Nace Leonor
Ante el trágico desenlace de los acontecimientos, Felipe de Habsburgo llegó precipitadamente dos días después a Gante. A pesar de sus ausencias, su amor sostenía como una columna vertebral a una Juana debilitada, dándole fortaleza, valor y consuelo en sus angustias.
—Juana querida, por mucho que lo hubierais deseado no habríais podido viajar a España y llegar a tiempo para los funerales de vuestro difunto hermano.
—Lo sé, Felipe. La distancia es tan inmensa como la tristeza que hoy embarga mi alma. Dios nos da, pero también nos quita. Y yo debo aprender a aceptar la voluntad divina. Pero no puedo evitar la congoja que me causa su partida tan temprana.
—Vuestro lugar es en Flandes, junto a mí. No es en España. Vos pertenecéis a estos reinos.
—Y yo no deseo estar en otro lado.
Las palabras de Felipe eran como un bálsamo para su alma dolorida. Cuanto él le decía se tornaba para ella en una orden imperativa. Pero, dos meses después de la muerte del príncipe de Asturias, el tiempo y el destino volvieron a agregar una nueva desgracia a la Casa Trastámara. Margarita, su esposa, embarazada de una nueva vida esperanzadora, aquella que le dejara Juan antes de marcharse y destinada a ser continuadora de la dinastía, perdía a su hija póstuma al dar a luz en Alcalá de Henares. Triste corolario de una vida desdichada que había terminado definitivamente con aquella existencia. Con ella se perdía también, por segunda vez, la oportunidad de un heredero al trono de España y comenzarían entonces los grandes cuestionamientos sobre la vasta heredad.
—Sin otro varón en la línea sucesoria de la familia, vuestra hermana Isabel, reina de Portugal, heredará el trono —dijo Felipe una mañana, mientras revisaba los despachos recién llegados de España.
Y fue Fernando II de Aragón quien comunicó al rey, don Manuel I de Portugal, llamado también el Venturoso o el Afortunado, la correspondencia por derecho de los reinos de España a su esposa Isabel. Al quedar vacante la línea de sucesión, los instaba a que se presentaran en Castilla cuanto antes para ser jurados por las Cortes perpetuas del reino.
El rey don Manuel e Isabel de Portugal, Castilla y Aragón, entraron a España por Badajoz, desde donde fueron escoltados por una gran comitiva integrada por el duque de Medina-Sidonia, el duque de Alba y otros preclaros españoles. En presencia de sus Majestades Católicas, Isabel y Fernando, reyes de España, recibieron el juramento de toda la nobleza en una ceremonia por demás emotiva. De esta manera quedaban unidos los reinos de toda la península ibérica cumpliéndose el sueño largamente acariciado por sus Católicas Majestades.
Isabel de Portugal pasó a ser desde aquel mismo instante la princesa de Asturias, heredera universal de los reyes de España. El principado de Asturias, como señorío, mayorazgo y título del príncipe heredero de la corona de Castilla y León se había establecido en el año 1388. A semejanza de Castilla, los herederos de la corona de Aragón, desde 1414, otorgaban el título de príncipe de Gerona y los de Navarra, desde 1423, el de príncipe de Viana. Todos estos títulos se habían acumulado para el heredero o heredera de los Reyes Católicos. Por su parte, Inglaterra había otorgado a sus herederos el título de príncipe de Gales, en 1283, y Francia el de delfín, en 1343. En España, la reina Isabel prohibió, desde ese mismo día, el uso del título de príncipe o princesa de Asturias, a cualquier otro miembro de la Casa real. Solo su hija Isabel podría usarlo en adelante, dado que era ella su legítima heredera.
El principado de Asturias era el legado que según la ley del reino pertenecía al hijo o hija mayor, que además fuese el legítimo heredero de las Españas. Ante tal orden y prohibición no quedó más remedio que tomar al pie de la letra las indicaciones de sus reyes y ya nadie se atrevió desde entonces a desafiar su autoridad y a usufructuar aquel noble y representativo título.
Aquella sucesión de muertes insospechadas y repentinas en la Casa Trastámara hacía temer por el futuro de España. Y si por desgracia Isabel llegaba a morir antes que Juana sin dejar descendiente varón, automáticamente Juana pasaría a ostentar el título de princesa de Asturias.
