La alianza matrimonial
Por una bula papal, Isabel tenía la facultad de elegir, entre todas las órdenes religiosas, los prelados que estuvieran más capacitados para brindar una buena formación a sus infantes.
Entre los preceptores encargados de la esmerada educación de los jóvenes príncipes de España se destacaban: Beatriz Galindo, llamada la Latina por ser profesora de tan noble lengua, la cual era, además, esposa de Francisco Ramírez, secretario del rey Fernando. Tenía un profundo conocimiento, además, de todos los clásicos y había sido profesora y camarera de la reina Isabel.
La lista continuaba con el franciscano fray Pedro de Ampudia, quien había dirigido los estudios de la princesa Isabel. El dominico fray Andrés de la Miranda, que era el preceptor de las infantas Juana y María. El preceptor Alessandro Geraldini, un italiano oriundo de la Umbría y devoto de san Francisco de Asís, dirigía los estudios de las infantas María y Catalina y, junto a Pedro Mártir de Anglería y Lucio Marineo Sículo, formaban a los infantes en las ciencias y los buenos principios. Luis Vives era otro de los preceptores de los jóvenes príncipes y el que seguiría a Catalina cuando partiera hasta Inglaterra. La formación del príncipe Juan recaía principalmente en manos del dominico fray Diego de Deza.
Pero de todos ellos, Geraldini era el preferido de la reina por su notoria piedad. En las largas noches invernales animaba las veladas leyéndole a los infantes Il Cantico di Frate Sole o Laudes Creaturarum, escritos por san Francisco en 1225, o I Fioretti di San Francesco, del año 1390, de autor desconocido. Libros que con el transcurso del tiempo fueron despertando en la fervorosa Juana una profunda devoción.
Siempre cercana al sentimiento de culpa, por no poder ser como ella pensaba que su madre deseaba, y siendo esta la causa de un conflicto interior que la abrumaba, Juana pasaba por algunos periodos de tristeza y rebeldía, sin causa aparente para quienes la rodeaban.
Por momentos, aquel sentimiento de disgusto llegaba a transformarse en sentimiento de odio, dentro de aquel noble corazón adolescente que tanto afecto reclamaba. El examen de conciencia que fray Diego de Deza solía aconsejarle era un aliado de la enemistad que sentía contra sí misma. De la Orden de Santo Domingo, aquel religioso era profesor de teología de la Universidad de Salamanca y confesor del rey Fernando (además de preceptor de Juan, príncipe de Asturias).
Sin embargo, Juana no le prestaba la más mínima atención, gracias a la facilidad de abstracción que con frecuencia practicaba. Aunque, dentro de sí, sentía un hueco que no llenaba, ni la imagen de Dios, por quien se desvelaba, ni las ideas que entretenían sus desvelos.
En busca de una utópica felicidad dentro de una corte austera como la española, donde aquella palabra no se mencionaba jamás, porque no estaba permitido para el alma disfrutar del placer sino solo del deber, pasaba la infanta sus días. Había que desconfiar siempre de la felicidad, porque, según diría Tomás de Torquemada: «Es pecado complacerse en cualquier deseo terreno. Es pecado aceptar el placer». Y así fue que Juana, resuelta siempre en soledad y en aborrecimiento de su propia imagen, fue ganando fama de mística. Si bien por momentos era verdad que se amaba a sí misma, también sentía con frecuencia que el amor que se profesaba se iba transformando en disgusto y, a fuerza de conversar con espectros y de estrecharlos entre sus brazos, sentía que ella misma se iba volviendo un fantasma. Su ocupación predilecta pasó a ser, por entonces, la excitación deliciosa que le procuraba la búsqueda de la perfección inalcanzable, cuyo medio consistía en azotarse en secreto.
Y fue al observar todo aquello que la reina Isabel, preocupada por el comportamiento de esta hija, nombró a don Diego Ramírez de Villaescusa capellán y confesor de la princesa. Con el tiempo, aquel sacerdote sería el único oído atento que durante el transcurso de los años escucharía con afecto, paciencia y comprensión las angustias que dominaron a Juana.
Al igual que todos los miembros de la Casa real, el padre Diego había sido elegido con el más escrupuloso cuidado. En adelante sería el responsable de una tarea nada fácil: guiar la conciencia de una de las infantas de España, destinada, al desposarse, a defender los intereses de la corona en algún reino lejano.
En las primeras confesiones Juana no se sintió bien. Presentía que no se trataba de resolver el caso íntimo de su conciencia, sino de un asunto mucho más trascendente que estaba tomando estado público. Por tal motivo, la intervención del aquel sacerdote asumió inmediatamente la forma de un proceso de intimidación moral.
—¡Madre!, ¡todos vosotros me queréis someter, no convencer! —reclamó Juana contrariada. La reina que la escuchaba en silencio se levantó de su poltrona; disgustada y sin dar explicaciones traspasó el umbral sin saludarla.
¿Qué hacer entonces? Entre lúcida y confundida, Juana terminó por escoger la solución extrema y, como la heroína de su libro, decidió tentar al destino confiándose al padre Diego. Tal vez su madre no se equivocaba y ella necesitaba un guía espiritual para su alma. Esa alma suya que se debatía entre las incertidumbres y los tormentos.
