El primer viaje a Flandes
Las autoridades de Amberes albergaron a Juana y a todo su cortejo en el imponente y magnífico castillo de Carlos, el Temerario. El que otrora fuera el duque del opulento feudo de Borgoña, uno de los mayores de la Francia antigua, y conde de Charolais, abuelo de Felipe, había muerto a los cuarenta y cuatro años. Su sueño había sido siempre el resucitar la antigua Lotaringia formando un estado entre Francia y Alemania que se extendiera desde los Países Bajos hasta el norte de Italia y que tuviera como centro su ducado hereditario. Pero los suizos se habían encargado de derrumbar sus ilusiones, derrotándolo en la violenta batalla de Grandson y Morat, el 5 de enero de 1477, terminando con su vida y sus ambiciones delante de los muros de la ciudad de Nancy. Dos días más tarde, hallaron su cuerpo sobre el hielo devorado por los lobos.
Su hija, María de Borgoña, esposa de Maximiliano I y madre de Felipe, había corrido la misma suerte (si suerte se le podía llamar a una muerte inesperada) cinco años más tarde, en 1482, al caer del caballo durante una cacería. La última descendiente de la Casa de Borgoña en Flandes fue sepultada junto a su padre en la ciudad de Brujas, en el coro de la iglesia de Notre Dame.
Eran casi las vísperas cuando el barco que conducía a Juana atracó en el muelle. La infanta descendió vestida de luto en memoria de las almas muertas en el naufragio. Una vez en tierra fue conducida en un carruaje hasta el castillo que se levantaba al final del camino. El día luminoso estaba llegando a su fin y se acercaba el momento, encantador y fugaz, en que el sol poniente emitiría sus últimos rayos, acentuando el color de la hierba y de los árboles de un modo tan especial que hasta el mismo aire parecería impregnado de un profundo verdor.
Las horas transcurrían lentas como si el tiempo cuajado de recuerdos se rehusara a avanzar y las sombras que se habían demorado en los recodos del camino comenzaban a prolongarse sobre las galerías abovedadas. Los ladrillos de muros y almenas, que durante aquellos instantes habían resplandecido con una intensa tonalidad rojiza, se volvieron de pronto grises y sombríos. Cuando Juana atravesó el vestíbulo, un silencio sepulcral salió a recibirla causándole la triste sensación que, desde algún lugar lejano, los espíritus del duque y de su hija venían a su encuentro, envolviéndola en un abrazo con una ráfaga de aire helado, cual si fuera un ritual experto y secreto de la muerte. Por unos instantes quedó paralizada, pero de inmediato el mayordomo del castillo la condujo amablemente hacia la gran biblioteca. Al entrar se alegró íntimamente. El lugar era cálido, rodeado de cuadros, tapices y libros. Sobre una gran mesa lucía llamativo el tapete de las Mil Flores, con el escudo de los duques de Borgoña bordado en el centro. Aquel sitio era acogedor y ofrecía un abundante material de distracción. Juana ocupó un gran sillón frente al ventanal, desde donde podían verse los magníficos y bien cuidados jardines, y perdió su vista dentro de los oscuros follajes de los árboles.
La puerta se abrió y entraron dos doncellas portando inmensas bandejas de plata con perfumadas infusiones y pasteles de fresas. Un sirviente encendió el fuego de la chimenea y, otro, el fuego de los candelabros dispersos sobre los cristaleros. Había anochecido. La biblioteca iluminada y tibia se convirtió de pronto en un lugar muy grato y de serena calma. Juana contempló a través de los cristales los espaciosos jardines que parecían congelados por la blanca luz de la luna y observó sobre el sendero cuatro siluetas que se deslizaban hacia el castillo. Parecían deambular entre los pinares oscuros, atravesar el camino encharcado de plata, volar por el aire, rozar con sus rostros los cristales del ventanal, llamándola a su lado.
—¡Madre! ¡Es mi madre!, ¡también mis hermanos Isabel y Juan junto a Felipe!
