Los esponsales
Aquella tarde del mes de octubre se anunciaba lluviosa y fría. Y dentro de los hermosos claustros del convento de Lier, claros y apacibles, Juana continuaba esperando, después de catorce largos días, el regreso del archiduque. La brisa fresca levantaba en ella nuevos aires de melancolía y así, sostenida por los recuerdos, aguardaba, a punto de quebrarse, la presencia tangible de Felipe. Para no llorar, comenzó a rezar mentalmente, mientras su cuñada Margarita trataba de darle ánimos y le relataba los pormenores de su boda en la catedral de Bruselas.
—Será inolvidable —finalizó Margarita.
—¿Por qué no llega? —interrogó Juana refiriéndose a Felipe.
—No lo sé Juana, pero iré a la capilla a rezar por su regreso.
Su apuesto prometido, que se hallaba de cacería en el Tirol, había tenido valederos motivos que justificaban su ausencia. En el mismo día dos correos habían llegado hasta sus manos. En uno se le comunicaba la salida de Juana desde Laredo y, en otro, el emperador en persona le informaba de su llegada a Gante.
Con la velocidad de un rayo cruzó las fronteras, sin descansos ni postas, mientras Juana secaba sus lágrimas desconsolada por el olvido. Porque la verdad era que ya le amaba (y de haber podido elegir durante toda su vida, siempre habría preferido su compañía a la de cualquier otra persona en el mundo).
De pie frente a la ventana, Juana observaba las gotas de lluvia golpear sobre los cristales. El coro de las monjas se oía a lo lejos.
—Felipe, ¡no sigáis torturándome! —exclamó entre suspiros y sollozos.
—De verdad, creedme que lo siento. Yo soy Felipe, ¿vos sois Juana?
Una voz desconocida, cautivante y serena, resonó a su espalda desde el umbral de la puerta.
Juana dio media vuelta y allí, frente a ella, vio al príncipe más apuesto que jamás había imaginado.
—Sí, yo soy Juana —y sus ojos se detuvieron en los ojos de su futuro esposo, que parecía acariciarla con su mirada.
Durante mucho tiempo, y hasta el día de su muerte, acaecida cincuenta y nueve años más tarde, Juana estuvo como suspendida en el éxtasis de aquel momento, como detenida en aquel instante maravilloso y sublime en el que vio a Felipe por primera vez.
Dentro de la sala, la luz se iba haciendo más tenue, tomando ese tono violáceo y suave que llega con el crepúsculo y dando un brillo especial a las lámparas y al fuego de la chimenea. Afuera atardecía y las gotas de lluvia colgaban de las ramas de los árboles que se arqueaban bajo el peso del agua. En los jardines las flores se habían deshojado y sus pétalos cubrían el pasto mojado. Los pájaros limpiaban sus plumajes a la orilla de los pequeños charcos y el arco iris se insinuaba sobre el poniente, resaltando sus siete colores sobre un cielo azul plomizo. Pero Juana no veía nada de eso. Para ella todo se había esfumado de repente y la sola presencia de Felipe se enaltecía en medio de la nada.
Se acercó a ella con toda la magnificencia de su ser y, allí donde la curiosidad de sus claros ojos se detenía, el rubor de Juana brotaba incontenible.
Los instantes densos parecían prolongarse en un silencio abismal. Solo la respiración acelerada de los esposos, interrumpida por el compás de las gotas de lluvia sobre los cristales, les hacía recordar que no era un sueño. Juana volvió a levantar sus ojos y encontró los de Felipe clavados en los suyos. Sintió toda su sangre agolpársele en las mejillas y el corazón, a punto de salírsele del pecho, pulsaba con fuerza como partiéndola en dos. Era una sensación jamás sentida, incontenible, irresistible, avasallante.
Obedeciendo una orden de Felipe, dos sirvientes entraron portando cuatro candelabros de plata encendidos, que depositaron sobre los cristaleros. Cuando el último de ellos se hubo marchado, cerrando la doble puerta tras de sí, Juana y Felipe quedaron a solas. Juana sin atreverse a mirarle de nuevo. Felipe sin poder despegar sus ojos de ella. Ruborizada, dejó que la mano de él levantara suavemente su mentón y los ojos de ambos volvieron a encontrarse extasiados, locamente enamorados. Solo la luz temblorosa de las velas parecía hacer palpitar el tiempo que se había detenido.
—Juana de Castilla y Aragón, ¡nos casaremos!
—Será en Bruselas, me lo dijo Margarita.
—No, Juana. Será aquí, en Lier, y ahora.
