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Duelo en Castilla

Corrían los primeros días del mes de mayo de 1497 y Juana, sumergida en un sueño agitado y empapada por el sudor, soñaba con su pasado y también con su porvenir. Volvía a ser niña y estaba sentada en el regazo de doña Teresa de Manrique, su aya, que le cantaba una dulce canción. De repente le parecía volver hacia aquel laberinto de su infancia y cuanto más se perdía en él, tanto más distante, enigmático y vacilante se volvía todo a su alrededor. Deseosa por recuperar la seguridad perdida, y esforzándose por obtener una base firme bajo sus pies, corría por los senderos esperando que su querido hermano Juan viniera a compartir sus juegos. Pero, de pronto, en un recodo del laberinto aparecía Juan, gritando desesperado.

—¡No me olvidéis Juana! ¡Pronto moriré!

Pero todo era inútil. Ella ya no era una niña y estaba perdidamente enamorada, y por ese amor había olvidado todo. Mil veces renunciaría a sus coronas y a sus títulos, a sus riquezas y honores, a cambio de permanecer junto a Felipe de Habsburgo. Y no deseaba que nada ni nadie se interpusiera entre su bien amado y ella.

El sueño daba un giro y súbitamente Juana se encontraba inmovilizada y expectante frente al cuerpo helado de su hermano. Era la cripta de una iglesia, pero ¿dónde?, en ¿Salamanca? ¿Burgos? ¿Segovia? El príncipe de Asturias despertaba de la muerte y mirándola a los ojos le hablaba.

—¡Hermana mía, no dejéis que os arrebaten lo que por derecho propio os pertenece! ¡No permitáis que os traicionen!

Volvía el sueño a cambiar y Juana se encontraba en una torre amurallada, bañada por la plateada luz de la luna. El paisaje era frío y lleno de soledad, donde la única presencia humana era una sombra: la sombra de Felipe. Él se encontraba de espaldas. Su camisa blanca resplandecía y sus cabellos cobrizos, desordenados, se movían con una ráfaga helada.

Juana corría hacia él.

—¡Amor mío! ¿Dónde os habéis escondido?

Felipe se volvía para mirarla, pero no tenía rostro. Solo era una sombra espantosa que llevaba varios años muerta.

—¡Dios mío! —gritó Juana, desesperada.

Y su propio grito la despertó. Haciéndose la señal de la cruz y temblando con la violencia del pánico, el cuerpo frío por el miedo y su ropa empapada por el sudor, permaneció inmóvil con los ojos clavados en el techo. Cuando recobró la calma encendió las velas de su mesa de noche y pudo distinguir los contornos del cuerpo amado de Felipe, que dormía serenamente a su lado. Se tranquilizó, pero a sus oídos retornaban una y otra vez las palabras lastimosas de Juan: «no dejéis que os arrebaten lo que por derecho propio os pertenece…», estremeciéndola.

¿Acaso sería la muerte quien iba a arrebatarle a aquel ser, tan tierna y apasionadamente amado, para convertirlo en un puñado de cenizas, dejándola postrada en la desolación de un mundo sin sentido?

Le acarició amorosamente los cabellos, con suavidad para no despertarlo, y pensó que en la vida, como en el bosque, siempre existiría un espacio reservado a la luz. Y su luz era Felipe, que permanecía a su lado, iluminando su vida. Ojalá aquel destello no se apagara nunca y la acompañara alumbrando el camino de sus días hasta su último aliento.

