Oro, revistiéndola de fastuosidad y concediendo collares a aquellos monarcas extranjeros con los que buscaba las alianzas para sus ambiciosos planes.

El 27 de julio del año 1501, nacía en Bruselas, Isabel, la tercera hija de Juana y de Felipe. Su nombre se debía al honor de una madre, al cariño de una hermana, y al recuerdo de una abuela.

El emperador Maximiliano I visitó a la archiduquesa para conocer a su nueva nieta y entre regalos y palabras de cariño convenció a Juana para que otorgara su consentimiento al Tratado de Lyon, por el cual, su hijo Carlos, al llegar a la mayoría de edad se desposaría con la princesa Claudia de Francia.

Por aquellos días, el archiduque, ambicionando ampliar sus dominios hacia las islas británicas, proyectó el matrimonio entre su hermana Margarita de Austria y Arturo de Inglaterra, príncipe de Gales, hijo de Enrique VII y prometido a Catalina de Aragón, hermana menor de Juana. La traicionera maniobra puso en estado de alerta a los reyes de España, quienes desde aquel momento, decidieron adelantar la boda. La infanta contaba con quince años de edad. Acompañada por don Alfonso de Fonseca, arzobispo de Santiago, los condes de Cabra y una gran corte, se embarcó desde La Coruña rumbo a Inglaterra. Fue recibida a su arribo por su futuro suegro, el rey Enrique VII, en Plymouth.

El miedo agudiza siempre el ingenio, tanto como los sentidos. Y fue aquel miedo el que impulsó a los soberanos Isabel y Fernando a enviar a Bruselas un nuevo emisario. Don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Córdoba y capellán de sus Católicas Majestades, llegó a Flandes con la difícil misión de convencer a los archiduques de Austria sobre la imperiosa necesidad de viajar a España y asistirlos en todos los preparativos.

El Consejo Ducal continuaba con su política de dilaciones, lo que no hizo otra cosa que aumentar las tensiones entre España y Flandes. Las excusas fueron múltiples: los asuntos urgentes del reino, el mal tiempo y el parto de la archiduquesa. La idea de todos los consejeros que rodeaban al archiduque era que el viaje se realizara por tierra, cruzando por las fronteras francesas.

Pero si Felipe continuaba postergando caprichosamente el viaje, deberían hacerlo Juana y el príncipe Carlos. Esta idea alteró al «Hermoso» Habsburgo, que no aceptó bajo ningún punto de vista la salida de su hijo heredero. Entonces el Consejo Ducal observó que Juana podía viajar sola.

El tema de la heredad castellana se estaba tornando en una amenaza que iba creciendo y ensombreciendo su existir y llegó a propagarse hasta en los actos reales. Felipe, con sus decisiones y con su proceder, presionaba constantemente a Juana.

Una tarde, estando la archiduquesa reunida con el embajador español en Flandes, Gómez de Fuensalida, la obligó a firmar unos documentos en abierta oposición a sus padres. Ante la negativa de Juana, Felipe no tuvo reparos en humillarla delante del diplomático que, molesto por la actitud irrespetuosa del archiduque, comunicó el episodio a sus Católicas Majestades.

Juana lloró desconsolada.

Cansada de las presiones que debía soportar de sus padres, de su esposo y de las Cortes, adoptó finalmente y sin vacilar, una decisión.

—Puesto que para llegar al ducado mediterráneo de Borgoña me veo obligada a atravesar el reino de Francia, no veo por qué he de cruzar toda Francia. ¿Es necesario ir a Borgoña? ¿No es Blois la residencia del rey Luis XII? ¿No podríais disponer rendirle el homenaje allí, en lugar de atravesar todo el reino? —preguntó Juana con audacia.

—Claro que puedo —respondió Felipe que estaba a punto de sugerírselo—. El rey de Francia quedará encantado y nosotros nos evitaremos un viaje innecesario hasta Dijon, la capital de Borgoña.

Felipe adoraba Francia y sobre todo adoraba París. La siempre bulliciosa y alegre ciudad ejercía sobre él cierto magnetismo inexplicable. Pero irían por tierra, esa era su decisión, a pesar de que sus reales suegros habían incurrido en todos los gastos que implicaba trasladar la flota española a Flandes.

El 4 de noviembre del año 1501, dos días antes de cumplir Juana sus veintidós años, iniciaron el camino hacia España por los senderos que conducían a Francia.

Juana sintió un desgarro en el pecho como aquel que había sentido en Laredo al despedirse de su madre, pues al marcharse su corazón volvería a quedarse en aquellos palacios de los pasos perdidos, habitando silenciosamente junto a cada uno de sus pequeños hijos.

Aquella despedida la recordaría siempre. Llevaría en su mente, guardados para siempre, los gestos y los ojos de sus tres infantes. Noventa días tenía su pequeña hija Isabel, dieciocho meses su heredero Carlos y tres años su hija mayor Leonor. Los niños partieron hacia Malinas entre gritos y sollozos por no querer despegarse de su madre, bajo la guarda de Ana de Borgoña, señora de Ravenstein de Duyveland, y Juana se sintió morir de pena y angustia, desgarrándosele el alma en aquella despedida. Los límites de aquella tortura no tenían fecha precisa por lo tanto sentía que, adentrándose en la lejanía, el amor hacia sus hijos y el dolor de no verlos serían inenarrables. Los pequeños infantes vivirían con su tía Margarita de Austria que en aquel año se había casado por segunda vez con Filiberto II de Saboya, quien era gobernador de los Países Bajos. También fue nombrado Enrique de Witthem señor de Beersel, gobernador y chambelán de los niños, y al conde de Nassau teniente general del reino durante la ausencia de Felipe de Habsburgo.

Diez días después, el 14 de noviembre, se realizaron los esponsales con todo fasto, de Catalina de Aragón y Arturo de Inglaterra en la catedral de Londres. Ofició los mismos el arzobispo de Canterbury, sellando así la alianza pactada entre Inglaterra y España y echando por tierra las aspiraciones de Austria.