El sacerdote se sintió muy complacido al enterarse del paso dado con mucho esfuerzo por Juana y reflexionó acerca de aquella célebre frase de Aristóteles: «El primer paso es el que cuenta. Los primeros principios son tan pequeños y difíciles de advertir como poderosos en influencias, pero cuando se han hallado es fácil añadir el resto». Con Juana, tal vez resultara fácil añadir el resto.
Aquello era un buen comienzo. Al sacerdote le agradaba la inteligencia de la infanta. Sobre ella convergían la astucia y el ingenio de su padre y la fe instintiva, terca y militante de su madre, y aquella conjunción de virtudes se veía coronada por el severísimo sentido del deber y de la corrección.
En el primer encuentro entre el padre Diego y Juana, la reina les presentó y, para entrar en confianza, el sacerdote solo habló de cosas intrascendentes, mientras Juana permanecía en silencio escuchando atentamente y observando todos sus gestos.
Una semana más tarde, la infanta acudió a la capilla real dispuesta a confesarse. De rodillas ante el confesionario fue interrogada por el clérigo, también de rodillas ante ella debido a su alcurnia.
—Princesa, ¿cómo marcha vuestra vida interior y qué pecados debéis confesar?
—Os lo diré padre, pero antes deberéis prometerme responder a una inquietud que me desvela la mente y el alma.
—Os lo prometo. Decidme, alteza, ¿qué os aflige?
—Quiero saber si lo que yo os confíe en el confesionario permanecerá solo en el secreto de vuestra conciencia.
—Sí, y para siempre. Ningún sacerdote puede divulgar un secreto que se le ha confiado en el confesionario. Porque no es a él a quien se lo confían, sino al propio Dios a quien está representando.
—Me siento más tranquila y, por lo que acabáis de decirme, voy a confesaros que soy una persona muy rigurosa conmigo misma. A diario realizo un profundo examen de conciencia y la práctica no menos constante de la oración. Pero lo primero pertenece más bien a la conciencia moral y tiene un significado eminentemente práctico; no es una meditación sobre los misterios y verdades espirituales, sino una rigurosa contabilidad moral. El examen de conciencia es un ejercicio para conservar ágil el alma y prepararla para los combates de la vida diaria. La oración a su vez participa del rito y es la parte imprescindible de ese conjunto de prácticas que me unen con el mundo material por un lado y con el sobrenatural por el otro. Castigo mi cuerpo, humillo mi inteligencia y hasta renuncio por épocas al precioso don de la palabra, mortificándome. Todo esto lo hago para agradar a los dos seres que más amo en la vida: a Dios y a mi madre. Cuanto más cerca de Dios me siento creo que más cerca de ella me encuentro, y estoy segura de que la oración y la mortificación son las dos alas con que vuela mi espíritu hasta la cumbre de la perfección y de la unión con Dios.
El padre Diego quedó totalmente sorprendido con aquella confesión, pues no se la esperaba. La infanta era muy inteligente, pero demasiado compleja.
—Princesa, creo que lleváis una vida espiritual demasiado intensa, por la cual debo felicitaros. A Dios le halaga lo que hacéis, pero os recomiendo más oración que castigos. Tratad a vuestro cuerpo con dignidad, puesto que él es un templo del Espíritu Santo. La belleza es santa y procede de Dios. Y así, de la misma manera que es legítimo perfumar con incienso las iglesias y engalanarlas para el Señor, también, princesa, debéis cuidar y engalanar vuestro cuerpo para servir de ejemplo a quienes os rodean; siempre y cuando todo sea hecho con moderación y buen gusto.
El padre Diego hizo la señal de la cruz sobre la frente virginal de Juana y mientras pronunciaba la oración de la absolución de los pecados ella sintió que un gran peso iba saliendo de su alma y que la alegría comenzaba a instalarse dentro de su corazón.
Sin duda, Juana era la más sana y fuerte de todos los hijos de los reyes. De gran inteligencia, había asimilado sus estudios con una rapidez que asombraba, así como la fluidez con que hablaba el portugués, el francés y el latín satisfacía a sus preceptores. La reina había ordenado, en aquel año del Señor de 1495, que Juana comenzara a estudiar, además, el idioma alemán, pensando ya en el futuro matrimonio de la infanta con el archiduque de Austria. A Juana le agradaba, también, ejecutar en los ratos libres el clavicordio y la guitarra y le alegraba bailar y cantar. Era una excelente amazona, como su madre y, de todas las princesas de Castilla, era la que mejor bordaba.
La hora estaba próxima. Juana se encontraba preparada para desposar a Felipe de Habsburgo y era tiempo de notificarla.
Era una siesta del mes de mayo. Los capullos se abrían bajo la intensa luz de la tarde y un aroma a miel y a duraznos maduros se escurría por los bellos arcos lobulados de las ventanas. El aire tibio se esparcía, impregnando todo de aquel agradable perfume y convidando al reposo. Bajo la fresca sombra de los altos techos, dentro de la sala despojada de mobiliario y acomodada en una silla, Juana leía en el Libro de las Horas sus oraciones cotidianas. Entre angelical y simple, vestida con una túnica de lienzo, parecía más una sencilla y bella campesina que una princesa de la corte castellana.
Apenas la puerta se abrió, la voz de la reina retumbó en la estancia.
—Juana.
—¿Madre?
—Os ruego dejéis las lecturas para más tarde y escuchéis lo que voy a deciros con mucha atención.
—¿Vais a retarme?
