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Luna de miel

Cuando en el esplendor de aquel otoño de 1496 la tierra se volvió dorada y los árboles presagiaron la renovada muerte de sus hojas, pintándose de púrpura y azafrán, los archiduques de Austria se trasladaron a Brujas, el centro comercial más importante de Europa y el mayor mercado monetario.

Muy temprano por las mañanas, desde los canales, los jirones pálidos de niebla se levantaban arremolinándose sobre el agua, ocultando la belleza majestuosa de sus construcciones. Y cuando al mediodía el calor del sol comenzaba a disolverlos, iba surgiendo lentamente, como de la nada, la imagen de una ciudad que parecía encantada.

Los árboles dejaban caer sus ramas sobre el agua mansa y verde mientras la quietud y el silencio erigidos en dueños absolutos, recorrían los canales y las intrincadas callejuelas impidiendo que alguien o algo pudiese quebrarlos. Entonces el espíritu parecía despertar a esa inigualable sensación de paz y tranquilidad que brindan las cosas serenas.

Todos los días, con las primeras luces del alba, se abrían las tres puertas del palacio archiducal, para que la gente de la ciudad y los visitantes extranjeros entraran a él con sus cargamentos de mercancías o peticiones. Desde los pequeños muros de piedra que rodeaban las terrazas superiores, Juana solía contemplar aquel trajinar de monjes, pescadores, comerciantes y viajeros que cruzaban los canales a diario para comprar o vender y de nobles de los más diversos confines del imperio que visitaban a Felipe de Habsburgo, solicitando sus consejos o buscando prometedoras alianzas.

Acostumbrada al estilo de vida austero y monacal de los castillos de España, con sus altas paredes de piedras despojadas de lujos y sus pisos ásperos y fríos, Juana no dejaba de asombrarse cotidianamente con cada uno de los palacios del imperio que iba conociendo. Mullidas alfombras cubrían los pisos de brillantes mármoles. Espaciosas y bien iluminadas salas, de paredes recubiertas de espejos y suntuosos cortinados que hacían juego con los sofás y los cristaleros, daban nombre a los distintos salones: el salón Azul, el salón Dorado, el salón de los Pasos Perdidos, el salón de los Espejos, el salón del Trono, la sala de Música, el salón de Juegos, la sala de Lecturas o Biblioteca… Cada lugar en el palacio estaba identificado para saber hacia dónde se dirigía o en dónde se encontraba la Familia imperial. Centenares de metros de tapices flamencos bordados en vivos colores y con hilos de oro decoraban las paredes; mientras una infinidad de galerías mostraban los retratos solemnes de los antepasados imperiales. Cada mañana, los grandes jarrones de porcelana eran renovados con las flores frescas de la estación. Y los acristalados corredores, donde los pasos parecían perderse, ofrecían magníficas vistas de los jardines prolijamente recortados por un ejército de jardineros, donde jamás faltaba una flor, fuese invierno o verano. Decenas de sirvientes recorrían por turnos los salones, limpiando y fregando pisos, candelabros, cubiertos y bandejas de plata. Todo brillaba, cristaleros, mármoles, muebles y espejos, y Juana sentía que todos sus sentidos eran cautivados por tanto esplendor.

Las personas que traían peticiones a la casa archiducal eran recibidas en audiencia en el gran salón del Trono. Un piso más arriba se hallaban los aposentos de los esposos, desde donde se divisaban, a través de las ventanas, los majestuosos canales de Gante, de la Esclusa y de Ostende y una parte del río Leie.

La plaza mayor, y de hecho toda la ciudad, estaba dominada por el Beffroi o Atalaya. Esta torre de ochenta y tres metros de altura, erigida en el siglo XIII, simbolizaba el poder y el ansia de libertad de todos los habitantes de Brujas. El edificio del mercado formaba junto con el Beffroi un conjunto muy hermoso, el cual era utilizado como mercado cubierto donde se comercializaban los célebres y famosos paños de Flandes confeccionados con las lanas de Castilla (pues aquel reino era el principal productor de lana de excelencia en la Europa de aquel siglo). El bullicio concluía con las últimas luces de cada día para reiniciarse con el alba del siguiente.

Habían transcurrido solo dos semanas, de una maravillosa luna de miel, desde que Juana y Felipe arribaran a Brujas procedentes de Bruselas y Gante. Aquella mañana la reina acababa de despertarse, mientras Felipe hacía más de dos horas que atendía las audiencias. Los débiles rayos del sol se reflejaban sobre los cristales emplomados de las ventanas ojivales y miles de luces se esparcían por las paredes. Bajo aquellos destellos el rostro de Juana se tornaba angelical y enigmático. Tres golpes sonaron en la puerta de sus aposentos y la reina, sobresaltada, se levantó deprisa. Se envolvió con una capa de seda y encaje color del cielo que le cubría desde los hombros hasta los pies y corrió descalza hasta la puerta. Al abrirla se sorprendió. La figura ceremoniosa que se encontraba aguardándola era la de su tesorero Martín de Moxica, una de las pocas personas de su entorno que hablaba castellano y que había sido designada por la reina Isabel I de Castilla para acompañarla en su nuevo destino. (Con el tiempo, las inclinaciones de aquel tesorero mostrarían una notable predilección por los intereses de Flandes, manejando las finanzas de la corte española de acuerdo a sus propias conveniencias, sin serle jamás cuestionado el cargo por la Casa Habsburgo).