El alba despuntó y la encontró despierta. Las palabras de Juan resonaban aún en sus oídos como un eco que se iba apagando lentamente y, ante estos trágicos presagios, no la sorprendió la noticia de que sus colaboradores más inmediatos, aquellos que ocupaban los cargos más importantes dentro de su corte española, habían sido reemplazados de sus puestos sin que se le solicitara siquiera su parecer. El mayordomo mayor, don Rodrigo Manrique, los maestresalas, don Hernando de Quesada y don Martín de Tavera y el Jefe de las caballerizas, don Francisco Luzán, junto al grupo de sus fieles asesores, habían sido sustituidos de la noche a la mañana por asesores borgoñones. Algunos clérigos también fueron trasladados. Entre ellos, don Diego de Deza, designado obispo de Salamanca, debía retornar con urgencia a España. El único español que permanecía inamovible era don Martín de Moxica. El príncipe de Chimay continuaba ocupándose del gobierno general de la corte, mientras madame Hallewin proseguía de muy buen agrado resolviendo por su cuenta todos los problemas domésticos sin consultar a la archiduquesa Juana que, forzada por las circunstancias, terminó por abandonar sus obligaciones sin saber a quién dirigirse para buscar ayuda.

Después de aquellas magníficas fiestas de bienvenida y despedida a su suegro, Maximiliano I, Juana experimentó el desasosiego de su partida, pues presentía que el emperador se llevaba tras de sí la felicidad y la paz de la que había gozado hasta entonces.

Felipe continuaba cada vez más ocupado con los asuntos y responsabilidades del reino y comenzaba a ausentarse con más frecuencia. Y en cada regreso, Juana lo que menos deseaba era abrumarlo con los problemas domésticos de la corte. Por nada del mundo deseaba enturbiar aquellos espaciados pero ardorosos reencuentros.

Decidida por las circunstancias resolvió entonces escribir a su madre, a la que consideraba una experta en el manejo del poder. Jamás había cedido ni un palmo de él, ni siquiera a su propio esposo. La reina Isabel era sin lugar a dudas la persona más indicada para aconsejarla. Sobre todo para tener una guía y saber cómo manejar las circunstancias molestas por las que estaba atravesando. Pero ocurrió lo contrario y, en lugar de ser Juana la que enviara noticias peticionando asesoramiento, llegó otra carta de España, de su cuñada Margarita. Juana impaciente abrió deprisa el sobre. La letra fina y estilizada de la princesa de Asturias se deslizaba graciosamente sobre el papel.

Querida Juana:

Llegué a España después de pasar por las mismas dificultades que vos, en el Canal de la Mancha. La tempestad fue tan grande que estuvo a punto de hundir la nave en que viajaba. Sin perder un instante mi buen humor, a pesar de aquel peligro de muerte que me amenazaba, escribí en verso mi propio epitafio: «Aquí yace Margarita, la gentil damisela, que tuvo dos esposos y es todavía doncella».

Y aquí me tenéis ahora, comprobando el gran vacío que habéis dejado en el corazón de vuestros padres y hermanos, que yo, por la gracia de Dios, he venido a llenar en parte. Os extrañan demasiado y os ruego, mi querida Juana, que no sintáis celos, pues tenéis unos padres maravillosos y muy afectuosos que me hacen sentir como en mi propia casa.

España me ha parecido muy singular y totalmente distinta a los reinos conocidos, pues provengo de un país muy diferente al vuestro. El español es un pueblo valeroso, muy digno y orgulloso de su tierra. Mi corte ha quedado sorprendida, tanto de la austeridad castellana como del afectuoso recibimiento que nos dieron al llegar. Debo deciros que me asombra la excesiva severidad en lo que concierne a la moral y a la religión. Bien sabéis que el protocolo castellano no permite a los futuros esposos que se hablen, ni se den la mano hasta el día de la boda. La reina de Castilla así nos lo ha hecho cumplir y, recordando los besos que os robara Felipe antes de vuestros esponsales, no he podido dejar de sonreír por aquel arrebato de mi hermano, rigurosamente prohibido en estas tierras.

Creo haberle causado una grata impresión a Juan, lo cual me hace sentir muy dichosa. Cada vez que levantaba mis ojos para mirarle, sus ojos me estaban mirando. Eran mis fervientes deseos que pronto se convirtiera en mi esposo para poderle tener a mi lado y escuchar sus tiernas palabras de amor.

La ceremonia de nuestros esponsales se celebró en Burgos con grandes pompas, el Domingo de Ramos. El arzobispo de Toledo fue quien ofició la boda, siendo nuestros padrinos el gran almirante Enríquez y su madre, doña María de Velasco.