Un ciclón parecía haber llegado al convento. Felipe había dado la orden y la ceremonia improvisada en la capilla iba a celebrarse en unos momentos. Las voces angelicales del coro de monjas «Hermanas de Sión» santificaba el aire y el apresuramiento del archiduque, mientras el sacerdote, que había tratado de disuadir al joven Habsburgo, preparaba deprisa las lecturas y la priora del convento, María de Soissons, alistaba el mantel inmaculado del altar y las flores de nardos frente al sagrario. Felipe, por su parte, solo accedió a realizar la presentación de la corte castellana.
La ceremonia se celebró en la más estricta intimidad y en el secreto de aquellos claustros del convento de Lier.
Juana, sin atreverse a pronunciar una palabra, esperaba el momento en que él la tomara entre sus brazos; y así, confundida, feliz y enamorada sintió que tocaba el cielo con sus manos cuando la boca del archiduque se inclinó suavemente sobre la suya y, en un beso apasionado y tierno, sus labios se encontraron por vez primera. Sus ojos se fundieron en una intensa mirada y los brazos de Felipe sostuvieron con firmeza la frágil y dócil cintura de la infanta.
Había esperado por meses este precioso encuentro, pero se hallaba tremendamente confundida, sin saber qué hacer, ni qué decir.
—¡En menos de siete días nos volveremos a casar!, ¡para los ojos del mundo! Será en Bruselas.
Juana no lograba recuperar la calma. La confusión y la prisa eran tan grandes y sus deseos de amarle con locura tan inmensos, que hacían imposible que pudiera estar tranquila para poder responderle. Por fin, recuperando algo de la serenidad perdida, Juana habló.
—Inmensa ha sido mi sorpresa al conoceros hoy, inesperadamente. Debo reconocer que vuestra presencia me ha conmovido de una manera inigualable. Por eso quiero que sepáis, Felipe, que cuanto dispongáis para mí estará bien.
—Lo sabía Juana. ¡Erais como os había soñado! —y, atrayéndola nuevamente contra su cuerpo, volvió a besarla.
Felipe era maravillosamente más apuesto de lo que se había imaginado. Elegante, esbelto, de silueta delgada, de perfectas facciones, cautivante. Un regalo que Dios le tenía destinado y por el que nunca dejaría de agradecer.
Educada para futura reina consorte había sido instruida, además, en la misión de colaborar, dirigir y, sobre todo, de saber influir sobre los demás para beneficio de España. Toda su vida había sido insumida en los estudios de filosofía, religión, gramática latina y castellana, historia española y extranjera, heráldica, modales, costura, música, canto, dibujo y equitación. Cuanto una madre de rígidos principios y un padre ambicioso podían proporcionarle se lo habían brindado, moldeando y madurando tanto su cuerpo como su carácter. Pero aquella vida de intensos estudios había quedado atrás. A partir de aquel momento tendría que sacar lo que tenía de sí, tanto en fortaleza como en debilidad, para afrontar los compromisos que la vida comenzaba a exigirle. Pero su principal objetivo, desde ese día en adelante, sería hacer feliz a Felipe de Habsburgo.
Aquella noche en Lier, la primera junto a Felipe, no la olvidaría jamás. El éxtasis de aquel amor embriagaría para siempre sus sentidos y ya nada volvería a ser igual.
Una semana más tarde volvieron a contraer enlace en Bruselas, con todas las pompas y la fastuosidad. Las campanas no dejaron de repicar anunciando la dicha de la pareja. Las banderolas y estandartes multicolores ondearon al viento y cientos de palomas cruzaron los cielos durante todo el trayecto que los novios recorrieron, entre el palacio imperial y la catedral gótica de San Miguel y Santa Gúdula. La etiqueta heredada de los duques de Borgoña era la más suntuosa de todas las Casas reales europeas. Y los palacios imperiales que salpicaban la geografía de Flandes competían en fastuosidad y riquezas, por lo cual Juana no dejaba de asombrarse.
La tarde antes de los esponsales, el emperador Maximiliano I abrazó cariñosamente a la pareja, augurándoles dicha, felicidad y una descendencia numerosa.
—Hijos míos, a partir de vuestro desposorio, deberéis tomar vuestros deberes con mayor seriedad que de costumbre. Posiblemente se os conferirá un gran poder, pues nuestros antepasados siempre lo han buscado y lo han logrado. Y vos sois, hijo mío, el Habsburgo más típico que he conocido. Sé que no me defraudaréis. Por eso os deseo, a Juana y a vos, toda la dicha que merecéis y un ramillete de bellos hijos que alegren vuestra existencia.