Después de saludarla con una gran reverencia, De Moxica extendió a la reina un sobre lacrado con el escudo de Castilla.

—Debéis perdonar, alteza, que os moleste tan temprano. Pero esta carta ha llegado junto con el alba y con la orden expresa de que sea puesta en vuestras manos con toda celeridad.

—Nada debo perdonaros, don Martín, sino solo agradeceros por vuestros fieles servicios.

Juana tomó el sobre entre sus manos, miró los sellos, cerró la puerta tras de sí y corrió a recostarse nuevamente sobre su mullida cama. La carta era de su madre. Abrió el sobre con cierta inquietud. La reina estaba preocupada ante la falta de sus noticias. Ese era el motivo de aquella misiva.

Mi buena y querida hija:

Mucho me temo que con vuestro cambio de estado hayáis olvidado también de dónde provienes. Vuestro padre y yo, preocupados por la falta de noticias a la que nos tenéis sometidos, os reclamamos con urgencia una pronta respuesta.

Al darnos a conocer el almirante Fadrique algunos detalles de vuestro malogrado viaje por el Canal de la Mancha, hemos vivido largas horas de angustia y preocupación, sobre todo, por querer conocer vuestro estado de salud y de ánimo.

Lamentablemente debo deciros que el mío no es nada bueno y que, muy por el contrario, se ha tornado apesadumbrado y triste. Ello se debe a la muerte de mi madre, de la que os informo a través de esta misiva y os pido recéis por su alma. Vuestra abuela, la reina Isabel de Portugal, murió el 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen, después de cuarenta y dos años de autoreclusión en su castillo de Arévalo. Aquejada de una cruel demencia que heredara de su familia portuguesa, vivió enajenada hasta el día de su muerte, que la liberó de tan tremenda dolencia. Entregó su alma a Dios reconfortada en los santos sacramentos. Y aunque me consuela saberla en el cielo, no logro apartarla de mis pensamientos, como no logro apartaros a vos, hija querida y entrañable.

Aquí son grandes los preparativos organizando los esponsales de vuestro hermano Juan con vuestra cuñada, la princesa Margarita de Austria, y las segundas nupcias de vuestra hermana mayor, Isabel, quien después de seis años de viudez será desposada por el rey Manuel I de Portugal, primo del difunto Alfonso.

A esto debo agregar el beneplácito que nos causa informaros que, por benevolencia de su santidad el papa español (número 218 en la historia de la Iglesia), que heredara el trono de San Pedro, Alejandro VI, nos ha sido otorgado por la bula Si Convenit, el honorable título de Reyes Católicos, generando con ello la lógica contrariedad en nuestro buen vecino, el rey de Portugal, que se considera tan católico como nosotros. Pero dicho título no solo se debe a la práctica inclaudicable de la religión cristiana, sino al haber logrado expulsar a los moros de la península ibérica.

Mi buen secretario y paje de la infancia, don Gonzalo Fernández de Córdoba, ha sido nombrado gran capitán de los ejércitos de España, por el heroísmo demostrado al defender nuestra divisa en la batalla de Italia. Realmente es uno de los hombres de mayor hidalguía en estos tiempos. Como jefe máximo de las tropas hispanas en Italia, dio inicio a las transformaciones tácticas y su principal acierto estuvo en integrar una fuerza diversificada que incluía armas de fuego, con lo cual podía enfrentarse con éxito, tanto a la caballería como a la infantería. Tanta lealtad, finalmente, ha sido recompensada y me congratula, pues era merecedor de tan noble distinción.

Hija mía, os ruego sepáis comprender nuestra inquietud. Algún día no muy lejano vos también seréis madre, entonces comprenderéis mis desvelos.

Recibid nuestros afectos y bendiciones.

Yo, la reina.

En ningún párrafo de aquella carta, Isabel de Castilla hacía alusión a Felipe de Habsburgo y, ante tan notable olvido, Juana sintió un gran dolor. Sin poder comprender aquella actitud de su madre, guardó la carta en un pequeño cofre de madera de sándalo que le regalara su hermano Juan y pensó en aquel honorable título otorgado a sus padres por el papa Alejandro VI. Aquel pontífice, cuyo nombre de pila era Rodrigo Borgia, y tan español como ella, era muy poco afecto a los sacrificios y penitencias. (Este papa tuvo cuatro hijos con una mujer llamada Vannozza Cattanei: César, que fue nombrado cardenal, era un político hábil pero desleal, inhumano y licencioso; Juan, segundo duque de Gandía, era odiado y perseguido por su hermano César; Lucrecia, célebre por su belleza, protectora de las artes, las letras y la ciencias, era acusada de llevar una vida licenciosa; y Jofré, príncipe de Esquilache, tenía fama de ser un libertino).

Alejandro VI, con su duplicidad y nepotismo, más que un papa representante de Cristo en esta tierra, era el fiel reflejo de un príncipe de la alta Edad Media.

El rostro de Juana se reflejó taciturno y melancólico sobre el gran espejo en medialuna del tocador. Así la encontró Felipe al regreso de sus audiencias.

—¿Qué os sucede, mi reina? ¿Habéis recibido una mala noticia?

Pero Juana ya no pensaba en el papa licencioso, ni en su madre severa y autoritaria, consagrada de por vida a extender la religión a todos sus nuevos dominios, sino en su abuela, «muerta y sepultada» cuarenta y dos años atrás.