—¡Vos y yo podríamos convertirnos en los reyes más poderosos de la tierra! —exclamó Felipe con entusiasmo.
Y Juana sintió que un escalofrío le recorría la espalda. No era ambiciosa. No deseaba ser reina. ¿Cómo Felipe podía pensar que ella deseaba convertirse en la más poderosa de la tierra a través de la muerte de sus dos hermanos mayores?
El fantasma de la duda la carcomió.
¿O tal vez Felipe, quien decía amarla tanto, solo estaba interesado en los reinos que, a través de ella, pudieran llegarle algún día como un presente póstumo de sus queridos difuntos?
El cansancio la venció con las sombras, pero había dormido mal, sobresaltada. La luz de la mañana la despertó y vio a Felipe inclinado sobre ella, contemplándola, mientras el alba entraba exultante disponiéndose a amanecer sobre Gante.
—¿Me amáis, Felipe? —preguntó temerosa.
—Más que a nada es este mundo —y los ojos del archiduque, de un azul profundo, quedaron atrapados en los ojos verde oliva de Juana. Aquella mirada la cautivaba y enloquecía de amor y le daba la sensación inigualable de no poder dejar de mirarlo.
—¿Me amáis más que a los posibles reinos que por desgracia pudiera yo heredar?
—Más aún, ¡amor mío!
—Solo me basta con vuestro amor, mas tengo el presentimiento que todos los acontecimientos importantes de mi vida irán siempre asociados con la muerte.
—Nadie podrá saberlo, Juana. Es el misterio insondable de la vida, del destino que cada uno lleva escrito sobre sí, ignorándolo. Lo importante es dejar una huella en el recuerdo de quienes os han conocido. Esa huella, si es buena, será imperecedera.
—Ámame, Felipe —le susurró Juana al oído— y renunciaré al mundo—. Y Felipe como respuesta le besó sus pies descalzos. Era el momento del amor. Felipe la abrazó con ternura y pasión, como siempre, y ella se dejó llevar por ese mundo de maravillosas sensaciones que él despertaba en su mente y en su cuerpo. Transportándola.
Entonces «el Hermoso» Habsburgo tuvo la certeza de que la amaría por el resto de sus días. Juana era para él como la más preciosa de las joyas. Y la cuidaría con todo su esmero.
—Nunca dejéis de amarme —le imploró Juana.
—Jamás dejaré de hacerlo.
—Entonces, perdonadme.
—¿Perdonaros, por qué?
—Por dudar de vos, amor mío.
—Nunca dudéis de mi amor, Juana.
—Quiero que me prometáis que siempre estaremos juntos.
—Siempre. Por toda la eternidad —y apretó a Juana contra su corazón que le latía desenfrenadamente.
El tiempo seguía su curso y a Juana le resultaba imposible explicar con palabras la esperanza que aquellas declaraciones de Felipe habían despertado en su alma. Y fueron aquellas frases llenas de ilusión las que se hospedaron en su mente durante los días y las noches por venir.
El invierno de 1498 llegaba a su fin. Carlos VIII, rey de Francia, había muerto y acababa de ascender al trono el rey Luis XII (al que llamaban los franceses: El Padre del Pueblo), hijo del duque Carlos de Orléans y de Ana de Clèves, casado en primeras nupcias con la princesa Juana, hija de Luis XI y hermana de Carlos VIII. Felipe era feliz junto a Juana. Se le notaba en el rostro, en aquellas risas compartidas, en la agitación de su pecho cuanto estaban juntos. Y así, en los umbrales de aquella primavera que tardaba en anunciarse, Juana descubrió con secreta alegría que estaba encinta.
—¿Me amáis, Felipe? —volvió a preguntarle una mañana.
—Más que a nadie en el mundo.
—¿Más que al hijo que espero?
—Juana, ¿estáis esperando un hijo nuestro?
—Sí amor, ¿no es maravilloso?
—Tener un hijo que lleve mi sangre es el mayor cumplido que podíais hacerme.