Las exclamaciones de Juana quedaron suspendidas en el aire, paralizando al cortejo. Pero al romperse el silencio, su voz había desvanecido la ilusión. Desde un cielo oscuro la luna continuaba irradiando su baño de plata sobre los solitarios y silenciosos jardines cuajados de rosas.
—Alteza, nada vemos. ¿Estáis bien? —interrogaron sus damas de honor.
—Sí, me siento bien. ¡Pero qué extraño! Pude ver a mi madre y a mis hermanos, junto a Felipe, que me sonreían detrás de los cristales. Tal vez, de tanto amarlos, ellos solo estuvieron en mi imaginación. Sus imágenes amadas salieron de mis fantasías. Creo que estoy muy agotada. Descansaré y pondré en orden mis pensamientos.
En Amberes la gran tristeza de Juana llevaba el nombre de todas las ausencias y la ausencia de todos los afectos. Pero, sobre todo, llevaba el nombre de la ausencia de Felipe. El séquito de Juana descansó unos días antes de emprender el último tramo de su viaje a Gante. Y así, entre preocupada e inquieta por carecer de noticias de Felipe, se embarcó nuevamente deseosa de llegar.
La flota continuó su navegación por el anchuroso Escalda, mientras la infanta de España observaba con curiosidad estas nuevas tierras que constituirían, en adelante, su nuevo reino. Reino completamente distinto al de su añorada España. Las continuas y densas nieblas que avanzaban desde el mar del Norte cubrían todo el territorio impidiéndole ver con nitidez la luna y las estrellas, como acostumbraba a observar en los límpidos y despejados cielos de Castilla. Y aquel sol, tan fuerte y caliente que iluminaba todo hasta enceguecer, se transformaba aquí en un sol débil, sin brillo ni color. Su luz mortecina y fantasmal bañaba absolutamente todo, desluciendo, en parte, los vivos colores de la naturaleza. El aire húmedo, pesado y hasta imposible de respirar, se tornaba por momentos insoportable, pero lo más difícil de asumir eran esas llanuras inmensas que se extendían ante su vista sin ninguna característica que las distinguiera, surcadas tan solo por lentos ríos que parecían a punto de detenerse.
El barco que transportaba a la princesa española entró por uno de los canales mayores y se fue acercando muy lentamente hasta la tierra firme. En la confluencia del Escalda y el Lys se levantaba Gante, una ciudad bulliciosa, cubierta de flores y colmada de miles de banderines que flameaban en su honor. Gante se había convertido en la ciudad más destacada de Flandes. Sus condes habían erigido en el siglo XII un magnífico castillo, donde establecerían su residencia Juana y Felipe. La música se hizo oír desde ambas orillas y Juana sintió dentro de su pecho agitarse el corazón, ante un solo pensamiento: el encuentro con Felipe.
Comenzaba a maravillarse de aquel día que de pronto le pareció espléndido. Una bella neblina, suave y blanca, como los vellones recién esquilados de los corderos manchegos, cubría las colinas. Y el agua de los ríos, límpida y pura como un diamante, continuaba su marcha sin prisa y sin pausa hacia algún lugar del mar.
A lo lejos, las casas apretadas semejaban ramilletes de flores silvestres, sencillas y multicolores, cubriendo las suaves ondulaciones del campo y los prados, que bajo la tenue luz del sol parecían nítidamente más verdes.
—¡Qué maravilloso! No podía ser de otro modo tratándose del reino de Felipe —suspiró Juana, en secreto.
Por unos instantes el día pareció cambiar de color y al levantar sus ojos observó una bandada de pájaros que se interponía entre ella y el sol, proyectando una sombra pasajera.
Cuando la nave amarró en el muelle, la realidad que apareció ante su vista la impresionó, obligándola a contener el aliento. Cientos de pequeños canales cruzaban las tierras formando un tejido tramado y luminoso que reflejaba la luz del sol y el celeste del cielo. Aquellos canales eran utilizados para drenar los terrenos y como vías rápidas de comunicación.