Isabel de Portugal, reina de Castilla, había sido nieta de Jaime I de Portugal y esposa del rey Juan II de Castilla, el que, a instancias suyas, había hecho decapitar a don Álvaro de Luna, condestable de Castilla y favorito del rey. Juana recordaba cuando su madre entonces le contaba que, siendo ella una niña todavía, don Álvaro se había transformado en el hombre más rico y poderoso de su tiempo, pero, habiéndose enemistado con el rey, este le mandó a decapitar, instigado por su esposa. La muerte de don Álvaro pesó sobre la conciencia de Isabel del Portugal y contribuyó en gran medida a que terminara perdiendo la razón.

Este hecho le había bastado a Juana para comprender que ella nunca sería una reina como su abuela Isabel, ni tampoco como su madre. Jamás decidiría sobre la vida de alguien, pues aquel era el peor pecado en el que caían con frecuencia los reyes: disponer de la vida de las personas como si fueran de su propiedad. Ser reina no consistía en gobernar por el terror, el odio o la muerte, sino en respetar los derechos del prójimo como si fuesen los propios para poder ser realmente amada por sus súbditos. Esto, sin duda, le había valido la fama ante sus padres de ser una princesa demasiado caritativa y, por lo tanto, muy peligrosa para reinar. Aquellos tiempos necesitaban mano dura y Juana demostraba ser más piadosa que severa. Sus principios se basaban en que el poder viene de Dios, y ese poder debe ser tan benévolo como el Principio de donde emana.

La pregunta de Felipe la arrancó de aquellos pensamientos. Juana sobresaltada se levantó y corrió a abrazar al archiduque que la apretó contra su pecho.

—¿Qué os sucede, amor mío?

—Me ha escrito mi madre. Mi abuela ha muerto.

—¿Cuándo?

—El 15 de agosto, en Arévalo.

—Lo siento, Juana, pero debéis consolaros y pensar que su alma gozará de un cielo merecido después de décadas de sombras y extravíos.

Felipe llenó aquel rostro triste de besos y caricias y Juana sintió que aquel amor era todo su consuelo.

—Ven, Juana, para aliviaros del pesar que os aflige os invito a dar un paseo por Brujas. Voy a mostraros esta ciudad que tanto quiero y que me ha visto crecer.

Vestida de luto en honor a su abuela, Juana bajó las escalinatas de mármol hasta el patio empedrado donde les esperaba el carruaje. A una orden de Felipe, el cochero partió hacia el Burg, el centro de Brujas. La carroza archiducal se abrió paso entre los apotecarios, orfebres, cambistas, comerciantes de tejidos y encajes, banqueros y prestamistas, libreros, escribientes, vendedores de pergaminos e iluminadores. Un mar de gente reía, discutía, vendía o compraba, mas al paso del carruaje todos se inclinaban en señal de respeto y vasallaje a sus amados archiduques.

—Contemplad, Juana, contemplad —le sugería Felipe, señalando a través de los visillos del carruaje—. Allí se levanta la fortaleza del conde Balduino I, mandada a construir en el año 846, y la iglesia de San Donaciano, en donde Carlos, el Bueno, fue asesinado en 1127.

—Vuestra Brujas es hermosa. Su Ayuntamiento gótico, con tan bellos y finos motivos, me recuerda un relicario —respondía Juana asombrada por la suntuosidad de los edificios.

—Ven, os lo mostraré para que podáis gozar de esta obra maestra en todo su esplendor.

El carruaje se detuvo frente al Ayuntamiento y hacia allí se dirigieron Juana y Felipe. El pueblo les aplaudía alborozado y alegre.

La sala consistorial de aquel edificio poseía incontables y fabulosos arcos de robles y pinturas murales que representaban los grandes momentos históricos de la ciudad.

Al salir del Ayuntamiento, Juana descubrió la cripta de San Basilio, cuya capilla románica había sido edificada en el siglo XIII y dedicada a este santo, célebre patriarca griego nacido en el año 329 y muerto en el año 379. Encima de ella se hallaba la capilla de la Santa Sangre, también de origen románico.

—Os voy a contar su historia. La escultura que se halla sobre la puerta de la capilla es un pelícano que nutre a sus crías con su propia sangre y simboliza a Cristo, que dio su sangre para salvar a toda la humanidad.

—Pero, ¿por qué la llamáis vosotros la capilla de la Santa Sangre?

—Porque gotas de sangre de Jesús fueron traídas a Brujas en el año 1149, por el conde Thierry de Alsacia, después de la segunda cruzada a Jerusalén. El día de la Ascensión es para Brujas su fiesta más importante, ya que en tal fecha se celebra la procesión donde es llevada la reliquia verdadera de la Santa Sangre. El cortejo, en el cual participan centenares de brujenses, consta de dos grandes partes, la primera representa los temas bíblicos, y la segunda simula el retorno de Thierry de Alsacia, siendo portador de la reliquia. Debéis saber, mi linda Juana, que ese día es el más hermoso para Brujas.

—Para mí todos los días son hermosos en Brujas, desde que estoy contigo. Amo la libertad y la alegría de vuestro reino, pero, sobre todo, os amo a vos, señor mío.