Y en un inmenso y tierno abrazo se dejaron caer sobre el lecho, felices y dichosos. Sus dedos se entrelazaron y juntos soñaron mil nombres para el futuro heredero de la mitad de Europa.
Nunca lo hubiese imaginado, pero una menuda nube oscura se interpuso entre el sol y la tierra en aquel jueves 23 de agosto de 1498. Juana, encinta de seis meses y vestida con un amplio vestido color carmesí y pasamanería de plata, paseó sin rumbo por los jardines imperiales del palacio de Bruselas, el Coudenberg. Allí se alejaba del mundo en todos los sentidos. Cada día, hiciera buen o mal tiempo, visitaba los jardines que se extendían como una alfombra verde hasta donde su vista alcanzaba. Disfrutaba de los nuevos colores de la naturaleza con cada cambio de estación y apartando con sus manos los pimpollos de las rosas trepadoras, o las hojas secas de los robles, los copos de nieve de los pinos o las apretadas flores multicolores que desbordaban los canteros, fuera primavera, otoño, invierno o verano —si hacía falta— daba de comer a los pájaros que anidaban en las inmensas copas de los árboles. De allí bajaban las aves que la esperaban cada día, trayendo a su recuerdo imágenes de su infancia en el jardín de la reina en el alcázar de Segovia.
Cuando el sol del mediodía se hizo más intenso, Juana se sentó bajo una glorieta umbrosa cubierta de glicinas, para descansar sus pies. Durante aquel paseo se había sentido agitada. De pronto llegaron hasta su mente las imágenes de su madre. Dura como el hierro, la reina era obsesiva con la educación de sus hijos. Siendo Juana una niña le explicaba sobre los beneficios de ser una persona disciplinada, pues llevando una vida ordenada saldría victoriosa de todas las situaciones. «Lo que pronto se aprende, tarde se olvida», le repetía. Pero lo que más le impresionaba a Juana era aquel mensaje de Cristo que su madre siempre tenía a flor de labios: «Todo aquel que quiera seguirme que tome su cruz».
—¿Qué quiere decir, madre? —le preguntaba con frecuencia.
—Es algo sencillo, hija, pero difícil de poner en práctica. Solo debéis obrar de conformidad con las enseñanzas de Cristo y cumplir estrictamente con los Evangelios, aceptando con entereza los sufrimientos que puedan llegar en la vida. Jamás debéis claudicar, Juanita, porque ellos os abrirán las puertas de los cielos.
—Comprendo, madre. Pero decidme, ¿las personas que no toman su cruz, reciben a cambio una vida vacía, sin la retribución salvadora de la gloria?
—Habéis comprendido bien, hija mía, solo con el sufrimiento podéis ganar el cielo.
—Y los pobres, ¿cómo pueden ganar el cielo?
—Para los pobres es más fácil que para los ricos y poderosos. ¿Sabéis por qué? Porque ganar el cielo nada tiene que ver con la riqueza y el poder. La verdadera riqueza de la que nos habla Cristo es la riqueza del alma. Los hombres ven solo las apariencias, pero solo Dios ve dentro de nuestros corazones. De nada sirven los reinos ni el mundo entero si no tenéis fe. Pues todo lo habréis perdido si pierdes el alma.
La infanta había entendido la mayor parte de la respuesta y siendo una adolescente la había puesto en práctica. Y cuando joven sabía con certeza que esa era la Verdad. Ella había tomado la cruz de su difícil destino, entregándose generosamente a los brazos de Felipe, mas aquello no era una cruz, sino la gloria.
Con tan solo diecinueve años había logrado el auto dominio y su gran inteligencia le ayudaba a no cometer injusticias deliberadamente, pues pensaba que aquello acabaría siendo perjudicial para su alma.
Poseía un gran sentido de la autodisciplina y el profundo deseo de vivir de acuerdo a las reglas rigurosas que se había impuesto a sí misma. Su matrimonio con Felipe de Habsburgo, concertado entre sus respectivos padres, iba tan bien como pocas veces era probable en uniones de aquella índole. Lo adoraba, tanto como él a ella. Era uno de esos casos extraños, una casualidad entre un millón, pues a pesar de ser un matrimonio concertado se habían enamorado los dos desde el mismo instante en que se habían conocido. Como esposa no había podido elegirlo, pero afortunadamente se habían convertido en una maravillosa pareja de amantes. Cada noche en los brazos de Felipe sentía el estremecimiento de la pasión verdadera, de aquel amor intenso y profundo que había surgido entre los dos. Mas en la intimidad del jardín, aquella tarde, no comprendía por qué estaba llorando.