—Hoy no. Aunque debería hacerlo, pues sigues con las mortificaciones.
—¿Entonces?
—Vengo a hablaros de algo muy especial para vuestra persona y muy importante para estos reinos.
—No estoy con lecturas, madre, sino con mis oraciones. Pero, ¿a qué se debe tanta urgencia?
—Se debe a vuestra boda.
—¿Mi boda?
—Como lo habéis oído, Juana. Os vais a casar con Felipe de Habsburgo, archiduque de Austria, rey de Borgoña y de los Países Bajos, hijo del emperador Maximiliano I.
—¿Y cuántos años tiene ese rey con tantos títulos?
—Apenas un año más que vos, querida Juana.
—Lo que acabáis de comunicarme, madre, me deja confundida. Sabía que algún día debería desposarme, pero no esperaba hoy esta noticia. Y es que no sé qué deciros. Tampoco sé si quiero reír de alegría o llorar de pena. No sé bien si soy la más feliz o la más desdichada de las princesas.
—¿Y a qué se debe vuestra confusión, hijita mía?
—Se debe a que, al ser desposada por un rey extranjero, deberé dejar estos reinos para siempre y marcharme lejos de vosotros.
—Nada debéis temer, Juana. Es el mejor destino que puede tocar en suerte a una hija mía. ¿O acaso deseabais entrar de monja en un convento?
—Daría lo que no tengo por quedarme, madre.
—No me pasa inadvertida vuestra angustia, Juana.
Madre e hija se abrazaron muy fuerte. El sufrimiento parecía insoportable. Ambas sabían que algún día llegaría ese momento. Lo presentían. Y con los plazos cumplidos había llegado el tiempo de los arrepentimientos. Nunca antes la reina había tenido tiempo para abrazar a su hija. Aquella hija que tendría que partir hacia un reino desconocido, dejándole de pertenecer. Justo cuando ella comenzaba a sentirse vieja y su corazón se estaba enterneciendo. Pero era tarde. Jamás volvería a recuperar para sí la inocencia de aquella infancia, que a partir de aquel día se convertiría en adultez. «Nada es para siempre» se repetía la reina mientras estrechaba entre sus brazos aquel cuerpo destinado a los fuertes brazos de Felipe de Habsburgo. Tal vez, Juana se dejara amar y ella recuperara el tiempo perdido. Pero sabía muy bien que todo aquello que se había ido para siempre, como los años perdidos, junto a los besos y abrazos postergados, nunca más volvería de igual modo.
Permanecieron abrazadas por un largo rato, consolándose mutuamente.
—Madre —dijo Juana con los ojos rojos por el llanto—, dime algo de mi futuro rey.
—Bien, hija. Cuando murió su madre, vuestro rey solo tenía cuatro años de edad. Su padre ejerció la regencia sobre los dominios maternos hasta que alcanzó su mayoría de edad, convirtiéndose en el heredero del emperador Maximiliano I de Alemania.
—Sus dominios no me interesan. Pero de su apariencia, madre, ¿qué sabéis?
—Lo que vuestro padre y yo sabemos, Juana, es que cuantos le conocen le llaman el Hermoso. Dicen que posee un carácter afable y que es muy alegre.
—Ojalá sea digna de su belleza y llegue a amarme. Pues mi mayor desdicha sería casarme con un hombre que jamás pudiera sentir amor por mí. Porque si me enamoro de él y no soy correspondida, mi vida se transformaría en un infierno.
—Te amará Juana, no tengáis miedo. Y vos también le amaréis. El amor surgirá entre vosotros, al igual que se enamoró vuestra hermana Isabel cuando la destinamos al heredero del trono de Portugal para que defendiera en el reino vecino la divisa de España. También vuestras hermanas menores partirán algún día para desposarse. Catalina será destinada a Inglaterra, al haberse concertado la alianza matrimonial con el príncipe Arturo, futuro rey de Gran Bretaña. Juan heredará nuestros reinos y habrá de desposar a vuestra futura cuñada, Margarita de Austria, quien será algún día la futura reina de Castilla, así como vos, Juana, lo seréis de Borgoña, Flandes y Austria.
—Madre, creo que me muero.
—Advierto tu desamparo, Juana, pero nada os sucederá.
La infanta guardó silencio. La reina volvió a marcharse y Juana se sintió embargada por la tristeza de la partida. Aquella partida que algunos meses más tarde tendría que realizar, definitivamente. Y ante lo desconocido, la angustia y la melancolía volvieron a invadir su alma.
Su cuerpo partiría, mas su corazón quedaría flotando entre aquellos muros donde había vivido. Entonces, pudo comprender las angustias de su hermana Isabel cuando, al cumplir los veinte años (ella apenas tenía once), partió hacia Portugal para casarse. Pensó en ella. La llamaría. Tal vez Isabel acudiría para tranquilizarla y darle los consejos que necesitaba. Pero su hermana mayor tenía sus propios problemas y mucho más graves que los suyos. Se había desposado con el heredero al trono de Portugal, el príncipe Alfonso, hijo del rey Juan II y nieto de Alfonso V, y llegó a amarlo con toda su alma, como a veces ocurría en esos casamientos concertados por la conveniencia de los reinos, pero ocho meses después su esposo moría al caer del caballo en una cacería, en los bosques del palacio lusitano. Viuda y desconsolada había regresado a España con una historia trágica en su haber. Deseaba recluirse en soledad para llorar calladamente al que había sido su esposo tan amado, pero los reinos españoles estaban en plena expansión y no había tiempo de tolerancia para el consuelo. Los reyes eran escuchados con respeto en todo el mundo conocido y nadie (mucho menos sus propios hijos) podía escapar a las severidades del sistema.