Juana descendió del barco y caminó junto a su cortejo casi al borde del agua, donde la arena era más firme y facilitaba la marcha. La playa era angosta, interrumpida por los rompeolas y limitada por un bajo muro de piedras. A lo lejos, dos hileras de robles y de hayas se agitaban con la brisa, bordeados por una profusión los rosales trepadores que impregnaban el aire con sus tenues perfumes.
El recibimiento fue magnífico. Aquellos actos en su honor derivaban del prestigio de sus padres, los Reyes Católicos. Miles de banderines pendían de las ventanas y atravesaban las angostas calles empedradas. Desde los balcones colgaban los tapices con el escudo de armas de los Habsburgo, mientras cientos de manos saludaban la llegada de la futura reina.
Nobles y plebeyos acudieron a saludarla en alemán, francés, flamenco y latín y, cuando Juana les preguntó por sus lugares de procedencia, le respondieron: flamencos, belgas, borgoñones, frisones, valones…
Sin embargo, ella buscaba entre aquella multitud de rostros solo uno. En vano esperó y se esforzó en recordar el rostro del retrato, para no olvidar alguno de sus bellos rasgos. Pero Felipe no llegó. Se encontraba muy lejos de allí, entretenido más de la cuenta en el Tirol austríaco, ignorando su desembarco.
El emperador Maximiliano, impaciente, envió con urgencia un mensajero, advirtiéndole con severidad a su hijo sobre sus obligaciones maritales. Margarita de Austria, su hermana, había acudido solícita desde Namur a recibir a Juana, con cierto sentimiento de culpa por la ausencia de su hermano. Con su seductora palidez, Margarita atendió en detalle a su nueva cuñada, que llegaba agotada y con una fuerte tos por la accidentada travesía. El encuentro entre las dos resultó encantador y el conocerse mutuamente las complació por igual y alentó una creciente amistad al comprobar que ambas cumplían con las expectativas de sus respectivos consortes. La anfitriona se deshacía en atenciones mientras Juana escudriñaba, en aquel rostro familiar, algún rasgo parecido al de su amado retrato.
En sus pensamientos Juana invocó a sus santos devotos y a las almas de sus antepasados. ¿Sería siempre así? ¿Tendría que soportar tantos días de silencio e incertidumbre, mientras él la dejaba abandonada a su propia suerte en este lejano país? Aquellos interrogantes daban vueltas en su cabeza. Su cuñada, intuitiva, percibió la tristeza instalada en sus ojos.
—Juana, no os desaniméis. No quiero que os sintáis triste. Dentro de muy pocos días iremos a Lier a esperar a Felipe. Luego continuaremos hasta Bruselas, donde se celebrará vuestra boda con toda la fastuosidad que exige la dignidad de los contrayentes, en la catedral. Las Cortes en pleno acudirán y llegarán de todos los reinos, aún desde los más lejanos, a admirar vuestra belleza y a rendiros el merecido homenaje. Mi padre ha dispuesto la celebración de los festejos en el palacio imperial, en vuestro honor, dado que Felipe es su primogénito.
A Juana se le iluminó el rostro. Aquella corte era considerada la más elegante de Europa y no había un país que no se disputase el honor de merecer la invitación de su emperador, con el solo fin de aprender o imitar la cultura refinada y caballeresca de la monarquía flamenca.
—Será maravilloso, Margarita, y os agradezco vuestras palabras que me hacen muy feliz. Mi hermano Juan será el hombre más dichoso de la tierra cuando tenga, por fin, la suerte de conoceros.
—¡Lo mismo digo de vos, querida Juana! Felipe será muy feliz a vuestro lado.
Tomadas del brazo las dos princesas llegaron hasta el carruaje que les aguardaba sobre el muelle y, después de ascender, iniciaron el recorrido que las separaba del palacio. En pocos minutos, la carroza atravesó el portal real, coronado por el blasón de los Habsburgo, que daba entrada a los inmensos jardines del palacio archiducal. Un prado interminable de intenso verdor, prolijamente recortado, mostraba a lo lejos una bella perspectiva de los pequeños bosques, dejando entrever las torres del palacio. Luego, el camino se ensanchaba y avanzaba bordeado de rododendros de bellas flores en corimbo.