El retumbar de un trueno la sacó de aquellos pensamientos. Miró hacia el cielo que se dejaba entrever a través de las enredaderas y observó que se había vuelto de un color plomizo. Un fuerte viento comenzaba a soplar haciendo estremecer las ramas de los árboles y la tormenta de verano estaba a punto de precipitarse. Con manos apresuradas secó sus lágrimas y regresó deprisa al palacio. En plena luz del día se había vuelto la noche. Los candelabros se encendían deprisa y, con la nostalgia propia de quien debe permanecer encerrado y en soledad, Juana se cobijó en uno de los salones del palacio contemplando el imprevisto azote de la lluvia contra los cristales.
No había razones aparentes ni inmediatas para que la embargara tanta tristeza y melancolía. Pero aquel temporal se extendió por una semana mojándolo todo, hasta su memoria. Durante aquellos interminables días se sintió profundamente turbada con la certeza de que alguien muy cercano a sus afectos estaba sufriendo demasiado. Tal vez, padeciendo la agonía de una muerte no anunciada.
Y no se equivocó. Aquella tormenta que se desató con violencia sobre Flandes, jamás llegó hasta el caluroso verano de Toledo. En aquella siesta ardiente y quemante donde ni un alma se atrevía a salir de la fresca penumbra delas casas, en el castillo de los monarcas españoles solo imperaban los pasos sigilosos y apesadumbrados, los murmullos casi dichos en secreto, las angustias incontenibles y los llantos reprimidos.
Su hermana, Isabel de Portugal, acababa de dar a luz un varón, a quien pusieron por nombre Miguel. Un nombre que jamás su boca podría pronunciar y un niño al que nunca sus manos podrían acariciar.
¡Tantísimo lo había deseado que cuando lo tuvo debió partir definitivamente sin poder mirarlo, aunque fuera por única vez!
La pobrecilla le había dado la vida pero una hora después perdía la suya. Con una sonrisa triste y desdichada entre sus labios yertos y su rostro de cera, con sus ojos cerrados para siempre, partía Isabel, la mayor de los Trastámara, hacia la eternidad. Era el 23 de agosto de 1498.
La muerte había vuelto a cebarse con la regia familia, terminando por entristecer profundamente a una Juana desconcertada e indefensa ante el zarpazo brutal del destino. Isabel había dejado de ser, igual que Juan. Ya no estaría más para poder abrazarla, ni reír juntas. Y como Juan, solo viviría en su recuerdo. Allí, en su recuerdo constante, la muerte no podría con ellos.
Felipe, apelando al sentido común le advirtió.
—Debéis saber que una reina no corre de vuelta a su país de origen para asistir a los funerales de sus hermanos muertos, por mucho que les haya amado.
Juana guardó silencio. Las lágrimas brotaban de sus ojos sin poder contenerlas. Lloró sin sollozos guardando en su pecho todo el dolor contenido.
En España, la reina Isabel con anuencia de su yerno, el rey Manuel I de Portugal, asumió la tutoría del niño recién nacido. Aquella hija tan querida, la que más se le parecía físicamente, la que llevaba su mismo nombre, mas no su misma suerte, la que siempre, por ser la mayor de todos, cumplió y le obedeció hasta en los más mínimos detalles, había muerto. Tanto le había obedecido que antes de casarse había exigido a su futuro esposo, como condición para realizar los esponsales, que expulsara a los judíos del reino del Portugal.
Isabel de Castilla, la más grandiosa reina de todos los tiempos, seguía en su vida familiar el camino opuesto al que le brindaran sus triunfos políticos, convirtiéndola en la más desdichada de todas las mujeres. ¿De qué servían tanto poder y tantas coronas si no podía disponer de la vida de sus amados hijos?
La desgracia se había adueñado de la corona española. En menos de dos años habían muerto su madre, su primogénito, su primera nieta y, ahora, su hija mayor.