Vuestra buena madre, la reina Isabel, ordenó que prevalecieran en mi casa las costumbres de los Habsburgo, voluntad que recibí como el más precioso y delicado presente de bodas, ante la austeridad característica de la corte española. Muchos fueron los regalos recibidos y somos inmensamente felices. Al lado de vuestro hermano soy muy dichosa, tanto como lo sois vos al lado de Felipe.

Desde estos reinos que os vieron nacer, os envío un cariñoso saludo.

Vuestra cuñada y amiga, Margarita. Princesa de Asturias.

A Juana le invadió la alegría al comprobar que a Margarita nada le había importado aquel tartamudeo de Juan que le aquejaba desde su infancia, impidiéndole expresarse con total naturalidad; y dueña de una gran inteligencia, se había adaptado fácilmente a las circunstancias y a su nueva situación de princesa castellana, como lo dejaba vislumbrar a través de aquella carta.

Pero antes de decidirse a escribir en busca de los consejos maternos, llegó otra misiva de Margarita de Asturias totalmente adaptada a la nobleza española. En su carta demostraba el desconcierto que le había producido, acostumbrada a la simpleza de la nobleza flamenca, la lucha que debían sostener los Reyes Católicos frente a la arrogancia y orgullo de los nobles españoles. Lucha que se prolongaba desde 1419, fecha del comienzo del reinado de Juan II de Castilla, padre de la reina Isabel. También le manifestaba el tiempo e interés que le estaba dedicando a comprender la complejidad del reino, ya que formaba parte de su preparación como esposa de un futuro rey. Y con la promesa de volverle a escribir, se despedía cariñosamente.

Pero a partir de aquella carta, Margarita nunca más volvió a escribir. Juana sintió profundamente el no poder seguir de cerca el proceso de salud de su hermano, como tampoco la evolución de aquel matrimonio. El pobre príncipe Juan, de endeble naturaleza, se debilitaba, a pesar del gran esfuerzo sostenido por los médicos desde el mismo día de su nacimiento. Tratado con múltiples fórmulas de remedios y jarabes vigorizantes sin resultado alguno, se iba consumiendo en vida. Siendo el hijo menos saludable de los monarcas, paradójicamente pesaban sobre él las coronas de todos los reinos españoles.

Nació con serios problemas de salud y un grave defecto de tartamudez, siendo estos causa de gran dolor en sus padres y hermanas que tanto le amaban. Juan era un ser muy especial, de corazón noble, espíritu sensible, muy afable, culto y de carácter dulce. Juana hubiera deseado donarle parte de su sana vitalidad para poder verlo feliz. Y eso la acongojaba.

Para rogar por la quebrantada salud de su bien amado hermano Juan y el eterno descanso de su infortunada abuela, Isabel de Portugal, Juana decidió viajar en peregrinación a la ciudad de Brujas. Escasamente a dos días de caballo de Gante marcharía con su cortejo pidiendo gracias y bendiciones para todos los Trastámara. En Brujas se alzaba el viejo hospital de Saint Jean, una casa que servía para acoger a dementes, pobres y peregrinos. Todos eran tratados con gran dulzura y compasión (actitudes desconocidas en otras latitudes, pues en la Europa civilizada los insanos eran encadenados en celdas desprovistas de todo y allí se los dejaba, librados a su propia suerte, hasta que la piadosa muerte se compadeciera de ellos).

Saint Jean era un lugar como no podía existir otro en ninguna parte del mundo. Los dementes vivían en pequeños grupos comunitarios atendidos por médicos, enfermeros y religiosos. Al aire libre y en un medio saludable, sin tener que realizar un gran esfuerzo mental, trabajaban en tareas sencillas. Aquella obra eclesiástica y benemérita era patrocinada por piadosos hombres y mujeres, en cuyas vidas había ocurrido algo que despertó su amor por aquellas mentes extraviadas. Desde su construcción en el siglo XII, el mencionado hospital había ido incrementando y delegando continuamente los servicios que prestaba al pueblo. Dirigido por laicos, lo administraban las monjas agustinas y las monjas de san Juan, que acogían con los brazos abiertos a pacientes de todos los países y religiones.