Varias fuentes adornadas con estatuas de personajes mitológicos se alzaban graciosamente sobre aquellos exquisitos jardines, esparciendo una infinidad de chorros de agua que, al ser atravesados por la luz del sol, reflejaban una sucesión interminable de pequeños arco iris.
Juana no recordaba haber pensado conscientemente en el palacio, que en adelante compartiría con Felipe de Austria. De todos modos, cuando lo hubo imaginado, solo se le había representado en su mente como una mole de piedra gris, austera y almenada, con una recargada solidez española y una conjunción desproporcionada entre la domesticidad y la grandeza.
Pero la realidad que se le apareció de pronto ante su vista, le obligó a contener la respiración. Cerca del gran Escalda, casi al borde del agua y como emergiendo de ella, se levantaba el palacio. A lo lejos se dibujaban sobre el horizonte los bosques de hayas, robles y pinos, perfumando el aire fresco con sus agradables aromas.
«¡Cómo en un cuento de hadas, Juanita!»; resonó la voz de la reina, su madre, en los oídos de la infanta.
La construcción era de ladrillos rosados y de altas ventanas góticas que relucían iluminadas por los reflejos del sol. Hacia el norte se levantaba una gran torre redonda coronada por una cúpula sólida pero, al mismo tiempo, etérea, y cada detalle de las paredes de los contrafuertes y almenas de gracioso diseño era claro, diferenciado y seguro.
El conjunto formaba un cuerpo compacto y macizo, pero los altos techos en caída y la esbelta torre daban cierta impresión de ligereza y reposo que ella nunca había imaginado en los palacios flamencos. La fachada sur estaba iluminada por una amplia terraza y desde allí, en tres tramos, descendían las escalinatas hasta la misma playa del río.
El carruaje se detuvo al pie de las escaleras y un lacayo uniformado abrió la portezuela ayudándoles a bajar. Primero lo hizo Margarita y después descendió Juana.
Al mirar hacia arriba las proporciones del castillo le parecieron exactas y apropiadas para el lugar que ocupaba. Más grande aún, le habría parecido exagerado, más pequeño, le habría sugerido un encanto superficial. Aquel palacio, sin embargo, le pareció un triunfo brillante y casi se echó a reír ante el placer de admirarlo, sin advertir que Balduino de Borgoña y su esposa, María Manuel, que habían sido encomendados por el emperador para recibirla, se acercaban ceremoniosamente. Después de saludar a la princesa Margarita con afecto, se dirigieron a Juana.
—Alteza, vengo a traeros los saludos del emperador que no ha podido estar aquí para daros la bienvenida, pero me ha encargado que os transmita que os conocerá a la brevedad en Bruselas.
—Trasmitidle a vuestra alteza imperial que me siento complacida de estar en su imperio y que todas las atenciones que me habéis dispensado me han hecho sentir como en mi propia casa.
—Vuestra alteza imperial espera que Flandes sea de vuestro agrado —saludó María Manuel.
—En mi primer día debo deciros que me parece un país notable, inesperado, jamás soñado por mí —respondió con una sonrisa la princesa española.
Balduino de Borgoña y su esposa habían sido designados por el emperador para dar la bienvenida a la nueva integrante de la Casa Habsburgo y, después de saludar y departir una hora sobre el viaje con la infanta, se despidieron, dejando a Juana junto a Margarita. La princesa austríaca, dirigiéndose a Juana, la invitó a conocer el palacio y, tomándola del brazo cariñosamente, iniciaron el recorrido.