Isabel se sentía presionada por sus padres y por una corte española ambiciosa y exigente que intentaba, por todos los medios, comprometerla nuevamente en matrimonio con el flamante heredero del reino portugués, el príncipe Manuel, primo del difunto Alfonso.
Durante seis años permaneció viuda y, unos meses después de que se celebrara el enlace de Juana y Felipe, volvería a casarse. Esta vez con Manuel I, el Afortunado, rey de Portugal.
Juana también pensó en María, la hermana que le seguía en orden descendente, pero era una adolescente a la que no podía pedirle consejos ni consuelo. Sus pensamientos volaron después hacia Catalina, quien tenía la misma edad que ella cuando se había casado Isabel. Prometida al príncipe Arturo, el heredero del trono inglés, algún día llegaría a ser la reina de Inglaterra con el nombre de Catalina de Aragón. Pero solo tenía once años de edad y no comprendería. Ella solo deseaba continuar siendo la más pequeña y mimada de todos los Trastámara.
Naturalmente, Juana nada había tenido que ver con aquella concertación matrimonial que se había llevado a cabo a través de un frío y lejano tratado, destinándola, casi desde su nacimiento, a convertirse en una pertenencia perpetua de Felipe de Habsburgo.
—No olvidéis —le había dicho su madre antes de marcharse— que la política exterior es el arma fundamental para contribuir a un pacífico mantenimiento del reino y cuantas más alianzas se realicen para beneficiar a España, mayores serán nuestro poder y dominios.
Pero a esta altura de las circunstancias lo que menos hacía Juana era pensar en España. Solo pensaba en Felipe.
Por su parte, tampoco Felipe había sido consultado oportunamente sobre el contenido y el propósito de aquel tratado matrimonial y su trascendencia en la política internacional de su reino. Tanto Juana como él, solo habían sido las piezas claves del tablero de ajedrez que conformaban las naciones, y cuyos reyes habían jugado de acuerdo a sus estratégicas conveniencias. Tan estratégicas y esenciales como los propios sellos dorados que otorgaban la validez real a los tratados.
Durante la primavera de aquel año de 1495, la corte itinerante de los Reyes Católicos se trasladó a villa de Almanzán. Debían supervisar la construcción de la flota que llevaría a Juana a Flandes para ser desposada con el hijo del emperador, que se estaba construyendo en los astilleros cantábricos.
Seis meses después de aquella conversación que mantuviera Juana con su madre respecto a sus esponsales, y sobre los finales del año, llegó a Valladolid, procedente de Alemania, el representante de Felipe de Habsburgo, a los efectos de celebrar por poder la ceremonia de los esponsales. Una vez realizado el casamiento, los reyes podrían enviar a Juana a su nuevo destino de reina en Flandes y a los brazos de su desconocido esposo.
En la más completa privacidad se llevó a cabo la ceremonia. Juana se arrodilló sobre un almohadón escarlata frente al altar de la catedral, haciendo lo mismo el representante del archiduque. Aquella celebración, a pesar de no encontrarse presente Felipe, era igualmente valedera al estar reforzada por un solemne tratado firmado por el emperador Maximiliano y el rey Fernando.
La Familia real en pleno presenció el acontecimiento con la sensación de una segura tranquilidad. No solo habían logrado conquistar el corazón de Austria, sino que además acababan de realizar una gran jugada diplomática. La nodriza de Juana, María de Santiesteban, acabada la ceremonia, se abrazó a la infanta y rompió en sollozos. Sabía que aquella era la despedida definitiva de quien, en su corazón, era considerada una hija.
A partir de aquel momento, Juana y Felipe quedaban indisolublemente unidos y su separación sería ya imposible. Las presiones combinadas de la política con sus solemnes convenios y las mutuas promesas sagradas realizadas ante la Iglesia, sumadas a la fuerza de sus formidables ejércitos y a las flotas de guerra de ambos reinos, unían a la infanta de España y al archiduque de Austria tan estrechamente como lo estaban los sellos a los tratados.
El apoderado del archiduque era un caballero entrado en años, algo gordo y aburrido que hablaba solo alemán. Juana había tenido que ocultar una sonrisa ante el tragicómico intento de aquel hombre, al querer pronunciar en español la fórmula del ritual; pero, con grandes dificultades, había logrado leerla sin omitir ninguna frase.
—«Yo, Felipe de Austria, duque de Borgoña, conde Palatino del Rhin, archiduque del Sacro Imperio Romano Germánico, os tomo y acepto a vos, Juana, por legítima esposa…».
La impresionante lista de títulos de su consorte descubrió a una Juana asombrada, aunque algunos de ellos eran discutibles, otros representaban menos de lo que significaban, varios eran cuestionados y solo unos pocos ostentaban un real y verdadero valor. En cambio, los títulos de Juana eran sólidos e indiscutidos y abarcaban todo un mundo recientemente descubierto que se extendía más allá del confín de los mares.
—«Yo, Juana, infanta de España y princesa de las Indias de ultramar, os acepto a vos, Felipe…».