Juana llegó hasta allí una semana después y ante el altar de la capilla rezó por aquel hermano que llevaba su mismo nombre y también por el alma de su difunta abuela Isabel, a quien había visto solo una vez en la vida (pero era la madre de su madre y su corazón noble y bueno le exigía un recuerdo y una veneración adecuados). La anciana reina había recibido la muerte serenamente en su castillo de Arévalo, hundiéndose en las tinieblas sin dolor, como un pobre cervatillo en las sombras de la muerte (dentro de las cuales su mente se había ido sumergiendo por más de cuatro décadas). Algunos afirmaban que cuando la sorprendió el final, tuvo unos instantes de lucidez y habló con coherencia. Otros aseguraban que, por el contrario, habló sobre sus años de juventud con frases incoherentes e inconexas que nadie pudo entender. Pero su padre, el rey Fernando II de Aragón, le había escrito diciendo que la anciana reina había muerto como una flor agotada por el calor del estío. Un estío que había llegado excesivamente tarde.

Al entrar en Brujas, Juana pidió ser conducida directamente hasta el hospital y una vez en él se dirigió hasta la capilla. Penetró en la semipenumbra del lóbrego recinto, acompañada por la corte que se movilizaba con ella, y se arrodilló frente al sencillo y despojado altar. Era la tarde, en las horas que mediaban entre la nona y las vísperas. Un gran silencio reinaba en el lugar, indicando que todos los que se encontraban en él se hallaban rezando. El agradable olor a incienso impregnaba el ambiente de oscurecidas piedras y las bujías del altar, alzando sus pequeñas y vacilantes llamas, iluminaban con su tenue resplandor dorado un gran crucifijo de hierro.

Presa de una emoción súbita e intensa, Juana sintió la fuerza colectiva de todas las plegarias que le habían precedido en aquel lugar santo y postrándose de rodillas sobre el piso de piedra, sin tomarse siquiera la molestia de hacerlo en el sitio reservado para la nobleza, rezó más de una hora. Un frío intenso le caló hasta los huesos y el presentimiento de que alguien de su familia moriría muy pronto no la abandonó por el resto del día.

Entonces recordó a su madre, que siempre le hablaba de la importancia de la oración en los días atribulados.

—Señor, vengo a daros gracias por todo lo que en la vida me habéis otorgado y también a pediros el consuelo para mis seres más amados. Yo, Juana, soy solo un instrumento en vuestras misericordiosas manos. ¿Qué deseáis de mí? Preguntó en forma sencilla y directa, pues, a su modo de ver, era la mejor manera de hablar con Dios y así se lo aconsejaba siempre su confesor.

La respuesta le llegó desde lo más profundo de su corazón. Sentía unos imperiosos deseos de acercarse al altar, como un peregrino, recorriendo la nave central de rodillas. La luz de las bujías se hizo más alta y temblorosa y al acercarse al altar sintió la presencia de algo que se encontraba infinitamente más allá de su capacidad de comprensión. Cerró los ojos y rezó pidiendo a Dios que la guiase.

Al terminar de rezar, lloró sobrecogida ante el poder de un amor tan fino como el de Cristo, que amó tanto a los hombres hasta dar su vida por ellos sin tener correspondencia. Entonces, mientras lloraba, comprendió que en adelante tendría poco tiempo para enjugar sus lágrimas. Que debería hacerse fuerte para seguir con entereza su camino.

Aquella intensa comunicación con el Altísimo se vio interrumpida por el ruido de las pisadas de las monjas que se dirigían a la capilla a rezar sus oraciones. Juana se incorporó y vio una larga fila de negros hábitos que subió silenciosa hasta el coro, dando comienzo a los rezos de las vísperas.