—Padre, Juana y yo os agradecemos vuestros augurios y podéis estar seguro de que no os defraudaremos. Llevaremos con honor y orgullo la insignia del imperio que desde 1437 llevaron nuestros antepasados, por donde quiera que el destino nos lleve. Os lo prometemos.
El emperador experimentó un inmenso placer al comprobar que su hijo había crecido y madurado, convirtiéndose en un hombre con óptimas cualidades para reinar. Sería un gobernante ejemplar, no tenía dudas, ya que poseía todas las condiciones que habían hecho posible que la familia de los Habsburgo se convirtiese en la Casa imperial.
Tanto Maximiliano como Felipe conquistaban por su simpatía, por la falta de fanatismos y por la buena disposición a comprender cualquier clase de problemas.
El mundo entero les miraba con afecto, porque la política amable del imperio era una actitud poco frecuente en una Europa dominada por reyes altaneros y nada compasivos como Enrique VII de Inglaterra, Carlos VIII de Francia, el papa Alejandro VI y hasta el mismo Fernando de Aragón.
Al haberse concretado el matrimonio de Felipe de Habsburgo con Juana de Castilla y Aragón se vislumbraba otra de sus cualidades más famosas: el ansia de poder.
El lema de Austria curiosamente contenía las cinco vocales: Austria Est Imperium Omnium Universum (Austria es el imperio de todo el universo), y lo que otros reinos ganaban en las guerras, desangrándose en los campos de batalla, Austria lo conquistaba a través de una de las experiencias más agradables: el lecho nupcial.
El Sacro Imperio Romano Germánico tenía una historia legendaria: el nombre de Imperio Romano había aparecido por primera vez en el siglo XI. En el siglo XIII se comenzó a llamar Sacro Imperio Romano, siendo una monarquía electiva donde el monarca era elegido por la alta nobleza, pero al mismo tiempo regía el «derecho de sangre», dado que el nuevo monarca debía estar emparentado con su antecesor. Sin embargo, este principio no fue siempre respetado (hasta en algunos casos se produjeron elecciones dobles). El Imperio medieval no tenía una ciudad capital y el emperador gobernaba desplazándose de un lugar a otro. Tampoco existían los impuestos imperiales y el monarca atendía sus gastos con los llamados «bienes imperiales», que administraba como agente fiduciario.
Su autoridad solo era reconocida a través de su poder militar y de una hábil política de alianzas con la que podía conseguir el respeto de los poderosos ducados y reinos. Por definición, el imperio era universal y otorgaba a quien ostentaba el título de emperador el dominio, sobre todo, de Occidente, pero esta idea del imperio nunca alcanzó su plena materialización política. A fin de ser coronado emperador por el papa, el rey debía trasladarse a Roma.
Con Rodolfo I (1273-1291) llegaba por primera vez un Habsburgo al trono. Los fundamentos materiales del imperio ya no eran los entonces desaparecidos bienes imperiales, sino los «bienes de la Casa» de la respectiva dinastía reinante. La política de incremento del poder de la Casa imperial se transformó en el principal objetivo de cada emperador. La Bula de Oro de Carlos IV, en 1356, era una especie de constitución imperial que otorgó a siete príncipes (los príncipes electores) el derecho exclusivo a elegir emperador, a la vez que les confirió otros privilegios frente a los demás nobles.
Simultáneamente, mientras los pequeños condes, señores y caballeros iban perdiendo poco a poco su importancia, aumentaba la influencia de las ciudades en virtud de su poder económico. La unión de estas últimas federaciones de ciudades contribuyó a reforzar más aún su poder. La más importante de todas ellas fue la «Liga Hanseática», que se había convertido en el siglo XIV en la potencia dominante del mar Báltico. La zona más rica de Flandes correspondía a Brujas, Bruselas, Amberes y Gante. Desde 1437, y a pesar de que el imperio era formalmente una monarquía electiva, la corona fue transmitida de mano en mano, por herencia, dentro de la Casa Habsburgo que, por otra parte, se había transformado en la potencia territorial más importante.
En el siglo XV comenzaron a hacerse sentir, cada vez con mayor exigencia, los reclamos de una reforma del imperio. Maximiliano I, que había ascendido al trono imperial en 1493 (y fue el primero en recibir el título de emperador, sin haber sido coronado por el papa), trató sin mucho éxito de llevar a cabo una reforma.