Aquel agradable paseo prosiguió luego por el Huidevettersplein, el centro de las tenerías (desde el siglo XIII los curtidores llevaban a cabo en ese lugar todas las actividades). Continuó más tarde por la zona del mercado, donde cada puesto ofrecía su especialidad. En unos, hierbas aromáticas y medicinales se apilaban sobre grandes mesones de madera. En otros, las flores multicolores se apretaban en grandes canastos y, más allá, los barriles de miel, los panes recién horneados, las mantequillas sobre tablas de madera, los quesos y los dulces, las salchichas, los jamones, las verduras apiladas, las frutas colgadas y los huevos frescos, los pollos, los gansos y patos, los cerdos, corderos y terneros recién carneados daban al lugar un colorido sin igual. Mientras, los impresores, pintores, tejedores, sastres, vidrieros, destiladores de agua y de alcoholes, toneleros, zapateros, militares, juglares, médicos, cirujanos, relojeros, orfebres, pintores de retablos y escultores practicaban su oficio, a la vista de todos, en medio de la algarabía.

El carruaje tomó el camino del muelle del Rosario desde donde podía observarse una magnífica vista del Atalaya, el orgullo de Brujas. Al llegar, Felipe hizo detener el carruaje y descendieron tomados de la mano. Cruzaron el puente de San Nepomuceno, nombre que había sido puesto en honor a una estatua de Jan Nepomuck, arzobispo de Praga nacido en Pomuk, Bohemia, en 1345, y que fuese confesor de la reina, el cual, por no querer traicionar el secreto de confesión, había sido ahogado en el río Moldova en el año 1398.

Caminaron hasta el palacio de los señores de Gruuthuse, los que debían su gran riqueza a la venta del gruut, mezcla de especias que daban el sabor típico a la cerveza flamenca.

—El palacio que veis allí perteneció a Luis de Gruuthuse, quien murió en 1492. Él era un diplomático al servicio del ducado de Borgoña, un verdadero mecenas. Fue miembro de la Orden del Toisón de Oro y en ese palacio, sobre sus frisos, se puede leer su sencilla pero profunda divisa: Plus est en vous («Mucho está en vosotros»).

El viento empujaba las nubes que se iban arremolinando sobre el horizonte y Juana observaba embelesada el magnífico castillo. Un grupo de mujeres tejían sus encajes sentadas al sol, con finas agujas de palos de rosas. Al comprobar que la pareja real se les acercaba, se pusieron de pie de inmediato y, adelantándose una de ellas, se arrodilló ante Juana y le obsequió un exquisito corte de encaje.

—Majestad —dijo la mujer con humildad—, este encaje que con devoción os entrego es el fruto de mis manos.

Juana ordenó a la mujer que se pusiera de pie.

—Os agradezco vuestro gesto y os digo con orgullo que no podría concebirse Brujas sin vosotras.

—Y sin sus magníficos cisnes —acotó Felipe—. Sabéis que, sin ellos, Brujas no sería Brujas —prosiguió Felipe, mientras señalaba hacia uno de los canales donde siete cisnes blancos nadaban lentamente sobre las verdes aguas—. Como los cuervos en la torre de Londres, los cisnes son objeto de toda clase de cuidados, porque ellos protegen a la ciudad contra las calamidades. Todas las aves que veis fueron traídas por orden de mi padre, que quiso castigar a los brujenses por haber dado muerte en 1488 al gobernador Pieter Lanckals. El nombre —que simboliza cuello largo— quedó así grabado en sus habitantes como un recuerdo imborrable.

—Un castigo ejemplar que terminará algún día siendo una original leyenda —respondió Juana.

—Tal vez como nosotros dos —rió Felipe, y, abrazándola, continuaron el paseo.

Desde la perspectiva de sus nuevos dominios la vida le parecía a Juana maravillosamente diferente. Junto a su «Hermoso» Habsburgo no había motivos de tristeza. España había quedado muy atrás, no solo en la geografía europea, sino relegada, por no decir olvidada, en su corazón de hija. Con el transcurso de los meses, los caminos de su memoria se fueron cubriendo con la hierba de la indiferencia y el olvido.

Escondidos detrás de los Pirineos, el reino de Aragón, con Valencia, Cataluña, las Islas Mallorcas, Cerdeña y Sicilia y más allá Castilla, con su recientemente incorporado reino de Granada, al borde del azul Mediterráneo, no se parecían en nada a aquellas tierras de ensueño regadas por el Mosa, el Sambre y el Escalda, sobre las que ahora reinaba como reina consorte. De la mano de Felipe viajó por Amberes, Lieja, Brujas, Gante, Bruselas, Lovaina, Charleroi, Verviers, Namur y, antes de su cumpleaños, Juana decidió que ya era hora de escribir respondiendo a la carta de su madre.

Pero absorta en una felicidad sin límites, pronto la carta pasó al olvido y con ella también olvidó los compromisos nupciales de Isabel, de Juan y de su cuñada Margarita de Austria.

Las celebraciones de sus esponsales con Felipe, festejadas en los diecisiete estados del reino, habían llegado a su fin y la flota que la había conducido hasta Flandes debía retornar a España llevando a Margarita a su nuevo destino. Pero el invierno se aproximaba inexorablemente y el frío, las nieblas y las tormentas marítimas que se desataban en los mares del Norte desaconsejaron la nueva travesía. Margarita debió permanecer en Namur más tiempo de lo convenido y Juana comenzó a sentir sobre ella el peso de la culpa, por la involuntaria demora.