Aquellas palabras simbolizaban un rito más dentro de la ceremonia y poco significaban para Juana, que solo sabía por boca de su madre y de doña Beatriz Galindo, la Latina (consejera de la reina y preceptora de los infantes), que a su Felipe le llamaban el Hermoso.
Con los ojos cerrados, Juana no pensó durante aquellos instantes en el obeso apoderado alemán que tenía a su lado, sino en aquel esposo que la esperaba en Flandes. Debía ser realmente hermoso, autoritario y majestuoso. Así se lo estaba imaginando. Y así deseaba que fuera.
En los dos meses que siguieron a la boda por poder, y antes de que sus padres la embarcaran definitivamente hacia su nuevo destino, Juana no hizo otra cosa que encargarse de explorar detenidamente aquel título de «Hermoso» que tanto la intrigaba. De todos los títulos que ostentaba Felipe de Habsburgo, aquel era el único que había obtenido por sí mismo, sin haberlo heredado, no pesando sobre él la más mínima sospecha de ilegitimidad.
Por aquellos días, Felipe le envió su retrato, pintado de una manera tan fiel que solo faltaba que aquella figura hablara. La infanta terminó de enamorarse perdidamente de él, descubriendo además que «Hermoso», no solamente significaba bello, sino que al mismo tiempo simbolizaba alegre, glorioso, noble, magnífico, justo y afable. Y como si todo esto fuera poco, para una princesa que nunca había soñado en poder casarse por amor, también era fuerte, de perfectas facciones y elegante como debía serlo un caballero. Descendía de una estirpe donde abundaban las buenas cualidades, haciéndolo demasiado deseable para toda la corte femenina de Europa.
De sus antepasados maternos, descendientes de la casa de Valois, llegaba aquella excepcional lista de virtudes, como un regalo de bodas magnífico para la joven infanta.
De Juan II, el Bueno, rey de Francia, había heredado la popularidad. De su chozno, Felipe, el Atrevido, duque de Borgoña, casado con Margarita de Males, su diplomacia y su consumada habilidad. Aquel antepasado había obtenido, por alianzas, los condados de Flandes, Artois, Nevers y el Gran Condado. De su tatarabuelo, Juan Sin Miedo, duque de Borgoña, había heredado la acción. De su bisabuelo Felipe, el Bueno, también heredó sus cualidades de estadista y la fuerte complexión, la elegante apariencia y el porte altivo y seductor. No solo belleza heredó de él, sino los territorios de Namur, Hainaut, Holanda, Zelanda y Frisia, el Brabante y Limburgo, Luxemburgo, Amberes y Malinas.
De su abuelo, Carlos el Temerario, cuarto duque de Borgoña de la casa de Valois, recibió en herencia el espíritu caballeresco, sus ojos claros, su pasión por la música y la palabra precisa, fácil y bien timbrada. De su madre, María de Borgoña, el trato afable y cordial, y de su padre, Maximiliano I, la belleza, la bondad, pero también la decisión, la disciplina y la energía.
Respaldado por el imperio más grande de Europa occidental y dueño de aquella conjunción de virtudes, Felipe de Habsburgo se había transformado en el partido más codiciado de la realeza europea.
Su padre, Maximiliano I, príncipe de la dinastía de los Habsburgo, coronado soberano de Alemania, y rey de los romanos en 1486, fue revestido en 1493 de la dignidad imperial, año en que también se proclamó la mayoría de edad de Felipe. Maximiliano soñaba con poder llevar el imperio a su máximo esplendor. El «último caballero», como le llamaban, estaba muy bien dotado: era vivaz y enérgico y su personalidad una de las más atractivas. Influía en la opinión pública por medio de manifiestos y otros escritos. Se interesaba por todo y estaba siempre atento hasta en los mínimos detalles. En su corte se reunían escritores y sabios, artistas y músicos. Alentaba sus trabajos con el más vivo entusiasmo, sin carecer no obstante de sentido crítico. Y en aquel ambiente había crecido Felipe.
La carrera aventurera de Maximiliano I había comenzado de manera muy romántica. Como un auténtico caballero, en 1477 había acudido en socorro de su prometida, María de Borgoña, quien después de la muerte de su padre, Carlos el Temerario, pidió su ayuda para luchar contra el rey de Francia, Luis XI. Revestido con su armadura de plata y oro, ceñida la frente con una diadema de perlas y gemas, Maximiliano I hizo su entrada en Gante, montado sobre un magnífico caballo de guerra. Decía la gente que nunca se había visto un príncipe tan hermoso. El matrimonio fue celebrado sin dilación alguna y, dos años después, Maximiliano lograba la victoria de Guinegate sobre los franceses.
Su vida había sido rica en toda clase de aventuras pero, según sus propias palabras, «nada podía compararse a su primer encuentro con la corte de Borgoña». Allí encontró cuanto soñaba en su juventud (pese al ambiente tan sencillo en que había sido educado), el boato, la abundancia y el espíritu romántico y caballeresco. Allí se sentía completamente feliz, idolatrando a su joven esposa y no dejándola un solo instante. Juntos iban de caza, daban fiestas espléndidas, organizaban torneos, leían relatos de antiguos caballeros y princesas; él le enseñaba alemán y ella a él, francés. De aquel amor habían nacido sus dos hijos: Felipe y Margarita.