Las instituciones, cuya creación dispusiera la dieta imperial, distritos imperiales y cámaras de justicia imperiales, no pudieron impedir su creciente escisión. Comenzó a desarrollarse el dualismo emperador-imperio. Frente al emperador se encontraban los estamentos imperiales, príncipes electores, príncipes y ciudades. El poder del emperador fue limitado y reducido cada vez más a través de las capitulaciones, es decir, de los acuerdos firmados con los príncipes electores al ser elegidos. Los príncipes, especialmente los más poderosos, ampliaron considerablemente sus derechos a costa del poder imperial. Con todo, el imperio se mantuvo unido. El brillo de la corona imperial no se había extinguido y la idea del imperio se mantenía viva y unida frente a los ataques de vecinos poderosos.
El imperio era una extensión demasiado vasta y la seguridad de España reclamaba esta amistad. Sus dominios se extendían desde el mar Negro hasta el mar Báltico, comprendiendo todos los territorios de la Europa central. En él convivían pueblos totalmente distintos: flamencos, húngaros, austríacos, eslavos, griegos y alemanes. Diferentes idiomas y distintas razas. Mientras la corona española era dura, compacta y unificada, el imperio era cambiante, de fronteras inestables y disputadas entre sus propios pueblos. Por todo esto se había visto obligado a aliarse a un reino fuerte como el español, concentrado en un solo propósito: extender la cristiandad más allá de los confines del mundo conocido.
La Casa Habsburgo tenía un heredero: Felipe de Austria. Siempre y cuando sus electores lo eligieran, porque la corona imperial no era hereditaria. Debido a los múltiples antagonismos de sus diversos reinos había que gobernar con sutileza, astucia y una gran cuota de persuasión. De no haber sido así la casa reinante, otra la hubiera suplantado. Y dado que ella lo había conseguido, se la consideraba la poseedora de los mayores y mejores recursos. La necesidad de cumplir con cada hombre de cada reino constituía una excelente técnica en lo que a política exterior se refería, pero dejaba mucho que desear en lo más íntimo de cada uno de sus súbditos.
—Un día tengo que vestirme como si fuera griego, al siguiente como flamenco y al próximo como húngaro. Además tengo que pensar como cada uno de ellos. ¿Qué queda bajo esas apariencias? ¿A qué reino pertenezco? Sé que no queda nada y que no pertenezco a ninguno —se quejaba a menudo el emperador a su hijo.
A Felipe no le preocupaba demasiado y, hasta el día de sus esponsales, se había dedicado a gozar de la vida, a disfrutar de ella como un buen príncipe. Pero había llegado el momento de tomar las cosas con seriedad y responsabilidad, asumiendo el papel de rey y de esposo.
Bruselas era un importante nudo comercial de la ruta Brujas-Colonia-Amberes-Nivelles y, hacia fines del siglo XIII, había pasado a formar parte de la Hansa, la asociación de ciudades del norte de Europa. La mayoría de sus habitantes se dio cita allí para asistir a los festejos de los esponsales de los archiduques de Austria.
Enormes multitudes presenciaron el paso del cortejo nupcial. A lo largo del recorrido, tapices y colgaduras con las armas borgoñonas y de la Casa Habsburgo adornaban los frentes de los edificios, mientras grupos de niños y mujeres arrojaban flores a su paso. Era un día esplendoroso y Juana sintió que el sol brillaba más intensamente. En todas las puertas, ventanas y balcones por donde pasaban, la gente se aglomeraba para verles. Nadie quería permanecer ajeno a tan magníficos esponsales. El carruaje tapizado en brocado de oro, que transportaba a Juana, encabezaba el cortejo. Seis corceles blancos con bridas de plata y guirnaldas de flores eran guiados por dos cocheros uniformados. Detrás, avanzando al trote por las serpenteantes y bulliciosas calles, marchaba el carruaje del emperador Maximiliano I, acompañado por sus dos hijos, Felipe y Margarita, y por su esposa Bianca Sforza. Detrás les seguían los nobles y damas de las cortes imperial y española. Los austríacos se mezclaban junto a los flamencos, húngaros y alemanes, con sus refulgentes colores, felices y sonrientes. No importaba con quién se casara el archiduque, siempre lo haría con una princesa extranjera. Aquel día, el lejano tratado entre los reinos llegaba a su consumación definitiva.
Felipe iba vestido a la última moda de la corte austríaca, luciendo un suntuoso jubón de terciopelo azul oscuro con las armas de reino bordadas en la espalda con hilos de oro. Llevaba calzas grises y, en sus pies, unos escarpines de cuero de Rusia del color del jubón. De su cuello pendía refulgente el Toisón de Oro, símbolo de aquella orden que había fundado en 1429, en Brujas, Felipe el Bueno, duque de Borgoña, con motivo de su boda con Isabel de Portugal, hija de Juan I de Avis, con el objetivo de defender la religión cristiana, para honrar la memoria de los mílites valientes y como estímulo de caballeros. A ella debían pertenecer solo el duque y veinticuatro caballeros, aunque el propio fundador aumentó su número a treinta y uno. Al extinguirse la dinastía borgoñona con la muerte de Carlos, el Temerario, este pasó a los maestres supremos de la Orden de los Soberanos de Austria. El Toisón de Oro estaba simbolizado por un cordero de oro.