Cuando las naves que habían traído a Juana atracaron en Flandes, el Consejo Ducal se mostró contrariado ante la imposibilidad de hacerse cargo de los gastos que, sin duda, iba a demandar una flota de esa magnitud. Y si en la fecha prevista no retornaba a Laredo, las cosas terminarían por complicarse aún más.

A través de un contrato previamente estipulado, ambos príncipes se comprometieron a mantener los gastos que la flota de sus futuras esposas demandasen, pero la tripulación española, careciendo de abrigo y de comida (lo más indispensable), se sintió abandonada a su propia suerte y requirió con urgencia una audiencia con la archiduquesa española. Juana se manifestó tremendamente avergonzada por la situación extrema en la que se encontraba la tripulación del almirante Fadrique y pidió públicamente perdón por aquellos graves inconvenientes, ajenos a su propia voluntad.

El otoño pasó como vino y pronto llegaron los fríos. Las noches se tornaron heladas, el suelo se puso blanco y rígido a causa de las escarchas y el sol se volvió pálido y débil.

—Los canales de Flandes no tardarán en congelarse —dijo Felipe una mañana al levantarse y observar a través de los cristales los primeros copos de nieve que cubrían los jardines—. La nieve ha igualado con su manto blanco toda la naturaleza, entonces el tiempo aclarará aún más y todo el mundo podrá salir a patinar sobre los canales.

—¿A patinar sobre los canales? —preguntó incrédulamente Juana que jamás había visto un río helado—. Debe ser una experiencia inigualable, como el tener alas y sentirse libre.

—No solo es inigualable, sino que además es muy alegre. Tanto los niños como los mayores practican aquí este juego invernal. ¡Ya lo veréis! Poco a poco iréis conociendo las costumbres de este reino que ya es el vuestro —pro siguió Felipe—. Así, por ejemplo, deberíais saber que Holanda y Flandes son las dos provincias que más tributos brindan al imperio. Sus tierras son enormemente prósperas. Habréis observado que absolutamente toda su superficie está cultivada, que además poseen un gran comercio de ultramar y que sus industrias textiles trabajan el hilo, la lana y la seda abasteciendo a casi toda Europa. Los flamencos son sumamente ricos y muy orgullosos de lo que tienen. Todas las ciudades poseen cartas de privilegio y yo debo jurar respetarlos antes de entrar en cada una de ellas. Con esta actitud obtengo que sus habitantes aprueben las partidas de dinero que significan nuestros ingresos. En Flandes debo hacer como dice mi padre: ser flamenco.

—¿Y yo también deberé hacerlo? —preguntó Juana intrigada.

—Vos, Juana, no deberéis hacer el juramento. Solo se le exige al rey. Pero quiero pediros, mi querida esposa, que siempre os mostréis afable con todos ellos. Entonces no habrá nadie en este reino que os deje de amar y de rendir pleitesía.

—¿Y el ducado de Borgoña, cómo funciona?

—En el ducado de Borgoña las cosas no son tan sencillas como parecen. Existen feudos a los que se denomina políticamente: feudos de homenaje dividido, y vos, Juana, sois, además de reina de Flandes y archiduquesa del Sacro Imperio Romano Germánico, duquesa de Borgoña. Este ducado debe homenaje tanto al Imperio como a Francia, pues no solo rinde tributos a mi padre, el emperador, sino también al rey de Francia.

—Entonces, como duquesa de Borgoña, ¿deberé rendirle homenaje al rey Carlos VIII de Francia? —preguntó Juana, ante el temor de una respuesta afirmativa. Bien sabía que su padre, el rey Fernando, odiaba Francia y se opondría terminantemente a que una de sus hijas le rindiese honores al rey francés.

—No creo que debáis. Solo deberíais hacerlo en el caso de que visitarais Francia.

—¿Y tendremos que visitarla algún día?

—No lo sé Juana. Pero si vos no lo deseáis, no iremos, querida.

Felipe adoraba Francia y sabía muy bien que con frecuencia debía viajar representando al Imperio. En aquel país, causaba siempre una impresión tan extraordinaria que Carlos VIII decía de él: «Felipe de Austria es tan francés como el vino de Burdeos». Y así era realmente aquel Habsburgo: en París francés y húngaro en Pest.

Llegó el invierno y las nevadas cubrieron con su blanco manto los tejados, los prados y los bosques. Los canales se helaron y la tripulación española, abandonada a su propia suerte, sintió con todo rigor los estragos del hambre, el frío y la desesperanza, al no recibir ayuda de ninguna de las dos Casas reales.

Los ricos flamencos, viviendo del comercio, en la suntuosidad, se burlaban de aquellos sufridos y recios soldados españoles que con tanta rigidez continuaban observando la disciplina militar. Con excesivo orgullo soportaban con entereza la vida en aquellos campamentos insalubres y los precios exorbitantes, que abusivamente los proveedores locales les cobraban por abastecerlos de provisiones. Cansados de soportar tantas injusticias y las burlas reiteradas de los flamencos que, por no regatear los precios, les consideraban unos idiotas, decidieron una vez más, en aquel duro invierno, expresar sus palabras de reproche.

Una delegación volvió a entrevistarse con la reina Juana, informándole sobre el estado calamitoso en que se encontraban. Los rigores del clima, la carencia de abrigos, las enfermedades que asolaban el campamento como resultado de las nevadas y los vapores que despedían las marismas, hacían insostenible la situación de aquellos hombres. Pidiendo perdón, rogaron a su reina les informara sobre el destino de su paga que, por algún motivo de olvido u omisión, se había retrasado más de lo acostumbrado.