Este idilio tuvo un epílogo tan inesperado como trágico. En el transcurso de una partida de caza, María cayó del caballo y murió días después a consecuencia de las heridas. Para Maximiliano fue un golpe terrible del que tardó mucho en reponerse. Con el tiempo, cuando recordaba los años vividos junto a ella, caía sumido en una profunda melancolía. Conservó siempre, en lo más íntimo de su ser, las impresiones recibidas en esa época de juventud.
En 1490 solicitó la mano de la duquesa Ana de Bretaña, pero el delfín Carlos VIII, habiendo rechazado la mano de su hija, Margarita de Austria, con quien estaba comprometido, contrajo matrimonio con la duquesa, quien, a su vez, rompió su compromiso con el emperador. En 1493 contrajo enlace con Bianca Sforza de Milán y aprendió, entre otras cosas, a considerar a Francia como su mayor enemiga, convirtiéndose la lucha contra los franceses en uno de los ejes de su política. Aquel legado pasaría a manos de su hijo Felipe, el Hermoso, nacido y educado para ser emperador.
El 10 de agosto de 1496, nueve meses después de aquella ceremonia de esponsales en Valladolid entre Juana y el representante del archiduque de Austria, una comitiva, encabezada por la reina Isabel I de Castilla, partió hasta el puerto de Laredo para despedir a Juana, que se embarcaba hacia Flandes. El rey Fernando fue el gran ausente en la despedida de Juana, pues en julio había tenido que partir deprisa hacia Cataluña, dado que los franceses habían invadido, en el mes de junio, Perpiñán.
Al llegar a Laredo, un fuerte viento agitaba las aguas y la espuma de las olas se esparcía furiosa revolviendo los guijarros y la arena. Fue entonces cuando la infanta sintió en lo más íntimo de su ser el golpe seco y duro de la despedida y un dolor muy profundo se instaló en su pecho, para no abandonarla. Ella partiría a Flandes, pero estaba segura que su corazón quedaría para siempre en Castilla, enredado entre la fresca hierba de los arroyos, en los altos muros de sus castillos, en la soledad de sus mesetas y en la amplitud de sus cielos infinitos. Entonces, tomando valor, le susurró a su madre en el oído:
—Creo que no podré partir. Temo que no voy a poder soportarlo.
La reina la contempló con melancólica tristeza y, acariciándole tiernamente los cabellos, la interrogó:
—Juana, ¿a qué se debe vuestra pena? ¿O es que habéis olvidado que un esposo ansioso os espera en Flandes para convertiros en su reina y señora?
—Entonces, madre, ¿por qué mi alma siente tanta tristeza, cuando mi corazón debería saltar de gozo?
—La tristeza se agranda por el momento de nuestra despedida. Pero no temáis, hija mía. Vos estáis destinada a ser más feliz que yo. Vuestra vida será más tranquila y vuestro pequeño reino de Flandes y el ducado de Borgoña estarán completamente seguros. Yo tuve que luchar junto a vuestro padre para lograr esa seguridad en España. En lo que respecta a vuestras esperanzas, por el lado de los Habsburgo, el cargo de emperador es electivo y no es seguro que Felipe llegue a ostentarlo algún día, con lo cual viviréis felices, rodeados de los hijos que Dios os mande. Vuestra vida en aquel reino será como un cuento de hadas. En cuanto a España, vuestro hermano Juan será quien ciña esa corona, cuando vuestro padre y yo dejemos el mundo de los vivos.
—¡No me habléis de la muerte, madre! ¡No olvidéis que os necesito!
—Lo sé, mi pequeña. Pero me siento cansada y los años comienzan a pesarme. Es hora de ir pensando en dejar el lugar a nuestros hijos. Debéis recordar, Juana, que nada en este mundo es para siempre.
—Entonces, madre, puedo considerarme más afortunada que vos. Mi cabeza nunca se verá recargada con el peso de las obligaciones y coronas. Es lo que siempre he deseado. Sin embargo hubiera preferido permanecer en España, vivir como una duquesa en un pequeño castillo cuidando de mi esposo y de mis hijos, lejos de las intrigas y el poder. Bien sabes, madre, que no tengo ambiciones de reinar.
La reina Isabel sonrió y, abrazándola, le habló casi en secreto.
—Mucho me temo, hija mía, que vuestra vida no habrá de ser tan tranquila como acabáis de imaginarla. Seréis reina, como corresponde a cada uno de mis hijos y si esa es la voluntad de Dios. Pero debéis estar serena porque los asuntos flamencos serán apenas una ligera carga sobre vuestros hombros. Atrás han quedado los tiempos en que las reinas íbamos a la guerra bajo armaduras de acero. Así os llevé seis meses en mis entrañas bajo la férrea armadura, sin que vuestro padre lo sospechara. Solo os deseo, hija querida, días de miel y de rosas, pero, sobre todo, deseo la paz para vuestro reino.
—Os agradezco los buenos augurios, madre. Pero me entristece pensar que ya no escucharé vuestra voz rectora, ni vuestros sabios consejos.
—¡Os escribiré, Juana!, ¡y vos también nos escribiréis! Siempre estaré a vuestro lado. Jamás os abandonaré.
—Prometédmelo, madre.
—Os lo prometo, Juana.
Y aquella promesa fue para la reina un mandato de primordial cumplimiento.