Para Juana y toda su corte española, acostumbrada a la severidad del sistema y a la austeridad de sus reyes, todo aquello resultaba por demás llamativo. Ella iba pensando en Felipe, en su rostro bronceado, en sus ojos claros, en sus cabellos cobrizos, en sus manos delgadas y fuertes, capaces tanto de empuñar con valentía una espada de acero como doblegar con ternura una frágil cintura femenina. Pensaba en su cuerpo de hombros anchos y caderas angostas, en sus largas piernas musculosas y bien formadas, en su magnífico porte de rey. El rey de los Países Bajos que hoy se desposaba ante el mundo, con ella. ¡Cómo en un cuento de hadas!
Después de la corte imperial le seguía la corte española. Negro era su color, pero un negro brillante y majestuoso, cubierto por miles de hilos de oro y de plata, superando en esplendor, varias veces, a la corte imperial. Con orgullo, seguros de sí mismos, pasaban en silencio, altivos y dignos. Tan igualmente felices como el resto del imperio, pero muy distintos en sus demostraciones. Detrás seguía el clero con sus prelados y, entre ellos, el obispo de Jaén y el confesor de Juana, el padre Diego de Villaescusa.
Con sus refulgentes capas escarlatas, magníficamente cuajadas de incrustaciones doradas y presididos por los crucifijos y relicarios, verdaderos tesoros del arte religioso español, manifestaban a través de estas riquezas el sincero agradecimiento hacia Dios por haber hecho posible la expulsión de los moros de las tierras de España y descubrir otros mundos, más allá de los océanos, para ser evangelizados en nombre de la corona.
A medida que el carruaje avanzaba rumbo a la catedral, Juana pensaba en los suyos. ¡Si al menos estuvieran allí!, junto a ella, en el día más feliz de su vida, compartiendo aquella inmensa dicha, ¡hubiera podido decir que tocaba el cielo con sus manos! Pensaba en sus padres, a quienes hubiese querido presentarles a su amado Felipe, abrazarles y agradecerles por haber concretado aquella alianza sin igual. Pensaba en su hermano Juan, un contraste doloroso si lo comparaba con su adorado archiduque, porque Juan era un adolescente pálido, débil, de mirada vaga. En cambio Felipe desbordaba fuerza, vitalidad y lozanía. ¡Ojalá hubiera podido pedirle algo de aquel ímpetu para obsequiarle a su hermano y, a su vez, pedir algo de aquel carácter sensitivo y suave de Juan, para entregarle a Felipe!
Recordaba a su hermana Isabel, a la que seguramente hubiera tenido que insistirle y hasta rogarle para que abandonara, tan solo por un día, el riguroso luto que se había autoimpuesto. Con seguridad, obligada por la corte y las circunstancias, hubiese asistido sin el menor deseo, mientras, elevando una plegaria al cielo, rogaría por su felicidad y por el eterno descanso de su esposo difunto. Isabel seguía en orden de derechos al príncipe de Asturias, como heredera al trono español.
Detrás de Isabel marcharía María, su hermana tres años menor, tan sobria y silenciosa, siempre tratando de pasar desapercibida e ignorada, contrastando su personalidad con la bulliciosa Catalina.
Catalina sería la última, con sus once años, era la más pequeña de los Trastámara. Alegremente le diría: «Ojalá hoy me casara yo» o «Cuando sea reina de Inglaterra, mandaré yo». ¡Eran tan distintos todos sus hermanos! ¡Pero todos tan queridos e iguales en sus afectos!
Juana iba magnífica, irradiando felicidad. Su vestido color nácar estaba íntegramente bordado con hilos de oro e incrustaciones de perlas. Un velo traslúcido de encaje de Alost cubría su rostro y sus rubios cabellos, sostenido por una diadema de brillantes que había pertenecido a la madre de Felipe, María de Borgoña. Entre sus pálidas manos apretaba un relicario de marfil con el rostro de Cristo grabado en oro que había pertenecido a su abuela Juana Enríquez. Su padre se lo había obsequiado por ser ella la nieta que más se le parecía.