Jamás olvidaría aquella vivencia espiritual tan intensa. ¿Dónde estaba la piedad y la compasión por los muertos? Ciertamente en aquel lugar sagrado. Entonces sintió unos fuertes deseos de embellecer aquella capilla obsequiándole algún cuadro. Por eso dio la orden de que buscaran a su pintor favorito, cuyas obras admiraba: Hans Memling. Pero Memling, según le informaron, hacía poco tiempo que había muerto. Aquel pintor, de origen alemán, había llegado a Brujas después de residir en Bruselas y se había quedado en esa ciudad por más de treinta años. Como el resto de los pintores trabajaba siempre por encargo, siendo sus retratos de carácter religioso. Juana sentía especial predilección por dos de sus obras: La Arqueta de Santa Ursula, pintada en 1489 (y realizada por encargo de dos religiosas que figuraban entre las imágenes pintadas), la cual representaba la historia de Úrsula, hija del rey de Bretaña, que en Colonia, después de una peregrinación a Roma, se negó rotundamente a desposarse con el jefe de los hunos y fue ejecutada allí mismo. La otra obra era Los Esponsales Místicos de Santa Catalina, para cuya imagen, se decía, había posado como modelo la misma María de Borgoña, madre de Felipe.

Juana admiraba aquella pintura puesta al servicio de una concepción de la vida entroncada con la desesperación. Hans Memling desencarnaba al ser humano y lo idealizaba, poniendo en sus rasgos, en su mirada, en su actitud, su propia inquietud y hastío de la vida. De ahí la impersonalidad de sus rostros, que respondían casi todos a un tipo único de mujer o de varón. No poseía un sentido trágico y era incapaz de intensidad patética en sus descripciones de martirio, por ello su pesimismo y su deseo de evadirse de la realidad le produjo a veces la ilusión de una simple melancolía dulzona.

Juana ordenó que buscaran entre sus discípulos a aquel que mejor imitara al gran maestro y le encargó una serie de grandes paneles para embellecer la capilla.

Por encargo de la archiduquesa se debían representar escenas de la vida de san Juan Evagelista, apóstol del cual su madre era devotísima y en honor al cual le había valido su nombre de Juana. La reina Isabel también era devota de san Juan Bautista, y por este gran santo había bautizado con el nombre de Juan a su primogénito. Tan devota era Isabel del apóstol san Juan que en 1485 había ordenado a uno de los poetas y predicadores del reino, al franciscano fray Ambrosio Montesino, escribir unas coplas en honor al apóstol: «Todo el cielo te acompaña, y te honora, y la reina te es d’España, servidora».

Impregnada de tanto misticismo dio instrucciones precisas a su tesorero, don Martín de Moxica, que entregara una importante donación para el mantenimiento de tan noble institución.

Aunque algo cansada, a la semana siguiente Juana y su séquito emprendieron el regreso a Gante. Durante el trayecto decidió que pediría los postergados consejos a su madre. Aquellos consejos que le permitieran recuperar en algo su autoridad perdida sobre los integrantes de su corte.

Felipe salió a recibirla a las puertas de la ciudad. Junto a las altas murallas, bajo la sombra añosa de los tilos mecidos por el viento, la esperó con ansias. Ella le vio a lo lejos montado sobre su caballo y su corazón le dio un vuelco, como siempre sucedía. Con sus caballos colocados lado a lado, los dos jóvenes archiduques se besaron. Una multitud que se había ido aglomerando los aclamaba y aplaudía con júbilo. Esto despertó en Juana una vivísima emoción, pues aún no se acostumbraba al fogoso despliegue de cariño de su amado Felipe.

Pero aquel día, el archiduque parecía menos entusiasta que de costumbre y sus ojos claros dejaban entrever un halo de tristeza.

—Hubiera deseado poder acompañaros.

—Lo sé, amor mío. Pero no os mortifiquéis con lo que pudisteis haber hecho y no hicisteis —le respondió amorosamente Juana.

—No hubiera podido ausentarme pues esperaba unos despachos urgentes de España.