Dos días esperaron en Laredo, madre e hija, hasta que calmara el temporal que se había desatado y la flota pudiera zarpar hacia Flandes. El mar embravecido parecía negarse a trasladar a Juana hacia su nuevo destino. Aquel ancho camino azul, que la llevaría definitiva e imperativamente hacia su nuevo reino y su soñado palacio, parecía desbordado por la furia de la naturaleza. Escoltada por ciento treinta navíos, un ejército de veinticinco mil soldados y un cortejo de más de mil personas, Juana iniciaba el viaje al mando del gran capitán de la Armada española, almirante mayor de Castilla, don Fadrique Enríquez.
Por primera vez, la austeridad característica de los reyes españoles había sido dejada de lado y, por una orden explícita de sus majestades, la flota navegaría muy cerca de las costas de Francia y de Inglaterra. Así, avistada por ambas naciones, nadie se atrevería a poner en duda el poderío español.
A fin de no exagerar en los gastos del traslado, los reyes habían acordado que tanto Juana como su futura cuñada Margarita de Austria no aportarían ninguna dote a sus coronas consortes, porque, al salir una e ingresar otra, la diferencia sería nula por compensación y no habría necesidad de otorgarlas. Además fue acordado que los gastos ocasionados por cada una de las princesas estarían a cargo de sus respectivos esposos, a la vez que la flota española sería aprovechada al regreso, para conducir a su nuevo destino de reina, a la futura esposa de Juan, príncipe de Asturias: la princesa Margarita, hermana de Felipe de Habsburgo.
Sobre el muelle y con un fuerte viento que aún no había cesado del todo, Juana y su madre se abrazaron por última vez. Parecía que ambas querían retenerse para siempre en aquel desprendimiento inevitable. En ese abrazo, Juana sintió revivir a la niña de antaño, desprotegida y distante de aquellos besos maternos, esperados en vano tras las murallas de los castillos. Su infancia había terminado y, desde aquel instante, sería imposible volver a revivirla en las lejanas tierras de Flandes. Isabel experimentó el tremendo dolor de perder su presencia de repente y tal vez para siempre.
—No lloréis, hija mía. Yo solo quiero que seáis feliz. Os deseo toda la felicidad que merecéis y de la que os he privado mientras luchaba por mis reinos en las guerras de la reconquista y de la unificación.
—Os extrañaré madre.
—Por favor, Juana, escribidme y mantenedme informada de cuanto os acontezca.
—Sí, madrecita, así lo haré. Adiós, jamás os olvidaré. Besad en mi nombre a mi padre y a mis hermanos y diles que siempre les amaré. Que los llevaré dentro de mi corazón, siempre. Siempre, madre, siempre. ¡Adiós!, ¡no me olvidéis!
—Y vos iréis en el mío, hija querida. Ved con Dios y que Él os acompañe toda la vida. ¡Adiós!
Volvieron a besarse. Juana dio media vuelta y se secó las lágrimas con su pañuelo. Una ráfaga de viento helado sacudió con fuerza su oscura falda como un presagio, cuando ascendió por la escalinata guiada por sus tres damas de honor. La congoja parecía no dejarla respirar.
Desde la cubierta, su madre se veía como una figura borrosa y gris sostenida por los brazos de su dama de honor. Juana le miró por última vez y, llevándose las manos a los labios, lanzó un beso desesperado al aire. Luego caminó a tientas con su visión nublada por las lágrimas. Aquel dolor de la partida era similar al dolor de la muerte. Era el profundo dolor de perder la infancia, el amor y los besos de su madre, las palabras y abrazos de su padre, la ternura y la risa de sus hermanos, la tierra que la había visto nacer, para enfrentarse de golpe a lo desconocido, a un país con idiomas y costumbres diferentes, a un esposo jamás visto y a una corte que siempre la consideraría una extranjera.
De pie en la playa, la reina disimuló el llanto con la profundidad de un suspiro. Enmarcada en la soledad de la tarde y debilitada por la angustia, trató de reponer su aparente fortaleza y observó cómo el barco que transportaba a Juana se iba alejando de la costa. Permaneció inmóvil hasta que la silueta del navío se transformó en un punto vago en el horizonte que lo tragó inexorablemente, seguido por el resto de las naves.
La nave donde viajaba la princesa se fue internando mar adentro, mientras el corazón de Juana se iba internando en los recuerdos. Aquellos años dorados de la infancia se habían esfumado para siempre y jamás retornarían con la magia simple y despreocupada de la niñez.
Las velas blancas se hincharon al viento quebrando la monotonía azul del cielo y, en un brillante 22 de agosto de 1496, Juana iniciaba el viaje a su nuevo destino de reina, largamente acariciado por sus progenitores.
La hilera de naves se extendía sobre una distancia de cincuenta millas sobre el horizonte de aquel mar que, hacia adelante, llevaba a Juana a su destino de Flandes y, hacia atrás, a las tierras recién descubiertas del nuevo mundo. Aquel 22 de agosto de 1496, desde el mismo puerto en donde dos meses y medio atrás había amarrado Cristóbal Colón de regreso de su segundo viaje, iniciaba Juana el suyo, con los mismos interrogantes, rumbo hacia otras tierras desconocidas, buscando conquistar el corazón de Felipe de Habsburgo. Ignorándolo, Juana también iba a castellanizar Flandes produciendo una infinidad de movimientos políticos y hasta una guerra.