El pago de los salarios de la tropa debía ser abonado por Felipe de acuerdo a lo establecido, pero Juana, antes de reprochar a su esposo aquel comportamiento, prefirió llamar a su despacho a su tesorero español: De Moxica.

—Don Martín, os ordeno que vayáis de inmediato al campamento de las tropas españolas y abonéis con mi dinero los salarios atrasados.

Con sonrisas y reverencias De Moxica respondió:

—Os aseguro, alteza, que así se hará.

Sin embargo, los soldados españoles habían comenzado a morir. Aquel febrero de 1497 caía implacable sobre Flandes. Los fuertes vientos del polo y una nieve espesa, endurecida apenas caída, habían congelado el agua de los canales y los estanques cubriendo el reino de una gruesa corteza de hielo. La causa de aquellos fríos tan penosos era el viento que, sin ninguna barrera que detuviese su camino a través del océano, descargaba sobre las llanuras su helada violencia. Ese año, el mar se había congelado. Un anillo de témpanos rodeaba los estuarios como una infranqueable defensa y, cuando a principios de marzo las diezmadas tropas comenzaron a embarcar, maldiciendo al suelo y al pueblo de Flandes, más de dos mil cruces con nombres en español quedaron en sus cementerios.

En España, el recuento reveló la dura realidad, pero las muertes se debían a la «voluntad de Dios», según escribía De Moxica a sus Católicas Majestades:

… Ahogados en el mar por un fuerte temporal, muertos en Flandes por las inclemencias y rigores del clima, una epidemia de neumonía terminó por arrasar el campamento.

En lo referente a los salarios, reconozco que han sido bastante retrasados en su pago y que la archiduquesa Juana me ha sugerido que los abone de su tesoro privado, mas yo, velando por los intereses de mi amada España, no lo he hecho, pues dicha paga era, de acuerdo al tratado, responsabilidad absoluta del archiduque Felipe de Habsburgo.

Violar una cláusula del documento podría llegar a viciar la totalidad de lo pactado, lo cual no me he atrevido a hacer.

El archiduque me aseguró que, en cuanto tuviera conocimiento exacto de los sobrevivientes, enviaría de inmediato el importe de los sueldos atrasados a España.

Mis relaciones con el archiduque son excelentes…

Don Martín de Moxica

Tesorero real de la corte española en Flandes.

A pesar de haber sido nombrado por la reina Isabel, Martín de Moxica mostraba sospechosas inclinaciones hacia los intereses de Flandes. Tan evidentes que nunca le fue discutido el puesto; mientras, los sufridos soldados jamás recibieron sus pagas.

Aquella actitud fue gratamente elogiada por los reyes de España, quienes se mostraron encantados de no tener que abonar suma alguna, dado que en aquel momento se estaba reorganizando el ejército para propinar el golpe de gracia a Francia. Por otro lado, en España estaban sucediendo varios acontecimientos de gran relevancia internacional, pero de gran pesar para los soberanos españoles, de los cuales, tiempo más tarde, se enteraría Juana.

—¡Todo ha sido por mi culpa! —se quejó Juana.

—No debéis culparos de nada. Vos no habéis hecho nada —la consoló Felipe.

—De eso me culpo, de no haber hecho nada. ¡Absolutamente nada! Era mi flota y mi gente, sin embargo, me olvidé de ellos. No les protegí y les dejé morir.

Frente a estas circunstancias, y para tratar de aliviar a su esposa de tantas obligaciones, Felipe nombró al príncipe de Chimay caballero de honor de Juana. En adelante aquel noble tomaría el gobierno de la corte española, para evitar omisiones lamentables.

Por su parte, Juana aceptó encantada. Diecisiete años al lado de su madre le habían servido para aprender a obedecer y delegar, y aquella nueva situación no le costó ningún esfuerzo. Con aquellas decisiones volvían a doblegar sus ansias combativas, pero no importaba, ella solo tenía un objetivo: amar a Felipe de Habsburgo.

Terminó el invierno y la primavera se extendió por la campiña estallando por todas partes en ramilletes de flores multicolores y cuajando de fragancias el aire. Y así, de la noche a la mañana, tal como se había marchado el invierno y entrado la primavera, Jeanne de la Clite, dama de Commynes, a quien todos llamaban madame de Hallewin, gobernanta de los hijos del emperador, aconsejó a la archiduquesa que cambiase su conventual guardarropa.

Madame de Hallewin era una mujer sagaz y aprovechó aquellas circunstancias para ir usurpando la autoridad de Juana dentro del propio palacio. Con gran tacto, la gobernanta comenzó aconsejándola sobre la etiqueta de la corte imperial, donde su punto de partida debía ser cambiar sus costumbres en el vestir. Una Juana enamorada se dejó llevar solo por el insaciable placer de agradar a su esposo. Atrás quedaron los oscuros vestidos castellanos de telas rústicas y escotes cerrados y sus austeros camisones de lienzo. El hechizo de aquel amor había hecho desaparecer, como por encantamiento, cuanto de español quedaba de aquel entorno.

—Será necesario, señora, que sepáis adecuar vuestra magnífica belleza al honor que os confiere ser la esposa de nuestro archiduque. Y si me permitís aconsejaros, puedo deciros que, vestida a la usanza de Flandes, no habrá mujer que os iguale. Si vos sois la más bella, la más rica, la elegida de nuestro «Hermoso» archiduque, ¿por qué no demostrarlo?