Solo su profunda fe cristiana, a la que jamás abandonó, la mantuvo viva. Su salud se vio deteriorada, pero el pequeño don Miguel, futuro rey de España y Portugal, era una débil luz de esperanza en la oscuridad de su ocaso. Aquel niño parecía sostenerla en la adversidad para que no claudicara y, aceptando con verdadera resignación la voluntad divina, tomó las cruces de sus amados muertos y vestida de riguroso luto no lo abandonó hasta el día de su propia muerte.
En los brazos enlutados de su triste abuela, aquel niño se transformó en su único consuelo. En él volcó todo su amor contenido por aquella hija muerta con la que hubiese deseado ella también morir y vio en aquel pequeño principito la razón de su vida: la unificación definitiva de la península ibérica.
Desde 1496, año en que había abandonado España para radicarse definitivamente en Flandes, Juana no había escrito ninguna carta a su madre. Las noticias que la reina tenía de ella le llegaban a través de Martín de Moxica y algunas cartas de Felipe de Habsburgo. Esto hizo que la reina temiera perder en vida a su tercera hija y, ante la inseguridad del futuro de sus reinos, envió a Bruselas una misión urgente. Aquella misión iba al mando del comendador Londoño, quien viajó acompañado por el subprior del convento de la Santa Cruz, el fraile dominico fray Tomás de Matienzo, y cuya única finalidad era requerir noticias de Juana.
Aquellas presencias no solo perturbaron el carácter de la archiduquesa, sino que casi la hacen enfurecer de rabia. Juana sintió a partir de entonces que los controles maternos llegaban hasta su Flandes. Matienzo, confidente de los Reyes Católicos, llegaba para vigilarla. Este fraile, como tantos otros españoles dispersos en el reino de Felipe, informaba con estricta puntualidad, y en el más confidencial de los secretos, de todo lo que acontecía en él. Escribía a los Reyes Católicos en lenguaje oscuro: «díxele que tenía un corazón duro y crudo sin ninguna piedad…».
Y así fue. Con la certeza de que aquello se trataba de un espionaje informativo, Juana comenzó a negarle a Matienzo, sistemáticamente, la provisión de sus principales necesidades, con el objeto de que el fraile abandonase Flandes cansado de tanta oposición.
Fue el 15 de noviembre de 1498, en el palacio de Lovaina. Juana despertó con la convicción que la situación aquella no podía dilatarse por mucho tiempo más. Nada volvería a ser igual en adelante, pues estaba llegando al final de sus nueve largas lunas. Iba a ser madre y aquel estado le daba una maravillosa sensación de felicidad.
Pasó la mañana sola y distante, tratando de concentrarse. Y cuando el palacio se entregaba a la apacible serenidad de la siesta, en medio del silencio de la recién iniciada tarde de otoño, comenzó a sentir los dolores de parto. Iba a dar a luz a su primer vástago, fruto de dos ramas unidas por un amor inigualable.
La archiduquesa Juana de Castilla y Austria, la valiente hija de la no menos valiente reina Isabel de Castilla, afrontaba el nacimiento de su primer hijo del mismo modo con que afrontaba todo en la vida: con total y entera determinación.
—¡Madame Hallewin! —llamó Juana asustada, mientras pasaba revista a la situación y se preparaba para aquel trance difícil y desconocido—. ¿Podéis venir de inmediato?
La gobernanta llegó deprisa y llamó con urgencia al archiduque, quien reclamó la inmediata presencia del médico de la corte y de la comadrona Isabeau Hoen, de Lier, quien asistiría a la reina durante el parto.
El galeno y una legión de camareras llegaron alertados por la gobernanta para el parto real. Y en aquel mar de dolor incomparable, Juana se aferró con fuerza a las manos de la vieja comadrona.
—Tengo temor a morir, como mi hermana Isabel.
—¡Valor mi reina!, no temáis —le animó la mujer que había presenciado en su juventud los dos partos de María de Borgoña—. ¡Pujad con fuerza! Sí. Así. ¡Lo habéis conseguido! ¡Pujad un poco más! ¡Vamos mi reina!