Al contemplar aquel formidable despliegue de poderío naval, tanto los ingleses como los franceses dudaban de lo que veían. Sabían que no se trataba de una flota beligerante, ya que los monarcas españoles habían obrado con mucho tacto al enviar emisarios a Windsor y a Blois (las residencias reales de Inglaterra y Francia respectivamente), portadores de las misivas donde informaban que se trataba del traslado de su hija Juana, recientemente desposada con el archiduque de Austria.
El propósito explícito e implícito de los reyes había sido demostrar al mundo que España era una nación para ser tenida en cuenta, pues muy pocas naciones se hubieran atrevido a semejante viaje por no poder financiarlo. Pero España podía hacerlo.
La corona española disponía de todos los tesoros moros acumulados durante siete siglos de dominio, mientras comenzaba a llegar desde el otro lado del océano una corriente de riquezas continua que prometía ser inagotable.
En su reciente regreso, Colón había obsequiado a la reina Isabel una nueva ciudad de ultramar, la que había sido bautizada con el nombre de Isabela, en honor a su gran bienhechora.
Juana presentía que, a medida que se iba alejando de su amado reino y del amor de su madre, comenzaría a perseguirle el infortunio. El desconsuelo le destrozaba el alma, pero trataba de resistir, aferrada al recuerdo de la imagen materna.
Durante casi todo el viaje permaneció mareada y pasaba gran parte del tiempo recostada en su camarote, y cuando lograba recuperarse, salía a cubierta a mirar el paisaje de extensiones desconocidas e infinitas que bordeaba el trayecto.
El gran almirante Fadrique Enríquez estaba emparentado con la infanta. Hermano de su abuela paterna Juana Enríquez, descendía de la Casa Trastámara (de una rama iniciada por el infante que curiosamente llevara su mismo nombre, Fadrique Enríquez, hijo de Alfonso XI, rey de Castilla, y de Leonor de Guzmán, y a la cual pertenecían todos los almirantes de Castilla). Con frecuencia la visitaba y le había cedido su camarote y su salón principal en la nave que comandaba la flota, para que Juana se sintiera cómoda durante la larga travesía.
—No debéis temer, alteza —le decía gentilmente el viejo almirante mientras se inclinaba en una rígida reverencia al más puro estilo español—. Puedo asegurar a vuestra alteza real que la nave que la transporta es tan sólida como resistente y no existe en ella ninguna clase de peligro. Y si el movimiento de las olas os molesta, un poco de buen jerez os aliviará los mareos.
Juana apenas podía sonreír agradecida. Por momentos se sentía extenuada. Durante el día miraba aquel indefinido horizonte azul donde no podía descubrir dónde terminaba el mar y cuándo comenzaba el cielo, o las costas de otras tierras, acantiladas o llanas, que iban quedando atrás. Se entretenía observando el ágil salto de los peces o alguna solitaria gaviota que al surcar el aire parecía querer consolarla. Las noches le resultaban eternas pues dormía mal, intranquila y temerosa, pensando que su cama flotaba sobre un mar oscuro y profundo; y cuando llegaba la madrugada, agotada por el cansancio, se quedaba dormida. En esas noches de poco descanso, atravesando aquel misterioso mundo de los sueños, donde dejaba de ser ella para igualar el mundo de los espíritus transformándose en un fantasma, volvía furtivamente a visitar su castillo paterno. Deambulaba agitada por sus inmensos salones solitarios o por sus jardines sembrados de silencio y cubiertos de aromas de flores y de especies. Así fueron pasando los días y, a medida que iban transcurriendo, Juana fue olvidándose de las penas que dejaba atrás y comenzó a soñar con el futuro que se abría por delante.
Al cabo de dos días de navegación, el 24 de agosto, la imponente flota española fue sorprendida repentinamente por un violento temporal de viento y de lluvia que se desató en el centro del Canal de la Mancha. Ante la furia de la naturaleza que parecía abatirse sobre ellos, los indefensos tripulantes formaron un semicírculo con las naves para resguardarse mutuamente; pero aquella actitud no fue suficiente, los mástiles y velas comenzaron a caer destrozados en medio de los remolinos de agua y de espuma. El viento y la lluvia arreciaron con tanta fuerza que hicieron perder la visión más allá de la proa. En medio de aquella tempestad, mirando por el ojo de buey hacia el mar que se abatía sobre ellos, Juana sufrió la más extraña de las visiones. Felipe se encontraba a su lado y juntos flotaban por encima del agua en el preciso instante en que un infierno de violencias parecía desatarse sobre ellos.
Dos de las naves naufragaron hundiéndose con ellas, en las profundidades, una compañía entera de valientes soldados y parte del ajuar y los regalos que España le había hecho a la infanta para sus esponsales.
Los barcos restantes, en un intento desesperado por salvarse, buscaron refugio en las costas británicas. En medio del fragor de la tormenta desembarcaron en Portland. La infanta, profundamente triste, fue albergada en el castillo de la ciudad, donde recibió la visita de numerosos nobles británicos. Vestida de luto riguroso escuchó misa en sufragio de los soldados desaparecidos. El obispo de Jaén, que la acompañaba hacia su nuevo destino, fue quien ofició el réquiem, débil y cansado.
Dos días más tarde, cuando el tiempo parecía haber recobrado la calma, la flota continuó su viaje hacia Amberes, una hermosa ciudad rodeada de verdes praderas, campos de bosques, pastos y flores, poblada por viejos molinos de viento.