Cuando el cortejo nupcial llegó a las puertas de la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, Juana bajó de la carroza para ir al encuentro de las cien damas de honor, ricamente ataviadas con vestidos de seda, perlas y coronas de flores blancas sobre sus frentes, y de los doscientos pajes, de atuendos no menos magníficos y brillantes, que la esperaban para acompañarla en la ceremonia. Los soldados de la guardia imperial, siguiendo con la tradición, tomaron el palio nupcial, símbolo de la felicidad.
Bajo palio y acompañada por Felipe, Juana ascendió las escalinatas de la catedral mientras una profusión de pequeños jazmines y flores de almendros alfombraba de blanco el camino de piedras milenarias y grises.
—Bienvenida, hija mía —le saludó el emperador Maximiliano que se hallaba de pie a las puertas de la catedral—. Esperábamos este momento desde hace mucho tiempo.
—Gracias, majestad. Espero cumplir dignamente el papel de reina con el que desde hoy me honráis —respondió Juana radiante de felicidad, saludando luego al resto de la Familia imperial.
En el atrio de la catedral, las cortes civiles, eclesiásticas y los visitantes extranjeros dieron sus saludos protocolares al emperador, a su hijo y a su futura esposa, a la princesa Margarita y a la esposa de Maximiliano I.
Y, bajo el abovedado techo perfumado de inciensos e iluminado por el temblor de mil cirios, Juana caminó lentamente junto a Felipe sobre una alfombra de flores blancas, bella y candorosa, hasta los pies del altar.
Se arrodillaron sobre los reclinatorios de almohadones escarlata bordados con el águila bicéfala del imperio.
El cardenal primado inició la ceremonia en latín y, haciendo tomar al esposo las manos de la esposa, les hizo pronunciar las fórmulas rituales:
—Yo, Felipe de Habsburgo, os recibo a vos, doña Juana Trastámara, por mi esposa legítima.
Luego Juana repitió el ritual:
—Yo, Juana Trastámara, os recibo a vos, don Felipe de Habsburgo, por mi esposo legítimo.
—Entonces yo les declaro marido y mujer —y, haciendo la señal de la cruz sobre cada uno de los esposos, agregó—. Que el hombre jamás separe lo que Dios ha unido.
Aceptados los esposos, el cardenal se aproximó al emperador, quien le entregó las alianzas y, bendiciéndolas, las ofreció a los archiduques. Juana permanecía con las manos juntas y la cabeza inclinada, mientras el coro interpretaba seráficos cánticos gregorianos. Felipe puso el anillo de bodas en el anular de la novia (que, según la tradición, de ese dedo parte una vena que va directa al corazón), a la vez que le entregaba las trece monedas de oro, herencia de la Ley Sálica.
—Con este anillo os desposo, con este oro os honro y con esta dote os hago dueña de mis riquezas —dijo Felipe. Luego Juana completó el mismo juramento, terminando el ritual.
Durante toda la ceremonia Felipe no había dejado de mirar, enamorado, a su bella esposa y, cuando llegó el sublime momento de colocarse las alianzas, él apretó su mano desafiando al protocolo real. La mano de Juana se abandonó en las de Felipe, mientras los ojos del archiduque se demoraron sobre los claros ojos de Juana que, temerosa de no saber ocultar sus emociones, los apartó rápidamente.
Felipe de Habsburgo se sentía inmensamente feliz. Él era un rey sin amantes ni bastardos, dispuesto a entregar su vida ante aquel amor maravilloso.
Llenos de júbilo, los concurrentes comentaban que jamás esponsales algunos habían sido efectuados bajo tan buenos augurios. Raras eran las ocasiones en las bodas de la realeza que los novios fuesen tan parecidos en edad y de tan magnífica apariencia. Y más difícil de encontrar aún era la fuerza y la vitalidad de dos cuerpos atractivos y saludables, tan enamorados entre sí como lo estaban Juana y Felipe.
Todos presenciaron la maravillosa ceremonia con serena satisfacción y alegría. No solo se había logrado definitivamente la amistad entre el Imperio y España, sino que además se había realizado una gran hazaña diplomática y todo ello sin los conflictos desagradables que llevaba aparejado un matrimonio concertado bajo las conveniencias de los estados interesados. En esta alianza todo era felicidad, y más aún sabiendo que sus protagonistas estaban mutuamente enamorados.
Cuando el cardenal de Bruselas declaró como esposos a Juana y a Felipe, las campanas de la catedral volvieron a repicar. La ceremonia finalizó en medio de los cantos y el bullicio. Los jóvenes reyes recorrieron lentamente la nave central cubierta de pétalos blancos, llegando hasta el portal del atrio. El pueblo en pleno se había agrupado para saludar a la feliz pareja y, en medio de aplausos, vítores y aclamaciones, los archiduques saludaban con sus manos, mientras cientos de palomas pasaban rozando las cabezas de aquella multitud.