El deseo de atrapar las miradas y sonrisas de Felipe, frente a una competitiva corte femenina, despertaron en Juana los deseos de ser inigualable. Así lucía con gracia los nuevos y magníficos vestidos de corte flamenco, realizados en suntuosas telas de vivos colores, que resaltaban aún más su encantadora figura. Adoptó todas aquellas vanidades que en un principio le habían parecido como una falta de modestia y pecaminosidad.

Cerca de doscientos tocados nuevos con sus respectivos vestidos permitían inventariar veinticuatro adornos de plata, sesenta y ocho con oro en franjas, ornamentos bordados y brocados y cuarenta y ocho guarnecidos en piel. El guardarropa flamenco de la infanta española era tan suntuoso como los palacios por donde caminaba y transcurrían con placidez sus días.

Juana contempló su imagen en el inmenso espejo de la recámara y, volviéndose hacia madame de Hallewin, le preguntó:

—Y bien, ¿cómo luzco ahora?

Con un magnífico vestido de seda verde, apretado en la cintura y pendiendo de su cuello un collar de perlas y esmeraldas que realzaba sus finos rasgos, le sonrió a madame de Hallewin a través del espejo.

—¡Soberbia!, señora. ¡Soberbia! —respondió la gobernanta con una sonrisa aduladora—. No hay ni habrá jamás en esta corte mujer más bella y digna que vos para nuestro bien amado archiduque. Pues de vuestra mano también serán soberbias las coronas que un día habrán de llegarle.

Juana volvió a sonreír feliz. De princesa española casi monjil se había transformado como por encanto en una bellísima reina europea. Vestida y arreglada al modo flamenco, Juana de Castilla se tornó deslumbrante. Tantas cosas le estaban sucediendo, y todas ellas tan nuevas y jubilosas, que, agregadas al inmenso gozo que el enlace con Felipe le había aportado desde el primer día, olvidó absolutamente todo. Su España, sus padres, sus hermanos.

Hasta tal punto llegó su olvido que apenas daba una ligera revista diaria a los despachos que llegaban de Castilla, sin buscar el tiempo necesario para poder contestarlos.

Por aquellos días toda la corte de bellas damas flamencas, peligrosas competidoras de encendidas miradas, sonrisas a flor de labios, profundos escotes y frágiles cinturas doblándose al paso de Felipe, comenzaron a sentirse celosas de la princesa española. El apuesto rey de Flandes había cambiado completamente desde sus esponsales. Ya no flirteaba con ellas ni prestaba la más mínima atención a otra mujer que no fuera Juana. Y era aquel amor intenso y fiel el que a ella mantenía tan serena y feliz.

Juana parecía haberle hechizado, porque Felipe había cambiado, tomando muy seriamente sus deberes de esposo y de soberano. Destinaba largas horas a conversar con sus consejeros, conduciéndose de una manera tan agradable y acertada que, poco a poco, se fue conquistando en todo el reino el sobrenombre de Croint Conseil («hombre que sabe oír consejos»).

Constantemente los emisarios cabalgaban entre el palacio imperial de Hofburg en Viena y el palacio archiducal de Flandes y su padre, el emperador, con beneplácito decía: «Mi astuto hijo comienza a esforzarse por conseguir poderío. Los electores le nombrarán emperador cuando yo muera y él será, con toda seguridad, mi sucesor».

La sucesión de los Habsburgo era posible gracias al poder que le conferían a la dinastía sus vastos dominios, de forma que siempre conseguirían imponer su candidato a los electores alemanes.

Por los inmensos salones palaciegos o por las iluminadas galerías de los pasos perdidos, detrás de alguna puerta, o bajo alguna glorieta, Juana podía presentir los celos que su belleza despertaba en aquel cortejo de hermosas mujeres (y a su entender, aquello era una mácula para su perfecta felicidad).

Con el transcurso de los meses aprendió a bailar las danzas flamencas y también a sonreír mientras bailaba, aunque su compañero de baile no fuera precisamente Felipe, como el conde de Gorizia o el conde de Pest, amigos de la infancia del archiduque.

Se desenvolvía a la perfección dentro de la etiqueta palaciega de Flandes y, entonces, todas las damas que frecuentaban el palacio tuvieron que admitir el triunfo inocultable de la princesa española, más hermosa y carismática que todas ellas.

El obispo de Jaén había muerto y el padre Diego de Villaescusa, su confesor, observaba los cambios producidos en la infanta con cierta preocupación. Conocía demasiado a la princesa como para reprenderla y bien sabía de labios de Juana la causa de tales cambios. Todo lo que había de caballero en él lo aceptaba, porque era bueno para una reina ser amada por su rey y por sus súbditos, pero en sus confesiones solía advertirle:

—Alteza, recordad siempre que los santos vivieron en la humildad y la modestia, tratando siempre de agradar más a Dios que al mundo.

A lo que Juana respondía:

—Padre Diego, ya no deseo ser santa, ¿o vos deseáis que lo sea?

—Me agradaría, pero desconozco los designios insondables de Dios. Él es el que nos marca el camino de la realización espiritual y depende de nosotros elegir acertadamente. Los méritos divinos solo descienden sobre el lugar que el Creador nos tiene elegido en esta tierra.