—¿Urgentes? ¿Acaso sucede algo grave en Castilla? Respóndeme Felipe.

—Serénate, Juana.

—¿Qué sucede?

—Nada ha sucedido, todavía.

—Agradezco a Dios que así sea, pero mi corazón os ha echado de menos.

—Y el mío, más aún —respondió Felipe.

—Debo confesaros que he podido resistir, aunque con nostalgias, el estar separados. A veces es necesario tomar distancia de los que amamos para comprenderlos mejor. He pensado mucho en este futuro que se abre ante nosotros, en mis temores y angustias cotidianos, y he rezado por los Habsburgo y los Trastámara. También he implorado por el alma de mi abuela Isabel y he pedido por la frágil salud de mi querido hermano Juan.

—Debo deciros, Juana, que los despachos que estaba aguardando desde España han llegado. ¿Queréis conocerlos?

La voz de Felipe denotaba preocupación.

—Os agradeceré si los contestáis por mí, dado que nada ha sucedido, pues el deber de escribir a España afecta mi ánimo. Siento íntimamente que fiscalizan mi accionar y no deseo ocupar mi conciencia moviéndola a la defensa.

Felipe guardó silencio.

Y Juana acusó recibo en su corazón. Entonces presa de una desesperación repentina, le interrogó.

—¿Qué ha sucedido? ¿Mis padres están enfermos? ¿Acaso es Isabel o Juan? ¿María? ¿Catalina? Dímelo, por Dios.

—Serénate Juana. Tus padres gozan de buena salud.

—Entonces, ¿es Juan? Por favor, no me hagáis sufrir.

—No deseo que os disgustéis, querida. Sois demasiado propensa a los estados de ánimo melancólicos y tristes, aunque no siempre tenéis motivos para estar así.

Y acercó hasta las manos de Juana un sobre lacrado con los sellos reales de Castilla.

Juana estaba como paralizada por la angustia. ¿Por qué le nacía de repente aquel afán por transformarse en otra, en dejar de ser ella?

Comenzó a leer. La reina Isabel había vuelto a escribir y en aquella carta le informaba de que aquel 15 de agosto de 1497 se había concertado la boda de su hermana menor, Catalina, con Arturo, príncipe de Gales. Alianza que exaltaría, nuevamente, el nombre de España en todo el mundo.

Por los acuerdos celebrados, la pequeña Catalina, de once años de edad, sería desposada al cumplir sus quince años. Pero lo preocupante de aquella carta era que su hermano Juan, príncipe de Asturias y Gerona, heredero de los reinos de Castilla, León, Aragón y Navarra, y de cuantas tierras descubriera Cristóbal Colón, se hallaba muy enfermo. Enamoradísimo y pendiente de su flamante y bella esposa Margarita, se había olvidado hasta de comer, contribuyendo así a acentuar su marcada debilidad. El matrimonio parecía haber empeorado la delicada salud del príncipe, y su padre, el rey Fernando, propuso entonces poner trabas al régimen conyugal principesco y separar a los herederos del trono español por una temporada. Pero la reina Isabel, adoptando una actitud intransigente y alegando que «lo que Dios ha unido no lo separará el hombre», se opuso tenazmente a la prudente medida. Esta situación mantenía preocupados a los monarcas, que hacían lo imposible por cuidar la salud de su hijo primogénito asegurando, así, la descendencia de su dinastía.

Recluido en su alcoba, sin cumplir casi con sus obligaciones principescas, soportaba la enorme carga de sensibilidad que significaba el tener una esposa demasiado bella y saludable.

Pocos días faltaban para que se celebrara la boda de su querida hermana mayor, Isabel, que tanto había sufrido con la muerte del príncipe Alfonso. Don Manuel de Portugal, de la casa de Avís, había solicitado su mano. Se había enamorado de Isabel al formar parte del séquito que la acompañara hasta Lisboa, en ocasión de sus primeros esponsales. Al asumir el trono de Portugal, le ofrecía a Isabel, como regalo de bodas, el magnífico título de reina.