Desde las murallas que bordeaban el río Senne hasta las puertas de la ciudad, todo era una fiesta. El palacio imperial, flamígero y brabanzón, aparecía todo iluminado y adornado con plantas y flores que los jardines podían dar en el otoño. Las banderolas del imperio, junto a las de los reinos de Castilla, León y Aragón y la del ducado de Borgoña, flameaban al viento y, entre todas ellas, se divisaban las más pequeñas de seda amarilla, las llamadas oriflama, con el estandarte real de los Habsburgo, el escudo de armas de la Casa de Borgoña y la divisa personal de los archiduques de Austria.
Los jardines imperiales merecían una mención especial, pues abarcaban un espacio ilimitado, con áreas accesibles a toda la corte, adecuadas para la caza y la pesca. Esas inmensas praderas con grandes lagos, salpicadas de bosques, eran el lugar favorito para las carreras de carruajes y de caballos. Existían otras áreas abiertas solo al círculo más íntimo de las amistades del emperador que ofrecían paseos soleados, avenidas sombreadas y floridas glorietas. Por último, aquellos jardines tenían espacios reservados solo para los integrantes de la Familia imperial, con extensos parques de placer, refrescados por innumerables fuentes y estanques, adornados con estatuas. El aire todo estaba perfumado por las resinas de los bosques, mientras los cisnes nadaban en los lagos, los pavos reales y cervatillos paseaban mansamente por los prados.
En los grandes salones del palacio, la luz de las bujías resplandecía sobre la impecable vajilla de plata que había sido sacada y lustrada para aquella ocasión tan especial. En las chimeneas ardían los grandes leños y el resplandor del fuego hacía relucir en una policromía de colores brillantes los inmensos tapices flamencos. Los pisos impecablemente fregados, reflejaban, como en un espejo, los ondulantes vestidos de la corte femenina.
Caía la tarde y era el momento del banquete y el baile nupcial. Los trovadores tocaban su alegre música en el laúd, la flauta, la trompa y el rabel para celebrar tan magnífico acontecimiento que, de acuerdo a las costumbres, se festejaba en el gran salón del Emperador, el cual había sido espléndidamente decorado para la ocasión.
Ricas telas de Damasco, sedas de la China, tafetanes de Persia y terciopelos de Italia competían unos con otros en colorido y suntuosidad, dando un fausto sin igual a las damas allí presentes. Por su parte, la corte masculina lucía igualmente elegante, jubones de terciopelo, capas forradas de pieles, sombreros bordados con pedrerías y blancas plumas, y espadas y anillos de relucientes gemas.
En el centro de la mesa imperial, adornada con flores blancas y rojas, se sentaron los flamantes esposos, flanqueados por el emperador, su esposa y la princesa Margarita.
Infinidad de obsequios reales de un valor incalculable habían llegado de todos los confines de la cristiandad. Aguamaniles de plata maciza, joyas, muebles, jofainas de plata con sus jarras haciendo juego, juegos completos de vajilla de mesa en plata y oro, caballos árabes, tapices flamencos bordados en oro, retratos, candelabros y alfombras del Oriente.
Cuando el canciller del imperio dio la orden, se levantaron las copas de vino en honor a los reales esposos y el banquete comenzó oficialmente. Enormes fuentes con ciervos de los Cárpatos y perdices coloradas, cubiertos con salsas de avellanas y mostaza; junto a fuentes de carnes ahumadas sobre serrín de robles y de hayas, aromatizadas con bayas de enebro; patés de fois; aves en salsas picantes; pechugas de pavo a las brasas y corderos en salsas de hongos cubrieron las mesas, para dar de comer a los mil trescientos invitados.
—Me pregunto si en casa estarán brindando por mí —dijo Juana casi en secreto a Felipe, con un leve asomo de melancolía— o quizá se encuentren demasiado ocupados con sus obligaciones y me hayan olvidado.
—No debéis pensar eso. Jamás os olvidarán. Porque vos, Juana, sois inolvidable —la consoló Felipe.
A los postres, los sirvientes pasaron con unos cuencos de plata que contenían agua de rosas para que los invitados refrescaran sus manos. Montañas de turrones perfumados con esencias de naranjas, frambuesas y frutos de la pasionaria, tartas de castañas y bizcochos de nueces endulzaron, aún más, la alegría de los invitados.
Juntos, los dos esposos, que sabían de su hermosura, iban a iniciar el baile.
—Os ruego que me otorguéis el honor —solicitó Felipe, y sin esperar la respuesta la abrazó por la cintura y comenzaron a danzar—. Porque siendo tan hermosa como sois, siento un inmenso orgullo de haberos hecho mi reina —prosiguió.