La principal preocupación de Juana consistía en la contradicción que sentía entre sus deseos y creencias; entre aquellas enseñanzas de la infancia y las nuevas experiencias a las que tan felizmente se adaptaba.

Armándose de valor confesó al sacerdote el inexplicable placer que le causaba estar entre los brazos de Felipe, reconociendo lo pecaminoso de esas gratísimas sensaciones.

El padre Diego reprimió a duras penas la sonrisa, pues Juana experimentaba sensaciones completamente normales en una buena esposa.

—No os preocupéis, alteza. Los penitentes no prescriben su propia penitencia y no veo en vuestras sensaciones pecado alguno, viviendo dignamente dentro de un matrimonio santificado por la Iglesia.

Absorta en dilucidar aquellas contradicciones que hacían cuestionar sus rígidos principios, la sorprendió la llegada oficial del emperador Maximiliano I.

El palacio se vistió de fiesta. Se encendieron las resplandecientes luces de mil bujías, el aire se impregnó de música y en los salones reales fueron servidos exquisitos banquetes y organizados soberbios bailes de gala. Todo fue puesto a disposición de su imperial suegro y padre político, cuyo real motivo de visita era saludar y felicitar a su hijo por el notable interés y modo de llevar adelante la política flamenca. El correo funcionaba de continuo con informaciones entre el archiduque y el emperador, cuando ambos solicitaban apoyo para las defensas de sus dominios o la puesta en marcha de determinados planes estratégicos.

Antes de su boda, Felipe había prometido no defraudar a su padre y así lo estaba cumpliendo. Dos veces se habían reunido los Estados Generales, exponiendo ante ellos sus proyectos políticos y, aunque el Consejo era el que llevaba adelante la política de gobernar, Felipe aconsejaba sobre la necesidad de impulsar un verdadero desarrollo comercial en la región.

Contrariamente al interés que el estado de su reino despertaba en Felipe, los asuntos españoles despreocupaban cada día más a Juana. La correspondencia con su madre quedaba siempre relegada sin responder y el saberse tan lejos contribuía aún más con esta actitud de olvido y desinterés.

El día de la llegada del emperador Maximiliano al palacio de Gante había sido maravilloso. Grandes personalidades del reino acudieron al baile ofrecido en su honor, junto a todo el séquito de la corte flamenca y a los nobles españoles que constituían la de Juana.

Suntuoso fue el recibimiento, como correspondía a la máxima jerarquía del imperio y a tan extraordinaria investidura. Y aquella noche, Juana terminó por deslumbrar a la corte en pleno y a su propio esposo.

Su vestido estaba confeccionado en terciopelo genovés color escarlata con el canesú bordado íntegramente en perlas. La falda formaba suaves pliegues y se levantaba levemente a ambos costados, por medio de dos corchetes de oro, dejando al descubierto unos encantadores tobillos enfundados en blancas medias. El escote por vez primera superaba en audacia a cualquier otro y sobre su cuello terso pendía una magnífica gargantilla de rubíes y brillantes. Su blanca piel hacía resaltar el rojo de su boca sensual y carnosa y su cabello rubio había sido recogido en un magnífico trenzado, sujeto por la diadema de brillantes de su archiducado.

En Juana, toda esta magnificencia resultaba deslumbrante y suficiente para crear una ilusión de gran belleza (pues la reina era realmente hermosa).

Sus finos rasgos, tanto como su distinguido estilo, se veían intensificados por las bujías encendidas del salón, todas ellas ubicadas en los puntos estratégicos. Era la hora en que el crepúsculo caía sobre Gante. Bajo aquella luz, una Juana resplandeciente apareció en el extremo de la gran escalera y comenzó a descender lentamente. Todo el mundo contuvo no solo la palabra de su boca, sino la respiración. Todas las miradas se posaron en ella. Al verla, Felipe interrumpió la conversación que mantenía con su padre y fue a su encuentro, al pie de la escalinata.

—¡Sois única, Juana de Castilla y Aragón!

—Como vos, Felipe. A vuestros pies pongo mis reinos, mi fortuna, mis títulos y poderes. Absolutamente todo, os lo entrego. Pues vos sois mi única finalidad en esta vida. Os los ofrezco, cual un presente de mi amor y mi ternura.

—Me deslumbras, Juana —respondió Felipe, y su corazón latió con fuerza pensando en aquella geografía que se extendía más allá del ancho océano.

Lejos de la supervisión de la reina Isabel, Juana había comenzado a cambiar. Le gustaba reír, bailar y descubrir el brillo de aquella corte exquisita y refinada, donde el arte, la belleza y la música estaban siempre presentes en cada una de sus expresiones. Había descubierto la felicidad, aquel estado desconocido para ella, porque en Castilla la felicidad había sido siempre suplantada por la tranquilidad del deber cumplido. Cada día, al despertar en aquellos dominios de ensueño, cuando la suave luz de los primeros rayos del sol intentaba filtrarse por los cristales, escurriéndose con dificultad a través de los pesados cortinados, Juana tomaba conciencia de que estaba viviendo de una manera jamás soñada. La vida en aquel reino era demasiado bella y alegre y no sentía la necesidad de estar todo el tiempo pensando en la salvación de su alma. Inmersa en aquella felicidad sin límites decidió cambiar a sus confesores españoles, de rígidos principios, por confesores flamencos flexibles y complacientes, que aceptaban sin cuestionamientos que ella amara sin medida a Felipe de Habsburgo.