Llegaba el crepúsculo apresurado, pintando de rosas y bermellones los cielos de Flandes. Juana miró a través de las ventanas las estrellas del firmamento que titilaban lejanas y agradeció íntimamente haber llegado al reino de Felipe. Junto a su futura cuñada recorrería aquellos acristalados corredores que los pies de Felipe ya habían recorrido, contemplaría las estatuas de mármol, los retratos de los antepasados, los inmensos espejos que cubrían las paredes y que alguna vez habrían contemplado y reflejado los ojos de su futuro rey. Admiraría aquellos tapices bordados con hilos de oro y los sillones repujados en madera y terciopelo carmesí, los cristaleros con sus relojes y miniaturas de porcelana, los jarrones repletos de lirios y jacintos, los brillantes muebles y los cientos de candelabros con sus velas blancas que un ejército de sirvientes iba encendiendo, por orden, en cada uno de los salones del palacio. Cuando todas las velas se hubieron encendido, las cosas habían cobrado un brillo sin igual y el palacio aparecía ante su vista como encharcado en mil reflejos de oro.
Juana estaba deslumbrada.
—¿Os agradan los palacios flamencos? —preguntó Margarita con una amplia sonrisa.
—¡Mucho! pero los desconozco —respondió Juana con entusiasmo.
—Ya aprenderéis a conocerlos en detalle y a disfrutar de ellos tanto como nosotros.
Al final de las escalinatas las esperaban los dos cortejos, las damas de honor, los lacayos y los sirvientes, inmóviles como en un cuadro. Uno a uno fueron saludando con los honores correspondientes a la nueva princesa imperial, arrodillándose y besándole la mano. La corte española hizo lo propio con la futura princesa de Asturias.
La figura dominante de la escena era sin duda la infanta y la impresión inmediata que causaba era la de una reina clásica y majestuosa. Juana era la esposa ideal para Felipe de Habsburgo.
Durante las charlas que siguieron a las presentaciones formales de las Cortes, las damas de honor de Juana supervisaron la descarga de los cuarenta arcones que quedaron después del naufragio, así como el traslado de todas las pertenencias a las habitaciones que le habían sido asignadas.
Juana solo deseaba descansar, poner en orden sus pensamientos, cambiar sus ropas y guardar cama para reponerse de la fuerte tos que la aquejaba, ocasionada por la humedad de la travesía.
Las habitaciones principales del palacio se abrían sobre la terraza y gozaban de una amplia vista de los jardines y el Escalda. La otra entrada del palacio se abría hacia la ciudad, sobre el costado oriental, más protegida del río. Una inmensa galería de arcos de piedra asomaba a un jardín repleto de rosas. Juana y Margarita se dirigieron hasta el inmenso vestíbulo. Allí se exhibían armoniosamente elegantes sofás, inmensos espejos venecianos, mesas ocasionales y espléndidas alfombras. Una escalera de madera se bifurcaba a derecha e izquierda conduciendo a una galería superior que llevaba a los aposentos reales. La luminosa galería terminaba en un gran vitral de los dioses del Olimpo, sobre el que, al filtrarse la luz de sol, se descomponía en mil brillantes colores confiriendo al lugar la serena solemnidad de una catedral.
Los aposentos destinados a Juana mostraban una espléndida vista de los jardines imperiales. Y así como los interiores deslumbraban por su suntuosidad, los jardines deslumbraban por la combinación de los colores de árboles y flores que se prodigaban sin cesar hasta donde la vista se perdía. Cuatro ventanales altos filtraban la luz a raudales sobre la gran cama de inmaculados cobertores y de imponente baldaquino de madera lustrada. Sobre el friso, los escudos de las casas Habsburgo y Borgoña se alternaban en un hermoso colorido, mientras unos inmensos leños ardían en la chimenea.
El brillo de aquel palacio cubierto por tapices y damascos, espléndidos cortinados y suntuoso mobiliario, contrastaba en lo íntimo del alma de Juana con aquellos acostumbrados interiores desnudos y monásticos de los castillos de España, identificados con el espíritu recio y duro de sus súbditos.
Unos días más tarde Margarita llevó a Juana de paseo a Lier.