—Tal vez me veis más hermosa de lo que en realidad soy —respondió Juana con timidez.
—Os admiro así, tal cual sois —le susurró Felipe al oído.
El cambio que implicaba el nuevo modo de vida, abrupta como el filo de un abismo, era dificultado aún más por el desconocimiento de la seducción y la intimidad física del matrimonio, que agregaba una nueva incógnita a la larga serie de cosas desconocidas que esos días le aportaban a Juana. Pero la princesa jamás había estado más segura de su propia felicidad como en el día de su boda.
Un sonido de trompetas puso fin a la velada y Juana y Felipe se retiraron a la cámara nupcial. Pero esta vez la prisa de Lier ya no estaría, pues ahora se tenían para siempre el uno al otro. Cuando ambos quedaron solos, iluminados por el tenue resplandor de las velas, Felipe fue desvistiendo tiernamente y en silencio a una Juana pudorosa, tímida pero también apasionada, que trataba de esquivar sus ojos una vez más.
—¿Qué os sucede mi reina? —preguntó Felipe con tanta ternura y amabilidad que el corazón de Juana comenzó a latir desenfrenadamente.
Y por toda respuesta, ella fijó en él sus verdes ojos, asombrada, temerosa, anhelante.
En el tiempo, otra vez detenido, él podía ver con sorpresa, en aquellos ojos claros como un remanso de agua, a toda una mujer. ¡Los ojos de Juana! Esos ojos sin los cuales todo su mundo carecía de valor.
Felipe la condujo hasta el lecho preparado con las mejores sábanas de delicados encajes y con blandas almohadas de seda. Proyectando en ella sus propios sueños y deseos, sintió surgir aquella fuerza latente, dormida, que solo necesitaba la chispa de su contacto para provocar un torbellino de pasión. Un torbellino en el que el entendimiento podría extinguirse, solo en la voluntad del cuerpo, aquel cuerpo desnudo y admirado bajo la suave penumbra de las velas. Ciñó los brazos de Juana alrededor de su cuerpo y cruzó los suyos en su espalda, inclinó la cabeza, buscó su boca y la encontró amorosamente dócil. Mientras los brazos de ella lo sujetaban por la cintura como si nunca fuera a marcharse. El tiempo interrumpió su curso, dejando solo una profundidad de dimensión más real. Podían sentir, pero no ya como dos almas individuales sino, definitivamente y para siempre, que uno era parte del otro. Todo él estaría siempre en ella y toda ella estaría siempre en él. Parecían haber sido hechos a la medida perfecta del otro. Era como un sueño del que nunca despertarían. Esa era sin duda la felicidad. Aquella felicidad de la que le había hablado su madre en Laredo, antes de su partida.
Felipe la rodeó con sus fuertes brazos y contempló emocionado aquella cara bellísima, apenas iluminada por el resplandor de los cirios. Los brazos de Juana se cerraron sobre él, atándolo. Esto era el amor y, ahora que lo tenía, no lo perdería jamás. Se aferraría a él como un náufrago se aferra a un madero, para salvarse. El amor de Felipe la salvaría en aquellas tierras lejanas.
—¿Qué será el sueño? —se preguntó Juana—. ¿Una bendición?, ¿una tregua de la vida?, ¿la imagen de la muerte?
Fuese lo que fuese, Felipe había cedido a él y dormía boca abajo con un brazo sobre el pecho desnudo de Juana y la cabeza junto a su hombro, posesivamente.
Ella también estaba cansada, pero tenía la sensación de que si dormía, él ya no estaría cuando despertara. Dormiría más tarde.
Se sentía feliz. Más de lo que recordaba haber sido nunca. Tenía la impresión de que había sido hecha para él. Para aquel Habsburgo que la había esperado desde el inicio de los tiempos, para poder concretar, en ese tiempo histórico, el verdadero rito del amor.
Felipe había despertado. Ella le miró y vio en la profundidad azul de aquellos ojos el mismo amor que la había arrebatado y sobre el cual habían fijado su objetivo desde el mismo día de su nacimiento.
—Jamás me he sentido tan venturoso —le dijo Felipe al oído.
—Lo sé, amor mío, porque yo siento la misma sensación.
—Lo sabéis porque sois una mujer absolutamente extraordinaria. Os amaré por siempre, Juana. Recordadlo toda vuestra vida.
Y mientras la besaba, Felipe dejó caer lentamente de entre sus dedos, sobre el cuerpo desnudo de la infanta, una profusa lluvia de pétalos de nardos.