Juana hizo el último gran esfuerzo, pensaba que iba a desmayarse, pero el pequeño cuerpo de la criatura se deslizó entre las manos del médico de la corte.
—¡Es una princesa! ¡Una hermosa princesa! —anunció el galeno.
Sí. Era una princesa. Felipe de Habsburgo había tenido una hija mujer en lugar del hijo varón que tanto anhelaba. La cabeza de Juana volvió a apoyarse sobre las blandas almohadas y, con los ojos cerrados por el extremo cansancio, preguntó, con la voz agotada:
—¿Es sana?
—Es fuerte y perfecta. Miradla, majestad. —Madame Hallewin le acercó la niña, que lloraba envuelta en un paño blanco. Juana apartó su camisón del pecho y la puso a mamar de inmediato. La leche comenzó a fluir lenta y tibia y el llanto de la niña se calmó. Ella se sintió transportada al paraíso. Sujetó fuerte a la diminuta criatura contra sí, mientras sentía que sus pechos se convertían en la fuente mágica de la vida.
—Se llamará Leonor, como su chozna Leonor de Aragón, quien fue bisabuela materna y paterna de mis padres los reyes de España —Leonor de Aragón se había desposado con Juan I de Castilla. Sus dos hijos habían dado origen a las dos ramas: la materna, con Enrique III, El Doliente, de donde descendía la reina Isabel, su madre, y la paterna, con Fernando I de Antequera, de donde descendía el rey Fernando, su padre—. Leonor, como su tatarabuela Leonor de Portugal, y Leonor como la hermana de mi padre y varias de las valerosas reinas de Castilla y Aragón. Es tan hermosa como Felipe. No me canso de mirarla. En ella se mezclan una parte de Felipe y otra mía, siendo Leonor el resumen perfecto de nuestro amor —concluyó Juana riendo, mientras sostenía con entrañable ternura a la pequeña recién nacida contra su pecho.
Pero ni Felipe de Habsburgo, ni el emperador Maximiliano I, ni mucho menos los Reyes Católicos, pudieron ocultar el desencanto que Leonor había traído consigo. Ninguno de ellos esperaba una niña. Todos esperaban un varón: el heredero.
Ante la cruel decepción, Juana lloró y pidió perdón. Por aquellos días se pensaba que eran las madres las que determinaban el sexo de sus hijos y ella se sintió culpable. Leonor había llegado al mundo en un tiempo equivocado, así como también se habían marchado de él a destiempo sus amados hermanos, Juan e Isabel. Sin embargo, a Leonor tardarían en perdonarle el haberse adelantado.
Juana decidió volcarse totalmente al cuidado de su preciosa hija sin poder ni querer intervenir en la vida doméstica del palacio. Sintió entonces la necesidad de solicitar consejos a fray Tomás de Matienzo. Poco a poco, a partir de aquel momento, el fraile se fue transformando en el fiel confidente de sus penas, dejando de ser a sus ojos el indeseado espía.
Durante los seis meses que siguieron, Juana y Felipe permanecieron en Bruselas, mientras fray Matienzo no tuvo otra preocupación que escribir puntualmente a la reina Isabel, informando sobre la vida de Juana: el lujo en el vestir, las fiestas que frecuentaba y, sobre todo, la total indiferencia por la religión, que junto al abandono paulatino de los santos sacramentos y el olvido acentuado hacia los asesores y parientes españoles que residían en Flandes, eran los temas de sus cartas. Estas actitudes poco tranquilizadoras llegaron hasta la reina de España, pero Juana, absorbida totalmente por su nueva condición de madre, volcó toda su confianza en aquel fraile español, como cuando siendo adolescente lo había hecho con su confesor. El tiempo transcurrido le ayudó y fray Matienzo fue modificando su opinión a favor de la archiduquesa, a la vez que le fue advirtiendo sobre los peligros que le acechaban dentro de su propia corte.
A la falta de apoyo se sumaba una alianza complotada en su contra entre su infiel tesorero, don Martín de Moxica, y madame Hallewin. Este enrarecido ambiente fue permitiendo a fray Matienzo descubrir el entorno poco confiable en el que Juana tenía que vivir.