En otro párrafo su madre se mostraba muy preocupada por ella, pues no le escribía, recibiendo a cambio constantes quejas de su vida en Flandes. Lamentaba el que no cumpliera con sus deberes, que hubiera olvidado el servicio a sus reinos y que no fuera totalmente feliz dentro de la corte flamenca. Pero, sobre todo, lo que más lamentaba, era que Juana se hubiera apartado de la religión católica.

«… Vuestra alma es lo primero. Si la salváis, lo demás se os dará por añadidura…».

El día de la concertación de la boda de Catalina, 15 de agosto, Asunción de la Virgen, coincidía con el primer aniversario de la muerte de su madre. La reina Isabel había visitado Arévalo y ante la tumba de su madre había sentido sobre su corazón el mismo sombrío presagio que Juana ante el altar de la capilla de Saint Jean. Alguien de la familia moriría en aquel fatídico año de 1497.

La reina no solo solicitaba noticias de Juana, sino que ahora las imploraba y como siempre, al final de la misiva, se despedía con su sacramental: «Yo. La reina».

—¿Por qué no: «Yo, vuestra madre»? —se preguntaba una Juana entristecida.

La dignidad real de Isabel de Castilla estaba siempre primero. Delante de todo. Dominando su corazón. Porque Isabel, antes que madre, era reina de España.

Por aquellos días, Juana se prometió a sí misma escribir la postergada carta. Al fin solicitaría los invalorables consejos de su madre para gobernar la corte. Pero, en el transcurso de la semana que pasó entre cavilaciones, llegaron para su sorpresa dos misivas seguidas. La primera era de su antigua preceptora y asesora de su madre, la profesora de lengua latina, Beatriz Galindo, que daba cuenta del compromiso de la princesa Isabel, en Valencia de Alcántara, Extremadura, con el rey don Manuel de Portugal.

Durante tres días habían permanecido los reyes de España en aquel lugar, acompañando a su hija mayor, quien se mostraba feliz y dichosa por ser el rey don Manuel un noble y educado caballero.

Estas noticias causaron gran alborozo y alegría en Juana, pero aún no había terminado de celebrar la buena nueva cuando dos días más tarde llegó otra carta. Esta vez de don Diego de Deza, obispo de Salamanca. En primer lugar pedía disculpas por ser portador de no muy gratas noticias, las que por orden de la reina debían ser comunicadas de inmediato a Juana, con el fin de mantenerla al corriente de los acontecimientos.

No sabiendo cómo explicarse, el prelado relataba sobre los numerosos avatares de salud del príncipe Juan. Cada vez más decaído e inapetente, vomitaba cuanto manjar y remedio le proporcionaban los médicos, consumiéndose en vida.

Al otro lado de la ventana abierta, los rayos del sol atravesaban los espacios vacíos, sin embargo, para Juana, la noche y el frío del invierno parecía haberlo invadido todo.

Volvió a guardar la carta junto a las demás sin respuesta y, con desesperación, comenzó a buscar en todas ellas indicios de los males de su hermano. Rastreó la correspondencia desde tiempo atrás y aquellas premoniciones, a las cuales ella ya estaba acostumbrada, comenzaron a vislumbrarse claramente. Desde sus esponsales nada ni nadie había logrado separar a Juan de su esposa Margarita. La salud del príncipe necesitaba más que nunca de intensivos cuidados, dado que Margarita acababa de quedar embarazada, tranquilizando en algo las ansias de sucesión.

Pendiente y absorta de la salud de su hermano, Juana pasaba sus días pensando en él. Los médicos de la corte flamenca observaron su comportamiento y aconsejaron más distracciones y mucha serenidad.

Por aquellos días Felipe se hallaba ausente de Gante y, junto con la noticia de su pronto regreso, un nuevo sobre real llegaba a sus manos. Aquella sería la primera en la lista de las trágicas noticias que a lo largo de su vida tendría que soportar Juana.

En España, la muerte comenzaría a infligir una serie de crueles golpes a la Familia real, y este era el principio. El viento de la historia comenzaba a azotarla.

La carta pertenecía a su hermana Isabel, reina de Portugal. La abrió con ansiosa rapidez, con el temor de quien no desea enterarse de algo muy doloroso y una espada atravesó su corazón al contemplar la cinta negra en señal de duelo que iba prendida a la hoja.

En ella, su hermana le expresaba con dolor que la ilusión de una boda feliz se había visto truncada de repente, cuando el obispo de Salamanca se presentó en Extremadura solicitando urgente la presencia de los reyes en la cabecera del príncipe enfermo. Dadas las circunstancias, la reina deseó permanecer junto a su hija mayor en Valencia de Alcántara, mientras Fernando cabalgaba a toda prisa con su cortejo hasta el lecho del heredero moribundo. Cuando llegó a Salamanca, con el alma destrozada ante el derrumbamiento definitivo de sus ilusiones paternales y políticas, pudo comprobar cómo su pobre hijo Juan, arropado por el silencio de los claustros, agonizaba. Apenas pudo verle unos minutos con vida y abrazarlo. Parecía que había estado aguardando verle solo para despedirse, mirarlo por última vez. Y así se fue, entre sus brazos. A las pocas horas de haber llegado su padre, el rey Fernando, Juan partió hacia la eternidad. Era el día 4 de octubre de 1497 y tenía tan solo diecinueve años. A su regreso, Fernando se inclinó sobre Isabel y casi en un susurro le dijo al oído: «Juan ya no está entre nosotros. Murió de consunción».

La reina aceptó aquella muerte con verdadera resignación cristiana: «Dios me lo dio, Dios me lo ha quitado. ¡Alabado sea el Señor!».

Juana no daba crédito a lo que leía. Y apenas hubo terminado la carta, los ojos se le nublaron, el aire faltó en su pecho y su cuerpo se dobló a punto de desvanecerse. Aquella noticia la sumió en la desesperación y la distancia que separaba España de Flandes no hizo otra cosa que profundizar más la tremenda angustia de no volver a ver su rostro. La imagen de su hermano la perseguía en todas las horas. Durante el día no lo podía apartar de sus pensamientos y durante la noche no podía apartarlo de sus sueños. Lo veía siendo niño, corriendo a su lado. Lo veía enojarse cuando no soportaba que el aya lo separase de su mano. Lo veía reír en las calurosas y polvorientas tardes del verano castellano, cuando al escapar de las miradas de sus nodrizas se sacaban la ropa para bañarse en el río. A veces Juan la invitaba a salir de cacería, entonces ella, Juana, la tercera hija de los Reyes Católicos, se vestía con las ropas del príncipe y se hacía pasar por su paje, escapando de las atentas miradas de sus doncellas. En su mente se agolpaban todas las imágenes de Juan. Sonriendo, llorando, temeroso, cándido, tranquilo. Muerto.

Llena de espanto sintió crecer la desesperanza de lo que había sido y nunca más sería. En adelante, Juan solo sería un recuerdo. Un espacio vacío. Una memoria buena. El «Ángel de la Guarda», como le llamaba su madre, se había marchado definitivamente. Nadie volvería a ocupar su lugar. Y en aquel espacio imposible de llenar quedaría para siempre palpitando su esencia. ¿Cómo decirles a todos que su hermano Juan ya no existía? ¿Cómo explicarles aquel dolor tan profundo que sentía dentro del pecho?

Ante tal desconsuelo sintió la urgencia de estar con Felipe, pero, como en los días de su llegada a Flandes, lo esperó en vano. Desfigurada por el llanto, la noche sin él se tornó una pesadilla. Aquella soledad a la que involuntariamente se veía sometida poco a poco fue templando su ánimo. Decidió mantenerse lo más serena posible, para no dar cabida a las habladurías y hostilidades de la corte. Intentaría manejarse con cautela dentro de aquel ambiente poco amable de sus palacios de Flandes, porque, muy a su pesar, ella ya formaba parte de aquel complicado engranaje imperial.