Desgraciadamente, poco duró aquella buena compañía en quien Juana había aprendido a confiarse y donde encontraba los mejores y más desinteresados consejos, porque llegó el momento en que el fraile fue solicitado desde España y debió emprender el camino del regreso. Con él se marchaba el único hombre de confianza que había en la corte y del cual había obtenido la palabra oportuna.
El día de la partida, con honda pena, fue a despedirse de Juana, junto al embajador español, Gutierre Gómez de Fuensalida. El fraile sentía que dejaba a una archiduquesa sola e indefensa y esto entristecía su ánimo.
Después de departir unos momentos, Juana pidió amablemente al embajador que se retirara, pues deseaba tener unas palabras en privado con el fraile.
—Fray Tomás, al quedar solos, ¿queréis oír mi confesión?
—Con gusto la oiré, señora.
—Debo deciros que siento por mi esposo un amor apasionado y creo que esto es motivo de peligro para mi alma. Creo que mi alma y mi cuerpo le pertenecen, que han dejado de ser míos para ser solo de él. Y, ante el acecho de la menor duda, me atacan los celos, pierdo mi cordura y me torno irascible. No soy dueña de mis actos y temo que, ante tal arrebato, pueda cometer una locura. Pero lo peor de todo, fray Tomás, es que Felipe se ha dado perfectamente cuenta del poder que su amor ejerce sobre mí y en algunas ocasiones me los provoca. Yo he optado por aislarme y la llegada de Leonor a mi vida ha sido mi mejor excusa. Dentro de esta corte me siento una extraña. Creo que no cuento con nadie y estoy comenzando a recelar de quienes me rodean y dicen servirme. Solo me queda la esperanza que si vuelvo a ser la Juana de antes, tal vez Felipe puede volver a ser el archiduque de siempre.
—Señora, tenéis que estar serena y saber que sois vos la reina de estos dominios. Y si algo es necesario que comprendáis es que el exceso de amor también termina, a la larga, matándolo. La verdadera felicidad de un matrimonio santificado por Dios radica en no mirarse el uno al otro, sino en mirar los dos en la misma dirección. Hacia ese futuro que planeáis de a dos. Por otro lado debo deciros que nadie existe, excepto vos, señora, en el corazón del archiduque. Tened mucho cuidado en imaginaros cosas que puedan dañar vuestra alma y vuestro corazón.
—Agradezco tan consoladoras palabras, fray Tomás. Bendecidme. Estoy segura que las horas que vendrán serán para mí mucho más difíciles que las ya pasadas.
—Que la bendición de Dios Todopoderoso descienda sobre vos, señora. Hoy y siempre.
—Ahora, fray Tomás, id a España con mi beneplácito y transmitidle los saludos más cariñosos a mis padres. Decidles que a Flandes no le interesa España. Que prefiere diez aliados cerca que mil lejos. Y puesto que esa es la voluntad del Consejo que asesora al archiduque, con el tiempo también será la decisión de Felipe.
Fray Tomás de Matienzo se puso de pie e hizo una reverencia.
—Que Dios os acompañe, señora. Pediré a mis hermanos, los frailes, que recen por vosotros.
—Gracias, fray Tomás. Por el camino difícil que deberé transitar en adelante necesitaré de todas las plegarias del mundo. Creédmelo.
—Adiós señora y no perdáis nunca la fe en Dios. Él jamás os abandonará, aunque el mundo os abandone. Si lo deseáis con el corazón, Él siempre llegará hasta vos.
Sin duda, Felipe tenía importantes tareas que cumplir referidas a sus obligaciones de gobierno y para eso contaba con la ayuda del Consejo Ducal. El hecho de que Juana permaneciese apartada de los asuntos del reino no significaba que los desconociera. Desde pequeña siempre había presenciado algunos actos de gobierno de sus padres, asistiendo a audiencias, acechos y batallas. Había viajado a Granada, incluso antes de la rendición, y había sido testigo del incendio del campamento y de la construcción, en apenas ochenta días, de la ciudad que su madre ordenara levantar, rodeada por altos muros y profundos fosos, cuatro puertas y una plaza central, a la que había bautizado con el nombre de Santa Fe.
Todo ello hacía que Juana gozara de cierta experiencia dentro de la política y se moviera con cautela en sus palacios de Flandes.